Vicente Molina Foix
Un día de los primeros años 80 apareció por Madrid un madrileño que hablaba con acento alemán. Afable, apuesto y algo tímido, el muchacho llevaba consigo una cámara de fotos casi como otros llevaban un bolsón de tela india o una cartera de mano, bautizada por la guasa popular de la época como ‘mariconera’. Era un tiempo, ya se comprende, anterior a las mochilitas de diseño. El caso es que, de vez en cuando, el joven de poco más de veinte años empuñaba su máquina y te sacaba una foto, pero esas instantáneas nunca se veían; ¿dejadez, discreción, modestia? Se llamaba Javier González Porto y procedía de una familia obrera emigrada a Alemania, donde él había crecido y desde donde volvió con ánimo de independizarse; llegaba en buen momento. Nos vimos con frecuencia, y una tarde de 1984 le invité a venir conmigo a la inauguración de Robert Mapplethorpe en la galería de Fernando Vijande, que había alcanzado una enorme repercusión con la de Andy Warhol dos años antes. Vijande nos había reunido la noche previa al ‘vernissage’ a un grupo de conocidos suyos con el gran fotógrafo norteamericano, y al día siguiente, cuando volví a saludar al artista entre la multitud que llenaba la galería, le presenté a mi acompañante. Ese apretón de manos y la breve conversación que siguió entre Javier y Robert cambió la vida de mi joven amigo.
Pero más que la vida de quien pasó a llamarse profesionalmente Javier Porto, interesa su obra, una de las labores fotográficas más fascinantes y menos conocidas de esa prodigiosa década de los 1980 que se extiende más allá de la Movida. Porto se instaló en Nueva York como ayudante de Mapplethorpe, aprendiendo de él, asistiendo a sus fiestas y a sus exigentes sesiones de trabajo, y posando a menudo como modelo del americano en fotos domésticas y de estudio. En los casi cuatro años que Javier Porto vivió en Nueva York junto a Robert, el muchacho discreto de la cámara no perdió el tiempo entre saraos y faenas. Fue educando su mirada, y cuando regresó a España en 1988 traía no sólo un tesoro de vivencias y documentos gráficos sino una personalidad propia en la fotografía.
La obra realizada entre 1980 y 1990 por Javier Porto reaparece ahora de modo deslumbrante, bajo el título ‘Los años vividos’, en una exposición abierta hasta el 16 de junio en un nuevo centro de arte de la Diputación inaugurado a principios de año -y es algo milagroso en estos tiempos- en Málaga. Aparte de ocupar el encantador edificio de un antiguo hospicio que también desempeñó funciones industriales, me gusta su nombre, La Térmica, y en una de sus amplias salas las fotografías reunidas por el comisario de la muestra, el pintor Pablo Sycet, lucen espléndidamente. Es precioso asimismo el catálogo en dos tomos, otra ‘delicatessen’ que está dejando de producirse en museos de mayor raigambre.
La escena neoyorkina y la escena madrileña anterior y posterior a su estancia en América forman el conjunto rescatado en La Térmica: allí están los grandes iconos, Grace Jones, Keith Haring, Warhol y la fauna vistosa de su ‘Factory’, el joven Almodóvar con y sin su inseparable (entonces) McNamara, Carlos Berlanga, Alaska, la Maura, y también las figuras de los pintores rabiosamente figurativos, los roqueros del ‘Rockola’ y algunos escritores simpatizantes de la causa moderna. El espíritu de un tiempo captado por el ojo penetrante de un testigo que también demuestra lo buen fotógrafo que es.