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Cuerpos extraños

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Para disfrutar de los méritos y sutilezas de esta novela se necesita, antes que nada, no hacer mucho caso de la sinopsis de la contraportada porque, tal y como está redactada, es como para echar a correr. Tampoco viene mal, en lo relativo a disfrutar de la lectura, ser un amante de las narraciones sin apenas trama, ni suspenses ni sobresaltos. Puesto a describir el discurrir de Cuerpos extraños lo compararía con un puñado de hojas secas arrojadas al curso de un arroyo que avanza por terreno llano, sin tramos rápidos pero tampoco meandros en los que se estanquen las hojas (o en este caso lo narrado). En ocasiones esos personajes/hoja toman trayectorias divergentes para luego confluir de nuevo un poco más adelante, a veces de dos en dos, o al cabo de un largo excurso por el pasado. Pero naturalidad, entendida aquí como carencia de gritos y espavientos, no implica tibieza o falta de pasión (que la hay, bajo la tranquila superficie) pues al fin y al cabo esas hojas, como los seres humanos, se encaminan hacia el mar que es el morir y por lo tanto hasta el más leve balanceo entraña una terrible y dramática significación.
La atmósfera general es tan cotidiana, tan alejada de estridencias y sensacionalismos, y el lenguaje es tan llano (un crítico anglosajón diría so matter of fact) que una lectura poco atenta puede provocar la pérdida de algunas de las sutilezas que Cynthia Ozick va dejando caer como sin darle importancia. Ese piano dejado atrás por el marido huido y conservado desde entonces porque era la herramienta de la que él se iba a valer para cambiar el signo musical del mundo y que un buen día, tantos años después, la esposa abandonada cambia por una mesa de comedor y cuatro sillas aunque ya digo que sin estridencias, como quien cambia el abrigo por la gabardina cuando asoma el buen tiempo. Si un personaje es poca cosa y encima se ha dejado ir, se le describe como una escalera de mano a la que le faltan varios travesaños. Cuando una persona (Margaret) escucha algo que no quiere oír (de labios de la tía Bea), la violencia de su reacción se describe así: "Los ojos de Margaret, del color del agua, nadaron hacia Bea como dos tiburones". Bea, la vieja profesora de instituto que lleva años sufriendo las befas de unos alumnos de último curso a los que debe enseñar literatura inglesa, no recibirá la satisfacción de vengarse personalmente. Llegado el momento de ajustar cuentas es la propia autora (o si se prefiere, la tercera persona narrativa) quien describe a esos grandullones incapaces de intuir la grandeza del regalo que les hace su despreciada profesora al facilitarles el acceso a Lady Macbeth como unos zopencos condenados a no entender nada, ni siquiera cuando se encuentren sometidos al fuego enemigo en Corea. La verdadera y cruel venganza, consiste en que se les ofrezca Macbeth y no sepan ver que ahí estaba su única vía de salvación en el pudridero de Corea.
Los personajes son tan próximos como cabría esperar: de un lado está Marvin, un padre que cree poder manipular el destino de los miembros de su familia con la misma mano férrea y desagradable con la que manejó su propio destino a la hora de escapar de la miseria. Margaret, su esposa, una supuesta aristócrata que se refugia en la locura para huir de su tiránico marido aun a costa de que ello le cueste de paso la relación con sus hijos; Julian, el hijo que un padre ambicioso y manipulador no querría tener porque es débil, carece de ambición y está apostando su vida por la literatura cuando de hecho carece del menor talento ( y en este sentido es asimismo de una sutileza muy parecida a la crueldad la manera de la que se vale la narradora para describir en apenas tres líneas la mediocridad del presunto escritor); y finalmente Iris, la hija predilecta de todo padre mandón y que bajo el supuesto de querer lo mejor para sus hijos, fuerza a éstos a tomar unos caminos que ellos detestan. Aunque se muera de miedo, Iris, la hija predilecta, acaba traicionando al padre y corre a esconderse en la misma huida que su hermano Julián.
Y del otro lado está la pobre, abandonada e insignificante tía Bea, un personaje que no deja de ser pobre, abandonado e insignificante pero que de forma casi imperceptible va creciendo a los ojos del lector gracias a su capacidad de evolucionar al compás de los acontecimientos y a una dignidad moral que enaltece su conducta, y eso que dicha conducta, como les ocurre a los restantes personajes, linda y hasta traspasa los límites del egoísmo, la mezquindad y la venganza. La gran virtud de Cynthia Ozick es haber logrado, partiendo de un material literario tan poco prometedor como el que exponemos la contraportada del libro y yo, una novela que sorprende por su gran altura narrativa y su certera percepción de la condición humana. Y todo contado como si tal cosa.

Cuerpos extraños
Cynthia Ozick
Lumen

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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