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Los fundamentalistas empiezan siempre por buscar como imponer sus reglas morales cuando toman el poder. Cada quien tiene sus convicciones políticas o religiosas, sus formas de ver la familia, las relaciones entre vecinos, y puede vivir con ellas en paz para tranquilidad propia y de los demás. El problema empieza cuando esas concepciones se convierten en códigos rígidos que reglan la conducta social e individual, y se aplican a los demás como política de estado. Códigos de buen comportamiento, de recta conducta, de perfección moral. Y lo peor, códigos de la felicidad. El estado decreta que todos debemos ser felices, de acuerdo a las fantasías de quienes imponen esas normas.
Cada cabeza es un mundo, dice el viejo adagio, pero si alguien pretende que el mundo que está dentro de su cabeza sea también el mundo de los demás, no se puede concebir una forma peor de totalitarismo, el totalitarismo mental. El viejo marxismo decimonónico enseñaba que la felicidad del género humano era una meta lejana de alcanzar, tras arduas luchas; Stalin decidió que era necesario acelerar ese proceso que llevaba a la dicha, y asesinó a millones en nombre del bien colectivo. Pero hoy en día la felicidad desde el poder del estado se ofrece de manera instantánea, envuelta en un halo religioso, y en una retórica altisonante. Las primeras víctimas de la mentira son siempre las palabras.
Hay autores cuya forma de contar una historia lleva implícito el desarrollo del entorno en el que ocurren los hechos. En Conrad, por ejemplo, las descripciones del mar y los barcos, los puestos comerciales en ríos exóticos o las mosquiteras en las casa coloniales tienen tanta importancia como los acontecimientos narrados porque hay una interacción esencial entre unos y otros. Difícilmente se ira a buscar el corazón de las tinieblas en las fuentes del Tajo, sin intención de querer desmerecer los méritos de ese río por otra parte majestuoso.
Por la misma razón no es necesario saber historia ni conocer las circunstancias económicas y sociales de Rusia a principios del siglo XIX porque Tolstoi de las apaña estupendamente para que el lector, aparte de seguir con pasión las peripecias de las familias Bezújov, Bolkonsky o Rostov, quede perfectamente instruido de las circunstancias de todos ellos, y del país, recurriendo entre otras cosas a presentar personajes históricos, como es el caso del general Mijail Kutúsov, el viejo zorro encargado de urdir la catástrofe napoleónica. Por decirlo de alguna forma, en Conrad como en Tolstoi y tantos otros, el equilibrio entre el interior y el exterior es tan estrecho que parecen formar un todo.
Otros escritores en cambio, y el ejemplo clásico es Virginia Woolf aunque en su época siempre se incluía también a Elizabet Bowen, establecen una dialéctica interior/exterior claramente decantada en favor de lo primero: tanto la Woolf como la Bowen ni siquiera necesitan recurrir a la primera persona para que sus narraciones vayan siempre de dentro hacia fuera, pues la voz narradora es una sensibilidad que trata de explicar el mundo a través de sus propias emociones. La muerte del corazón es un ejemplo paradigmático de esta escritura. Portia, la adolescente en torno a la cual gira la narración, trata de comprender a las personas que la rodean porque interpreta correctamente que en ellas están las claves que le permitirán conocer (y si es necesario domeñar) los confusos, contradictorios y a ratos aterradores sentimientos que están empezando a surgir en ella. En este sentido es apasionante la Segunda parte, adecuadamente titulada "La Carne", porque es ahí, en contacto con la naturaleza, donde tiene lugar la aparición de la sexualidad de la joven, con todas sus urgencias y falsos brillos. Pero quien espere escenas escabrosas o imágenes subidas de tono, no conoce a Elizabeth Bowen. Tanto la sexualidad como todo el registro de pasiones y sentimientos del alma humana están presentes, casi podría decirse que abrumadoramente presentes, pero interactúan en unos decorados de la burguesía londinense previa a la II Guerra Mundial, con sus tazas de porcelana y sus vestidos de muselina y donde el control de los sentimientos era una condición necesaria para ser admitido en tan civilizada compañía. En esa atmósfera, dejar con brusquedad una taza en el plato sonaba peor que un exabrupto, o sea que no digamos nada de un portazo.
En su tiempo Elizabeth Bowen fue equiparada y en muchos casos incluso ensalzada por encima de Virginia Woolf. Y sin embargo en la actualidad Elizabeth Bowen está casi olvidada y sólo vive en un reducto de entusiastas, en tanto que los libros de Virginia Woolf se encuentran en todas las librerías y hay un nutrido pelotón de escritoras (algunas muy notables) que se reclaman sus seguidoras.
Probablemente la explicación de una suerte tan dispar haya que buscarla en ese contexto que en Conrad y Tolstoi surge de los propios relatos y que Elizabeth Bowen reduce a la mera categoría de escenario en el que encarnar sus historias. En vísperas de la segunda guerra contra Alemania las clases más lúcidas y sofisticadas de Inglaterra sabían que ese mundo que ellas encarnaban estaba llamado a desaparecer, junto con el Imperio y tantas cosas más. Las propias circunstancias personales de Elizabeth Bowen, hasta cierto punto equiparables a las de la joven Portia, también se inscribían en un mundo inaprensible y que se desvanecía, y en ese sentido parece un acierto encargar del relato a una joven que está a las puertas de la edad adulta y por lo tanto en vísperas de los muchos compromisos y cesiones que habrá de hacer con los elementos más queridos de su mundo hasta entonces y que va a desaparecer. Curiosamente, ni Portia ni los adultos que la rodean se refieren explícitamente a ese mundo exterior del que ella habrá de ser la memoria. En cambio, por influencia de Portia, sólo hablan de sentimientos y emociones. El lector que se moleste en documentarse acerca de Elizabeth Bowen y su escritura descubrirá que muchas de las cosas que se narran en esta novela, y que en apariencia son intrascendentes, de hecho son como una caja de resonancia que magnifica y ennoblece a lo narrado. Pero claro. Si en esta época ya resulta difícil pescar a un incauto para que lea un libro que no habla de dominios ni vejaciones, esperar de él que haga un trabajo previo de documentación es una clara utopía. A pesar de lo cual, leer a Elizabeth Bowen sigue siendo una delicia.
La muerte del corazón
Elizabeth Bowen
Impedimenta
Parece que todos estamos de acuerdo: se han cargado la idea de futuro. ¿Quién? ¿El sistema, la burbuja financiera, la corrupción y sus sobres, el apoltronamiento, los malos profetas? El sujeto es tan plural que nadie puede eximirse, en mayor o menor medida, de este funeral. La calle se inunda de protestas mientras los pactos de gobernabilidad se desdibujan entre las dosis tóxicas de noticias diarias, desde la opereta italiana hasta el cutre espionaje de restaurant. Es tiempo para filósofos. De Ratzinger y su profunda decisión tomada en nombre de la verdad y los roles que la representan, a John Gray, aquel que sostenía en Perros de paja que “la vida espiritual no es una búsqueda de sentido, sino una liberación de él”, y que ahora, en su nuevo libro, The silence of animals: on progress and other modern myths, concluye que no habrá un futuro mejor. También están quienes buscan un cielo despejado. Como Marc Augé, que en Futuro asegura que la gravedad del momento radica en que vivimos el fin de la historia tal como la habíamos entendido hasta ahora, y que el pensamiento único sólo puede combatirse desde el “existencialismo político”. Padecemos la locura de unos tiempos insidiosos que se han revestido de amoralidad y de amusia (ausencia de musas), un término que Javier Gomà recupera en su último ensayo, Necesario pero imposible, en el cual explora el cara a cara con la muerte bien señalada en los pies de foto. El propósito de Gomà es el de convertir la nostalgia en esperanza. No en vano, cada mañana parece intacta bajo las sábanas, y con la primera caricia de sol es difícil no creer en que casi todo es posible, hasta que las horas se arrugan. Ojalá nuestra época tan sólo estuviera arrugada. La fe en el progreso, la reconfortante sensación del trabajo bien hecho o la convicción de actuar con nobleza y ganar por ser el mejor se han debilitado ante un espectáculo tan poco ejemplar. La primera reacción es el derrotismo, la segunda la rebeldía. Un espíritu luchador emerge como satélite de la realidad, aunque parece desplomarse a mitad del camino. Por eso resulta tan contemporánea esa santa Teresa que interpreta con todos los poros la actriz Clara Sanchis -compañera de runrún en este periódico- en La lengua a pedazos. La que dijo “entre pucheros habla Dios” o “la imaginación es la loca de la casa”. La que ella encarna ahora en el escenario del Fernán Gómez bajo dirección de Juan Mayorga, y que, cuando el inquisidor le escupe: “A menudo se llama espíritu a lo que es desorden”, ella le responde: “O al revés”. Sustituyamos espíritu por futuro: a menudo se llama futuro a lo que es desorden. O al revés. (La Vanguardia)
El puente románico de Reparacea (el nombre viene del vasco Erre-baratcea: el Soto del Rey, que alude a la isla de aluvión que formaba originalmente el Bidasoa, al dividirse en dos brazos entre este lugar y la iglesia de Narbarte), tiene un hermano pequeño, el puente de Errezkile (del vasco Erre-Ezkile: la Campana del Rey) que se camufla trescientos metros aguas abajo, en la margen derecha, sobre la regata de Otaltzu.
Pegante a este pequeño puente, se alzaba una torre de seis varas en cuadro y veinte de altura, con una campana en lo alto. La construcción funcionaba como cuerpo de guardia y alarma de la fortaleza de Reparacea y, por su situación, daba tiempo a bloquear el puente, o tomar cualquier medida. La campana apellidaba a las armas y avisaba de incendios y otras incidencias. También ejercía de picota y cadalso: en 1311, el merino de Pamplona Johan Lopiz de Urroz, hizo ejecutar aquí Miguel Periz de Eratsun, ladrón y malhechor pésimo.
Bajo la torre de Errezkile se cobrabaron arbitrios y peajes durante la Edad Media. Luego los usos medievales decayeron y el concejo de Narbarte edificó Aizate Berea y Garaya con las piedras de la torre, para tener cobro del arriendo del vino y otras mercancías que pasaban por el puente y el camino. Aizate Garaya todavía era propiedad del pueblo en el siglo XIX.
El gran cambio vino con el puente nuevo de Narbarte, levantado en 1846 bajo la direccion de Pedro Ansoleaga, con piedras extraídas del subsuelo de Oieregi. La nueva carretera atravesaba, en terraplén, la isla de Reparacea en medio del Bidasoa. Y el puente de Narbarte se construyó sobre seco, mientras el río fluía por el brazo de Tipulatze. Una vez hecho el puente, se dejó el brazo de Tipulatze para laminar grandes riadas. El puente nuevo tenía una garita con cadena para cobrar peaje. El viejo puente románico de Reparacea pasó entonces al retiro tras mil años de servicio. Por su parte, la genial obra pontificia de Ansoleaga, se jubiló este siglo.
Esta mañana, había una lagartija helada en el pretil del puente de Errezkile. Tiene el Bidasoa aquí, en un corro breve, que no llegará al kilómetro, tres puentes jubilados, ¿qué es un puente más o menos en la vida de un río? Más o menos, lo que una lagartija en la vida de un puente.
Michel Houellebecq Hoy 26 de febrero Michel Houellebecq cumple 57 años y sigue siendo, a pesar de...
Aniversario de los ejercicios.- La obra de Raymond Queaneau Ejercicios de estilo cumplió 65 años y en EE UU se ha hecho una edición conmemorativa que, además, trae 25 textos más -que siguen la regla de Queaneau- escritos por autores como Enrique Vila Matas, Jonathan Lethem, Amelia Grey o Ben Marcus. (vía Storyboard)
El desconcierto que están causando los múltiples latrocinios, timos, estafas y desvalijamientos por obra de la parte más noble de nuestra sociedad ilustra sobre el respeto que aún se le tenía a eso que suele llamarse "la clase dirigente". Me recuerda a los sentimientos que despierta la palabra "artista" cuando se pronuncia en público. Basta con que alguien hable de los artistas o diga de sí mismo que es un artista para que se generalice una sensación confortable y cálida entre la audiencia. Una sonrisa aflora a sus labios y se acomodan en la butaca.
El populus ama a los artistas y a otros representantes religiosos que le garantizan que la vida merece la pena, pues esa es la función popular del arte. Si no hubiera tal cosa como el arte, ¿qué sentido tendría nuestra vida, una vez desaparecida la religión? En ese mismo territorio se mueve la anguila política. El político tiene también el destino eclesiástico de asegurar la paz y la justicia. Desdichadamente (y en eso se parece cada día más al artista) su función apaciguadora, su función curativa y confesora, es cada día menos convincente.
En los últimos meses ha habido una verdadera avalancha de latrocinios cometidos por políticos o por familiares de políticos o por gente que se supone que respeta la política como acción dirigida a moralizar y ordenar a la sociedad. Ética y razón son las dos piernas del político profesional, pero en estos meses se las ha amputado él mismo, se ha dado un inmenso hachazo. Nuestros políticos se agitan ahora como anguilas porque han perdido las piernas. Son troncos balbuceantes que abren y cierran la boca a la manera de los peces que se asfixian por falta de oxígeno en un charco de barro.
Y sin embargo no había razón para creer en ellos, tenerles confianza o esperar una medicación contra el desasosiego y la ruina. Son empleados de una empresa gigantesca cuyos beneficios se obtienen mediante una ajustada sustracción de los bienes estatales. Los partidos políticos españoles viven de robar el dinero de sus votantes y eso ha sido siempre así. Podríamos dulcificarlo y decir que es lo que les pagamos en negro para que funcionen como partidos, aunque sea un simulacro. Ahora bien, si queremos partidos, en todo caso debemos sobreponernos y seguir adelante como si trabajaran para nosotros.
Recuerdo una conversación con Duran Farrell, el difunto empresario que trajo el gas a España, en la que me decía escandalizado el dinero que le estaba exigiendo el partido político entonces en el poder. Esa fue la primera vez que oí la expresión "impuesto revolucionario" fuera del contexto de ETA. De esto hace más de veinte años y el gobierno era socialista. Oso decirlo porque venía conmigo otra persona (gran tipo, por otra parte) que lo puede confirmar. Siempre ha sido así, siempre han robado o siempre les hemos pagado en negro, si lo prefieren. A todos ellos. Desde el principio.
El escándalo sólo se levanta cuando el personaje religioso aparece públicamente como alguien demasiado parecido a nosotros, un pobre pecador. El párroco que se beneficia a la sobrina, el obispo que ayuda a los pederastas, la monja que comercia con recién nacidos, el canónigo que vende la virgen antigua o se queda el dinero de los pobres, todos ellos son pecadores como nosotros. El creyente entonces ve vacilar su fe y a poco que se le caliente el espíritu acabará siendo un ateo furioso y tiempo más tarde, cuando las circunstancias lo favorezcan, quemará iglesias y fusilará al clero.
El ateísmo, en política, es la desafección y puede conducir a un régimen totalitario con suma facilidad. Españoles e italianos hemos tenido los dos regímenes fascistas más tranquilos y populares de Europa. No somos muy distintos de los italianos, sólo bastante más ignorantes. Ellos se las arreglan mejor con sus ladrones y con sus asesinos, son más inteligentes, son más cultos. Recuerden que fueron los servicios secretos italianos, infiltrados en Ordine Nuovo, los responsables de la matanza de Bolonia en 1980. Y que algunos cuerpos de seguridad organizaban atentados para distraer a los medios de comunicación del contrabando de petróleo que habían montado ellos mismos. Cada vez que entraba en puerto un carguero patibulario, asesinaban a alguien de portada.
¡Aún nos queda mucho que aprender!
Artículo publicado en Jot Down.
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La revista la Voz del Beatriz del IES Beatriz Galindo ha publicado una entrevista a Félix de Azúa realizada por Louis Malthet López-Ballesteros, aquí el link al texto.