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Ser la voz autorizada

Por 30 de enero de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

La experta que duda de Goya para apropiarse del coto Goya, y los arqueólogos macedonios que estilizan las inscripciones e incisiones en la cerámica excavada en Methone para nacionalizar el pasado, tienen en común la pugna por ser la voz autorizada y poseer el monopolio de la definición. La experta emplea con frecuencia la palabra intuición. Ella intuye cuándo una pincelada no corresponde a su Goya idealizado. Los arqueólogos macedonios también intuyen la identidad de Macedonia en el siglo VIII a. C. Tanto la una como los otros mejoran el pasado, en rigor, lo fabrican conforme a su presente visionario y totalizante. En eso, aunque no llegan a la zafiedad cerril del arqueólogo vasco que fabrica inscripciones para hallarlas luego y demostrar que el mundo fue como él intuyó que era cuando iba a la ikastola, se parecen. Decía Reinach que, tras el excavador sin conciencia, el mayor enemigo de la arqueología es el falsificador. Estaba reservada a los vascos la gloria de reunir y jalear esas dos virtudes en un solo especimen.
 
Ahora, la experta no se ha cargado ningún objeto de manera irreparable, como sí han hecho los arqueólogos macedonios que emplearon un bulldozer en las catas previas, o el arqueólogo vasco que apañó una estratigrafía para mejorar el yacimiento. Pero sí que lleva a cabo una toma de poder que reforma el pasado, y arbitra graciosamente la privación o concesión a la comunidad de bienes como el “Coloso” o “Manolito”, siempre para mayor gloria de su “intuición” nunca bien ponderada.
 
En realidad los tres casos son una usurpación de poder. La experta quiere hacerse con el detentado por el Prado en lo relativo a la autorización de goyas, mientras los arqueólogos macedonios y el vasco quieren ser sumos sacerdotes y garantes autorizados del mito nacionalista.
 
O sea que hay un poder, como el Prado o la nación en construcción, que conlleva nichos vistosos y prensa adicta, y hay un simulacro cientifista que busca hacerse con el monopolio del minarete a base de intuiciones, estilizaciones y falsificaciones. Por ejemplo, el sensacional descubrimiento de las inscripciones inventadas para mayor delirio de la vasquidad fue aplaudido, premiado y soflamado por un grupo de comunicación nacionalista, como es natural. El falsificador suele tener a su favor a la gente de fe.
 
Cuando una sociedad está pastoreada por algo que le adula y al tiempo le inventa una preocupación, ese algo produce intuiciones, falsificaciones y expertos convencidos de lo que deben concluir. Por ejemplo, para satisfacer el deseo de eruditos, como Humboldt o Herder, de que se descubrieran y publicaran antiguos cantos vascos, entre los que suponían que habría alguno relativo a Roncesvalles, se "hallaron" y publicaron falsificaciones como el Canto de Altabiscar.  Por su parte, los arqueólogos macedonios de Methone firman un epílogo conjunto, al estilo de las editoriales de la prensa catalana, donde ratifican de su fe identitaria.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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