Basilio Baltasar
Ciertas obras literarias pasan de una a otra generación sin que en sus manos se agote el sentido ni el sesgo con que su autor supo escribirlas. Nunca insistiremos lo bastante en la conveniencia de leer a los clásicos y siempre lamentaremos que sea necesario hacerlo con tanta insistencia. Su estilo nos regocija. Su dicción, nos consuela. La elegancia de sus formas, nos asombra. Su inteligencia nos sume en el estupor.
La enseñanza del sonriente Demócrito y la gracia del jardinero Epicuro que Lucrecio evocó en su Rerum Natura ilustran el origen remoto de esa extraña ciencia sin científicos que nació en la vieja Grecia. Fidelísimos copistas monacales y audaces pioneros supieron entender a lo largo de los siglos la descomunal visión que les conduciría desde la intuición poética hasta las desconcertantes certezas de nuestra época.
En Lucrecio aún pueden leerse algunos hallazgos que, sin embargo, permanecerán recluidos todavía durante un tiempo en los anales de la poesía. Recuerda Lucrecio en el preámbulo de su libro cuarto que su amarga doctrina no gusta a todo el mundo. Luego procede a exponer su teoría de los simulacros y describe el modo en que las películas desprendidas de la corteza exterior de las cosas, vuelan de aquí para allá. Dice que las cosas emiten efigies de sí mismas y que despiden emanaciones. Lucrecio analiza la mecánica de los sentidos, la información que proporcionan a la mente, y subraya la sutil sustancia de los simulacros. Considera que sobre las cosas aletea una impalpable imagen y reflexiona sobre ese lugar en donde nuestros ojos empiezan a no poder percibir. Concluye advirtiendo que una multitud de simulacros vagan de muchas maneras, incapaces de excitar los sentidos del hombre.