Joana Bonet
Hubo un punk puro que alentaba lo artesanal y autodidacta y que eternizó el lema Do it yourself -hazlo tú mismo-, el mismo del que años más tarde se aprovisionaba el mercado, desde la moda al floreciente negocio de la autoayuda. Y que, cosido con imperdibles, le plantaba cara al orden, al sistema y a los salones de té. Con la lengua fuera, esos nuevos dadaístas de cuero y metal no eran tan diferentes al Rimbaud del pelo pintado de verde o al desafiante Lautréamont que, sentado al otro lado de la página junto al lector, invocaba el odio como sentimiento creativo en sus Cantos de Maldoror. Pero a aquella contracultura, contrasistema, contra-uno-mismo que emergió del rechazo como actitud ante la vida, le sucedió el cash flow. Los imperdibles se convirtieron en tendencia de la mano de Versace y Elizabeth Hurley, y las camisetas y los tejanos desgarrados hicieron las delicias de los nuevos pijos bilingües asentados en la superficialidad multiplataforma. Ahora, con la recién inaugurada exposición del Metropolitan neoyorquino, el punk se muestra como última vanguardia histórica, eso sí, centrada en la moda y pasando de puntillas por su dolor existencial. Porque en aquella huella de movilización contestataria que gritaba bien alto contra el servilismo y la autoridad, había bronca nacida no sólo de las periferias industriales de cemento gris, ni del thatcherismo o del antimilitarismo, sino de un desengaño vital que convergió en una defensa a ultranza de la individualidad a golpe de anarquía: tu vida es tuya.
A día de hoy, ya puede permitirse una lectura romántica del punk porque, a pesar de los intentos de ridiculizarlo, de convertirlo en una anécdota de crestas, clavos y piercings, e incluso en tendencia por parte de las multinacionales del lujo, abrazó la palabra libertad sin mencionarla. En su lamento existencial, todo aquello que empujaba en contra del trabajo, como base del sistema capitalista que despreciaban, se cargaba de actitud crítica, desafío y rebelión. Y con un desesperado deseo de hacer que la vida fuera interesante. Por ello es afinadamente oportunista este homenaje a aquellos que cuestionaban la falsa libertad en nuestras sociedades modernas y exaltaba el ser uno mismo, justo en tiempos de movimientos sociales y no culturales. Las protestas contra la ley Wert protagonizadas por padres, profesores y alumnos -las células más latentes de futuro- lograron al menos una pausa. “A la ley le faltan algunos retoques”, vinieron a decir desde el Gobierno. En triste sintonía con el No future, aquellas pancartas que otro día en Madrid rezaban “La educación es un arma de construcción masiva” buscaban ecos de botas militares y bombardeos en el desierto al atardecer como una imagen plástica frente al silencio y la mística de un aula. Allí donde se adquiere la única contraseña para poder ser uno mismo, y aun así no siempre funciona.
(La Vanguardia)