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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las redes de las protestas

Una nueva forma de hacer política está extendiéndose por todo el mundo, radicalmente distinta a lo que hemos conocido hasta ahora y de difícil comprensión y gestión para los viejos profesionales del oficio.

Funciona sin líderes y sin contar con la infraestructura, el dinero y el apoyo de grandes partidos y sindicatos mayoritarios. No se asienta sobre estructuras organizativas, centros de mando o coordinadoras con las que dialogar o a las que se pueda desarticular mediante la detención de sus componentes. Tampoco con programas que permitan respuestas políticas, aunque partan de la chispa de una reivindicación clara y popular.

Se expresa en súbitas y masivas movilizaciones urbanas, con ocupación de espacios simbólicos y centrales en las ciudades, que casi siempre pillan por sorpresa a las autoridades y ponen a prueba la capacidad de encaje del sistema establecido, convertido en el adversario designado por los jóvenes decididos a expresar su protesta.

No importa que el régimen sea una dictadura o una democracia pluralista, que el país pertenezca a la elite de los más ricos o sea uno de los emergentes, o que su sociedad sea de cultura cristiana o islámica. En todas partes se evidencia la misma distancia entre la calle y las instituciones; la misma denuncia de la corrupción y del enriquecimiento de unos a costa de otros; el mismo hastío ante una forma de tomar decisiones que comprometen el futuro a espaldas de la gente.

La concatenación de las actuales protestas en Turquía y Brasil ilumina un fenómeno que viene ocurriendo desde 2008 en todos los continentes y en una larga lista de países, cada uno por sus precisas circunstancias, y que tuvo en las primaveras árabes de 2011 su momento más espectacular, hasta conducir a la caída de tres dictaduras en Túnez, Egipto y Libia. En la lista están Irán, Grecia, Portugal, Italia, Israel, Chile, México, Estados Unidos y Rusia, además de los indignados españoles.

Todos estos nuevos movimientos sociales, que vienen a agitar las ideas recibidas y a transformar el paisaje de nuestras sociedades, son parte de una transformación que afecta al entero planeta y ha encontrado en las redes sociales el instrumento organizativo mejor adaptado a las características de los nuevos tiempos.

El poder se está desplazando a ojos vista desde el viejo mundo occidental hacia Asia; pero también en el interior de las sociedades. Emergen unas nuevas clases medias en todo el mundo con demandas crecientes de riqueza, educación, vivienda, consumo y, naturalmente, también de bienestar y libertad individual. Los incrementos de su nivel de vida, lejos de moderar sus demandas, hacen crecer las expectativas e inmediatamente, en cuanto no se cumplen, las exigencias y la irritación.

Esos jóvenes que han accedido a la educación y al trabajo, con frecuencia precario y mal pagado, tienen teléfonos móviles y tabletas con las que comunicar su insatisfacción y organizar la expresión de su protesta. A diferencia de los viejos medios de comunicación, lentos y pesados, estas herramientas son instantáneas, actúan de forma viral, aceleran la protesta y son una forma organizativa en sí mismas. Según su mejor estudioso, el sociólogo español Manuel Castells, crean "un espacio de autonomía", mezcla del ciberbespacio de las redes y del espacio urbano que ocupan, que constituye "la nueva forma espacial de los movimientos en red" (Redes de indignación y de esperanza, Alianza, 2012).

Tan interesantes como los nuevos movimientos son las respuestas que dan los Gobiernos. Ahí es donde ofrece el máximo interés la comparación entre la Turquía de Erdogan y el Brasil de Dilma Rouseff. Mientras el gobierno turco va a seguir con la construcción del centro comercial en el parque Gezi que suscitó la protesta, muchas ciudades brasileñas ya han bajado el precio del billete de los transportes urbanos, ante la presión de un movimiento que quiere transporte gratis.

En uno y otro caso, la reivindicación concreta ponía a prueba la capacidad de absorción de las protestas por parte de los respectivos gobiernos. De momento, el primer ministro turco ha lanzado a sus partidarios a enfrentarse a los manifestantes, los ha denunciado por terroristas y quiere controlar las redes sociales, mientras que la presidenta brasileña ha valorado las manifestaciones como "la prueba de la energía democrática" de su país y ha llamado "a escuchar estas voces que van más allá de los mecanismos tradicionales, partidos políticos y medios de comunicación".

Estos nuevos movimientos sociales organizados en red han demostrado hasta ahora una gran capacidad para mover y transformar el tablero de juego pero muy poca para capitalizar sus éxitos en forma de un poder político que, al final, se juega de nuevo en un escenario electoral y unos parlamentos que les son ajenos. Ahora, de momento, serán determinantes para el rumbo inmediato de la democracia en Turquía y en Brasil.



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20 de junio de 2013
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En busca de Rodríguez

En 1970, el cineasta Alfonso Ungría (ahora felizmente estrenado como novelista en ‘La mujer falsificada', Alianza Editorial, 2013) hizo una película memorable, ‘El hombre oculto', presentada con éxito en la Mostra de Venecia de ese año. Se trataba de la historia de un hombre que nunca sale al exterior de su pequeña buhardilla, entregado obsesivamente a la fabricación de rosarios de madera, y el director escribió su historia basándose en los casos de aquellos que por temor a las represalias políticas se habían escondido en casas de familiares después de la guerra civil; varios casos de hombres que afloraron al cabo de casi treinta años, fueron célebres a fines de los 60.
Los hombres ocultos, las mujeres tapadas por la sombra aprovechada de un cónyuge, los desaparecidos voluntarios, los padres que crean a sus hijos con fines experimentales: todas las formas de eclipse de una vida humana continua son fascinantes de relatar. En otra olvidada película española de los años 70, ‘Mi hija Hildegart' (1977), Fernando Fernán-Gómez, con guión de Rafael Azcona, retrataba la figura real de una singular joven liberada, políglota y socialista a la que su propia madre, inductora no sólo de su nacimiento ilegítimo sino de su formación de laboratorio, mata a tiros por venganza o decepción.
Antes de que el cine se lanzara, sobre todo en el género documental, a explorar aquello que Baudelaire reclamaba como uno de los más sagrados derechos del hombre, el derecho a irse ("le droit de s´en aller"), A.J.A. Symons publicó en 1934 uno de los libros más extraordinarios dentro del género biográfico, ‘The Quest for Corvo', traducido como ‘En busca del Barón Corvo' por Libros del Asteroide. El propio Symons, hermano del más conocido Julian, fue un personaje: gastrónomo, escritor aficionado, coleccionista, falsificador, y todo ello en una corta vida de apenas cuarenta años, cuyo momento más señalado fue sin duda la aparición de ese libro hoy clásico sobre la vida intermitente y a la vez rutilante de Frederick Rolfe, también conocido como Fr. Rolfe (que en inglés permite la ambigüedad de unas iniciales puramente onomásticas y el significado de fraile, cosa que Rolfe, entre otras muchas, fue). Symons fue en realidad más detective que biógrafo, a pesar de que Rolfe, el autoproclamado Barón Corvo, dejó una voluminosa obra escrita que es a mi juicio una de las más consistentes, en su rareza y su refinado preciosismo, de todo el fin de siglo decadentista. Pero junto a los miles de páginas publicados por Corvo, estaba su oscuridad, su literal ocultismo, su rebeldía tamizada por un fervor religioso.
Por ello no es extravagante que mientras veía en los cines Verdi de Madrid uno de los más notables "succès d´estime" de la temporada, ‘Searching for Sugar Man', me acordase del libro de Symons, puesto que lo que hace con gran acierto el guionista y director Malik Bendjelloul es tratar de reconstruir la existencia de un notable músico rock de origen mexicano, Sixto Rodríguez, que pasó en su trayectoria del brillo fugaz a la total opacidad. Bendjelloul, cineasta magrebí establecido en Suecia, dio con la figura de Rodríguez (tal era su nombre artístico cuando daba conciertos y grababa discos en Detroit) en un viaje a Sudáfrica; en Ciudad del Cabo encontró a un hombre, Stephen ‘Sugar' Segerman, cuya vida estaba dedicada a esclarecer la vida y la muerte de su ídolo musical, el citado Rodríguez, que por motivos pintorescos que la película explica bien se convirtió en un personaje de culto masivo en Sudáfrica cuando en los Estados Unidos, lugar de residencia y labor musical del ‘rockero', se aseguraba su fallecimiento, quemado vivo por un accidente en el escenario o suicidado con explosivos en medio de un concierto.
No revelo nada que el espectador interesado desconozca, por las noticias de prensa y el programa de mano de los cines donde se exhibe: Rodríguez no murió, y sigue vivo y esporádicamente activo. La película se inicia de un modo aparentemente convencional en Ciudad del Cabo, tejiéndose a través de entrevistas y documentos gráficos y sonoros lo que fue en el ‘rock' Rodríguez y lo que significó la leyenda de Rodríguez en ese lejano país africano que el músico nunca había pisado. Y paulatinamente, con gran maestría, Bendjelloul va introduciéndonos en las zonas de vacío e interrogación que acaban por llevarnos a Detroit, a Rodríguez, a su familia, a los motivos de su retirada, a las extrañas condiciones de su regreso triunfal. La media hora final de ‘'Searching for Sugar Man' es emocionante. Oímos las músicas de Rodríguez (excelente compositor y letrista tan interesante como lo pueden ser Bob Dylan o Leonard Cohen, con quienes se le ha comparado), su voz muy sugestiva, que no se ha quebrado con la edad, y le descubrimos como una incógnita que, al ser descifrada, pierde misterio y gana en humanidad. Es un desenlace casi de lágrimas, pero no hay sentimentalismo ninguno en los protagonistas ni el director. El posible llanto lo produce el hecho de que este hombre desaparecido aparezca.
Cuando hace más de diez años Isaki Lacuesta presentó su también fascinante documental ‘Cravan versus Cravan', igualmente recordado viendo ‘Searching for Sugar Man', no había cabida para el llanto. El errático poeta y boxeador, supuesto hijo de Oscar Wilde, que se llamaba, entre otros nombres, Arthur Cravan y que se autodefinía como "mundano, químico, puta, borracho, músico, obrero, pintor, acróbata [...] granuja, ángel y juerguista, millonario, burgués, cactus, jirafa o cuervo [...] héroe, negro, mono, Don Juan, rufián, lord, campesino, cazador" sigue sin aparecer desde que, pronto hará un siglo, salió a navegar en un bote por el golfo de México y nunca más se supo de él.

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20 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cabezas sin formatear

He visto con mis hijos, una película propia de nuestro tiempo, rabiosamente actual. No en vano se titula Fast & Furious 6. No tenía yo idea de que se hubiera concatenado una secuela de tantas entregas pero al ver la cinta supuse que rebobinada podría dar lugar a otra y montada de una u otra manera acabaría por engendrar hasta seis o más.
Efectivamente no entendí nada y me parece que no sólo porque el asunto es peliagudo sino porque unos personajes y otros, los buenos y los malos, los redentores y los condenados, poseen una apariencia tan súbita como demasiado igual. Pero ¿qué importará el rostro del bien y el mal en este escenario de acelerada ficción y de sólo ficción? Llevada la ficción a su extremo no debe ser otra cosa que una irrealidad y ,de hecho, por si acaso algunos espectadores pensaran que las secuencias de coches y aviones explotando tuviera que ver con lo verosímil, la cinta termina advirtiendo que las escenas se han rodado con especialistas y mediante efectos ajenos a todo lo vulgar.
No trata, en fin, Fast& Furrious, de nada verdadero sino que con ella el cine alcanza el punto cero de lo real y el infinito de lo fantástico. ¿Con esta nota conclusiva de la pantalla nos quedamos pues en paz? No del todo. Las películas de dibujos animados nos animan a pensar en un universo ideal pero estas películas de tantos choques, muertes y armas tremendas nos abren paso a una secuencia sin correlato en nuestra experiencia particular. ¿No existe en ella el odio? ¿No existe la venganza? ¿No existe el deseo de posesión? Claro que sí. Pero, al cabo, esta película y cuantas se le parecen no tratan de vicios o virtudes sino de acción. La acción puede engendrar un concepto pero incluso el concepto se halla privado de alguna idea nuclear. No hay idea en el núcleo de su célula y de ese modo pueden deglutirse al compás de los chuches que se llevan a la sala. De otra parte, la carencia de núcleo proporciona la oportunidad de que el argumento opere por partogénesis y, por tanto, no se pueda contar ni resumir.
Muchas de las películas de la nouvelle vague en los sesenta eran capaces de prolongar un plano hasta el mayor tedio pero nunca lo tomábamos a mal. Esas películas, como Desierto Rojo de Antonioni o El año pasado en Marienband de Resnais, nos llevaban a una tensión cognitiva muy intelectual. La suma del argumento con su asíntota cero llevaba a la plenitud. Eran por tanto películas sin traducción, películas que como Fast & Furious se necesitan ver para creer. Ni el principio ni el desenlace tenían vida propia porque todo se hallaba en el nudo. De ese modo cada uno de esos filmes nos inducía a reflexionar y nos llevaba, uno a uno, al arte de la devoción o la devoción del cine.
Frente a ese tiempo, pues, en que debíamos pensar como burros para sacar la aguja del pajar, se alza este cine "veloz y furioso" que nos lleva a trescientos por hora a un lugar sin destino ni predicación. No hay mensaje, no hay argumento, no hay nada de qué hablar. Fast & Furious es el epítome de un mundo fenecido y el inicio de algo sin pertinente enunciación.
Que los padres se queden pues tranquilos. Sus hijos les asesinarán sin sentir culpa. O los padres más jóvenes estrangularán a los niños sin el peso negro de la religión. La moralidad, o lo que sea, ha adquirido una velocidad transparente que odia la contrición. Entender estos filmes con una mentalidad formada en el libro es como pedir luz al ciego total. Lo importante, en suma, es lo peristáltico. Películas que no pasan ya por la cabeza sino que se dirigen enseguida al intestino. Órgano de una época en la que el influjo del tracto digestivo conforma -como denota la moda gastronómica- el artefacto mental. ¿Qué no la entiende usted? ¿Que no entiendo yo Fast & Furious? Eso es prueba de que se pertenece a un tiempo ya defecado y un futuro propio aún sin formatear.



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19 de junio de 2013
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Como una señora

Hace unos días, en una conversación mundana con Javier Gomà, cuando le refería mis impresiones del encuentro que Anne Sinclair mantuvo en Madrid con un pequeño grupo de periodistas, nos detuvimos en eso que tanto se destacó de su reacción cuando detuvieron y acusaron al que entonces era su marido, Dominique Strauss-Kahn: “Se ha portado como una señora”. Siempre me ha parecido una expresión folklórica. Una compungida admiración por quien tiene que superar un mal trago y sabe que no está permitido despeinarse. Es más, una acepción del señorío que pasa por una impostada distancia, ese estar por encima incluso de la adversidad, incólume, a pesar de que una crisis como una catedral te atraviese. Según esa máxima, una señora tiene que ser digna por encima de todo, no puede pestañear, ni mucho menos quebrarse; tiene que mantener la espalda recta, o sea, blindarse públicamente ante las emociones, y ejercer o simular magnanimidad, como si de un rey se tratara. El dicho también da por hecho que esa actitud será merecedora de un premio de consolación. Aunque no siempre sea así. La vida está cosida de historias de mujeres que un día se portaron “como una señora” y acabaron perdidas en una depresión profunda. Pero es mucho más fácil otorgar rango provinciano, un estatus, a una damnificada de lo que sea que asistir a la complejidad psicológica de los sentimientos de quien padece cualquiera de las afrentas, abusos o faltas de educación que nos gobiernan. Porque detrás de esta expresión habita la confortabilidad de quienes rehúyen un cambio de guión, y, lejos de toparse con la palabra conflicto o de querer analizar las zonas grises que perviven en un desencuentro, pretenden cerrar filas aplaudiendo la simulación, lo conveniente en lugar de lo valeroso. Lo mismo que “yo soy muy mío”, o “todos tenemos derecho a equivocarnos”, con el que tan frecuentemente muchos se eximen de decir “lo siento”. Hay más: “No me seas antiguo”. “Es ley de vida”. “No le debo nada a nadie”. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”… Juicios de valor repetidos hasta la saciedad que en la opinión de Aurelio Arteta, autor del curioso libro Si todos lo dicen (Ariel), son “creación de nuestra comodidad y de nuestros miedos, de la ignorancia, tanto como del espíritu rebañego de la mayoría”. Convenciones, clichés, frases hechas que sirven para esconder el ala y a menudo consentirse no pensar, como si las ideas cupieran en moldes prefabricados donde adquieren una cadencia perezosa para impugnar la verdad. Tópicos que arrastran la misma sarna venenosa y perdonavidas que “como una señora”. (La Vanguardia)

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19 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El señor Fox

Desde que el ser humano tuvo necesidad de explicarse el mundo que se abría más allá de la caverna que siempre le había cobijado, encontró en el relato simbólico una herramienta que creyó adecuada a sus propósitos. Resultó sin embargo que esa herramienta era tan poderosa que no sólo podía dar voz y forma al mundo sino que podía incluso moldearlo a su imagen y semejanza, dejando intacta la incertidumbre de si vemos lo que hay o si lo que hay es así porque alguien se tomó la molestia de nombrarlo. A nadie le cabe ya la menor duda de que los caballos son tan hermosos gracias a Fidias, por la misma razón que de no haber sido por Cervantes nadie hubiese sospechado que en un ignoto lugar de la Mancha habitaba un mísero hidalgo que acabaría siendo una figura universal capaz de redimir al ser humano de sus muchos yerros, crueldades e imperfecciones.
Para escribir su cuarta novela, Helen Oyeyemi ha recurrido a una variante a ese juego eterno entre ficción y realidad que le ofrece unas posibilidades inmensas. Vaya por delante que esta escritora inglesa de origen nigeriano posee unas dotes innatas para narrar historias y que puede escribir páginas y páginas sin necesidad de echar mano de la infinidad de recursos que los más insignes novelistas crearon para contar sus historias. Está claro que en algún momento del pasado reciente se ha producido una mutación y que Helen Oyeyemi pertenece ya a una generación de escritores que posee sus propios recursos y unos puntos de referencia por completo ajenos a los de sus inmediatos predecesores.
Pongamos que un novelista norteamericano llamado St. John Fox recibe al cabo de muchos años la visita de Mary Foxe, que bajo diferentes nombres ha protagonizado numerosos relatos del escritor, aunque también ejerce de amante con tanto realismo que a ratos la narración se desliza hacia el triángulo amoroso con los consabidos desencuentros y alianzas entre marido, esposa e intrusa. Sin embargo, cuando la conocemos, Mary Foxe viene para ejercer de conciencia crítica: no le gusta la invencible tendencia de St. John Fox a matar a sus personajes femeninos. "Matas mujeres", le dice de buenas a primeras. "Eres un asesino en serie". Y añade."¿Es realmente necesario?". Casi 130 páginas más tarde, en otra conversación entre autor y personaje, éste insiste en su oposición al sacrificio constante de mujeres:"Lo que estás haciendo es construir una clase horrible de lógica. La gente lee lo que escribes y piensa:"Sí, está hablando de cosas que suceden de verdad" [...] Es obsceno mostrar esas cosas como algo normal". En el primer intento de Mary Foxe por obligar al escritor a olvidar su obsesión por matar mujeres, éste se justificaba así: "Es ridículo preocuparse tanto por el contenido de la ficción. No es real. Vamos, no te pongas así. No son más que juegos ".
No sin cierta malicia por parte de Helen Oyeyemi, esos juegos, ese forcejeo especular entre realidad y ficción se hace extensivo a los sucesivos intentos narrativos que corresponden a eso que en las novelas de antes se llamaban capítulos. A este respecto, no parece mala idea que todo lector no anglosajón le eche un buen vistazo a un supuesto cuento infantil llamado Mr. Fox (los perezosos pueden encontrarlo en Internet) que es la variante inglesa del mito de Barbazul. El titulo de la novela y el cuento infantil, que el escritor se llame señor Fox y su esposa sea la señora Fox, o que el personaje que surge de la ficción para irrumpir, influir y tergiversar la realidad se llame Mary Foxe cobra de pronto unos sentidos que todavía se abren a nuevas e intrigantes conjeturas cuando al final aparecen una serie de pequeños relatos protagonizados por zorros.
Contado así puede parecer que la novela sea un galimatías inextricable, pero no hay tal. Ya digo que Helen Oyeyemi posee unas dotes innatas (me resisto a calificarlas de facilidad porque todo el mundo sabe el esfuerzo terrible que les supone a los escritores alcanzar esa supuesta "facilidad") para la narración. Y capítulo a capítulo las historias son perfectamente comprensibles. Otra cosa es el partido que cada uno sepa sacarle a la intertextualidad, es decir, las misteriosas corrientes subterráneas que corren de un relato a otro con una extraña coherencia expresiva. Recurrir a la lógica tradicional en busca de una explicación única es caer en la clase de cerrazón que St. Jonn Fox le reprocha a la joven la primera vez que ésta le acusa de ser un asesino: "Careces de sentido del humor, Mary". Y tiene razón: al fin y al cabo es un juego, a ratos muy serio y en ocasiones tan duro como la vida misma, pero un juego que sólo tiene sentido si se le echa una buena dosis de humor. Y ya puestos, una buena dosis de desparpajo creativo.

El señor Fox
Helen Oyeyemi
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19 de junio de 2013
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III. Vapores de los sueños de opio

Una gigantesca obra que, según se anuncia, se iniciará el año que entra; los voceros oficiales han informado que el PIB del país alcanzará dentro de dos años el 15% de crecimiento y la tasa de desempleo quedará reducida prácticamente a cero. De este sombrero de mago, por lo que se ve, saldrán infinidad der gordos y alegres conejos.
Pero oigamos al doctor Incer, asesor presidencial para asuntos ecológicos y protección del ambiente, aunque no ha sido consultado, ni la Asamblea Nacional lo ha llamado para que opine. Lo hace a través de este programa de televisión, uno de los últimos independientes que queda en Nicaragua, y lo primero que dice, con sobrada extrañeza, es que toda la batería de estudios necesarios, ecológicos, batimétricos, sísmicos, oceánicos, y de las distintas especialidades de la ingeniería, no habiendo siquiera empezado, tomarían no pocos años en llevarse adelante, y para ello se necesita del concurso de firmas especializadas de diversas partes del mundo.
Dice también que todas las rutas propuestas para el Gran Canal que conectará al mar Caribe con el océano Pacífico, y por el que circularían los grandes buques post-Panamax, pasan a través del Gran Lago de Nicaragua, cuya superficie se acerca a los 10 mil metros cuadrados. Pero contra lo que los profanos pensamos, el lago es sumamente superficial, y su escasa profundidad no es apta para esos megabarcos que cargan hasta 15.000 contenedores y tienen un calado mínimo de 20 metros. Esto significaría que dentro del lago mismo debe abrirse un canal de al menos 45 metros de hondo, en un trayecto de al menos 90 kilómetros. Un canal del canal.

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19 de junio de 2013
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Recto hilo

Cuando en 1948 Claude Levi-Strauss presenta la tesis doctoral en la que mostraba la verdadera esencia de las relaciones de parentesco, hasta entonces confundidas con formas contingentes que el parentesco puede adoptar, una de las cuales, sólo una, tiene base en la comunidad de ancestros, se abría una puerta que permitiría relativizar el peso de ciertas estructuras abusivamente consideradas casi como universales antropológicos. Por dar un ejemplo provocativo: es perfectamente concebible el relevo generacional y la plena transmisión de la palabra en ausencia de los modos de organización que designamos con los vocablos "familia" o "estado", pero no es concebible tal cosa en ausencia de las estructuras básicas de lo que designamos por "música". Así pues, si queremos garantizar universales antropológicos, es decir, condiciones de posibilidad del perdurar de nuestra especie, mejor haríamos en defender la música que en hacer nuestras las tesis del primado Rouco (1).
Mas si ciertas instituciones han podido usurpar lo que para el ser humano es más caro, lo que garantiza el perdurar de su singularidad entre las especies animales, es porque en algunos de sus rasgos responden plenamente a lo universal, perturbado ciertamente en tal embalaje, pero abriéndose camino a través del mismo. Si la Naturaleza de Horacio (evocada por Freud) retorna en la furca misma con la que se intenta expulsarla, se diría que el espíritu (el conjunto unificado de facultades compartido por los seres de razón y de lenguaje) consigue desplegarse a través de los expedientes que intentan sino abolirlo, al menos canalizarlo o cercenarlo.

 

***

 

Una mujer de treinta y siete años, italiana del mezzogiorno, que había realizado estudios humanísticos en una universidad del Norte vive hoy en una ciudad extranjera, también vapuleada por la crisis, que busca paliativo en el turismo. Trabaja esta mujer tres días por semana en un establecimiento que es a la vez tienda y bar, atendiendo con una consideración que raya la ternura al grupo de parroquianos, jubilados o próximos a serlo, que confieren calor a un local que, sin ellos, se vería condenado a ser un eslabón más en el cansino deambular de los grupos de turistas. Pronto regresará por unas semanas a su localidad natal para contraer matrimonio, y me lo comunicaba mientras me alargaba "para acompañar al vino" un cartucho con unos pastelillos salados con los que uno de los habituales acababa de obsequiarla. La tremenda y profunda serenidad, la afirmación vital que emanaba de esta mujer, que poco antes me exponía su pesar por haberse visto obligada a abandonar sus estudios, su comprensiva sonrisa al escuchar las fantasiosas discusiones de los huéspedes, los chistes que olvidan a veces haber ya contado o sus recuerdos sublimados del pasado de la ciudad... Esta cotidianidad tan trivial como verídica me hizo sentir que el poder económico e ideológico que envuelve nuestras vidas no consigue impregnar el fondo, no deja de ser un armazón superficial, una superestructura.
La situación me retrotrajo a la vivida hace muchos años, en la adolescencia y en pleno Franquismo, cuando llegado al atardecer en autostop a un pueblo almeriense fronterizo con Murcia y decidir pasar allí la noche, compartí largas horas en la taberna vecina a la fonda, con los habituales del lugar. Tuve entonces la certeza de que una dictadura política era impotente a doblegar lo esencial de lo que forja el trato entre los hombres. Sentimiento que se repitió después ( siendo ya estudiante en París) en un pueblecito de una Grecia aun con la sombra del régimen de los coroneles, pesadilla política que de ninguna manera había logrado hacer de los griegos seres apagados. Aprendí entonces a amar una Grecia concreta, como en aquella estancia en el pueblecito de Velez Rubio, tuve enorme cariño por España, un España en la antítesis de la parodia castiza de los que veces han usurpado su nombre y que tantas veces se presta (con toda la estupidez del mundo) a servir de coartada a quienes, polarizados frente a ella, confunden a veces la dignidad de su propia identidad con el repudio del otro.
Hay en las relaciones entre los hombres un "recto hilo", una urdimbre simbólica esencial que mantiene con firmeza la trama de las costumbres, lazos vinculantes, ritos y fiestas que los poderes intentan canalizar con múltiples expedientes, los cuales al final se revelan impotentes. Lo esencialmente festivo en el día que se apresta a vivir esta mujer italiana está sólo encubierto por los ropajes del vínculo convencional y por el proyecto de constitución de una célula familiar. Por ello la crítica frente a estos ropajes sólo tiene sentido con vistas a, con mayor vigor, reivindicar lo que subyace. Por dar sin ambages un ejemplo: el repudio de la canalización de los lazos por la estructura parental ha de apuntar precisamente a una radical reivindicación de la fertilidad y del ciclo de las generaciones, condición no sólo del perdurar de la humanidad, sino del bien vivir compartido.
Me hablaban unos amigos vascos de que el reciente fallecimiento de una anciana fue aun ocasión de una auténtica fiesta de despedida, con los allegados y familiares desplazándose hasta el lugar dónde por reiterada voluntad de la fallecida deberían ser esparcidas sus cenizas. Quizás no es siquiera cierto que la muerte es lo más duro. Lo duro es tanto vivir como morir allí donde, con los ritos y costumbres a los que arriba me refería falta el sentimiento de fraternidad, sin el cual no es posible la posibilidad de fiesta y de afirmación, falta simplemente el bien vivir como falta el buen morir, en estas nuestras sociedades marcadas por la separación horizontal en las generaciones, configurada emblemáticamente en el apagamiento de la vida en esos espacios sin referencia, literalmente desarraigados, que son los contemporáneos tanatorios.

 

_____________

(1) Otra cosa es que las degradadas condiciones socio-económicas conviertan a las entidades sociales defendidas por éste (desde la familia tradicional a las instituciones de caridad) en consuelo de afligidos. Pero ha de quedar claro que se trata de una aflicción no inherente a la organización de los hombres, sino de una aflicción contingente, resultado de un mal evitable, mal insoportable que ha de mover a la rebelión, pues si el hombre se revela plenamente cuando mantiene su entereza ante el mal trágico, no es su destino asumir con pasividad el mal innecesario.

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18 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Se compra un niño futbolista

A los siete años un amigo del barrio me preguntó qué quería ser cuando fuera grande, y yo le respondí que futbolista, sin saber que mis sueños eran convencionales, que prácticamente 9 de cada 10 niños latinoamericanos desea lo mismo. A los once años, sin embargo, los sueños continuaban, y con un compañero de colegio nos empeñamos en hacer todo lo necesario para "llegar". Nos inscribimos en las divisiones inferiores de un equipo importante de Cochabamba y comenzamos a ir a los entrenamientos al mediodía. No duré mucho: a esa hora, después de clases, ya estaba cansado y sólo quería volver a casa. Entrenar no era muy divertido: a veces ni siquiera jugábamos. Pronto mis sueños se fueron apagando y dejé de ir.  

Juan Pablo Meneses tiene la culpa de que estos recuerdos se hayan disparado. Su nuevo libro, Niños futbolistas (Blackie Books), es una fascinante exploración del mundo entre esperanzador y sórdido del niño futbolista latinoamericano, quien, acuciado por sus propias ilusiones y las de sus padres, quiere salir de la pobreza y llegar a la cumbre del fútbol profesional (Barcelona, Real Madrid o cualquier otro equipo europeo). La estrategia de Meneses para internarse en ese territorio es parecida a la de uno de sus anteriores libros (La vida de una vaca, 2008), aunque ahora suena más controversial: quiere comprarse un niño futbolista, para poder luego venderlo a un club europeo. Se trata de un "experimento narrativo" que Meneses llama "periodismo cash": el periodista se involucra con dinero en efectivo para poder entender la industria y el negocio del fútbol desde adentro. Algunos objetarán esta práctica, pues, al ofrecer dinero al abuelo pobre de un niño chileno de once años, ¿no se convierte el periodista en alguien cuya observación afecta aquello mismo que se observa? Meneses juega en el límite ético del periodismo de investigación, pero sale airoso porque pone las cartas sobre la mesa desde el principio, anunciando a todos que una de sus intenciones centrales es la de escribir un libro sobre lo que está haciendo. Sorprende que aun así estén todos dispuestos a participar.    

Niños futbolistas es un libro lleno de vitalidad y anécdotas tan conmovedoras como divertidas. El periodista recorre los campos de fútbol del Callao, de Rosario, de Santiago, y habla con representantes (Guillermo Coppola, en un notable cameo), cazatalentos, entrenadores, agentes, padres y niños. Con la legitimidad que le da el hecho de ser parte del negocio, escucha historias de padres que no les hablan a sus hijos durante una semana porque han fallado un penal, de jóvenes que ganan un "reality show" para probarse en el Real Madrid, con tan mala fortuna que en el primer remate de la prueba sienten un tirón en la ingle (ese joven, Aimar Centeno, juega hoy en un equipo de su pueblo, Origone de Agustín Roca). Queda claro que comprar un niño futbolista puede ser un gran negocio (un buen jugador de doce años no cuesta más de 200 dólares) y también una lotería: por un Messi hay cientos, miles de Aimar Centenos o Leandros Depetris (un chico argentino fichado por el Milan en 1999, a sus once años, que hoy juega en Independiente de Sunchales, un club amateur cerca de su pueblo natal).

 Niños futbolistas tiene suspense: ¿podrá Meneses comprarse un niño futbolista? Que disfrutemos de ese suspense significa que Meneses ha logrado demostrar con creces "lo grotesco del mundo del fútbol, del negocio y las contrataciones; el modo en que se ha desvirtuado el deporte... No hay que ser especialmente moralista para sorprendernos ante lo permisivo que es el mercado en estos tiempos de capitalismo financiero". Todos participamos de esa doble moral que nos hace escandalizarnos al leer que un niño chileno de nueve años quiere ser fichado por un club español de primera, y alegrarnos si uno de esos fichajes es para nuestro equipo. Dice Meneses que su idea no era demonizar el negocio "ni desmontar una mafia", sino hacernos conscientes de esa trastienda sucia que se esconde detrás de cada partido que disfrutamos. Sí, somos conscientes, sobre todo si Neymar marca un golazo: ¿será que el Barça recupera su inversión?

 

(La Tercera, 16 de junio 2013)

 



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17 de junio de 2013
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(Des)intoxicados

En Nueva York, en Union Square, La Casa se enorgullece de ser el balneario más antiguo de la ciudad -1992 (¡conmovedor sentido de antigüedad!)-. Pero lo realmente excepcional es que su recinto alberga una de las cámaras de percepción sensorial que hacen las delicias de quienes buscan la nada a fin de modificar su estado de ánimo; es más, de revertirlo. Una piscina a oscuras en una sala blindada: el silencio y la oscuridad absolutas, y el cuerpo flotando en agua caliente con grandes cantidades de sales Epson, procuran la negación absoluta de cualquier estímulo exterior con el fin de recuperarse a uno mismo. Hoy, la desintoxicación forma parte del amplio catálogo de promesas del mercado. Desde las bebidas desintoxicantes y otros programas Detox hasta los planes de saneamiento de todo tipo, se exalta el dibujo de un mundo enfermo, esclavizado por sus adicciones, que entona al unísono su voluntad de eliminar sus residuos y regenerarse. La corrupción, el desvarío y los millones de euros sospechosos que vomitan los medios parecen consecuencia de la desaforada ambición por conseguir la luna a precio de ganga. Pero no todo se pliega bajo las costuras de la codicia: en ese ir a más se esconde un vértigo suicida que mueve a quienes deciden traspasar la línea aunque no sean capaces de medir el riesgo ni de advertir que pueden despeñarse. Probablemente, los adictos menos peligrosos sean aquellos que en vez de socavar el sistema se destruyen a sí mismos. He visto la entrevista que John Galliano concedió la semana pasada a Charlie Rose. Su exención pública, atildado, alelado incluso, sin maquillaje, recogiendo las sobras de una fama que le exigía talento y espectáculo, y que aplaudía su extravagancia al tiempo que le obligaba a acrecentar ventas y polémicas. El diseñador se confiesa rehabilitado, pide de nuevo excusas y asegura que agradece el mal trago porque por fin ha podido verse a solas consigo mismo, y tratar no sólo su adicción al alcohol sino a la perfección. Esa otra toxina que no suele incluirse entre los productos de desecho universales, pero que tan bien ilustra la caducidad de un aspiracional fallido. La enfermedad de Galliano, su locura antisemita, borracho como una cuba en una terraza de Le Marais y azuzado por el vacío de la creación, nació de una intoxicación del ideal. Ir a más a menudo significa enmascarar el ánimo y la ambición, ante el regocijo de un coro que aplaude la desmesura porque a su vez necesita estímulos. En la sala de los detritus, la palabra recuperación toma vuelo, y vale para todo. Desde la economía hasta la moda o el ecosistema. Dicen que es uno mismo quien advierte que no necesita más terapia, como sucede cuando se acaba el amor. Sólo que la terapia es más fácil de dejar porque siempre sabes que puedes volver a ella, y flotar de nuevo como en una de esas piscinas oscuras y silenciosas. (La Vanguardia)

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17 de junio de 2013
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El Boomeran(g)
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