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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Y nos enamoramos

Ahora se ve con mayor claridad. No teníamos bastante con la tabarra de la crisis y encima nos hablan de la cultura. Como dice Ingrid Bergman en Casablanca y repiten, no por casualidad, los actuales anuncios en TVE: "El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos". ¿Hay derecho a eso? ¿Quién tiene superior derecho? ¿El amor o el derrumbamiento? No hay amor sin construcción. El enamoramiento es un lepidóptero mientras la Gran Crisis es una lapidadora. De un lado se halla la muerte y la vida, de otro el amor y el desamor.

Cuando la adversidad aprieta hasta extremos criminales y mutilantes no hay lugar para la ensoñación. Toda la cultura se fue a pique, bajo la piqueta de los autores responsables y conmocionados tras el cementerio de la Segunda Guerra Mundial. De Becket a Steiner se proclamaba que tras esa pira no quedaba sino el mutismo ante el decir o escribir. Cuando la especie humana revela, por momentos, su lobo gigantesco, no es lo mejor hacer cine sino desaparecer. Claro que hay poetas de la disidencia, de la oposición y de la guerra pero no son, en definitiva, médicos o enfermeros.

La poesía, la música, el teatro, la pintura son ejemplos pueriles o inocentes en estos tiempos de real tragedia física. De hecho, ni la gente lee un libro, ni va al cine, ni compra un cuadro. La cultura necesita paz y pan para manifestarse. En tanto la sangre cunda, los parados aumenten, los excluidos no posean comida ni el futuro augure un porvenir mejor, todos los poetas, novelistas o pintores no tienen otro quehacer que crear a ciegas. Crear para sí en un constante y fatal sentimiento de culpa.

La culpa es, de otra parte, es l'air du temps. Son culpables los banqueros, los políticos, los tribunales, los príncipes, los empresarios, los sindicatos, los partidos políticos, la troika y la música, la fantasía y la especulación. Y nadie puede sentirse ajeno: se pertenece a los estafadores o a los estafados. Y hasta los "preferidos" han venido a ser engañados. Envuelto todo ello en fardos de corrupción que los tribunales, de acuerdo a su morosidad, resolverán envejecidamente en varios lustros.

La cultura se parece precisamente a esta cadencia desesperante de la justicia. ¿Leer un best seller de 500 páginas? ¿Quién puede hacerlo sin sentir que deja olvidado algún otro quehacer urgente? ¿La cultura de la novela? ¿La libertad de la ficción? ¿Qué farsas o fruslerías son esas? Hace años que Woody Allen escribió un libro titulado Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Y, efectivamente, Estados Unidos lo ha conseguido como gran paradigma del sigloXXI. No hay un mundo culto y otro sin cultivar. Todo es lo mismo. O, mejor, hay un saber muy elegante, que todavía a través de la Ilustración habla de "excepción cultural". Para Francia, todo podría intercambiarse en un tratado mundial de libre comercio menos la cultura que es cosa de otro mundo, patrimonio de Dios. Justamente Francia, la patria de las Luces, se ofusca pretendiendo distinguir, a estas alturas, entre lo que es un iPhone y una creación. Pero efectivamente esa Francia es un residuo.

¿Fin pues de la cultura en sí misma? Pues sí. "¡Qué alivio!", dijo Wim Wenders cuando en Los Ángeles, Susan Sontag, le advirtió de que se hallaba en un territorio sin la menor "cultura". Y, ciertamente, la cultura cuando es auténtica llega a ser tan lenta como pesada para el tránsito intestinal. Todo lo contrario que el empleo o el pan nuestro de cada día que ahora crecientemente escasea.

¿La escuela? Primero los niños deben desayunar, después aprender. ¿Más cultura? ¡Una leche, mejor! Esta Gran Crisis conlleva una característica enfermedad óptica en los altos y bajos dirigentes. La Gran Crisis levanta (ha levantado ya) una tupida pantalla entre la vida y el verso, entre los parados y los pareados, entre la pintura y la estampa de lo real. ¿Cómo acabar de una vez con este estorbo mientras no hay un estofado que comer?



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4 de julio de 2013
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Solo los comunistas

En medio de la algarabía mediática que acogió la caída del muro de Berlín, toda voz no ya discordante sino prudente respecto a la significación de los acontecimientos lo tenía verdaderamente difícil, y un reiterado argumento bastaba para acallarla: derribar aquel muro significaba socavar por fin el estalinismo, con su cortejo de deportaciones, fusilamientos y paranoica vigilancia de la población civil en la que había caído el régimen soviético. Nadie se preguntaba por las causa de aquella brutal desviación respecto a los idearios de la Revolución de Octubre. No cabía entonces siquiera aventurar la hipótesis de que la tiniebla era resultado de condiciones exteriores al ideario mismo, que la negativa relación de fuerzas que había hecho imposible la universalización de la revolución se hallaba en la base de la conversión de un proyecto de dignificación de la entera humanidad en efectiva sumisión de una parte de esa humanidad.
Sin embargo, mientras se repetía una y otra vez que el muro derrumbado era el símbolo de la conquista por el mundo de la libertad (¡ni más ni menos que de la libertad!) no faltaron los aguafiestas. Alguno se atrevió a conjeturar que si la caída del bloque soviético era quizás liberadora para una fracción de las poblaciones de los llamados países de Este, estaba por ver si era bueno para los trabajadores, e incluso para una parte de la clase media de los países llamados occidentales. Se estaba sugiriendo simplemente que, abolidos los principios de la Revolución de Octubre e invertida la relación de fuerzas entre los países del llamado socialismo real y los países capitalistas... las bases del proyecto social demócrata no tardarían en ser laminadas. Pues bien:
No fue necesaria la actual crisis para cerciorarse de lo acertado de aquel temor. Tras un tiempo de forzada transición (debida entre otras cosas a la necesidad de cerrar el ciclo histórico, unificando Alemania bajo el mirífico paraguas de la construcción de Europa) lo real, la verdad del régimen social llamado de libre mercado, ha emergido en toda su crudeza, despertándonos de la ensoñación. Una máquina que nadie controla, surgida sin duda del ser humano, pero indiferente a la causa del hombre, y hasta enemiga de la
misma, se ha impuesto. Esta máquina genera situaciones sociales que hace un cuarto de siglo nadie podía prever que se darían en nuestro horizonte; genera la pauperización de un enorme sector de la población y con ello toda una secuencia de corolarios, inevitables en ausencia de resistencia, dificilísima resistencia que pasaría en primer lugar por asumir la tremenda contradicción en la que nuestra existencia social hoy se desenvuelve.
Y así en esta Europa que se presentaba como un ámbito de reconocimiento mutuo de las culturas y las lenguas que forjan los pueblos, se desata desde hace años una tormenta casi sin precedentes de desprecio y resentimientos. Desprecio y resentimiento gestionados por políticos que ni siquiera cabe calificar de oportunistas, por tratarse de meros comparsas de ese invisible Señor que recibe el nombre de mercado. Y así, mientras se iban fraguando para designar a países enteros acrónimos tan trivializados como intolerables, en el seno de esos mismos países se desencadenaba una tremenda lucha, no por reivindicar la dignidad colectiva, sino por intentar escapar aisladamente al vocablo despectivo de turno, considerado justo tratándose del vecino del Sur más o menos inmediato, pero obviamente injusto cuando se lo aplican a uno mismo.
Y como el resentimiento se nutre tanto de triunfo como de fracasos, el despreciado encuentra argumentos ad hoc para descalificar al otro, sea por lo pretendidamente provinciano de su cultura o su lengua, sea por lo intrínsecamente mezquino de su
fenotipo social. Los eslóganes forjados hace precisamente veinte años `por el sórdido Bossi se generalizan. Su "SPQR...sono porchi questi romani", con el que desencadenaba las carcajadas del auditorio "liguista" ( cargado de sentimiento cívico falso pero odio auténtico ) se convierte en la expresión local del acrónimo de los pigs, a la par que la vaca padana es clonada por doquier en esa vaca que cada uno aspira en su triste ombliguismo a defender.
Y en lugar de resistencia contra el mal, se produce un desgarro en el seno de la ciudadanía, concretamente en España ( de momento en el orden de los símbolos) dónde nos despellejamos por las patrias o por lo aleatorio de un resultado deportivo, perpetuándose así la explotación, la genuflexión y el miedo. Todos contra todos y el capital a la vez omnipresente y agónico aspirando la poca sangre de esos pueblos confrontados. Y mientras los forzados por doce horas de trabajo ven como enemigo al que está obligado a aceptar aun dos horas suplementarias de esclavitud, el hablante de una lengua ve como enemigo al hablante de otra, sometiendo así a una suerte de selección (que nada tiene de natural) aquello que en su diversidad es epifanía de la matriz que hace a la humanidad.
En la Europa de los años en los que la actual calamidad social, la conversión en pesadilla de la ensoñación social-demócrata, aun no se daba, sólo los comunistas veían que tal sería el destino de nuestras sociedades si el ideario de la revolución de octubre fracasaba. Sólo los comunistas tenían claro que, en la sociedad sometida a la lógica del capital, el criterio del provecho es inevitablemente la medida de todas las cosas, siendo entonces imposible que pueda cumplirse el destino de la humanidad, a saber la lucha por la realización en cada uno de las potencialidades que nos corresponden como individuos de una singularísima especie, esa asunción del problema global de la existencia evocado por Marx al final de sus Manuscritos del 44.
Por atenerse a nuestra historia, sólo los comunistas encontraban en la España del túnel franquista, (como siguen encontrando ahora) insoportable que la energía que habría que concentrar en la etapa previa (la liberación de las cadenas sociales) a la confrontación que nos hace hombres, fuera canalizada hacia querellas de cuyo desenlace positivo nada realmente cabe esperar, aunque el desenlace negativo sea causa de frustración sin medida. Y desde luego sólo los comunistas denunciaban con radicalidad las tentativas de jerarquizar las diferencias de cultura y procedencia, unificando en las zonas fabriles la defensa de los inmigrantes de la España rural y la defensa de la cultura y la eventual lengua autóctona.
Mas si en la confrontación actual de todos contra todos, favorable tan sólo a los intereses de una maquinaria desalmada, alguien osa denunciar en nombre de los principios de una u otra manera reivindicados por los comunistas, se le objetará de inmediato que el estalinismo del pasado le priva de toda legitimidad respecto a la denuncia del presente y se le comparará al fascista o al franquista, haciendo insoportable amalgama entre lo que supone una tragedia de la humanidad ( el fracaso del noble ideario que movía a la Revolución de Octubre) y lo que constituye desde su misma raíz un proyecto de doblegamiento de esa misma humanidad.

Cuando en mayo de 1949 el ejército revolucionario chino se ampara de Shangai, considerada el templo financiero del país, se encuentra en la ciudad Robert Guillain, periodista francés desaparecido en 1998 y que cubría los acontecimientos para el diario Le Monde. Robert Guillain transcribe en su crónica la reacción de un anciano francés a quien los comunistas aterraban, y que contempla emboscado como toman rápidamente el control. El francés empieza a llamar marcianos a los recién llegados , y ello en razón de que, tratándose de soldados ocupantes, resulta que "no hacen pillajes, no violan y no roban". Y tanto más marcianos se le antojan a aquel hombre, cuanto que por lo paupérrimo de su aspecto y lo frágil de su equipamiento militar, todo hacía pensar en descontroladas bandas: "Uniformes desteñidos, color zumo de hierba, viejas ametralladoras: es un ejército de guerrilleros que surge desde los campos de arroz para ocupar la ciudadela del capitalismo". Guerrilleros, sin embargo (reflexiona) "que respetan a las muchachas y duermen en las calles. Si cogen el tranvía pagan los billetes." Guillain señala otro aspecto sorprendente: a medida que la ciudad está ya controlada, estos marcianos no solamente están en el ejército, sino también en la administración. Civiles en uniforme, anónimos e inclasificables se deslizan sin destruir nada por los despachos e imponen muy pronto una disciplina de insólitas virtudes: austeridad e incorruptibilidad".
Robert Guillain no es un comunista y posiblemente se halla tan sorprendido como su anciano compatriota por el comportamiento de aquellos "marcianos". Comportamiento que se iría convirtiendo en rareza, cuando el ideario iba perdiendo fuerza, hasta desaparecer totalmente cuando, en China como en Rusia, la caída de confianza en la efectiva realización del ideario por el progresivo sentimiento de que se iba perdiendo la batalla, se traduce en la renuncia a su universalización, la trampa de la competencia pacifica con el otro sistema (para el que competir constituye la esencia), y la consecuente paranoia estalinista, es decir, la canalización hacia el control interior de la energía que habría que destinar a combatir al enemigo...
Y sin embargo, es corolario de la idea misma de comunismo ese comportamiento ejemplar de los soldados rojos en Shangai. Corolario de la apuesta por la realización de la humanidad, es decir - de entrada- apuesta por la abolición de las circunstancias sociales que mutilan las potencialidades humanas. Apuesta sustentada en la convicción de que la indigencia material y la ruindad moral tantas veces a ella asociada, no agotan el ser de los individuos humanos y que, en un registro más o menos inconsciente, cada uno está esperando que se le ofrezca la posibilidad de mostrar que así es.

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4 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El partido de los cuñados

La sociedad árabe tradicional es fuertemente endogámica. La tasa de casamientos entre primos llega hasta el 35% de los matrimonios. Para el demógrafo francés Emmanuel Todd, esta es una de las claves de las revueltas árabes de 2011. ?La democracia es la irrupción del ciudadano, del individuo libre en el espacio público. La endogamia es exactamente lo contrario, la cerrazón en el grupo familiar?, señala en su libro Alá no tiene nada que ver con esto. Egipto es uno de los países árabes donde más ha disminuido la endogamia, actualmente 20 puntos por debajo del modelo árabe tradicional, y este es uno de los elementos que explican, según Todd, las movilizaciones que condujeron al derrocamiento de Mubarak y, por supuesto, las actuales para echar también a Morsi. Esta explicación tiene un interés adicional porque los Hermanos Musulmanes son especialmente endogámicos, en buena correlación con su proyecto de adaptar la sociedad moderna a los preceptos coránicos, no lo contrario. No conozco estadísticas sobre el grado de endogamia de sus militantes y dirigentes, pero basta repasar sus biografías para observar que la fórmula del matrimonio entre primos es la más habitual, empezando por Morsi.

No es la única forma de endogamia entre los dirigentes, que con frecuencia están casados también con las hijas o las hermanas de sus compañeros de Hermandad. La gran mayoría de quienes se oponen a Morsi, además de combatir sus ideas, resulta que también difieren en el estilo de familia por el que optan, más abierta y moderna que la de los Hermanos Musulmanes. Desde este punto de vista, la sociedad egipcia va hacia una dirección y la Hermandad musulmana va en la contraria. Estamos hablando de estructuras de familia, no de ideologías y menos todavía de propuestas y decisiones políticas. Sobre el papel cabe perfectamente que una estructura de fuertes raíces tradicionales encabece una renovación de la sociedad que vaya en sentido opuesto. Pero a la vista está que no ha sido el caso.

El núcleo dirigente de la Hermandad está formado por hombres de larga experiencia como cofrades, que han pasado largos procesos de selección, tuvieron la oportunidad de bregarse contra la dictadura militar y actuaron como dirigentes de sindicatos, uniones profesionales y organizaciones de la sociedad civil. Este era el capital que les permitió vencer en las urnas y colocar a uno de los suyos en la presidencia.

A la vista del desastroso balance de la presidencia de Morsi un año después de su toma de posesión, está claro que la Hermandad solo supo leer su victoria como un mero asalto al poder que le permitiría aplicar su programa de islamización y colocar a los cuñados, y no como la oportunidad para transformar y modernizar un país como Egipto que tiene todo lo que hace falta para convertirse en una potencia emergente.

Para encabezar una transición democrática no basta con tener la legitimidad que emana de las urnas, tal como la obtuvo Morsi en 2012, sino que se requiere un esfuerzo especial cuando hay que hacerlo desde organizaciones encerradas en sí mismas, los partidos endogámicos en los que cualquier desviación o pérdida de poder es detectada y evitada por la vigilancia de los cuñados. No basta con un talento político regular sino que se requieren las dotes de Mandela, De Klerk, Gorbachov o Suárez para poner a las formaciones políticas respectivas en su lugar y despegarse a la búsqueda de una base política más amplia que permita una democratización efectiva y no meramente formal.

Morsi ha hecho una gestión sectaria y, antes del derrocamiento, ya se encontraba totalmente aislado. Ni siquiera el partido salafista Nur le da su apoyo para que siga en la presidencia. Como Erdogan hace unas semanas, no ha dudado en movilizar a sus seguidores en contra de los manifestantes que piden su dimisión. La experiencia demuestra que los líderes que no vacilan en jugar con la división de su país, sin importarles el clima de guerra civil que fomentan, no merecen continuar al frente de las responsabilidades de Gobierno y suelen terminar de la peor forma posible.

Con esta ya son dos oportunidades perdidas. Los militares no supieron dirigir la transición en la primera fase y el primer presidente civil salido de las urnas tampoco ha sabido gestionarla en la segunda fase, devolviéndole la mano al Ejército, otra estructura endogámica, masculina y llena de cuñados, para que ejerza el papel de árbitro de último recurso al que nunca ha renunciado desde el golpe de Estado de 1952.



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3 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Salvaje

A los norteamericanos les encantan las historias de superación heroica, y cuanto  cuanto más dramáticas y desesperadas sean las circunstancias, mejor. La única condición que pone el público en general para dejarse contar tales historias es que tengan un final feliz. Faltaría más.  Cada  año decenas de miles de norteamericanos se ganan la vida dando cursos de superación personal  en universidades, empresas y centros cívicos, redondeando sus ingresos escribiendo libros de autoayuda. Pero si el protagonista lucha sin medios contra una situación que lo supera y pierde (incluso la vida) dónde está el chiste. Y cómo se cuenta esa historia. O quién.
Hasta cierto punto es lo que le pasó a Christopher McCandless, inmortalizado primero por Jon Krakauer en su libro Into the Wild y después por Sean Penn en la película del mismo nombre. Según cuentan Krakauer y Penn, el joven McCandless fue poniéndose a prueba en retos cada vez más difíciles hasta que decidió irse a Alaska como aquél que dice con las manos en los bolsillos, hasta el punto de que el automovilista que lo acercó a su destino tuvo que regalarle unas botas porque ni siquiera llevaba el calzado adecuado. Puesto que tampoco poseía unas nociones básicas de supervivencia en condiciones extremas, las brutales condiciones de Alaska, las dificultades para encontrar comida y sobre todo la ignorancia demostraron ser más fuertes que él y no sobrevivió para contarlo.
Cosa que no le ocurre a Cheryl Strayed, la autora de Salvaje. Vaya por delante que, sin llegar a los extremos de McCandless, la aventura que aquí se cuenta es alucinante: el recorrido de un tramo de casi 2.000 kilómetros a pie, sola y sin apenas experiencia por el Pacific Crest Trail, una ruta que va desde la frontera de México a la de Canadá (4.000 kilómetros para quien se proponga hacerla entera) y que recorre la sucesión de cordilleras que bordean la costa del Pacífico con alturas superiores a los 3.500 metros, y por lo tanto con posibilidad cierta de nevadas y tormentas de nieve.
En el momento en que a Cheryl Strayed se le ocurrió echarse al monte (1995) esa ruta estaba aún muy poco transitada y apenas ofrecía infraestructuras. En ocasiones los puntos de avituallamiento se encontraban a más de 150 kilómetros unos de otros, lo cual obligaba a los senderistas a cargar con una impedimenta descomunal para sobrevivir durante los cinco o seis días que duraba la caminata entre un puesto y otro. Sobre todo el agua era una pesadilla, aun llevando productos químicos y una bomba depuradora, pues por si acaso era preciso cargar varios litros para no deshidratarse.
En esas condiciones casi resultan anecdóticos los encuentros con osos, coyotes, serpientes de cascabel y, sobre todo, las ocasiones apariciones en descampados de fornidos y asilvestrados senderistas que vaya usted a saber qué intenciones abrigarían después de tanta hormona acumulada durante los largos y obligados periodos de abstinencia en los bosques. Ese aspecto, el de la sexualidad latente o explícita en los caminos y los caminantes es uno de los muchos atractivos de este libro, sobre todo porque Sheryl Strayed lo trata con un gran sentido del humor y mucho tacto, aparte de que pese a sus ataques de pánico resulta que en el camino sólo encontró caballeros que se portaron como tales.
Probablemente, la necesidad de alternar el relato de sus experiencias en la naturaleza y las circunstancias personales que motivaron la posibilidad de emprender tan inusual aventura sea la parte menos lograda. No me refiero a sus antecedentes familiares y sus andanzas biográficas, que están contadas con la misma eficacia y salero que las del sendero, sino a las motivaciones personales previas al viaje. Tienen un tonillo de autoayuda (o de material susceptible de ser vendido después) no demasiado convincente. Pero por fortuna no es un elemento central en el relato y éste es en sí mismo tan entretenido e imprevisible que se pasan las páginas casi sin querer. Frío, calor, hambre, dolor, miedo y, casi como una constante, el deseo de volverse a casa y poner fin a semejante insensatez. Increíble. Y encima salir vivo para contarlo.
Salvaje es una estupenda lectura de verano que ya está despertando toda clase de lógicos entusiasmos en el público femenino, para el cual la identificación con la voz narradora y sus estados de ánimo es casi inmediata y hasta el final. Los perezosos pueden esperar un poco porque está viniendo la versión cinematográfica protagonizada por Reese Witherspoon y con guión de Nick Hornby. Pero mientras tanto hay toda clase de material gráfico en Internet.

Salvaje
Cheryl Strayed
Roca



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3 de julio de 2013
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El andar distraído

Hubo un tiempo en que el andar distraído significaba ir hacia delante mirando hacia atrás u observando obsesivamente el contexto. Las ensoñaciones del caminante solitario aspiraban a convertir el camino en un vehículo para el pensamiento. En un sparring, un spin doctor, un amigo imaginario. Hoy, el trayecto a menudo es invisible, como los fruncidos de luz en los atardeceres de verano. Cómo van a percibir los matices del cielo esos viandantes si ni siquiera se percatan de la existencia de un payaso vestido de morado y amarillo encima de un monociclo en medio de una plaza, como quiso demostrar un equipo de investigadores de la Universidad de Western Washington. Porque hoy, la principal razón por la que el ciudadano de a pie resulte herido o muera cruzando un semáforo se resume así: hablaba por el móvil. En algunos lugares del mundo, como en Nueva Jersey, es ilegal cruzar la calzada atendiendo a la pantalla. En otros estados, como en Idaho y Delaware, unas señales avisan que “tu Facebook puede esperar”. El coste de la adicción a la hipercomunicabilidad es caro. Cada vez mueren más personas atropelladas por este motivo: distractive walking, se llama a los accidentes en la vía pública, que se han duplicado desde el 2005, con una tendencia que va en aumento. Lo leo en el blog Antigurú, de la periodista Karelia Vázquez, que semanalmente ameniza con un suculento repertorio de tendencias y patologías de la vida digital. Y me pregunto sobre las razones de la abstracción cuando se adquiere otro plano de la realidad a través del oído. Del poder casi umbilical que te abstrae hasta el punto de crear una burbuja tan poderosa como para perder la vida en el acto de mandar un mensaje, conectarte con tu Facebook o conversar. Todos creemos que podemos hacer varias cosas a la vez, y la naturalidad con la que caminamos y hablamos por teléfono es tácitamente asimilada como la de correr y escuchar música, o conducir y masticar chicle. Simultanear, multiplicar, lleva implícita una promesa de plenitud, como si la ilusión por llenar las horas equivaliera a dotarlas de sentido. Ahí la tecnología del smartphone parece reparar la deriva existencial. Es feliz aquel que no teme ni desea, decía Séneca. Y en la cadena de insatisfacciones contemporáneas, adquieren valor sus palabras cuando afirma que “es trabajosa la vida de quienes olvidan el pasado, descuidan el presente y temen el futuro”. A menudo no atendemos ni a nuestros propios pasos, ocupados como estamos al teléfono resolviendo asuntos que creemos vitales. Una amplia carta de excusas que enmascaran el vacío y neutralizan el terror a la desconexión, la misma que deberíamos celebrar cuando el teléfono enmudece y por fin habitamos el silencio. (La Vanguardia)

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3 de julio de 2013
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Tres libros

Acabada la feria del Libro de Madrid y todas las demás fiestas y ferias que movilizan entre abril y junio a los que aún confían en el sano ejercicio de pasar páginas de papel, seguiremos leyendo, ¿verdad? Tres novedades me han dado horas de gran placer, inquietud y asombro, que quiero trasmitir, con mi recomendación más entusiasta. Ya se sabía que Luisgé Martín era uno de nuestros mejores novelistas eufemísticamente llamados jóvenes (hace poco que ha entrado en la cincuentena). A títulos para mí memorables como ‘Los amores confiados' (Alfaguara) o, hace un año, ‘La mujer de sombra' (Anagrama), se suma ahora un cuento largo apasionante, ‘La misma ciudad' (en Anagrama también), que consigue extraer riquísima materia novelesca de un asunto del que creíamos saberlo todo: los atentados del 11-S en Estados Unidos. No se trata de un reportaje novelado ni de una meta-ficción; Luisgé Martín inventa el destino de alguien que pudo ser víctima del derrumbamiento de las Torres Gemelas y le da una trepidante peripecia, que no conviene contar de antemano. El resultado es un relato de aventuras, de la mayor aventura que nos cabe a todos experimentar: la de cambiar de vida.
‘La ardilla de Braque' (Debolsillo) parece el (buen) título de una novela, pero es la voluminosa recopilación de los ensayos sobre pintura y literatura de una figura tal vez menos conocida de lo que merece, José Francisco Yvars, que suele firmar con las iniciales de su nombre y el apellido. Profesor, editor, director en su día del IVAM, J. F.Yvars se tiene por historiador del arte, y lo es, aunque no sólo. La curiosidad y el alcance de su mirada parecen infinitos, y de ello hay pruebas excelentes en este libro, que recoge sabios y estimulantes textos sobre el ‘collage', lo que él llama ‘escultura heroica' o los cuadros de Lucien Freud, vecino suyo en Londres durante muchos años. Pero Yvars también cultiva la pieza breve, en la tradición del columnismo culto que nuestro país ofrece como una de sus peculiaridades menos castizas. En esos artículos espigados de los periódicos donde ha colaborado encontramos al comentarista rápido y agudo de Pollock, de Bacon, del inefable e imprescindible Conde Kessler, y de una pléyade de artistas y escritores valencianos muy bien observados en el contexto político del anti-franquismo.
Las horas de asombro de mis lecturas últimas me las proporcionó un libro que se llama ‘Un monje azul come pasas rosas' (Visor). Llamó mi atención en una librería, lo abrí, leí unas páginas al azar y ya no lo pude soltar. Su autor, José Garcia Villa (sin deliberado acento en su primer apellido), fue un escritor filipino de lengua inglesa nacido en 1908 y fallecido en 1997, cuya vida, de la que acabo de enterarme por este libro, es fascinante en sí, aunque tal vez pálida al lado del colorido de los textos que forman esta antología, poemas, versiones libres de otros autores y una selección de sus ‘xocerismos', que son, a su modo, greguerías o pensamientos capciosos ("Dios no tiene comprobación científica. ¡Gracias a Dios!"). Elogiado por Eliot y por Edith Sitwell, amigo en Nueva York (donde se instaló siendo joven y se le llamaba el ‘Pope de Greenwich Village') de, entre otros grandes escritores, Auden, Tennessee Williams y Gore Vidal, Garcia Villa es mucho más que un ‘raro'. Cultiva una vanguardia procaz a veces (lo que le trajo problemas serios en su país, que abandonó para siempre) y lo hace con un gran oído verbal y un fundamento que combina el irracionalismo con la metafísica. Un descubrimiento.

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3 de julio de 2013
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3. Tres canales vecinos unos de otros

Pero Guatemala alega ir más adelante que sus otros competidores. El presidente Otto Pérez Molina afirma que su canal consiste en "un proyecto de 390 kilómetros, con un gasoducto y oleoducto, una carretera de alta velocidad y una línea de tren", y los estudios para su construcción están ya completados. El costo es de 10 mil millones de dólares, y los inversionistas chinos que lo llevarán adelante, "tienen especial interés en el oleoducto para transportar petróleo de Venezuela", según el propio presidente.
Como podemos ver, todos los caminos van a dar Pekín, como antes iban a dar a Roma. Las empresas y capitales de la China se comprometerían, sólo en Nicaragua, Honduras y Guatemala, en una inversión de 70.000 millones de dólares para la construcción de tres canales interoceánicos, según estas cuentas de la lechera, y nadie se ha preguntado hasta ahora por qué no uno sino tres, que de ser cierto todo competirían entre sí mismos hasta la ruina, en una región tan pequeña y tan pobre que se da tantas ínfulas de propósitos de integración.
Pero ésa es historia aparte. Mientras tanto digamos que esos tres países que serán bendecidos por la mano de China, están entre los más pobres de América Latina, y del mundo, y es siempre a los pobres a quienes se ofrece los milagros más instantáneos, e inverosímiles.

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3 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Horacio Castellanos Moya y el imposible retorno

Hace algunos años el novelista salvadoreño Horacio Castellanos Moya dijo que la ficción centroamericana no había producido grandes libros sobre las guerras civiles que asolaron la región en décadas pasadas: "No tenemos un gran novelista de la guerra, a lo Tolstoi, ni un gran cuentista, a lo Babel". El lector de Castellanos Moya sabrá que, a cambio de esa ausencia, en América Central hay grandes narradores de la post-guerra, entre ellos el mismo autor salvadoreño. Su decima novela, El sueño del retorno (Tusquets), quizás una de sus mejores, insiste en contar ese período -digamos, de principios de los noventa en adelante--, profundizándolo para llegar a conclusiones inquietantes: en estas sociedades la post-guerra ha sido otra manera de vivir la guerra; el individuo que sueñe con su "reinserción" a una sociedad más amable, deberá lidiar con las heridas todavía abiertas de la guerra, con el continuado retorno de aquello que alguna vez se reprimió. No sólo eso: el individuo también descubrirá que esa guerra en realidad existía desde mucho antes, que su historia personal desde el nacimiento está marcada por el trauma de la violencia.

Erasmo Aragón, el protagonista de El sueño del retorno, es un periodista que vive en un México alborotado, lleno de informantes y ex-guerrilleros, y que, a principios de los noventa, planea el regreso a El Salvador, alentado por las negociaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla. Antes de partir, un dolor de hígado lo lleva donde el doctor Chente, un médico versado en curas alternativas que lo somete a sesiones de hipnosis para aliviarlo. A partir de ese momento, ciertos hechos amenazantes que ocurren en torno a Erasmo lo llevan a pensar que su vida está en peligro, pues puede haber revelado, bajo hipnosis, algún detalle de su participación en la guerra civil capaz de comprometerlo. Erasmo siente que es culpable de algo que anida en su pasado -"la sensación de haber matado a alguien pero carecer de memoria de ello"--, aunque no sabe bien qué es (lo descubrirá a lo largo del relato)

Como en sus mejores novelas -Insensatez, La sirvienta y el luchador--, el Castellanos Moya de El sueño del retorno es un maestro para crear tensión desde el primer párrafo. Sus frases largas, de claúsulas subordinadas una tras otra, podrían desacelerar el ritmo, pero más bien contribuyen a crear una atmósfera en la que nada es lo que parece: sin descanso, el narrador va incorporando a su red todo lo que está a su alrededor, y su escepticismo o inocencia iniciales dan paso a una paranoia que quizás sea infundada al principio pero al final no lo es tanto. Castellanos Moya es nuestro gran narrador de lo siniestro, del trauma latente que espera, agazapado, su momento para cobrarse una nueva víctima. De una forma u otra, todos sus personajes sufren de trastornos por estrés postraumático.  

"¿De dónde me había salido ese entusiasmo, ingenuo y hasta suicida, que me hizo abrigar el sueño del retorno no sólo como una aventura estimulante sino como un paso que me permitiría cambiar de vida?" Hay que leer a Castellanos Moya por todo lo que nos dice sobre nuestro imposible deseo de volver al momento antes del trauma. También hay que leerlo por su capacidad para crear personajes secundarios memorables (aquí, don Chente y míster Rábit, el impasible amigo de Erasmo; los personajes principales son más grises e incluso pueden ser intercambiables) y por su humor negro y corrosivo (las páginas dedicadas a la "ejecución" de un amante de la esposa de Erasmo por parte de mister Rábit están entre las mejores). En fin, hay que leerlo porque hace todo lo que se necesita para que, una vez terminada la novela, pensemos inmediatamente en volver a su mundo afiebrado e imprescindible.   

 

(La Tercera, 30 de junio 2013)



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1 de julio de 2013
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Efecto desmaquillante

Veinte famosas sin maquillaje”. Así se llamaba la fotogalería que colgó La Vanguardia.com la semana pasada y que enseguida se coló entre los temas más vistos del día. Puede que más de uno se sorprendiera, como yo, cuando lejos de contemplar el morbo de una celebrity descompuesta y sin peinar, advertía que el aviso de la entradilla: “Algunas siguen siendo bellas a pesar de no ir maquilladas”, habría podido ser al revés: “Muchas siguen siendo bellas a pesar de ir maquilladas”. Desde Jennifer Garner hasta Liv Tyler, Rosie Huntington o Penélope Cruz, la profundidad de la mirada, sin iluminadores, la frescura de una piel limpia, felizmente sonrosada y sobre todo unas ojeras oscuras, capaces de revelar una vida interior que los eficaces correctores se empeñan en disimular, ofrecían un perfil más interesante que las imágenes, ya icónicas, de sus rostros preparados para deslumbrar en la foto y sobre todo poder hacer eso que en verdad es tan enrevesado y a la vez tan artificioso: sonreír con los ojos abiertos. A menudo, el primer comentario que surge cuando una mujer aparece sin maquillaje es el de “no parece ella”. Se trata del discurso estético gobernado por el canon, y que no creo que sea dictado ni por la industria cosmética ni por las revistas femeninas ni tan siquiera por Hollywood, sino por unas leyes invisibles que determinan lo que hoy en día aún se entiende como el rostro público de la feminidad. Recientemente, se ha extendido una tendencia llamada “sin maquillaje 2.0″, que consiste en que las llamadas celebrities suban sus fotos con la cara lavada a Twitter. Algunos lo atribuyen a otro buen filete de marketing que vende falsa humildad, cercanía e incluso ilusión de intimidad. Para otros, es puro narcisismo. Un mensaje de pseudoautenticidad al que incluso la cantante Rihanna, acusada como tantas de rendirse a los servilismos de la estética de la fama, se sumó difundiendo imágenes recién levantada de la cama. O eso parecía. Decidida por un día a ser más mortal. Caitlin Moran, escritora y columnista en The Times, acaba de publicar en España Cómo ser mujer (Anagrama). Dicen de ella que es como si Germaine Greer escribiera en un bar, y en su libro -en el que por cierto hace apología del vello púbico y de la humillante tortura que representa la moda de la depilación brasileña- ahonda en cómo las mujeres, en realidad, no tienen ninguna idea de cómo ser mujer. “Hacerse mujer es un poco como hacerse famosa”, asegura. Porque en verdad después de un final de infancia anodina, arranca la fascinación de un proceso de cambio en el que todo el mundo pregunta. Por la talla, por el sexo, por los tacones, los chicos. Desde el ¿qué quieres hacer? hasta el ¿quién eres? Y en esa travesía, casi siempre el verdadero rostro acaba camuflado por otro que aparentemente blinda el alma. Pero bajo su incuestionable hegemonía se corre el riesgo de perder el auténtico sentido de la belleza. Que nunca es uno solo. (La Vanguardia)

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1 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mañana de carnaval

Aunque movimientos semejantes habían comenzado a producirse por doquier en los meses previos, nadie imaginaba que el país -modelo de estabilidad en América Latina- pudiese verse contaminado por la rebelión. Además, todo el mundo  estaba tan concentrado en preparar la justa deportiva como para preocuparse por nimiedades. Incluso cuando a principios del verano se iniciaron las primeras manifestaciones, brutalmente desmanteladas por la policía, los políticos locales se negaron a ver en ellas otra cosa que disturbios pasajeros que no tardarían en ser controlados. Hasta que la represión dio lugar a nuevas manifestaciones que volvieron a ser reprimidas en una espiral que culminaría el 2 de octubre con la masacre de centenares de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas.

            Un sinfín de elementos separa las protestas ocurridas en México en 1968 de las que estos días se suceden en Brasil -no en balde han pasado 45 años-, pero aun así no deja de sorprender que ocurran poco antes de que el gigante sudamericano esté a punto de convertirse en el centro de atención del planeta con motivo del Mundial de Futbol y de los Juegos Olímpicos. Como sabemos, en este nivel el deporte jamás es sólo el deporte, sino un escaparate para que el anfitrión se desnude frente al mundo.

En el México de los sesenta, el gobierno creyó ver en la Olimpíada la oportunidad de presumir nuestros progresos: de allí que estuviera dispuesto a hacer lo que fuere para que nada la empañase. Desde hace años, Brasil no se ha cansado de promoverse como nueva potencia planetaria, al lado de China, Rusia e India, y su hasta ahora popular gobierno de izquierda quiso ver en las competencias la confirmación de su fuerza económica y política. Por desgracia, lo que inevitablemente ocurre en estos casos -y aquí la analogía con México vuelve a funcionar- es que, cuando todas las energías de un país se vuelcan en una operación de relaciones públicas y negocios privados tan apabullante como ésta, las desigualdades y problemas sociales nunca resueltos se tornan de pronto más visibles y chocantes.

Quizás haya pocos elementos en común entre los rebeldes mexicanos de los sesentas -atenazados por las pugnas ideológicas de la Guerra Fría y el autoritarismo priista, animados por el rock'n'roll, la contracultura y el espíritu pacifista de los jipis-, y los rebeldes brasileños de nuestros días -articulados esencialmente a partir de las redes sociales-, pero los emparienta el drástico rechazo a que sus dirigentes empeñen todos sus recursos en satisfacer a los mercados y a la opinión pública internacional mediante el derroche deportivo cuando asuntos más urgentes -la falta de democracia en el México del 68; la inequidad que persiste en el Brasil de hoy- continúan sin ser resueltos o, peor, son deliberadamente enmascarados en aras de exponer una imagen impoluta ante las cámaras.

Frente al desafío de los estudiantes mexicanos, Díaz Ordaz optó por la violencia que culminó en Tlatelolco. Dilma Rousseff, víctima ella misma de la represión de esas épocas, ha querido ofrecer el talante opuesto, reconociendo la validez de las protestas y satisfaciendo rápidamente algunas de sus demandas -por ejemplo, al detener el alza en los transportes-, e incluso pretendió dar un salto adelante al proponer un congreso constituyente capaz de renovar las estructuras del país, pero ni así ha logrado contentar a los jóvenes que abarrotan las calles de Brasil (y que, paradójicamente, tanto se parecen a quien era ella décadas atrás), y sólo ha cultivado el unánime rechazo de la oposición.  

A los analistas internacionales les encanta señalar que ninguna ideología concreta parece animar a los rebeldes brasileños, pero en el México del 68 sucedía lo mismo: sólo un pequeño grupo se identificaba con el comunismo, de la misma forma que hoy sólo unos cuantos albergan ideas radicales derivadas de los movimientos antiglobalización. Como entonces, buena parte de la sociedad brasileña ha salido a las calles para exhibir su repudio no a ciertas medidas de un régimen que en general se ha caracterizado por su combate a la pobreza -de allí el lema "no se trata de 20 centavos"-, sino a un sistema global que, incluso con gobiernos de izquierda, no cesa de privilegiar a los intereses de los grandes capitales. Por eso la reacción de Rousseff no ha encontrado demasiada simpatía entre los manifestantes: muy a su pesar, ella ya no es la guerrillera idealista de su juventud, sino parte de un "complejo económico-turístico-industrial" que, como se ha visto, en realidad no controla.

Aunque pérfidamente derrotada en Tlatelolco, la protesta mexicana del 68 terminó por inducir algunos de los cambios democráticos más importantes de México. Al menos debemos esperar que la protesta brasileña -como antes el 11-M y Occupy Wall Street o en estos días la revuelta turca- contribuyan a trastocar un modelo que, escudándose en su carácter democrático, no ha dejado de estar al servicio de unos cuantos.

 

Twitter: @jvolpi



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30 de junio de 2013
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El Boomeran(g)
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