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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Muerte y confección

Muchos de quienes desfilaron ayer con motivo del Primero de Mayo llevaban una prenda cortada y confeccionada en una de las 5.000 empresas de manufactura textil que dan empleo a cuatro millones de personas en las 200.000 instalaciones industriales de Bangladesh. Es probable, incluso, que dicha prenda haya salido de una de las cinco fábricas que se alojaban en el Rana Plaza, el edificio que se hundió con cinco mil obreros dentro el pasado 24 de abril.

Tiene toda la lógica, porque el textil de Bangladesh es una pujante industria que ocupa a cuatro millones de personas, exporta 20.000 millones de dólares anuales y representa el 17 por ciento del PIB. El textil chino, de largo el primer exportador con un tercio de la producción mundial y el único que supera al bangladeshí, tiene crecientes dificultades para competir en precios con el donde se pagan país los salarios industriales más bajos del mundo, aproximadamente 32 euros al mes.

El Rana Plaza era inicialmente un edificio de cinco plantas, destinado a centro comercial. Su propietario, Sohel Rana, construyó ilegalmente tres plantas más y lo destinó a uso industrial, sin importarle el incremento de carga ni la fragilidad de la estructura. Hasta ahora se han extraído cerca de 390 cuerpos sin vida de las ruinas, pero el balance de muertos puede elevarse por encima de los 800, al que hay que añadir numerosos heridos y mutilados, en lo que ya es el siniestro más mortífero de la historia de esta industria.

El caso de Rana, ahora detenido, no es excepcional si se atiende a la alta siniestralidad del sector textil, en forma sobre todo de incendios y de hundimientos de edificios, fruto de las pésimas instalaciones y de la construcción precaria y descontrolada. En los últimos cinco años han fallecido 700 trabajadores solo en incendios, 112 de ellos en el mayor de todos, declarado el pasado noviembre también en Dacca.

Esta última catástrofe tiene un punto en común con el hundimiento del Rana Plaza: en ambos casos hubo capataces que tuvieron un comportamiento criminal. Según el Daily Star de Dacca, en el incendio de noviembre los encargados impidieron a los trabajadores que abandonaran los talleres una vez se había declarado el fuego. En el caso del Rana Plaza, aparecieron grietas y se oyeron crujidos en la víspera del hundimiento, pero las empresas no ordenaron el desalojo y obligaron a los trabajadores a acudir igualmente al día siguiente.

La calidad de las instalaciones no entra en el radio de visión de una administración que cuenta apenas con medio centenar de inspectores de edificios industriales para todo el país. Human Rights Watch ha recogido el testimonio de inspectores que acreditan el trato de favor que reciben la primera industria bangladeshí por parte del Gobierno. "Intentamos siempre mantener buenas relaciones con el sector gerencial y normalmente les avisamos antes de la inspección", señaló uno de los inspectores.

Sohel Rana, además de propietario del edificio, es un dirigente local del partido en el gobierno, la Liga Awami. No es un dato anecdótico en un país de corrupción oceánica, donde hay un berlusconismo de los miserables que convierte a la política en palanca descarada para la promoción de los negocios de quienes la ejercen.

Tan alta siniestralidad tiene una sencilla explicación económica. La presión a la baja de las multinacionales de la confección sobre los precios encuentra todavía una cierta flexibilidad en los alquileres de los edificios y el mantenimiento de las infraestructuras, dado que ya es imposible reducir aún más los salarios.

La catástrofe puede alentar el boicot a las manufacturas de Bangladesh o estimular la imposición de barreras comerciales bajo la excusa humanitaria de las pésimas condiciones de trabajo, sin tener en cuenta que los trabajadores del textil necesitan sus pobres salarios, mejores que los ínfimos ingresos que proporcionan los trabajos en el medio rural de donde ellos provienen. Bangladesh necesita su industria textil para salir definitivamente de la pobreza, al igual que las mujeres, que ocupan el 80 por ciento de los puestos de trabajo, también la necesitan para emanciparse y construir sus vidas sin el control tradicional de padres, maridos y hermanos.

Mucho pueden y deben hacer, por supuesto, las multinacionales del textil que producen en Bangladesh, sobre todo para que sus prendas se fabriquen en condiciones dignas, que incluyen por supuesto la seguridad de los edificios y la defensa de los trabajadores. La tragedia de Dacca es un clamor por una Administración pública eficaz, que inspeccione con diligencia y ordene el sector, y por unos sindicatos fuertes y vigilantes, que denuncien las condiciones de trabajo y los abusos criminales de capataces que impiden a los trabajadores salvar sus vidas en caso de accidente. La desregulación y el Estado mínimo, al igual que la prohibición de los sindicatos, que tanto gustan a los conservadores occidentales, son la guadaña de la muerte para los obreros de la confección.



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2 de mayo de 2013
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Guerra contra la estulticia

El matemático y filósofo francés Gilles Châtelet solía citar la frase de Hegel según la cual la filosofía es una guerra, añadiendo que se trataba de una guerra contra la estupidez (guerre contre la bêtise). La estupidez puede ser considerada como rasgo innato de una parte más o menos grande de la humanidad o como calamidad contingente, cuyas causas habrían de ser buscadas, a fin de hallar los medios de su abolición.
Pasa de entrada por la cabeza atribuir la estulticia a la ausencia de educación o más bien a la mala educación, pues ningún ser que meramente hable carece de educación, aunque. Y ciertamente hay que buscar por esa vía, pues la educación ordinaria es una caricatura de lo que los griegos denominaban con el término paideia. Una educación que en lugar de vivificar nuestras facultades de conocimiento o simbolización las coarta o las canaliza hacia objetivos fútiles, cuando no potencialmente embrutecedores, obviamente está contribuyendo a " huir de los verdaderos problemas, y hacer propias las falsas querellas".
Pero la mera referencia a la educación no satisface, pues obviamente surge la pregunta de las razones por las que la causa de una educación cabal ha perdido la partida. Un escéptico radical, es decir un nihilista respecto a la condición humana, tendría la respuesta en los labios: el hombre respondería casi por instinto a la máxima "si quieres ser feliz como me dices, no analices muchacho no analices". Considerando que la vida esencialmente es una calamidad, la evitación de la lucidez respecto a ella constituiría una pulsión inherente a nuestra especie. Pues bien:
Carlos Marx busca la causa de la estulticia en un rasgo perfectamente contingente del orden social (pues no es inherente a la sociedad humana sino a una modalidad de la misma) y sin embargo hoy predicado casi omniaplicable, a saber, el mecanismo de relación con el mundo determinado por la propiedad privada:
"La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos y unilaterales que un objeto sólo es nuestro cuando lo tenemos, cuando existe para nosotros como capital o cuando es inmediatamente poseído, comido, bebido, vestido, habitado, en resumen, utilizado por nosotros. Aunque la propiedad privada concibe, a su vez, todas esas realizaciones inmediatas de la posesión sólo como medios de vida y la vida a la que sirven como medios es la vida de la propiedad, el trabajo y la capitalización".

Karl Marx, Manuscritos del 44 (Tercer Masnuscrito. Propiedad privada y comunismo)

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2 de mayo de 2013
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¿Por qué casarse?

Este hombre de más de dos metros, bíceps de acero y dentadura cegadora, Jason Collins, que ha confesado: “Soy un pívot de la NBA de 34 años. Soy negro. Y soy gay”. Fue la información de deportes más clicada del día en la red, aunque muchos se preguntaban si en verdad podía considerarse una noticia en pleno siglo XXI. De ello no hay duda. Primero, porque es el primer jugador de la famosa liga en activo que reconoce su homosexualidad y con su gesto desafía al mito del vestuario. Segundo, porque la politización de sus declaraciones no se ha hecho esperar, y Bill Clinton ha abrillantado sus palabras, “necesarias, tranquilizadoras y fértiles, además de valientes”. Y en tercer lugar, porque Collins no podía seguir viviendo en la impostura. En la entrevista, concedida en exclusiva a Sports Illustrated, explicaba que tomó la decisión tras los atentados de Boston: “Si las cosas pueden cambiar en un instante, ¿por qué no vivir honestamente?”. Clinton ha subrayado la oportunidad del momento: que la confesión de Collins coincida con que diez estados norteamericanos hayan legalizado los matrimonios homosexuales, a la vez que la aprobación de la ley, el pasado 23 de abril, en la libertina Francia donde las agresiones homófobas han demostrado cuán enquistados están los prejuicios. Y, a contracorriente, nuestra aportación local, las declaraciones de Rouco Varela acusando de tibieza al Gobierno de Rajoy por no derogar la actual ley a fin de “restituir a todos los españoles el derecho de ser expresamente reconocidos por la ley como esposo o esposa”. El mundo es una cabina de mandos con capacidad retroactiva. Hace unos días, el sociólogo Andrew J. Cherlin se preguntaba en The New York Times por qué sigue habiendo cierta obligación de casarse en EE.UU. si la sociedad ya acepta plenamente a los solteros. Y lo que es más importante, cuando muchas parejas reconocen no haber notado diferencia alguna entre tener o no tener papeles. Las razones esgrimidas en las encuestas que cita Cherlin apuntan a que casarse constituye aún hoy un signo de éxito personal, una mezcla entre alcanzar sueños y cumplir objetivos. Y ese subtexto es el que están asumiendo la Administración de Obama o la de Hollande al promover la aprobación del matrimonio homosexual: casarse no sólo garantiza un puñado de derechos, sino que representa una especie de meta, incluso de señal de distinción que en nuestro imaginario se corresponde a una feliz vida en pareja y a un estatus social. Pero a menudo se amortigua la idea de que el matrimonio, hetero u homo, es una opción libre y universal. Una opción de vida entre dos. De ninguna manera un mandato. (La Vanguardia)

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1 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Todas las criaturas grandes y pequeñas

Si a una persona le gustan las variopintas historias de la vida en el campo contadas por un hombre que era de ciudad pero supo aceptar la especial idiosincrasia de la ruralidad y que, si bien no llegó nunca a ser considerado como uno más, acabó convertido en un miembro prominente de la comunidad; si además a esa persona le gustan los animales hasta el extremo de que no le produzcan aprensión las prácticas a las que un veterinario debe recurrir en ocasiones para salvar la vida de sus pacientes, o para traer a este mundo a una cría que rehúsa venir a este perro mundo y prefiere seguir donde está; y, finalmente, si dicha persona es amante de una prosa sencilla y directa y que fluye sin más aspiración que reproducir lo más fielmente posible "lo que pasó", puede tener la seguridad de que Todas las criaturas grandes y pequeñas le va a deparar largas horas de placer y sosiego, y lo digo no sólo porque las más de seiscientas páginas que tiene el libro dan para contar miles de historias sino porque cada vez que por alguna razón debes cerrarlo vuelves a él con la seguridad de ir a pasar otro buen rato.
James Alfred Wight, nacido en Glasgow in 1916 y graduado en la Facultad de Veterinaria de esa ciudad, llegó con veintipocos años a Thirsk, una pequeña localidad situada en lo más profundo del Yorkshire rural. Iba a ejercer su primer empleo: ayudante del veterinario local Donald Sinclair, que vivía en una gran casona en compañía de un hermano más joven que además de excéntrico era un calamidad, un veterano de la Primera Guerra Mundial mucho más aficionado a las batallas de su juventud que a cuidar del jardín y los animales domésticos y un ama de llaves mandona pero imparcial en el sentido de que repartía órdenes a todos por igual, incluidos los cinco perros del amo.
Los tiempos eran difíciles porque adelantos como la mecanización del campo (que iba a terminar con los animales de tiro) y los avances médicos y de la farmacopea estaban trayendo consigo cambios profundos y muy rápidos, dos aspectos de la vida moderna (nuevos modos y aplicados de golpe) que la ruralidad estaba poco preparada para asumir sin resistencia.
Sin embargo, y como no tardará en descubrir el joven y todavía inexperto veterinario, si las condiciones físicas del medio (frío intenso y clima inclemente, valles abruptos y mal comunicados y un nivel de vida no muy alejado de la mera supervivencia) y los imponderables que la práctica médica debe afrontar en su lucha contra la enfermedad, ya hacían de por sí difícil el ejercicio de la profesión, el verdadero y más infranqueable escollo resultaron ser los propios campesinos. Aparte de tacaños, desconfiados ante la sola presencia de un joven al que desconocían y daban por sentada su ignorancia, los campesinos y los propietarios de animales en general, incluidos los de compañía, demostraban sin excepción la indestructible convicción de saber más que el veterinario. Al fin y al cabo no sólo llevaban toda la vida tratándolos sino que habían visto hacer lo mismo a sus padres y abuelos. Y cómo no podían mostrarse reticentes, cuando no abiertamente hostiles, a las medidas adoptadas por un jovencito con la cabeza repleta de enseñanzas mal digeridas y que se presentaba en sus granjas con un instrumental y unas medicinas que nunca se habían visto por aquellos valles.
La relación con los campesinos y dueños de animales en general aporta muchas veces la vena cómica al relato, pero con un matiz: el narrador no era el señorito de ciudad que se ve obligado a convivir con patanes rurales y que descarga sobre ellos toda la frustración y la inquina de quien desearía verse a sí mismo dirigiendo un próspero consultorio en la capital. James Alfred Wight llegó a Thirsk en la década de 1940 y allí se quedó hasta el día de su muerte, a los 78 años de edad. Desde el primer día llevó una minuciosa relación de los casos que trataba y de sus relaciones con sus clientes. Hasta que un día, ya con 53 años de edad, compró una máquina de escribir y se dedicó a contar lo que había sido su vida allí. Thirsk se convirtió en el Darrowby de la ficción, de la misma forma que su jefe, Donald Sinclair, pasó a ser el Siegfried Farnon. Pero ficciones aparte, las historias que James Herriot, el pseudónimo adoptado por James Alfred Wight, están contadas con toda simpatía y una extraordinaria proximidad a quienes las vivieron, y tal vez por eso los libros de Herriot llevan vendidos 60 millones de ejemplares y han dado pie a una exitosa serie de la BBC. Los incondicionales de las hermanas Brontë tienen un aliciente suolementario porque el Yorkshire de Herriot está geográficamente muy cerca y se parece asombrosamente a los paisajes que describían aquellas tres desgraciadas hermanas, aparte de que los personajes también podrían haber salido en sus novelas.

Todas kas criaturas grandes y pequeñas
James Herriot
Ediciones del viento



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Eder. Óleo de Irene Gracia

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96 y 95. Cosmogonía de los hombres negros.

El color negro es, desde antiguo, lo manchado, lo maligno (Diógenes Laercio, explicando el pitagorismo, dice que el negro en su sistema es el mal), lo detestable, lo lúgubre: Dión Casio cuenta en Historia romana la fiesta negra de Domiciano, quien ennegreció todos los objetos y paredes de una habitación de su palacio, así como el atuendo de los servidores: sus invitados al llegar pensaron que iban a ser ajusticiados. Lo blanco es lo “sin mácula” o mancha: ya se lo dice Yahvé a Jacob: “recorreré hoy toda tu grey, apartando de ella todo animal salpicado y manchado y todo animal negro entre los corderos” (Génesis, 30, 32). Sin embargo, precisamente por oculto y lateral, lo negro es temido por poderoso, al ignorar cómo defenderse de un ataque de la oscuridad. El trono de Zeus era negro, según la mitología griega. De aquí que cualquier cosmogonía de los hombres negros parta, necesariamente, de su terribilidad. No nos referirnos con “hombres negros” a una raza, ni tampoco a los seres imaginarios que Jung considera en Recuerdos, sueños, pensamientos origen de traumas mentales, sino de una especie casi desconocida. Su acta de nacimiento puede ser tan antigua como la existencia del hombre, y coincide con la de sus ancestros, los hombres invisibles. Veamos las relaciones entre unos y otros.

 

Los relatos antiguos detallan cómo son las sombras las que bajan al Hades (véase el hilarante diálogo entre Heracles y Diógenes reproducido por Luciano de Samosata), mitad negror, mitad entes no visibles. El padre Feijoo, en su Teatro crítico universal, se refiere a “los batuecos”, seres que existen a la vez que nosotros, que están por todos lados, viven en nuestras calles, pero son invisibles y tienen mundos paralelos, aunque a veces se cruzan con éste. Italo Calvino, seguramente sin conocer al polígrafo español, ya advertía en Las ciudades invisibles que “a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí”. Yáhiz, en La cuadratura del círculo, cita de pasada seres que habitan invisibles entre las muchedumbres y con su fuerza sostienen el mundo: ¿antecedentes de Los invisibles de José María Merino, de Los otros de Javier García Sánchez? Edgar Allan Poe, gracias a su hiperestesia, pudo distinguir uno de estos seres y seguirle durante horas por las calles de una ciudad en decadencia: de su persecución nos quedan la inquietud y ese relato fantástico, El hombre de la multitud. Un curioso personaje, Jacques Bergier, habla de los hombres negros en Los libros condenados, catalogándolos como una secta francmasónica y luddita que tiene por objeto que los seres humanos no aprendamos demasiado rápido: a su discutible juicio, pululan desde los tiempos de Egipto, robaron el libro de Toth, y están detrás de una de las destrucciones parciales de la Biblioteca de Alejandría. En realidad, el negro apela más bien a la sabiduría: “Él, hijo de estudiosos, hombres de negro, curvados: generaciones de fatigados eruditos” (Russell Hoban, El león de Boaz-Jachin y Jachin-Boaz, 1973). Si se lee El justo medio de la ciencia, Algacel retrata en sus páginas dos ángeles negros que recién muerto un hombre le levantan de la tumba para interrogarle. Esenin, en el poema El hombre negro, describe la visita de uno de ellos; Johann Peter Hebel, en El amigo de la casa, describe el momento en que otro se aparece, y Leopoldo María Panero en Narciso en el acorde último de las flautas (1979), escribe: “porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando, / que espera también esta mañana, esta tarde como siempre / festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos / algún día por fin su cumpleaños”. Sombras oscuras, mitad hombres, mitad fantasmas, recorren el territorio mítico de Pedro Páramo, y chocan contra la Piedra Negra de Auden. En su penumbra pueden ser reconocidos Joseph de Maistre, el Hombre solo de Mingote, Giordano Bruno, el José María Izquierdo retratado por Cernuda en Ocnos, la armonía negra que caracteriza según Antonio Colinas a Mahler. Caminan en las fantasmagóricas escenografías del Criticón de Gracián y de los Sueños de Quevedo. Podrían ser los sombríos ángeles de El cielo sobre Berlín, del cineasta Wim Wenders, los redactores del Necronomicón de Lovecraft, el oscuro coro de Dark City, de Alex Proyas.

 

De los retratos que Marcel Schwob nos brinda en Vidas imaginarias, no es el menos conseguido aquel en que el narrador francés nos detalla la maligna existencia de Cyril Tourneur, poeta nacido de un dios y una prostituta una noche de peste londinense. Ateo, asesino de reyes primero y de dioses después, así era descrito Tourneur por sus contemporáneos: “Lo representan vestido con una larga túnica negra (...) Recorría las calles de noche de peste y de tormenta”. Decidido a fundar una nueva saga de dioses, posee a su propia hija sobre la cobertera de un osario. Su muerte no puede ser más significativa: “La población de Londres se había retirado a las barcas amarradas en medio del Támesis. Un meteoro espantoso evolucionó bajo la luna. Era un globo de fuego blanco, animado por una siniestra rotación. Se dirigió hacia la casa de Cyril Tourneur, que pareció pintado de reflejos metálicos. El hombre vestido de negro y coronado de oro esperaba en su trono la venida del meteoro”. El cometa, para qué concretar más, llegó, como en la Melancholia de Lars von Trier. La descripción de Schwob podría coincidir, punto por punto, con la del Maldoror de los Cantos de Lautréamont. Igual de salvaje y cruel, igual de desdeñoso con el creador, también va sembrando el terror y la indignación vestido con una reconocible capa negra.

 

Los hombres negros están también en la Historia de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas: “parece ser que fue en el infinito laberinto de la ciudad de Praga donde los inquilinos negros, también llamados odradeks, comenzaron a dejarse ver. A consecuencia de su tensa convivencia con la figura del doble, cada shandy hospedaba en su interior a uno de esos inquilinos negros que, en muchos casos, habían sido hasta entonces discretos acompañantes de los portátiles, pero que en Praga comenzaron a volverse exigentes y adoptaron variadas formas, alguna de ellas humana”. A continuación, durante dos capítulos, habla de la relación de algunos de los miembros de la conjura shandy con ellos: Juan Gris, Canell, Crowley, tensión que está en el génesis de la Antología negra de Blaise Cendrars, sobre la cual Vila-Matas demuestra que su negritud no se refiriere a su supuesto trasunto africano sino, muy diferentemente, a su relación con los hombres negros.

 

Por tanto, no es difícil apreciar que aquéllos hombres invisibles se hacen visibles en ocasiones, y surgen entonces los hombres negros. Bajo el auspicio de Anubis, el dios de tez morena, invariablemente son o toman forma de escritores, como en el caso de Tourneur, de Kafka, de Leopardi. De Quincey habla del Intérprete de lo Oscuro en sus visiones opiáceas. Meyrink, según Vila-Matas, sufre el síndrome de tener uno de esos hombres negros en su interior; Bergier mantiene que Meyrink hizo una novela sobre John Dee, el hombre que a través de un espejo negro se comunicaba con extraterrestres, inventor que fue del idioma enoquiano, y que fue perseguido hasta el final de sus días por los hombres en cuestión; el mismo Meyrink tiene mucho que ver en la difusión de la leyenda de El Golem, quizá el más famoso de los hombres negros, y todo encaja de un modo brutal, aterrador; sobre todo me preocupo por esta ropa negra que vengo vistiendo, por alguna extraña y oscura razón, desde los dieciocho años.

 



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1 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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De Petrarca a la Chanson de Roland

 
La carta de Petrarca donde narra su ascenso al Mont-Ventoux se inicia con un cuidado doble sentido. La subida al monte y, a la vez, la vertiginosa caída en el interior del narrador, quedan esbozadas con la primera palabra del relato: altissimun, superlativo de altus, que en latín conlleva el significado de “alto” y “profundo”. Es una carta transida de doblez, que habla simultáneamente de ascenso y descenso, de pasado y presente, de mundo y alma.
 
Pero la divergencia entre las acepciones “alto” y “profundo”, sólo tiene lugar en italiano —también, claro, en español y otros romances— y demuestra, por si no lo supiéramos, que el autor no es un romano del siglo I, sino un toscano del XIV que ve y entiende el latín “desde afuera”, o sea, desde el toscano. Para Cicerón o Séneca, altus es… altus, y no tiene ningún doble sentido.
 
Es curiosa la deriva en las lenguas indoeuropeas del viejo radical al-que significa “alimentar”. En griego analtos significa “insaciable” y, en sánscrito, anala tenía el mismo significado y de ahí pasó a significar “fuego”, el insaciable por antonomasia. En latín, de (ignem) alere “cebar, echar al fuego” vino altare (altar, el lugar donde se alimenta el fuego sacrificial). En las lenguas germánicas, el radical alt, que en sí significaba “alimentado”, pasó a ser “crecido”, pero enseguida perdió el sentido espacial, para significar “de edad”, “que ya no es joven”, y finalmente “viejo”. El sajón lo incorporó como ald, que es el abuelo del actual inglés old. Por su parte, el vasco tomó directamente del latín alatur “alimentar”, el verbo alhatu, que significa lo mismo.
 
Aquí cerca, entre Francia y España, está Alduide, un topónimo que aparece a la vez vinculado a la altura y la profundidad (se dice macizo y montes de Alduide, en España, y también valle de Alduide, en Francia). El lingüista Lemoine propone un derivado vasco del latín altitudinem, que no va mal encaminado, pero no significaría altura, como cree, sino profundidad, abismo. Compárese con la traducción de Jerónimo del pasaje Apocalipsis 2, 24, τὰ βαθἐα τοῦ Σατανᾶ, altitudines Satanae, "los abismos de Satanás". 
 
En todo caso, la propuesta de Lemoine tiene pocas posibilidades frente a un más evidente *altum-bide —notemos que la toponimia arcaica vasca contiene adjetivos antepuestos, en este caso adjetivo y sustantivo son de origen latino, los mismos que dan por analogía Zaldumbide, que es otro altum+bide, "camino del barranco" reconvertido en "camino del caballero", que es más amable, y no por eso dejemos de notar el paralelo con el vecino *luza-bide “camino a lo largo”, nombre vernáculo de Valcarlos—. Ahora, *Altum-bide no significa “camino alto”, sino lo contrario, “camino en hondura, profundo, por el barranco”, lo que concuerda con la característica del paraje. Porque, en verdad, Alduide era una ruta pésima para retirarse de Pamplona hacia Francia por  un barranco hondo, desabrido y deshabitado, un desierto selvático, con gargantas y estrechos profundos y malos para pasar con impedimenta, pero buenos para saqueo y pillaje de gente que va en fila. Concuerda con la descripción que aparece en la crónica eginardiana de la expedición de Carlomagno, y es el paso pirenaico más cercano a Pamplona en línea recta. De donde se deduce que Alduide, y no Roncesvalles, es probablemente el lugar donde los vascos saquearon la retaguardia de Carlomagno, hecho que luego recreó la Chanson de Roland.


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1 de mayo de 2013
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I. Un sepulcro sellado

El novelista Augusto Roa Bastos dejó dicho que Paraguay es una isla rodeada de tierra. Y aún más que eso, José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco, Supremo Dictador Perpetuo de la República, el célebre doctor Francia, convirtió al país a partir de la independencia en 1811 en un sepulcro sellado para quienes vivían en su territorio, sin mendigos ni ladrones ni asesinos, pero también sin enemigos, hacinados en los calabozos, o en los cementerios. Lo sucedió su sobrino Carlos Antonio López, quien a pesar de su codicia, pues amasó una inmensa fortuna a la sombra del poder, hizo intentos de modernidad, y construyó nuevas líneas de ferrocarril y la primera fundidora de hierro que hubo en el cono sur.
Tras su muerte en 1862, el poder pasó a manos de su hijo Francisco Solano López, disoluto aficionado a las faldas, premiado por su padre con las insignias de brigadier a los dieciocho años de edad, y elevado a mariscal por un decreto que él mismo firmó ya presidente. Había sido enviado a Francia por su padre a comprar un cargamento de armas, y en París se enamoró de las pompas de Napoleón III, y de una irlandesa a quien se llevó de regreso consigo, Elisa Alicia Lynch, llamada por la gente "la Madama", pronto convertida en la más grande terrateniente de Paraguay, y quien ya viuda habría de morir sin embargo en la miseria.

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1 de mayo de 2013
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Propiedad privada y corrupción del lazo hombre-mujer

"¡Que diablo! ¡Claro que manos y pies, / Y cabeza y trasero son tuyos!/ Pero todo esto que yo tranquilamente gozo/¿es por eso menos mío?/ Si puedo ganar seis potros, /¿no son sus fuerzas mías? Los conduzco y soy todo un señor/ Como si tuviese veinticuatro patas"
Citando estos textos del Fausto de Goethe en sus Manuscritos del 44 Marx quiere ilustrar literariamente su tesis sobre ese momento de la historia humana en el que para la subjetividad de cada hombre la relación entre la propia vida y los medios de vida, no es esencialmente distinta de la relación entre la propia vida existencia de otros hombres:
"El dinero, en cuanto posee la propiedad de comprarlo todo, en cuanto posee la propiedad de apropiarse todos los objetos es, pues, el objeto por excelencia. La universalidad de su cualidad es la omnipotencia de su esencia; vale, pues, como ser omnipotente..., el dinero es el alcahuete entre la necesidad y el objeto, entre la vida y los medios de vida del hombre. Pero lo que me sirve de mediador para mi vida, me sirve de mediador también para la existencia de los otros hombres para mí. Eso es para mí el otro hombre" (1).
Esta reflexión sobre la esencia del dinero sigue a la reflexión sobre la propiedad privada como emblema del extrañamiento del hombre respecto de su humanidad, traducida emblemáticamente para Marx es la relación entre hombre y mujer. Cuando el hombre existe sólo para su propia subsistencia de la que ve garantía en la exclusiva propiedad de ciertos bienes, es decir cuando ha enajenado su propia esencia como ser social, la relación entre los sexos es una mera proyección de la relación de privaticidad.
La deshumanización tiene, en efecto, corolario en la concepción del ciclo de las generaciones como mirífico recurso para la prolongación de sí en la progenitura. El ciclo de las generaciones es sentido como garantía de persistencia del sujeto parcial que uno en su individualidad constituye, y no como garantía de la persistencia de la humanidad. Esto tiene expresión directa en el legado de la exclusiva propiedad: identificado el sujeto a su propiedad, si en la descendencia ésta se conserva... esta perdurando lo esencial de uno; si la propiedad se incrementa, uno se está expandiendo más allá de la muerte física. Este mecanismo explica los casos tan frecuentes de protección por parte de los poderosos de las acciones de enriquecimiento de sus hijos, aunque por lo ilícito del procedimiento ello exponga a un descrédito moral. Y es simplemente que el crédito reside en otra parte, y que lo que se puede perder en el terreno del reconocimiento moral parece al sujeto inconmensurable respecto a lo que se puede ganar en el terreno de lo vivido como esencial.
En una sociedad en la que la propiedad privada sea cosa del hombre, ello tiene como corolario no sólo la subordinación de la mujer a la función reproductora sino la abolición de toda sombra de autonomía sexual para la misma. Pues la función de la mujer es entonces la de garantizar la trasmisión de la propiedad privada e padre a hijo a lo largo de la generaciones. Pero se trata de garantizar que la progenitura sea realmente propia, de lo contrario se estaría trasmitiendo lo propio y constitutivo de uno a otro. Es obvio que en estas condiciones, además de la animalización de la sexualidad humana por reducción a la función reproductiva, ha de restringirse la libertad de la mujer en el seno mismo de esta sexualidad desprovista de lo genuino de la especie humana.
En esta reducción del papel de la mujer a mero instrumento la relación del hombre con la mujer pasa de ser "la relación más natural del hombre con el hombre" (Marx) a ser un relación más de dominio, reducción y cosificación. El nivel de la degradación en el lazo hombre mujer se convierte pues en criterio seguro para determinar hasta qué extremo el hombre ha dejado de sentir a los demás como su prolongación de sí, hasta qué extremo su entidad individual ha dejado de ser entidad colectiva.
 
________________________
 
(1) Karl Marx Manuscritos del 44 Tercer Manuscrito. En su reflexión sobre la esencia del dinero Marx cita asimismo a Shakespeare, concretamente esta magnífica exhortación al dios dinero para que no se fie de sus hombres hombres dada su tendencia a rebelarse y a tal fin haga que se autodestruyan en falsas querellas:
"... Dios visible 
que sueldas juntas las cosas de la Naturaleza absolutamente contrarias
y las obligas a que se abracen; tú, que sabes hablar todas las lenguas
||XLII| Para todos los designios. ¡Oh, tú, piedra de toque de los corazones,
piensa que el hombre, tu esclavo, se rebela, y por la virtud que en ti reside,
haz que nazcan entre ellos querellas que los destruyan,
a fin de que las bestias puedan tener el imperio del mundo...!»
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30 de abril de 2013
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IV. La guerra de Herodes contra los chocolates

Soldados que se comían los sesos de los niños después que sus cabezas habían sido partidas a golpes contra las rocas. Niños lanzados al aire y ensartados en bayonetas. Vientres de mujeres abiertos a cuchillo para sacarles a los hijos en gestación. Niños quemados vivos.
Francisco Velasco cuenta que mataron a once familiares suyos y a su hija de doce años la encontró tirada en el piso de su vivienda con el pecho abierto y sin corazón. "Los soldados le sacaron el corazón, no sé si con cuchillo o machete. ¿Mi niña qué delito tenía? ¿Mi mamá qué delito tenía?"
Nicolás Toma, de San Juan Cotzal, dice que una patrulla de soldados llegó a su aldea Villa Hortencia Antigua y mataron a todos los niños: "Les metieron bala en el pecho que salió por la espalda". No habla español, y necesita del auxilio de un traductor. Los soldados violaron uno tras otro a las mujeres, ancianas y jóvenes, y luego las degollaron.
"No hubo perdón para ancianos, ni niños ni mujeres embarazadas", dice otro, "en ocasiones los niños se iban vivos a las fosas en los rebozos de las madres. Cuando una fosa estaba llena de víctimas, le echaban tierra. Ellos los agarraban del pelo y los puyaban en el pecho, y después los empujaban a la fosa".
Otro testigo declara que cuando fueron a buscar a su hijo Pedro de cinco años de edad, "ahí estaba tirado, mi chiquito muerto". Tuvieron que dejarlo en la huida, y "ahora por fin está enterrado en el cementerio de Cunén", después que los antropólogos forenses identificaron sus restos. Y dice otro: "los soldados primero quemaron las casas y a los niños que estaban allí les cortaron el pescuezo con cuchillo, la cabeza la usaban como pelota, nunca se me ha olvidado y nunca se me va a olvidar".
¿Quién puede olvidar esta guerra de Herodes para acabar con los chocolates?

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29 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Enfermedad crónica

¿Qué pasaba cuando no había crisis? Prácticamente vamos olvidando que se sentía en la normalidad asociada a un crecimiento constante, más o menos alto, y a una estabilidad en el empleo. Hoy, sin embargo, se suceden las noticias de un derrumbe por etapas. Van cayendo empresas y fundaciones, va apagándose la cultura y los planes de desarrollo futuros. Más que aguardar a que las cosas vayan mejor, se teme que la tendencia hacia lo peor se haya instalado de un amanera tan honda como irreversible. En estas condiciones, el mismo gobierno español, y el francés y el portugués o el italiano presentan una imagen de debilidad y decadencia que les hace aparecer como estampas sin densidad, cuerpos sin músculo, visiones nubladas. ¿Un líder? Tendría que tratarse de alguien llegado del más allá para no verse contagiado por la epidemia del más acá. Porque si de alguna manera directa puede tratarse la situación es aquella que evoca a las atenciones que demanda un enfermo de anemia, de leucemia, de fibralgia. Todo es vulnerable y todo duele. Al punto de que los periódicos habrán de consumirse no ya por la competencia de las tabletas o Internet sino por la misma consunción de sus materiales caducos. En la Historia se tuvo como románticas y voluptuosas a las épocas de decadencia. Después fueron exaltadas como puntos de inflexión puesto que en sus nidos se habían ido componiendo las fórmulas nuevas para vivir progresivamente, más confortablemente y más creadoramente. Pero ¿ahora? Esta decadencia sigue una trayectoria vertical que no permite el cuenco correspondiente a las incubadoras. Cae en picado, hacia el centro de un magma que, si Dios no lo impide, acabará quemándonos a todos y a todo. A la manera de un fuego purificador. Es bueno ser creyente para poderse contar esta historia sagrada. Pero justamente cuando menos fieles existen y el agnosticismo crece habría que hacer frente a la situación. ¿Hacer frente? La sensación es que las fórmulas de curación, los recurso a la clínica o a la política económica no son suficientes y puesto que prácticamente nada mejora ¿cómo no volver a pensar en la Revolución?



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29 de abril de 2013
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El Boomeran(g)
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