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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cuerpos extraños

Para disfrutar de los méritos y sutilezas de esta novela se necesita, antes que nada, no hacer mucho caso de la sinopsis de la contraportada porque, tal y como está redactada, es como para echar a correr. Tampoco viene mal, en lo relativo a disfrutar de la lectura, ser un amante de las narraciones sin apenas trama, ni suspenses ni sobresaltos. Puesto a describir el discurrir de Cuerpos extraños lo compararía con un puñado de hojas secas arrojadas al curso de un arroyo que avanza por terreno llano, sin tramos rápidos pero tampoco meandros en los que se estanquen las hojas (o en este caso lo narrado). En ocasiones esos personajes/hoja toman trayectorias divergentes para luego confluir de nuevo un poco más adelante, a veces de dos en dos, o al cabo de un largo excurso por el pasado. Pero naturalidad, entendida aquí como carencia de gritos y espavientos, no implica tibieza o falta de pasión (que la hay, bajo la tranquila superficie) pues al fin y al cabo esas hojas, como los seres humanos, se encaminan hacia el mar que es el morir y por lo tanto hasta el más leve balanceo entraña una terrible y dramática significación.
La atmósfera general es tan cotidiana, tan alejada de estridencias y sensacionalismos, y el lenguaje es tan llano (un crítico anglosajón diría so matter of fact) que una lectura poco atenta puede provocar la pérdida de algunas de las sutilezas que Cynthia Ozick va dejando caer como sin darle importancia. Ese piano dejado atrás por el marido huido y conservado desde entonces porque era la herramienta de la que él se iba a valer para cambiar el signo musical del mundo y que un buen día, tantos años después, la esposa abandonada cambia por una mesa de comedor y cuatro sillas aunque ya digo que sin estridencias, como quien cambia el abrigo por la gabardina cuando asoma el buen tiempo. Si un personaje es poca cosa y encima se ha dejado ir, se le describe como una escalera de mano a la que le faltan varios travesaños. Cuando una persona (Margaret) escucha algo que no quiere oír (de labios de la tía Bea), la violencia de su reacción se describe así: "Los ojos de Margaret, del color del agua, nadaron hacia Bea como dos tiburones". Bea, la vieja profesora de instituto que lleva años sufriendo las befas de unos alumnos de último curso a los que debe enseñar literatura inglesa, no recibirá la satisfacción de vengarse personalmente. Llegado el momento de ajustar cuentas es la propia autora (o si se prefiere, la tercera persona narrativa) quien describe a esos grandullones incapaces de intuir la grandeza del regalo que les hace su despreciada profesora al facilitarles el acceso a Lady Macbeth como unos zopencos condenados a no entender nada, ni siquiera cuando se encuentren sometidos al fuego enemigo en Corea. La verdadera y cruel venganza, consiste en que se les ofrezca Macbeth y no sepan ver que ahí estaba su única vía de salvación en el pudridero de Corea.
Los personajes son tan próximos como cabría esperar: de un lado está Marvin, un padre que cree poder manipular el destino de los miembros de su familia con la misma mano férrea y desagradable con la que manejó su propio destino a la hora de escapar de la miseria. Margaret, su esposa, una supuesta aristócrata que se refugia en la locura para huir de su tiránico marido aun a costa de que ello le cueste de paso la relación con sus hijos; Julian, el hijo que un padre ambicioso y manipulador no querría tener porque es débil, carece de ambición y está apostando su vida por la literatura cuando de hecho carece del menor talento ( y en este sentido es asimismo de una sutileza muy parecida a la crueldad la manera de la que se vale la narradora para describir en apenas tres líneas la mediocridad del presunto escritor); y finalmente Iris, la hija predilecta de todo padre mandón y que bajo el supuesto de querer lo mejor para sus hijos, fuerza a éstos a tomar unos caminos que ellos detestan. Aunque se muera de miedo, Iris, la hija predilecta, acaba traicionando al padre y corre a esconderse en la misma huida que su hermano Julián.
Y del otro lado está la pobre, abandonada e insignificante tía Bea, un personaje que no deja de ser pobre, abandonado e insignificante pero que de forma casi imperceptible va creciendo a los ojos del lector gracias a su capacidad de evolucionar al compás de los acontecimientos y a una dignidad moral que enaltece su conducta, y eso que dicha conducta, como les ocurre a los restantes personajes, linda y hasta traspasa los límites del egoísmo, la mezquindad y la venganza. La gran virtud de Cynthia Ozick es haber logrado, partiendo de un material literario tan poco prometedor como el que exponemos la contraportada del libro y yo, una novela que sorprende por su gran altura narrativa y su certera percepción de la condición humana. Y todo contado como si tal cosa.

Cuerpos extraños
Cynthia Ozick
Lumen



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15 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Merendar de éxito

Lo contradictorio de publicar (libros, cuadros, canciones, blogs) es que  uno no puede vivir sin ello. Pero, de otra parte, mucha gente con sus propios gustos y conocimientos de hecho prefiere a otros autores y posterga o desdeña lo que haces. ¿Cómo salir de aquí? ¿No viendo nada? ¿Tomando lo mejor y dejando lo malo? Claro que no.

La respuesta a lo que se hace no se sintetiza en una sola voz que ama o mata sino, siempre, en un ramo tan heterogéneo que a la fuerza deja de servir como acicate o como definitivo puñal. Escribimos pues (y pintamos y componemos) de espaldas al patio de butacas. Luego uno se vuelve hacia el público aglomerado y el resultado más o menos mayoritario es el sí y el no ante la provocación. El artista es provocación o no es. Esta vivo o es cadáver en virtud de su capacidad de conmoción

¿Quién se sube sin embargo a este escenario donde uno se expone a recibir tomates a granel?

Muchos artistas son eminentemente tímidos y jamás se subirían a las tablas. Sin embargo, todos los artistas, son narcisistas y necesitan el forraje de verse admirados como si se tratara de la primera papilla y subirse al pináculo como si fueran traviesos niños. Pero en cuanto narcisista, cualquiera tiende más a despertar las antipatías que otra cosa más blanda. El egotista, el ególatra, el narciso impulsa a que los demás respondan dejándolo carcomerse en su asqueroso arrogancia. Sin embargo, los mismos narcisistas dan de cerca mucha pena. La pena que despierta el ser vulnerable y que tanto le hace sufrir su frágil corazón. Basta escribir un artículo que aplaudan muchos pero que no cuente con la aceptación del portero de la finca para perder todo el gozo anterior. Días soleados en los que no escucha ningún comentario negativo son habitables pero varios días en que no oiga nada son insufribles. Un día soleado y aislado donde sólo se arracimen los elogios es un día glorioso. Pero ¿significa el principio de un más allá feliz? Nada de eso.

El fracaso es para el narcisista tan hondo que afecta a la médula y esos amigos desmadejados que vemos bebiendo más de la cuenta o acurrucados en un oscuro cantón son gentes que pierden con extraordinaria facilidad su músculo y su osamenta. Sólo un milagro, cuando eres ya muy mayor o has muerto, devuelve acaso al personaje el mérito que, sin embargo, ya no le sirve ni para merendar.



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14 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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94. Escape

El tema lo plantea Miguel Ángel Hernández Navarro en Intento de escapada (Anagrama, 2013). Un artista llamado Jacobo Montes decide montar una pieza basada en el concepto de fuga, situando a un inmigrante en un espacio claustrofóbico. “Es una acción cargada, llena de potencia simbólica: la caja, el confinamiento, el agua, el mar, las cadenas, la opresión, el sufrimiento, el intento de escapada… no encuentro nada con más poesía y potencia simbólica” (p. 160). “No te imagines lo que podemos hacer por escapar del mundo” (p. 161). “La metáfora del escape sólo es efectiva si se produce un escape real” (p. 161). “Debemos tener claro que se puede escapar” (p. 162). Marcos, el protagonista, asiste complacido primero y asqueado después al onanista e interesado proceder del supuesto artista comprometido. No tardará en sentirse identificado con el deseo de fuga de Omar, el inmigrante que participa en la obra: “como si ese salir fuese en el fondo una escapada. Como si yo también quisiese salir de ahí dentro. Y pensé que quizá se trata de eso más que de otra cosa. No un intento de expulsar a Helena, sino un intento de expulsarme a mí mismo” (p. 164). / “El propio vacío psicológico es sólo el resultado de la falsa absorción social. El tedio del que los hombres huyen simplemente refleja ese proceso de fuga al que desde hace tiempo están sujetos. Sólo así se mantiene vivo, hinchándose cada vez más, el monstruoso aparato de la distracción sin que haya uno sólo que la encuentre” (T. W. Adorno, Minima moralia). / Por cuanto la novela de Hernández Navarro es un escape sobre un intento de escapada, podríamos considerarla una reflexión metafísica de segundo grado, realizada a través del arte (del arte conceptual y del literario). / El deseo de huida es constante asimismo en Amantes en el tiempo de la infamia (Siruela, 2013), de Diego Doncel, donde una bailarina y un científico alemán que desea dejar atrás el horror nazi, luchan por escapar de quienes les persiguen. No es casual lo que para ella representa su arte: “‘La danza’, había escrito, ‘es el arte de crear huidas, de crear puntos de fuga, de convertirse en otro ser’”. En otro plano, la novela de Doncel es un escape de fórmulas tradicionales de novela, demostrando que se puede contar una historia “de siempre” en un formato nuevo y diferente, hábilmente presentado bajo una apariencia clasicista. / En su fascinante Has de cambiar tu vida (Pre-Textos, 2012), el filósofo Peter Sloterdijk describe la “antropología de la obstinación”, por la cual un ser humano dañado “aparece como el animal que tiene que avanzar porque hay algo que se lo obstaculiza”. La huida como superación de obstáculos, la existencia como mensaje imperial kafkiano a entregar, inexcusablemente. Según Sloterdijk este humanismo fija el “discurso sobre el hombre que se asienta en el siglo XX”, y muy probablemente aún en el XXI. Continuar tu camino puede ser también escapar cuando uno, o varios, intentan que no lo consigas.



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14 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mi amigo Jesús Urzagasti

A Norma Klahn, Guillermo Delgado, Silvia Rivera, Ana Rebeca Prada, Eduardo Mitre 

Casi todos los buenos escritores bolivianos son fatalmente secretos pero el más secreto de todos es Jesús Urzagasti. No digo que fue, aunque haya muerto hace unos días, porque los mejores escritores nacen y viven para siempre en el lenguaje. La lengua española es un buen país para morir, como había previsto Jesús, porque está encendida por las lenguas originarias, y el español de la mezcla es bueno para hablar pero también para callar.

Había nacido en  1941. Trabajó en el diario “Presencia” de 1972 a 1998. Fue jefe de la sección cultural, jefe de redacción y director de Presencia Literaria. En 1969 obtuvo una beca de la Fundación Guggenheim. Es autor de las novelas Tirinea (1967), En el país del silencio (1987), escrita desde tres heterónimos, traducida al inglés y celebrada por Gregory Rabassa como una de las mejores novelas latinoamericanas después del “boom”; De la ventana al parque (reeditada por la UNAM, México) y Los tejedores de la noche. Sus libros de poesía son: Yerubia , La colina que da al mar azul y Frondas nocturnas, con Sulma Montero.

Tenía la intensidad reposada de quien viene de lejos. Había nacido en Campo Pajero, en el Gran Chaco, hijo de agricultores, y era ducho en mitos y agonías de la frontera. Escribía con sobriedad y fluidez, en cláusulas de idas y vueltas, sumando y precisando. Su prosa, como su poesía, es de inmediato reconocible por la autoridad de su dicción, esa objetividad de lo vivo que transcurre con plena suficiencia. Siempre pensé que su escritura era clásica: la forjó una idea de lo imaginario como lo más cierto. Pertenece a la poética de la veracidad, a esa poesía de lo vivo durando en el lenguaje.

La última vez que lo vi fue en el Congreso de la lengua española en Rosario. Me pidieron hacer una sesión sobre la literatura hispánica en contacto con otras lenguas, y pude invitarlo para hablar de su frontera. Fue feliz en esa sesión donde el quechua, el yucateco y el aymara navegaron en español desplegado.

He conservado su ponencia, “El plurilingüismo boliviano y el imaginario multinacional,”  de la que doy unos párrafos. Pocas voces más fraternas:

A guisa de preámbulo, que me valga esta anécdota: hará cosa de treinta años viajé de La Paz al Chaco boliviano acompañado de Marcos, lingüista y sociólogo aficionado a pasar por el cedazo de la ciencia  cualquier suceso, por nimio que fuese. Pues bien, este buen amigo quería conocer a los matacos que, como todas las tribus de mi llanura natal, hablan con fluidez el castellano. Con tal motivo llegamos hasta Crevaux y aparecimos caminando por la orilla del Pilcomayo. De pronto nos topamos con ellos en un recodo. Tras el azoro, evitamos el ridículo de permanecer mucho tiempo con el pico cerrado. 

—Dile al más despabilado de todos que hable en mataco —me dijo   Marcos—. Dile que quiero escuchar su idioma.

Entonces yo le dije al viejo Irineo: —Dice mi amigo Marcos que quiere conocer su idioma, ¿podría hablar en mataco?

Entonces el viejo Irineo me dijo: —Dile a tu amigo Marcos si quiere escuchar el mataco o el idioma invisible del mataco.

Entonces yo le dije a mi amigo Marcos: —Dice el viejo Irineo si quieres escuchar el mataco, o el idioma invisible del mataco.

Entonces mi amigo Marcos, tan mestizo como yo, supo que estábamos entrampados en la lengua profana. Que la zona sagrada del idioma mataco nos estaría vedada mientras oficiáramos de intermediarios entre una realidad desconocida y sus membretes a la moda: identidad, costumbrismo, nacionalismo, socialismo, neoliberalismo, universalismo, etc.

***

En 1888 se publicó en La Paz La lengua de Adán, libro escrito en Río de Janeiro por el filólogo boliviano Emeterio Villamil de Rada con el propósito de sustentar una teoría científica y difundir una buena nueva: el paraíso bíblico fue fundado en Sorata, un valle alto a 200 kilómetros de la hoyada andina; en consecuencia, el idioma edénico, si lo hubo, no es otro que el aymara.

Un siglo después, el Ing. Iván Guzmán de Rojas, autor de Atamiri, afirmó que, en materia de traducción, la lengua aymara es el recipiente mayor: en él cabe cualquier idioma del mundo, por complejo que sea; mientras que ningún idioma del mundo tiene la suficiente amplitud y elasticidad como para acoger al aymara sin traicionarlo.

Villamil de Rada y Guzmán de Rojas parten de premisas parecidas para hablarnos del aymara con propósitos distintos. Sea como fuese, de sus proposiciones se desprende que la lengua andina es la matriz de todas las voces; en consecuencia, en ella encuentran eco invenciones y certezas aparentemente indóciles a cualquier traducción. Cabe añadir que tales propiedades guardan correspondencia con los atributos de la poesía: remitirnos al origen y trasladar las palabras de una órbita conocida a otra insólita.

Si consideramos que el aymara es lo que los otros idiomas nativos son en su espacio concreto: un modo de ver y de sentir, de pensar y de recordar, en suma, de vivir y de morir, apreciaremos mejor el proceso a que fue sometido el castellano: tallar formas acordes con los novedosos contenidos que surgían de un escenario inicialmente ajeno.

Desafío y estímulo que, según algunos, ocasionó estragos y según otros morigeró las prerrogativas de los peninsulares, a la vista de tantos “pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas”, al decir de Hernando de Talavera, obispo de Avila y amigo de Antonio Nebrija.

¿Cómo me las arreglo en un país donde, además del castellano, se habla más de cincuenta idiomas y hay una buena cantidad de iletrados, amén de los analfabetos funcionales, peligrosos por donde se los mire?

Se me dirá que, en cualquier circunstancia, el escritor se las arregla escribiendo. Respuesta irreprochable pero demasiado escueta y quizás ajena al tamaño de las dificultades del hombre que, al asumir su mestizaje, reconoce como suyas vertientes culturales que chocan y ventilan sus diferencias precisamente en los ámbitos del idioma.

Ha dicho Martínez Estrada que el español dejó de ser lo que era en cuanto puso el pie en América. Algo parecido le sucedió al indio. Completando la idea del ensayista argentino, el siquiatra boliviano Julio Alvarado declaró que los españoles desembarcados en estas tierras ganaron mucho, pero el primero en perder los estribos fue aquel que vio orinar detrás de una pirca a una india de pelo largo. Del amor y de su sinónimo, la demencia incurable, salió el hombre que conoce las dos caras del paraíso, o sea el mestizo.

DESDE LA FRONTERA

Vine al mundo en la zona sur de Bolivia, vale decir, en una provincia lindante con el Paraguay y la Argentina. Mi lengua materna, el  castellano, no fue óbice para que voces de diversa índole se cruzaran por mi camino con sus cadencias nómadas, reanimando así el hemisferio en sombra de tobas, chulupis, chorotis, tapietes y algunos más que no se perdieron del todo porque estamparon su silencio en mi memoria.  

En un escenario privado de diccionarios y sin mayor contacto con los libros, el asombro del niño convive con la audacia de los mayores en el ejercicio de nombrar lo visible y lo invisible. Sin este aprendizaje orientarse en la geografía natal es cosa difícil.

En aquellos tiempos, hablar castellano daba un prestigio incierto, porque entre ágrafos se recela por igual del que escribe su nombre y del que no sabe deletrearlo. Dicho de otro modo, neófitos y cristianos compartían la realidad, pero diferían en el modo de usarla; así, aglutinados por una idea pero con palabras entreveradas, decían de una manera y sentían de otra. 

Se sabe que hacer visible la realidad mediante la comparación de cosas disímiles, es prodigio de la metáfora. En el caso del lenguaje popular, hablar en sentido figurado supone conocer la realidad y compartir hechos colectivos; quizás en ese detalle nada trivial estriba su mayor complejidad, al menos con relación al lenguaje culto. Las pruebas de este proceso están al alcance de todos:

—Se habla  tal como se anda o camina.

—Los sinónimos proponen parecidos o similitudes mediante términos que a la larga significan cosas distintas.

—Ni siquiera los muertos, aún menos los vivos, tienen la exclusividad del pasado.

—Estar callado es una anomalía cuando el idioma no restituye al silencio su remota jerarquía. 

EN LA HOYADA ANDINA

Según los cronistas, la ciudad de La Paz fue fundada en Laja; sin embargo, el 20 de octubre de 1548 se asentó definitivamente en una hoyada que hoy, con más de un millón de habitantes, oficia de sede del Gobierno de Bolivia.

Para descender hacia La Paz, el viajero deberá atravesar primero otra gran ciudad, El Alto, que es una prolongación humana y física del Altiplano, lo que en buenas cuentas significa que está habitada por campesinos aymaras que desde allí observan el silencioso diálogo de la cultura nativa con los sonidos que trae el mundo occidental.

Si el visitante es madrugador y habla español, escuchará en las primeras horas de la mañana programas radiales en idioma aymara, con lo cual quedará en ayunas. Sabrá, finalmente, que Chuquiago Marka es el nombre secreto de la urbe andina.

La ciudad de La Paz es aindiada, de una belleza difícil de descifrar. La circundan grandiosas montañas que tienen en el Illimani su punta de lanza nevada. El silencio pesa mucho en esta tierra. Tanto que de allí no salen palabras estériles sino las que llevan el aliento de un mundo trágico, luminoso y también exultante, que apenas cabe en los tiempos que corren. Por ellas sabemos que la piedra, como los hombres que la trabajan, es una escritura cifrada. Lo es también la coca, que alborota el presente y llega, como el futuro, con los pasos inaudibles de la vicuña.

Aruskipasipsañanakasakipunirakispawa es la palabra central del idioma aymara. Y es quizás la más larga de todas las que componen las diversas lenguas de los hombres. Quiere decir: "Estamos obligados a comunicarnos". A 3.600 metros de altura, ese reclamo luminoso viene de las comunidades andinas y cruza como una advertencia las calles de La Paz, ciudad donde la vida y la muerte caminan sin estorbarse.

La cara bienhechora de la ciudad de La Paz tiene que ver con la poesía, no con la que proclama bellezas profanas para uso inmediato, sino con la otra, la que emerge de la oscuridad e interviene en el enjambre cotidiano, remozándolo con su esplendor.

Es difícil pasar de largo ante esa poesía que pretende ser una memorable continuidad de la vida: un aparapita —o sea, un cargador— comiendo de espaldas a la calle y contra la pared; un callawaya —o sea, un médico andino— recorriendo la ciudad como quien vigila el cumplimiento del sueño premonitorio de sus antepasados; la khoa con su aroma a menta en los extramuros, bordeando siempre los cementerios campesinos; el viento y las piedras en los cañones de las montañas que rodean a la ciudad; el abstemio que se hace matar durante las dictaduras y resucita, completamente borracho, en una cantina; el recién llegado, que no sabe nada de sí mismo cuando mira llover; el saludable difunto que evita el desmoronamiento de la ciudad; el loco que decidió velar el sueño de los muertos; la multitud perdiéndose en el espejo de la noche.

Pero hay otra cara, más bien fatídica, que tiene que ver con la política, con el arte otrora imposible de encumbrarse mediante el dolo. No es casual que la mayoría de los políticos, antes de mandar o después de la estrepitosa caída, recuerden una novela escrita a medias, un volumen de poemas, o cualquier otro testimonio de sus eventuales tratos con las estratagemas de la ficción. 

En este escenario es frecuente terminar cualquier frase con el  adverbio negativo no. Como buen paceño, Fernando le dirá a Joaquín: Iremos a Miraflores, no, giro que contrasta con el habla de la región oriental del país, donde se dirá: Roger, Percy y Ninfa se bañarán en el Piraí, sí.  También se suele apelar al verbo agarrar, sin razón notoria, secuela quizás de un íntimo e indemostrable desasimiento: Timoteo agarró y se fue. En la mera realidad, el aludido se marchó sin agarrar nada. Ni qué decir de la continua intromisión del aymara en la sintaxis castellana. Ejemplos: “De la Asunta su marido,”  “A Roboré presidente Faustino Gironda ayer llegó, “ etc. Y otros “deslices” que sacan de quicio a los puristas: Se está nomás, ¿no tiene perejil?, al Justino lo han blanqueado, habrá agua potable hasta enero.

Entiendo que, en lugar de concertar un sirwiñacu (tradicional matrimonio a prueba en las comunidades andinas), el castellano y el aymara se unieron a la fuerza, sabiendo que el suyo sería un casamiento mal avenido. Producto de ello es la inseguridad del hispanohablante frente a su propio idioma, en contraste con la fluidez del que se expresa en lenguas nativa.

***

Si me permiten hablar, de Domitila Chungara, es el único libro boliviano que mereció elogios del Nobel de Literatura Heinrich Böll. Literariamente no lo invalida su carácter testimonial, tampoco queda menoscabado por su intención social y política. Por el contrario, es su precisa  horma narrativa —amén de sus sorprendentes registros idiomáticos— la que descalifica formas sumisas y subalternas.

Hay otros libros por el estilo, igualmente valiosos. Si se los despoja de su pátina antropológica, tendremos en ciernes una variedad de formas narrativas, acordes con las regiones del país y con un desborde imaginativo frente al cual empalidecen los artificiosos afanes de buscar temas para novelar. Semejante proceso ocurre en el campo y en la periferia urbana: allí el cuentero simplemente narra sirviéndose de idiomas entrecruzados y renovados por voces y ritmos que semejan danzas y celebraciones rituales. Castellano, aymara, quechua y guaraní entretejidos con fibras de climas distintos lucen flancos vulnerables al intercambio amoroso.

promisorio contrapunto empezó con la toponimia. Al lado de los nombres de santos españoles están los que son puro misterio: Sereré, Llojeta, Charazani, Yacuiba, Punata, etc. Ahora cambiaron los protagonistas, pero no el papel que representan: por un lado, los seguidores del modelo metropolitano; por el otro, el producto neto de la imaginación periférica.

***

Superada la tramposa manía de tocar la realidad con el guante del costumbrismo, se ha hecho de la identidad una cuestión de estado, o poco menos; así, el mestizo, que cree ser blanco y a ratos no sabe qué es, prefiere contraer una módica neurosis en la búsqueda de un sentido para los otros, de una definición sin tiros.

Debe ser el boliviano el único individuo que quiere ser universal. Por ese retén pasa todo: desde la producción literaria hasta la venta de los recursos naturales. Si en la metrópoli se dice que una obra es buena, aquí se la saluda como cosa extraordinaria, y los primeros en exaltarla son los ukurrunas, voz quechua con que se define a los notables de tierra adentro.

¿Cómo se explica esta actitud? Dado su escaso número, los lectores del país no pueden avalar por su cuenta las bondades de un libro —como dice Piglia que sucede en la Argentina—, y tampoco abundan los catadores de obras de arte capaces de apostar por iniciativas estéticas ajenas a las imposiciones del mercado.

***

Canoa es la primera voz americana incluida en el Diccionario de Nebrija. Ni pensar en la última. Sería la señal del fin. El idioma llevado al límite, tal como sucede en nuestro país, abona el terreno para la gran poesía. Si damos por sentado que el castellano transitó por esas tierras baldías, es natural que resuene en su interioridad la música de la infancia y que en esa lejanía haya atisbos de una arquitectura verbal persuasiva. Es que lo que cabe imaginar, en lugar de amilanarse frente a otras maneras de ver y de tocar, de nombrar y de recordar casi orillando la religiosa sensualidad del llanto.  

Sabemos que no alcanza la vida para meter en la memoria todas las palabras del idioma castellano. Sin embargo, están ahí, al alcance de la mano o de la voz, con la levedad del amoroso talismán, expuestas también a la arbitrariedad. A pesar de las restricciones impuestas por el tiempo, tengo para mí que con una sola voz —quizás glauco, tal vez zarco— podría presentir a las demás, incluidas las que desaparecieron sin ser usadas. Convencido como estoy de lo que digo, las dificultades idiomáticas siempre me parecieron indicios indubitables del gran estilo cernido por el silencio.

El castellano, como todo idioma que se precie de estar vivo, no sirve para estar enojado todo el tiempo sino para bromear de rato en rato o de vez en cuando.

 

 

           



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14 de mayo de 2013
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Ver al otro: Tommy Lapid y la anciana en la casa derrumbada

 

Hace años que esta historia me ronda. Es la historia de una mirada. La mirada de un extraño y apasionante político israelí que se atrevió a ver al otro – una anciana palestina - como una imagen en el espejo. A cuatro años de su muerte, quiero homenajear con este relato a Tommy Lapin, judío ateo, deslenguado, ácido y valiente, tan imperfecto como querible. Y que muchos se atrevan a mirar como él.

*          *          *

Se llamaba Tommy Lapid. Nació en 1931 en la antigua Yugoslavia, con un nombre mucho más complicado. Eran judíos. Cuando tenía 12 años vino la Gestapo a buscar a su padre. Muchos años después, recordó el abrazo y las palabras del padre: “Tal vez nos volveremos a ver, tal vez no”. Los dos sabían que era la última vez. El padre y la mayoría de los familiares de Tommy Lapid murieron en campos de concentración.

La abuela fue a Auschwitz. Lapid la recordaba siempre buscando sus medicinas, por toda la casa.

Tommy fue rescatado del gueto de Budapest por las tropas soviéticas. Llegó a Israel a los 17 y sin salir del muelle se alistó para pelear por una tierra y un futuro para los judíos.

Fue periodista y polemista, partidario de un Israel laico, con menos poder para los extremistas religiosos. Fundó un partido entre izquierdista y liberal. Y fue un encendido defensor del derecho a existir del Estado de Israel y de la preservación de la memoria del holocausto. Hasta su muerte fue presidente de la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto.

En el Kneset defendió el matrimonio laico,  el servicio militar también para los ortodoxos, limitar el dinero para organizaciones ultrarreligiosas. Y demoler las colonias en terrenos palestinos. Y la paz con los palestinos.

La política crea extrañas parejas: a comienzos de siglo, para que Ariel Sharon no tuviera que pactar con los ultraortodoxos, el partido de Tommy Lapid se alió con él. Lapid fue nombrado ministro de justicia.

Lapid era visto como una espina en el país que mezclaba nación y religión. Era un judío ateo. Pero su poder y su presencia en el Parlamento, su familia exitosa – su esposa era una importante novelista, su hijo mayor, presentador de la televisión pública – mostraban un rasgo importante de la democracia: la posibilidad de disentir y oponerse, el debate encendido pero limitado a las palabras.

*          *          *

En 2004 Tommy Lapid estaba viendo la televisión y le ocurrió una revelación. Vio unas imágenes de una demolición de casas de palestinos por el ejército israelí. Recuerden que en ese momento él era Ministro de Justicia.

Y Tommy vio en la televisión a una anciana palestina buscando sus medicinas entre las ruinas de su casa. Y se le vino a la mente la escena de su abuela buscando sus medicinas desesperadamente.

La abuela palestina le recordó a su abuela judía muerta en Auschwitz, le dijo Tommy Lapid a un periodista de la BBC.

Ese comentario terminó con la carrera política de Tommy Lapid. Su partido lo desautorizó. Sharon le exigió que se retractara. Lapid dijo que de ninguna manera estaba comparando la Shoah con la situación de los palestinos. Pero el daño estaba hecho. Su sacrilegio corrió como reguero de pólvora.  

La política de mano dura de Israel incluía demoler las casas de familias donde tuvieran información de que un miembro se unió a Hamás o hubiera participado en un atentado. En las casas palestinas suelen vivir, hacinados, la familia extendida del ‘terrorista’ y otras familias. En el momento en que un israelí – y mucho más un dirigente, un ministro – se atreve a ver el sufrimiento de los palestinos todo el andamiaje de la autopercepción de los judíos de Israel corre el riesgo de venirse abajo. No entender, no justificar, no comparar. Ver.

Ver al otro como alguien como uno, pero del otro lado.

*          *          *

En 2008, cuando murió Tommy Lapid, los líderes ultraortodoxos sorprendentemente le dedicaron elogios fúnebres. Fue un contendiente formidable, leal y honesto, dijeron. Lo que te tenía que decir, te lo decía a la cara. Qué suerte que ya no esté, pero le echaremos de menos, dijeron.

Para su funeral, él mismo eligió un verso de Dylan Thomas, leído por su hijo, el periodista: ‘No vayas gentilmente hacia la dulce noche: enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz’. 

Para mí el eje de su larga vida y su implacable inteligencia y sentido de la decencia y la justicia está en ese momento en que prendió la televisión y se atrevió a ver a la anciana palestina y pensar en su abuela muerta en el Holocausto. 

En ese momento, a mitad de camino entre las imágenes y sonidos del televisor y los ojos y oídos del Ministro de Justicia Tommy Lapid, se produjo un descubrimiento, una visión, una epifanía. Aunque es una palabra extraña para aplicar a un ateo deslenguado como Tommy Lapid, creo que eso es lo que pasó. Una epifanía.

Su profunda humanidad y su insobornable coherencia no le dejaron otra salida: No mires al costado, Tommy. Esa vieja es como tu abuela, en el pueblo, allá en Serbia, cuando llegaban los nazis y las malditas pastillas no aparecían. Esa vieja palestina es tu abuela. Es de los tuyos, Tommy.

¿Ahora qué vas a hacer?

 

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13 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: La fantasía científica de Eduardo L. Holmberg

Eduardo Ladislao Holmberg (1852-1937) pertenecía a la minoría ilustrada, liberal y progresista, que se arrogó la tarea de modernizar las estructuras de la nación argentina en las últimas décadas del siglo XIX. Como buen miembro de la llamada generación del 80, era positivista. Influido por Darwin, como naturalista hizo cosas importantes como explorar todos los paisajes bioclimáticos de los que constaba la Argentina; esa vocación científica no lo llevó a oponerse al arte, pues entre sus múltiples intereses se encontraba la escritura. Olvidado durante mucho tiempo, hace unos treinta años comenzó su rescate. Hoy es cada vez más mencionado, aunque sólo sea para reconocer su trabajo como precursor de la literatura de género -la fantástica, la detectivesca- en un momento en que en el continente no se había tomado conciencia de estos géneros. Pero Holmberg es más que eso.

Holmberg escribió una de las primeras novelas policiales en español (La bolsa de huesos, 1896) y una de las primeras de ciencia ficción (Viaje maravilloso del señor Nic-Nac, 1875). Las dos novelas se caracterizan más por sus buenas intenciones que por ser libros redondos merecedores del elogio; el texto por el que Holmberg verdaderamente quedará es "Horacio Kalibang o los autómatas" (1879), un cuento de "fantasía científica" sobre el autómata, esa figura mecánica que se anticipó al robot y que fascinaba por su parecido con el ser humano. Es el viejo tópico literario del doble, actualizado para una época dominada por la tecnología. Holmberg encuentra inquietante el parecido, pues el simulacro puede falsificar al hombre y reemplazarlo ("si son ellos los autómatas o si lo somos nosotros, no lo sé"). De hecho, eso es lo que ocurre en el cuento, lo cual provoca una reconceptualización ontológica de lo que se entiende por el hombre: "¿Qué es el cerebro, sino una máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma sino el conjunto de esas funciones mecánicas?" (Bioy Casares hará preguntas similares en La invención de Morel)

     La editorial Simurg ha publicado de Holmberg Figuras de cera y otros textos (2000) y El tipo más original y otras páginas (2001). "Horacio Kalibang" se puede encontrar en la red (http://axxon.com.ar/rev/162/c-162cuento14.htm).

 

(El País, 11 de mayo 2013)

 



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13 de mayo de 2013
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