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Rafael Chaparro tenía 31 años cuando murió de lupus en 1995. Había publicado una novela, Opio en las nubes, ganadora del Premio Nacional de Literatura 1992 en Colombia. Su muerte temprana lo convirtió en un escritor de culto. Hoy hay un pequeño revival en torno a su obra, gracias sobre todo al trabajo de la editorial española Tropo, que en los últimos tres años ha publicado Opio en las nubes, la novela El pájaro Speed y su banda de corazones maleantes, y Un poco triste pero más feliz que los demás (2013), una selección de textos que mezclan libremente el trabajo periodístico, la crónica personal y la ficción narrativa.
En Un poco triste -un libro con magníficas ilustraciones de Tobías--, Chaparro se muestra como un ser hipersensible al que le duele el mundo; sus íconos son los de un adolescente desencontrado con su entorno (Jim Morrison, Kurt Cobain, Jimi Hendrix) y su bandera de rebeldía la música rock y la vida de la noche "demente", en la que "las luces de la ciudad son pequeños ojos rotos, locos, alucinados que nos vigilan". Es un chico de la cultura urbana que se emociona con el triunfo de la revolución sandinista y que mira con escepticismo el realismo mágico de García Márquez. En Opio en las nubes, Sus personajes marginales deambulan por la noche perseguidos por el sonido del "trip trip trip", una onomatopeya que también es resumen de su obra: una viaje inquieto en el que las drogas son a la vez puertas a la abyección y caminos a la maravilla. En "Santa Carroña de Bogotá", una crónica alucinada y alucinante -lo mejor de Un poco triste--, Chaparro proyecta una Bogotá futurista en la que se celebra el día de la "virgen radiactiva", la gente camina con máscaras, hay televisores por todas partes y los niños toman "ácido sunshine en forma de pescaditos, de avioncitos, de carritos... Apenas los comen los dientes de los niños se tornan luminosos y sus palabras suenan con eco, de sus orejas salen leves flores metálicas que pueden causar tormento".
La prosa hiperkinética de Chaparro trata de capturar el universo contradictorio de alguien poseído por el espíritu más demoniaco de los Rolling Stones ("Señor Mick Jagger... gracias a usted supe que de algún modo estamos en la misma nube de opio") pero a quien en el fondo su corazón le pide los Beatles (el día de la muerte de Lennon, las canciones del cuarteto de Liverpool le suenan "como un tren triste en una tormenta de nieve"). Ese cortocircuito es el que produce las mejores páginas de este escritor.
(El País, 13 de abril 2013)
La leyenda, a la que contribuyeron con gran ahínco Ernst Hemingway y los integrantes de aquél París que era una fiesta, dice que al principio de todo, cuando Zelda y Scott Fitzgerald eran dos jóvenes alocados y triunfadores, la alta sociedad se los disputaba porque su sola presencia bastaba para hacer inolvidable una fiesta, ya fuese en Nueva York, París o la Riviera. Pero, sigue diciendo la leyenda, cuando el despilfarro de dinero y los achaques debidos a los continuos excesos les dieron alcance, la ya no tan joven ni tan brillante pareja dejó de tener gracia y en lugar de animar las fiestas se especializó en arruinarlas con sus escándalos de borrachos y sus peleas por celos y la falta de dinero. Durante mucho tiempo, la imagen del pobre Scott Fitzgerald en camiseta y sin afeitar, tratando de escribir un cuento en la esquina del tocador de una desordenada habitación de hotel mientras Zelda, en negligé, no le deja escribir porque continuamente reclama su atención y le reprocha que no le dé dinero para comprarse ropa y salir de fiesta, ha sido el icono que servía para ilustrar el desastroso final del ex matrimonio de moda, él en un asilo para alcohólicos con apenas 44 años y ella un poco después durante el incendio del manicomio donde llevaba años encerrada. En las biografías de él, nunca faltaban descripciones de ella bailando sobre una mesa, nadando desnuda en las fuentes públicas o subida totalmente ebria en el techo de un taxi de Nueva York. La viva imagen de la flapper, aquel modelo de muchacha frívola que irrumpió en los años 20 con los cabellos y la falda tan cortos como sus ideas.
Con semejante imagen no es de extrañar que el lector actual se quede perplejo cuando en las primeras páginas de Resérvame el vals, dedicadas a la infancia de la narradora, le aparecen análisis como éste: "Austin [el padre de la protagonista en la ficción, prácticamente calcado del padre de la Zelda real] quería a las hijas de Millie [la madre en la ficción y la realidad] con esa ternura desapegada e introspectiva que muestran los hombres importantes cuando se enfrentan a alguna reliquia de su juventud, a algún recuerdo anterior a su decisión de convertirse en el instrumento de su experiencia, y no en su resultado". O también, unas páginas más adelante, cuando la niña/narradora ve a sus hermanas mayores rechazar a novios sin posibles y aceptar maridos de conveniencia sin el menor asomo de drama: "Estar enamorado es como pedir un nuevo punto de partida, pensó, otra oportunidad en la vida".
Quiero decir: el uso del lenguaje y la ambición de los análisis no se corresponden con la imagen de una frívola casquivana que, según su leyenda, sólo toleraba a su marido en tanto que compañero de juergas y máquina de hacer dinero. Aparte de poseer una notable destreza para manejar el ritmo de la acción o las técnicas narrativas, y encima casi seguro que de forma totalmente intuitiva, Zelda Fitzgerald no era en absoluto insensible a las corrientes literarias de su época, como por ejemplo la veta surrealista que zigzaguea por sus descripciones sin pretender en ningún momento asumir el protagonismo o intentar deslumbrar al lector. Así, cuando una tarde de intensa lluvia la protagonista es enviada a vigilar a su hermana y al novio de turno, "las enredaderas se agitaban como señoras doblando faldas de seda y los canalones gorgoteaban y gruñían como palomas afligidas". O esta otra descripción con aroma de canción infantil: "vacas cargadas de sombras arrancaban el verano a mordiscos de las blancas laderas".
En cuanto a la historia en sí, y aunque esté contada de forma tan personal, suena conocida en su totalidad: una princesita sureña conoce y se enamora locamente de un joven pintor de gran éxito y juntos viven una apasionada y enloquecida historia de amor salpicada de fiestas y éxitos allí donde van, Nueva York, París, la Riviera...hasta el desastroso final.
A lo que parece, Fitzgerald leyó la primera versión de la narración de su ya para entonces ex esposa y se indignó porque (obviamente) se reconoció en el pintor del relato y pensó que no salía favorablemente retratado, con el agravante de que consideraba que sus propias experiencias vitales, y las de Zelda también, eran su personal material literario porque el escritor era él y ella una entrometida. Y presionó a los editores para que el texto fuese cambiado más a su gusto.
Quizá por eso, mientras se lee hoy Resérvame el vals, de pronto uno empieza a sospechar que Zelda era más perspicaz de lo que nos han hecho creer al considerar que Hemingway no era la clase de dios que él decía ser (más bien le tenía por un novelista mediocre) y que Hemingway le devolvió la gentileza alimentando sin piedad los peores rasgos de una leyenda que ya va siendo hora de empezar a revisar.
Resérvame el vals
Zelda Fitzgerald
Román y Bueno Editores
Igual que décadas atrás lo había hecho en El Salvador el general Maximiliano Hernández Martínez, que se instalaba ante los micrófonos para explicar sus teorías teosóficas, Ríos Montt predicaba sus sermones cada domingo por la noche en cadena de radio y televisión, siempre aconsejando el buen camino de la fe, y advirtiendo contra los perturbadores. La nueva cruzada de redención sería militar, y de inspiración religiosa; y el buen cristiano, según sus palabras, era aquel que se cuidaba de mantener la metralleta en una mano, y la santa Biblia en la otra. Y también inventó la consigna "frijoles y fusiles".
Por debajo de su prédica de pastor de ovejas descarriadas, que anunciaba la llegada de la era del amor divino, y la conquista del país para Cristo, lo que se montó desde el mismo día de su ascensión al poder, o es que se trataba de planes ya preparados desde antes, fue un programa de represión sistemática que involucraba el ejército, a los cuerpos de seguridad, a bandas paramilitares, y a las recién creadas Patrullas de Autodefensa Civil.
El reinado de terror del elegido divino duró poco, apenas 16 meses, pues en agosto de 1983 fue derrocado por otro golpe de estado, pero según el informe de Esclarecimiento Histórico de las Naciones Unidas, y el informe de Recuperación de la Memoria Histórica, que costó la vida al obispo Juan Gerardi, se cometieron al menos diez mil asesinatos en las áreas rurales y cien mil personas debieron huir de sus aldeas, de las que casi quinientas fueron exterminadas del mapa.
Miguel de Cervantes Todo el mundo cree que la fecha 23 de abril fue escogida porque ese día, en...
Con la abrumadora cantidad de libros que se publican, cada vez es más fácil que un buen título se pierda, un notable autor sea olvidado, la obra "menor" de un grande no sea tomada en cuenta. Van estas sugerencias con motivo del Día del Libro:
Vladimir Nabokov, Pnin (Anagrama). Una de las mejores contribuciones al subgénero de la "novela de campus", aunque, como se trata de Nabokov, esta claro que trasciende cualquier intento de clasificación. Una novela melancólica de ribetes cómicos, sobre las desventuras del profesor Timofey Pnin en Weindell College. Pnin, profesor de ruso que no sabe hablar inglés muy bien, quisiera encontrar la clave secreta de la armonía detrás del caos de la realidad, acaso porque lo marca la pérdida: de la Rusia que dejó atrás, del primer amor, de la esposa que lo abandona.
Francisco Tario, La noche (Atalanta). Pocos han escrito en español tan buenos relatos fantásticos como este autor mexicano. Se especializó en cuentos de fantasmas, pero en ese pequeño espacio logró complejas variaciones. "La noche de Margaret Rose" es un favorito de García Márquez, pero hay muchos más, entre ellos "Un huerto frente al mar", "La noche del féretro" y "La noche de los cincuenta libros". Esta antología reune cuentos de dos libros: La noche (1943) y Una violeta de más (1968).
Anna Starobinets, Una edad difícil (Nevsky Prospects). Se ha dicho de ella que es la Stephen King rusa, pero eso no da cuenta cabal de la escritura de Starobinets, que se mueve con naturalidad entre el horror, el género fantástico e incluso la ciencia ficción. "La familia" es un cuento que puede calificarse como "fantasía intelectual", mientras que "Una edad difícil" es puro terror inquietante.
Heinrich von Kleist, Relatos completos (Acantilado). Este escritor alemán está lejos de ser olvidado, pero es conocido sobre todo como dramaturgo y cuando se habla de los grandes narradores europeos del siglo XIX su nombre no es de los primeros que se menciona. Es hora de remediarlo: "Michael Koolhaas" y "La marquesa de O." muestran su frenético estilo de frase larga, de claúsulas subordinadas, con una tensión que comienza en la primera línea y no decae hasta el final, y preocupaciones temáticas que anticipan líneas centrales de la literatura del siglo XX; no por nada a Kafka le gustaba leerlo en voz alta a sus amigos, y una vez incluso hizo una lectura pública de "Michael Koolhaas" en Praga.
Flannery O'Connor, Novelas (Debolsillo). De esta escritora del Sur profundo de los Estados Unidos se leen hoy, y con razón, sus cuentos excepcionales, pero las novelas son también buenas puertas de entrada a su mundo de predicadores arrebatados y de búsqueda de la gracia en lugares inesperados. Puede que Sangre sabia no sea redonda, pero la historia de Hazel Motes es más memorable que la que cuentan muchas novelas "perfectas".
Richard Flanagan, El libro de los peces de William Gould (Mondadori). Un libro hermoso dentro de un libro, que narra la historia del falsificador William Gould, su paso por la cárcel en la isla de Sarah (Tasmania), allá por el siglo XIX, y su obsesión por pintar peces que le hacen entender de qué va la condición humana.
Lina Meruane, Fruta podrida (Fondo de Cultura Económica). Lina Meruane ganó el último premio Sor Juana con Sangre en el ojo; la novela anterior, Fruta podrida, es igual de buena. Con guiños al José Donoso de El lugar sin límites, esta historia de dos hermanas muestra la preocupación de la escritora chilena por el cuerpo enfermo en la sociedad contemporánea; su escritura se inscribe en un código realista con múltiples connotaciones simbólicas, aunque la historia avanza de manera natural hacia un territorio alejado del realismo.
(El País, 20 de abril 2013)
Me he referido en varias ocasiones al físico vienes Anton Zeilinger, indicando que este hombre se ve a partir de sus experimentos cuánticos abocado a la interrogación metafísica. ¿Qué tienen pues sus experimentos de trascendentes? Lo mejor es intentar presentarlo de nuevo,
Sean dos parejas de partículas 1, 2, emitidas por dos fuentes A y B separadas entre sí por una distancia D. La primera fuente emite hacia su derecha, y hacia abajo la partícula 1 y hacia su izquierda también hacia abajo la partícula 2; y algo análogo hace la fuente B, de tal manera que 1 sigue una trayectoria que la aproxima a 4 a y 2 una trayectoria que la aproxima a 3 (la aproximación no exige llegar a la contigüidad, se trata sin embargo de una condición que facilitara una de las acciones que se realizarán luego):
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Por sorprendente que sea ya lo anterior, el asunto se hace realmente interesante si consideramos que la medida que realiza el observador en las partículas 2, 3 no es una medida convencional, sino la medida llamada de Bell, cuyo resultado es el siguiente: las partículas 2 , 3 vienen a estar ahora tan absolutamente entrelazadas entre sí, como lo estaban antes de la separación las partículas 1 2 , por un lado, 3 4 por otro lado. Este nuevo entrelazamiento hace que 2 y 3 se liberen de sus antiguos lazos con 1 y 4 respectivamente, ¿Y qué se ha hecho de las partículas 1 y 4? Pues que quedan a su vez entrelazadas, de ahí lo oportuno de la designación del fenómeno como intercambio de lazo (Entanglement Swapping). El nuevo entrelazamiento no tiene necesariamente la forma de los que se daban en el origen, pero no difieren del mismo mas que de manera "resoluble"y de hecho es uno de los componentes (igualados en probabilidad de actualización) de la fórmula a la que cabe reducir la combinación (producto tensorial) de los dos entrelazamientos originarios (5).
Recordemos que dada su ausencia de lazo en el pasado, las partículas 1 y 4 podían dar por como resultado tanto correlación como anticorrelación. Veamos que pasa ahora: supongamos que la medida de Bell en 2 3 es el spin total cero antes contemplado. Entonces este spin total cero vincula ahora también a las partículas 1 4 de tal manera que será ya imposible obtener arriba,arriba o bien abajo, abajo. Cabe decir que ahora se ha modificado el espectro de potencialidad de resultados que cabía esperar ante las partículas 1, 4. Estas aun no han sido medidas, pero si desde el otro lado me dicen lo que ha ocurrido se ya lo que cabe esperar y lo que no cabe esperar. Concretamente sé que no cabe esperar lo que sí cabía esperar antes. Y esta modificación en lo que cabe esperar respecto a 1, 4 se ha efectuado desde la distancia, sin lazo alguno de contigüidad entre los dos ámbitos del espacio. La cosa era tan extraordinaria que pese a lo rigurosamente consistente del protocolo, habría razones para el escepticismo de no ser que en 2002 hubo ratificación experimental.
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(1)
Esta es concretamente la expresión matemática del vector spin total cero, dónde li i j indican, sea las partículas 1 2 sea las partículas 3 4.
(2)
es en la grafía técnica el operador que entonces actúa, dónde las factores del producto tensorial son las llamadas matrices de Pauli.
(3) De hecho, para llegar a esta conclusión hemos aceptado un protocolo matemático del que se infiere algo no trivial: 1) Las partículas en cada pareja de salida estaban tan entrelazadas que carecían de individualidad. 2) Al ser separadas espacialmente recuperan su individualidad pero conservan su correlación o anticorrelación.
(4)La información global sobre las dos parejas de partículas se desarrolla de la manera siguiente:
El Volkswagen escarabajo con el que Jack Torrance (Jack Nicholson) se dirige junto a su familia al hotel Overlook, en la primera escena de El resplandor, difiere en algo con respecto al de la novela de Stephen King: es amarillo (el de la novela es rojo). Es un detalle aparentemente trivial, hasta que, en la recta final de la película, cuando Dick Halloran se dirige al hotel Overlook siguiendo el "resplandor" del hijo de Jack, vemos un accidente en la carretera: un camión ha aplastado un escarabajo rojo. La imagen del Volkswagen bajo las ruedas del camión dura segundos, los suficientes para que alguno sospeche que esa escena era la forma poco elegante con la que Kubrick le decía a King que había destrozado su novela y que su película era superior.
Me enteré de todo esto viendo Room 237, un magnífico documental de Rodney Ascher dedicado al recuento de las múltiples y delirantes interpretaciones a que ha dado lugar la película de Kubrick. Para sus fanáticos más obsesivos -cineastas independientes, solemnes profesores de historia--, Kubrick es como Borges o Pynchon para otros: alguien que supuestamente no ha dejado ningún detalle al azar y cuya obra está poblada de símbolos que permiten lecturas infinitas. Vi la película dos veces y en ambas me pareció una sofisticada versión de la novela, la historia de un descenso a la locura, aunque con un cambio fundamental: Kubrick estaba más interesado en el horror psicológico que en el elemento sobrenatural de la novela.
Ahora que he visto Room 237, entiendo que me quedé corto y que en realidad la película es, básicamente, sobre todo lo que a uno se le puede ocurrir. Uno de los fanáticos dice que Kubrick es como "un megacerebro para el planeta" y que el director inglés "estaba pensando en las implicaciones de todo lo que existe". Por ejemplo, El resplandor puede verse como un comentario sobre el genocidio de los indios norteamericanos: el hotel fue construido sobre un cementerio indio, hay retratos de jefes indígenas en las paredes, en un par de escenas aparece una lata de soda caústica Calumet con la cara de un indígena. El resplandor es también sobre el holocausto nazi: la máquina de escribir de Jack es alemana, marca Adler -águila, símbolo nazi-, y sugiere el peso de lo burocrático, de lo industrial, de lo mecanizado en la ideología nazi; Danny, el hijo de Jack, lleva una polera con el número 42, año en que se inicia la "solución final" nazi. Aun mejor: El resplandor es la confesión pública de Kubrick de que ayudó a la conspiración del alunizaje del Apolo 11; no hubo tal y todo fue una filmación del cineasta norteamericano: se puede ver a Danny con una chompa del Apolo 11, y 237, el número de la habitación embrujada, representa las 237.000 millas de distancia entre la tierra y la luna (si uno multiplica 2 por 3 por 7, obtiene... 42).
En Contra la interpretación, Susan Sontag sugería que a veces un personaje era sólo un personaje y no tenía porqué representar, por decir algo, a los Estados Unidos o los ideales perdidos de una generación. Estamos muy lejos de Sontag. Room 237 es una película sobre las delicias y los peligros de la sobreinterpretación. Armado de un poderoso equipo de DVD, el fanático puede ver la película en cámara lenta o al revés -como efectivamente hace uno de ellos, superponiéndola sobre la proyección normal-- y ponerse a buscar símbolos y conectar las intrincadas líneas del laberinto. No es diferente a los exégetas que dedican su vida a rastrear los múltiples significados de "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius" o La subasta del lote 49. No todos los autores sirven para eso; algunos se agotan rápidamente. A casi quince años de su muerte, Kubrick sigue emitiendo un resplandor que atrapa. Sobrevivirá no solo a la indiferencia de quienes lo vieron como un director frío, demasiado cerebral; también la atención de sus seguidores más entregados, los que no pueden ver El resplandor sin apretar el botón de pausa para ponerse a contar los autos estacionados frente al hotel Overlook (¡42!) o fijarse qué película están viendo Danny y su madre en la televisión: por supuesto, se trata de Verano del 42.
(La Tercera, 20 de abril 2013)
La imagen digital de Isabel Pantoja desvaneciéndose entre la muchedumbre se congela entre estampados y gafas de sol, y por un momento recuerda a otro país. Aquel que un día se llenó de fontaneros que instalaban fuentes de oro y colgaban Picasso en los retretes. El que descorchó botellas de Dom Pérignon, aunque apenas supiera pronunciarlo, y empezó a fantasear con hacer vinos como quien se hace unas tarjetas, con ese impostado disimulo del nuevo rico que, en un restaurante Michelin, acaba comiéndose el pan del vecino porque desconoce que el protocolo tiene izquierda y derecha. Fueron tiempos donde quien mejor robaba ascendía socialmente con un aplauso cerrado. Cuando la ejemplaridad parecía un asunto de tontos, la ética una chorrada para pusilánimes y la moral una antigualla de la que por fin podía uno librarse como de un asfixiante corsé. Sí, esas estampas ya tan descoloridas, pero que hace tan solo una década amenizaban la vida social de un sistema que parecía estirarse como un chicle, flexible y blando, aparentemente inocuo. El nivel de vida se convirtió en un espejismo, y mientras una gran parte de ciudadanos de a pie pagaban sus impuestos y acababan el día reventados, otros se llevaban el dinero en bolsas de basura a sus casas de mármoles rosados. “Es un milagro, es más que suerte el haberte conocido”, le cantaba la Pantoja en 2004 a aquel hombre de pantalones subidos hasta el cuello mientras paseaban por Puerto Banús, entre yates y cartiers. Por entonces, en la discoteca Olivia Valère se mezclaban Hohenlohes y Pajares, flamencos y modelos, exmisses y toreros. Hasta que la llamada operación Malaya decidió contabilizar, uno a uno, los billetes que llenaron aquellas bolsas de basura. El hilo parecía interminable y la palabra corrupción empezó a sentarse a diario en el sofá de aquellos que contemplaban atónitos a una pandilla de sinvergüenzas que seguían sonriendo como si aquello fuera una gran equivocación. Pero todo parecía posible, incluso pagar por un pollo “a la Pantoja” en el restaurante La Cantora. No sólo el pollo y el restaurante fracasaron, sino que se hizo interminable el circo mediático de los paparazzi que ellos mismos habían reunido. “Dientes, dientes, que es lo que les jode”, dijo ella en una auténtica clase de simulación a fin de poner a buen resguardo la vulnerabilidad. Pero llegaron los primeros tribunales y condenas, y la Pantoja empezó a cantar “cartas a Alhaurín” -la primera prisión en la que estuvo Julián Muñoz-. Hasta que la madeja se fue enredando, y un día ella cambió de idea: “No tengo tiempo para el amor”. Su desmayo tras la condena por blanqueo de capitales ilustra esa España reventona y zalamera que se creía intocable. El otro día, en Málaga, la muchedumbre jaleaba a su tonadillera y la escena parecía de vodevil, aunque en verdad representara las ruinas de un país que se rompió, como el amor. (La Vanguardia)