Ricardo Piglia El escritor argentino Ricardo Piglia, penúltimo ganador del premio Rómulo Gallegos y...
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Ricardo Piglia El escritor argentino Ricardo Piglia, penúltimo ganador del premio Rómulo Gallegos y...
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No es lo mismo ser encantador que tener encanto. Lo primero puede ser un atributo accidental. Lo segundo es un don, mucho más excepcional y escaso. Una combinación de buena educación, ingenio, franqueza, armonía y un nosequé capaz de intervenir atmósferas y ánimos, procurando una suerte de bienestar que incluso hace sentir mejores a los otros. Sabios o mundanos, dueños de una cortesía sin envaramiento, sutiles e irónicos, detallistas también con la memoria, quienes tienen encanto reúnen sensibilidad e inteligencia y saben ser flexibles en la mirada hacia el otro. No les corroe la ansiedad, ni la búsqueda de un fin, sino que paladean el instante sin escabullirse, como si aquello fuera lo más importante que les ocupa. Leo en The Atlantic una interesante reflexión de Benjamin Schwarz, que define el encanto como una virtud social -que no moral-, desinteresada y actualmente en declive. Pues sólo tiene encanto quien es autoconsciente, comprometido y a la vez desprendido, y lo más difícil, quien sobrevuela terreno minado, si lo hay, sin dejarse inhibir ni condicionar por el conflicto. Hoy los requisitos para ser punta de lanza en nuestra sociedad responden a otro tipo de cualidades. Ya saben: ser emprendedores, proactivos, empáticos, productivos… Claro que se puede ser todo esto y, además, tener encanto. Pero su ausencia en la semántica social ilustra el escaso grado de valoración. Schwarz apunta que, si bien no llega a ser un síntoma de que nos hallemos en un tiempo de decadencia cultural, sí evidencia que nuestra época adolece de encanto emocional. “Cualquier cultura que celebra la juventud aboca el encanto, que, por definición, es una cualidad reservada a los adultos, a un terreno pedregoso”. Los valores dominantes de nuestros días difícilmente maridan con un caldo de lenta cocción. La sagacidad hipermoderna no entiende de anécdotas, como si la vida no tuviera tiempo de entretenerse en matices. Ni de cultivar la inclinación a ser atento, complaciente y delicado. Todo lo contrario, estas se consideran cualidades blandas en un lodazal de cínicos y “listos”. Es más, aquel que se afana en ser socialmente generoso puede llegar a levantar sospechas. Abundan las tertulias televisivas -¡incluso las del corazón!- en las que cuando presentan a sus participantes estos no sonríen, como si una mirada torva les otorgara más credibilidad. Un falso esencialismo, parco, huidizo, en extremo borde, gobierna una forma de interactuar en las relaciones sociales, en las antípodas del encanto. Porque quien lo atesora no es una persona insegura, ni inconsistente, ni susceptible, sino alguien que como mínimo se siente tan a gusto consigo mismo que puede ser -sin peajes, sin imposturas- encantador con los otros. (La Vanguardia)
Alejandro Dumas, quien heredó a la posteridad libros tan populares como El Conde de Montecristo y los Tres Mosqueteros, también escribió un Gran Diccionario de Cocina, con recetas e que fue recogiendo a lo largo de su vida, metido como anduvo entre las cacerolas y quemándose las pestañas en el fuego.
Por estricto orden alfabético, explica cómo preparar el faisán, las codornices, los urogallos, las liebres y conejos en su propia sangre, estofados de jabalí, pasteles de ciervo, gallinitas de guinea en salsa de champiñones; y hasta hay recetas para pavorreales. ¿Se comen los pavorreales? Pues sí.
En su diccionario anota que Heliogábalo mandó confeccionar un pastel de lenguas de pavorreales, faisanes, ruiseñores y loros. Y Dumas confiesa haber probado el pavorreal cuando sus admiradores le ofrecieron un banquete en una plaza pública; en medio de la mesa lucía "un pavo real asado que había conservado todas sus plumas, con la cola abierta en abanico y su cuello de zafiro". Y en su diccionario incluye una receta de pavorreal asado a la crema agria.
"El jardín puebla el triunfo de los pavorreales", dice Rubén Darío en La Sonatina. Por tanto, no deberían comerse. Sacar a uno de ellos del jardín cada día, para que el cocinero los decapite y la princesa pueda degustar un muslo en el almuerzo, o la pechuga, como una forma de curar su fastidio mientras espera a su príncipe azul, sería un acto capaz de dinamitar toda la poesía modernista.
Que si la montaña no va a Mahoma está claro que Mahoma debe tomar medidas contundentes para paliar semejante escándalo es un hallazgo de la sabiduría popular que se ofrece a los niños de todo el mundo sin distinción de raza ni religión. Las cosas son así y ya está.
Lo que ocurre es que esa sabiduría servida a todos no es aprovechada por todos en la misma medida, y hay gente, como por ejemplo Juan Pablo Meneses, que han hecho de ella una especie de premisa universal aplicable a numerosos aspectos de la vida. Entre otros a su profesión, el periodismo. Si la noticia no acude a su Chile natal con suficiente asiduidad y premura cabe la posibilidad de trasladarse allí donde tenga lugar el acontecimiento. Total, si lo hace Mahoma por qué no va a hacerlo él.
Fue así como nació lo que él llama "periodismo portátil", que es para el reportero lo mismo que para el marinero tener una novia en cada puerto, o lo mismo que considerar el mundo entero una redacción en la que cada vez te sientas en la esquina donde te " sorprendió" la noticia.
El paso lógico siguiente era lo que él llama "periodismo cash", y que consiste en invertir una cierta cantidad de dinero para tener el privilegio de asistir en primera fila al desarrollo de la noticia cuyo inicio tú mismo has provocado. Sin ir más lejos, comprar los derechos de un niño futbolista y contar qué pasa cuando tratas de ponerlo en el mercado. Los riesgos inherentes a este estilo de periodismo son infinititos porque también lo es el número de personas sin escrúpulos capaces de poner en marcha cualquier bajeza si consideran que con ello se pueden lucrar. Es la famosa premisa de que el fin justifica los medios y que si se trata de vender nada te impide echar más leña de la debería arder.
Quizá por eso Juan Pablo Meneses entendió que la honestidad era una premisa básica, tanto de cara el lector como para su relación con la pintoresca fauna con la que iba a entrar en contacto, y por eso también deja muy claro desde el primer momento que con su libro no pretende denunciar la existencia de una mafia internacional dedicada al siniestro tráfico de niños, entre otras cosas porque no existe tal mafia.
Lo que si hay son realidades: sin ir más lejos, la existencia sólo en Latinoamérica de diecisiete millones de niños entre 5 y 17 años, para muchos de los cuales el fútbol es casi la única vía de escapar a una vida anodina y de privaciones. Si del otro lado ponemos que el fútbol se ha convertido en una gigantesca maquinaria de mover dinero a escala mundial, y que dicha maquinaria necesita imperiosamente engrasarse cada temporada con una nueva hornada de jóvenes héroes capaces de movilizar a millones y millones de personas, estamos describiendo una perfecta conjunción del hambre con las ganas de comer.
No es sorprendente por lo tanto que el verdadero trasunto del libro no sea la compraventa del supuesto ídolo del futuro sino la progresiva presentación del entramado de intereses que rodea el fútbol, nada más que en aspecto del suministro de futuros valores, pues aquí no se habla de estructuras empresariales (antes llamadas clubs de fútbol), contratos publicitarios y de explotación de imagen, venta de abalorios relacionados con los equipos y sus figuras, retransmisiones televisivas o la celebración de eventos de alcance universal, como puede ser un Campeonato del Mundo. Sólo se habla de qué pasa con unos niños nacidos en una remota aldea y que desde que dan las primeras patadas a un balón tienen muy claro que lo importante no es "salir" de su medio sino "llegar". En ese tráfico está involucrada una fauna fascinante que el lector va descubriendo al mismo tiempo que el autor según va pasando éste de unos países a otros y se va encontrando con realidades sorprendentes, empezando por la preferencia casi generalizada de los chicos de cualquier nacionalidad por acabar en el Barcelona C.F. (y el sonado fichaje de Neymar podría ser un ejemplo elocuente de ese sueño global) o el fabuloso negocio que se ha montado el Barcelona a costa de los miles de niños que controla en numerosos países por medio de acuerdos con entidades deportivas locales o a través de las llamadas escuelas de fútbol. Todo ello con vistas a la compraventa.
Con gran agilidad, y apoyado en su ya reconocida habilidad para un desarrollo ameno de los temas que expone, Juan Pablo Meneses no oculta la parte dolorosa e injusta del tráfico mundial de niños futbolistas, pero tampoco hace sangre de ello y el lector sale ganando porque tiene la oportunidad de conocer un universo repleto de personajes insólitos y del que se sospecha su existencia, pero del que no existen buenos testimonios de primera mano.
Niños futbolistas
Juan Pablo Meneses
Blackie Books
En los años noventa, uno de los libros de lectura obligatoria para los estudiantes de un doctorado de literatura latinoamericana en los Estados Unidos era Foundational Fictions, de Doris Sommer. En ese libro, la catedrática de Harvard proponía que ciertas novelas del siglo XIX narraban alegóricamente ciertos pactos entre clases y grupos étnicos que se proponían como modelos hegemónicos de configuración nacional. Cecilia Valdés y María eran más que novelas; eran ficciones fundadoras de una nación. Sommer no mencionaba a Bolivia, pero era claro que ese lugar lo ocupaba Juan de la Rosa.
Algunos académicos se abocaron a buscar novelas fundacionales de cada país latinoamericano para confirmar las tesis de Sommer. Con el tiempo, sin embargo, no faltaron las críticas a ese modelo de lectura. El crítico peruano Gustavo Faverón fue uno de los más lúcidos en su ataque a la lectura alegórica y en su propuesta de que todas las novelas, incluso la bienquerida María, eran un abánico de contradicciones que, más que proponer, deconstruían cualquier posibilidad de una lectura nacional. Faverón también criticaba la importancia que Sommer le asignaba al género novelístico en la construcción de la narrativa nacional; Sommer no daba ejemplos del Perú porque el centro del canon decimonónico del Perú eran las Tradiciones de Ricardo Palma, narraciones fragmentarias que no constituían una novela.
Recordé todo esto al ver a fines del 2011 la lista de "Quince novelas fundamentales" de Bolivia elaborada por un grupo de especialistas bajo el patrocinio del ministerio de Culturas. Pensando sólo en el género novelístico, era una lista sensata, que no se preocupaba tanto de la idea de una construcción nacional como de la de una propuesta narrativa trascendente. Pese a todo el debate que hubo sobre la incorrección política de Raza de bronce, la novela de Alcides Arguedas seguía entre las "fundamentales" porque, simplemente, nuestra narrativa ha producido pocas obras de ese nivel (no descarto que en los próximos años haya renovados esfuerzos por sacarla del canon). Dentro de esa sensatez se colaban algunos misterios: ¿cuántos habían leído de verdad a Arturo Borda? La última edición de El loco es de hace cuarenta años, así que imaginé a los especialistas revisando bibliotecas con afán, trasnochándose para terminar de leer sus 900 páginas antes de la votación.
Más allá de la sensatez, había algo conservador en esta lista y tenía con ver con la crítica de Faverón a Sommer, con el hecho de que todavía se seguía colocando al género novelístico como responsable de decir algo trascendente sobre la nación. Es cierto que los especialistas se mostraron más flexibles de lo que en principio parece e incluyeron en la lista un texto que no es una novela: las Crónicas de Arzáns. Pero no es menos cierto que ese texto aparecía como una excepción a la regla y que, si se había sido flexible con Arzáns, los encargados del proyecto debían haber desterrado de una buena vez la idea de privilegiar un género y haber hecho una lista de, simplemente, "libros fundamentales". Así, por ejemplo, se podría haber incorporado -o al menos debatido la posibilidad de hacerlo- títulos como Creación de la pedagogía nacional, Pirotecnia y Sangre de mestizos, y se podía haber discutido si Cerco de penumbras no era más central que Aluvión de fuego.
La colección de "Novelas fundamentales" ya está circulando. Hay que leerlas, discutirlas y proponer revisiones, porque un canon siempre está en movimiento, construyéndose y desconstruyéndose a la vez. Mi propuesta para el futuro es la de descartar la idea de "novelas fundamentales" para reemplazarla por la de "ficciones fundamentales". Quién sabe, quizás así también podríamos incluir en esta lista privilegiada a libros de poesía como Castalia bárbara o La noche. ¿No que nuestra poesía es mejor que nuestra narrativa?
(semanario El Desacuerdo, número 1, junio 2013)
Este juicio apodíctico de que nadie puede anunciar el futuro de su propio país, no sé hasta qué punto sea cierto para todos los países, pero sí que lo es para el nuestro. Me fui a un París lluvioso y gris, al congreso organizado por la Sorbona Paris-3 y la Diderot Paris-7 sobre Juan Benet. Nunca se ha celebrado nada semejante en las universidades españolas. No abunda el interés por quien sin duda es el más importante escritor de la posguerra. Está bien, uno de los más importantes.
Casi veinte especialistas franceses, suecos, italianos, rumanos, rusos y naturalmente españoles, se dedicaron durante dos días a comentar al poco accesible escritor, justamente porque siendo oscuro y denso se agradece el escrutinio. El congreso se cerró en el Instituto Cervantes con una sesión de memoranza por parte de amigos suyos, los cuales fueron amonestados por hablar de lo mucho que se bebía en aquellos años. Así estamos de salud.
Tampoco la prensa española ha dado noticia alguna del asunto, aunque el Colegio de Ingenieros le había dedicado, días antes, un homenaje. Bien está. Nada le habría divertido tanto a Juan Benet como constatar que sigue siendo un desconocido en su patria. Es un calificativo que rejuvenece, la eterna promesa.
Y sin embargo, los especialistas que allí se reunieron tenían ese aura especial que adquieren quienes se dedican a un autor o artista con cualidades fuera de lo común o heterodoxas. Lo mismo sucede en los congresos dedicados, qué te diré yo, a E.M. Foster, por ejemplo, en los que todo el mundo parece salido de una película de Ivory. En los de Emily Dickinson, en cambio, suele haber mucho zueco. Y si son de Camilo, brillan los alamares y se escucha el entrechocar de las condecoraciones.
De las numerosas intervenciones me impresionó gratamente la de Alexandra Bazhenova, de la universidad del estado de Moscú (Lomonossov), quizás por el modo en que entramos en su conocimiento. La directora del congreso, la admirable Claude Murcia, nos iba presentando uno a uno a los participantes. De pronto apareció una deslumbrante muchacha ataviada con un hermoso traje regional: larga falda floreada, corpiño de fruncidos, banda cabecera con guirnalda de flores, zapatos de raso verde, posible jarretera a tono. Fascinados por la visión, nos dirigimos a ella respetuosamente y le preguntamos de qué región rusa era su bello traje folklórico. "¡Oh, no, no, de ninguna! Es todo invención mía, ¿no les gusta?". Casi nos tiramos al suelo para manifestar lo muchísimo que nos gustaba. Luego Molina Foix dio con la solución: "Somos unos obtusos, es evidente que este es el traje folklórico de Región".
Para los no iniciados, es preciso aclarar que Región es el lugar mítico de las novelas de Benet. Su Yoknapataupha, su Macondo.
Haciendo honor a tan noble inicio, la rusa ojizarca dio una lección sobre el Vals K, la enigmática pieza para piano (de una tristeza devastadora) que actúa de presencia subterránea en Un Viaje de invierno de Benet, quizás su novela más desolada. La breve composición de Schubert es una leyenda. Posiblemente fue regalo de bodas para su amigo Kupelwieser, cuya familia es la que guardaba bajo llave el manuscrito, hoy desaparecido. El caso es que sólo se conoce gracias a una copia que Richard Strauss transcribió en 1943. De algún modo, el anciano maestro llegó a oír el vals y a guardarlo en la memoria. Por supuesto nadie puede saber cuáles fueron los añadidos y correcciones del austriaco, aunque Alexandra puso de manifiesto lo poco schubertiana que era buena parte de la escritura para el acompañamiento de la mano izquierda.
Una vez terminada la exposición, Alexandra abrió su portátil, reclinó la cabeza sobre una mano y dio a un botón. Las lentas y conmovedoras notas del vals iniciaron la despedida. Me pareció ver a Benet, disimulado entre las últimas filas, dando su aprobación con leves cabezadas, muy suyas.
Artículo publicado en Jot Down.
La sensación que queda después de leer el ambicioso, amplio y desigual estudio de Fernando Báez sobre el expolio de libros, edificios, esculturas y otros objetos culturales en la historia de América Latina es que el impulso destructivo es tan fuerte como el constructivo, que en todas las épocas se saqueó y atacó con saña las obras representativas de ‘el otro’ y que, como una amarga ironía de la historia, los expoliadores se convierten, más tarde o más temprano, también en expoliados.
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El saqueo cultural de América Latina. De la Conquista a la globalización (Debate, 414 páginas) comienza con el ‘identicidio’ de los pueblos originarios de América, el mayor genocidio y plan de destrucción de que se tenga memoria, pero pudo haber empezado antes incluso: los arqueólogos han descubierto que los pueblos indígenas destruían los vestigios del poder y el conocimiento de los grupos precedentes, y esta corriente ‘memoricida’ llegó a extremos como la tradición de cada rey maya de Copán, que destruía ritualmente las estelas e imágenes de su antecesor.
Pero la sistemática destrucción de seres humanos, su cultura, identidad y memoria que desembarcó con Colón en 1492 fue de una amplitud y saña sin igual. En los capítulos más ponderados y bien estructurados de su libro, Báez explica cómo la conquista de América fue llevada a cabo por un par de generaciones de españoles en cuya mente se dio la trágica combinación de codicia, crueldad y el más alto grado de fanatismo religioso de su historia.
Entre la furia destructiva de los frailes e inquisidores, la voracidad por el oro de los adelantados y el sadismo de quienes servían a ambos poderes, antes de que terminara el siglo XVI se calcula que había perecido tres cuartas partes de la población del llamado Nuevo Mundo, y también se habían destruido – por fuego, a martillazos, bajo tierra, en el mar o en la fragua – la mayor parte de los tesoros artísticos y también los escritos, los jeroglíficos, los cuadros narrativos o explicativos y los quipus con los que los miles de pueblos indígenas habían transmitido sus historias y sus conocimientos a lo largo de los siglos.
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Sin embargo, en la narración de Báez esta destrucción del arte y la cultura precolombinos es sólo el comienzo de la historia. El arte colonial que los españoles pusieron en el lugar de los altares indígenas también cayó presa, con el correr de los siglos, del expolio de ladrones y coleccionistas, de la desidia de gobiernos con nulo interés por preservar el pasado, y en algunos casos (como la revolución mexicana de principios del siglo XX), del furor anticlerical.
Y así seguimos: tampoco los objetos de valor y conocimiento que reemplazaron a lo precolombino y lo colonial se salvaron. Ante la miseria y la falta de puesta en valor de lo propio, todo lo que puede ser vendido se vende. Latinoamérica es víctima hoy más que nunca del tráfico de obras de arte de todas las épocas, incluido el contemporáneo. La razón es por lo general la codicia de opulentos coleccionistas conjuntada con la miseria material y espiritual de sus secuaces locales. Pero también perviven las razones de los inquisidores: durante las sangrientas dictaduras del Cono Sur, los mismos que desaparecieron a una generación de intelectuales destruyeron también sus libros ‘sospechosos’ y expoliaron bibliotecas y museos.
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Esta triste colección de historias de la desmemoria necesitaba un recolector, analista y divulgador, y nadie mejor que el venezolano Fernando Báez, actual director de la Biblioteca Nacional de su país. Báez es considerado uno de los mayores expertos mundiales en expolio cultural, luego de su imprescindible Historia universal de la destrucción de libros, traducida ya a 12 idiomas.
En el 2003 fue miembro de la comisión de la UNESCO que documentó la destrucción del patrimonio iraquí, especialmente de la Biblioteca y el Museo Nacional de Bagdad. En La destrucción cultural de Iraq, con prólogo de Noam Chomsky, prueba que las destrucciones y robos de patrimonio no fueron frutos de la desidia e ignorancia de los invasores, sino de un plan bien orquestado.
En esta nueva obra Báez cubre un continente entero y más de 500 años. Y abarca más de lo que puede apretar. Parece como si hubiera querido decir todo lo que tenía atragantado tras años de investigación, y el libro termina siendo una extraña mezcla de historia, alegato político y tratado ideológico.
Pero es un libro imprescindible, y en muchas de sus páginas, ameno y aterrador. Además, es una escalofriante historia de horror ante la que empalidecen esas películas llenas de gritos, ketchup y vísceras de goma.
Por qué el ejército es la institución más valorada por los españoles, los mismos a que al tiempo opinan que si algo debe recortarse drásticamente son los presupuestos de defensa? O, ¿por qué no hay apenas identificación con los temas relacionados con la seguridad interna o externa, asunto que no es percibido como una preocupación? Estos y otros interrogantes se plantearon la semana pasada en el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional, donde se debatió a propósito del número de la revista Claves dedicado a las Fuerzas Armadas, titulado Disuadir y defender. ¿Qué ejército necesita nuestra democracia? Su director, Fernando Savater, se preguntaba si esta apreciación no se deberá al descrédito del resto de instituciones, aunque planteaba como paradoja el profundo desconocimiento de las mismas tanto por parte de quienes expresan tan mayoritaria consideración como de quienes sienten un rechazo epidérmico a los uniformes. Algunos militares con amplia formación, idiomas y una sagrada vocación de servicio público evidenciaban el desprecio de la posmodernidad por lo castrense. Y consideraban poco saludable el alejamiento entre las fuerzas armadas y una sociedad portadora, es cierto, de un aún cercano y masivo “No a la guerra”, pero que, al reconocer el papel de los militares en misiones internacionales, evidencia que el pacifismo español -como se ha ilustrado en diferentes ocasiones- no es antimilitar. Es un hecho notablemente simbólico que hoy, en España, ningún militar se pasee con uniforme por la calle -a diferencia de otros países europeos-. Su invisibilidad debería de ser analizada cuidadosamente cuando su prestigio social resulta tan destacado, mucho más valorados que la monarquía, la Iglesia o los sindicatos. Con la transición se acercaron los lenguajes civiles y militares, y “el ejército pasó de ser la columna vertebral del Estado a su brazo armado”, aseguraba el capitán de fragata Federico Aznar. A lo que el historiador Santos Juliá le respondió que “ni columna vertebral ni brazo armado, sino servidores del Estado, como cualquier funcionario”. Afortunadamente, hoy no hay militares estrella y no se prodigan por los platós de televisión como los políticos e incluso algunos jueces. Tampoco se conocen casos de corrupción entre sus armas, y su sentido de la lealtad incondicional ha deslumbrado a más de un ministro de Defensa progresista. Su transformación, despolitizada, profesionalizada y con mujeres entre sus filas, choca contra la animadversión que producen tanques, cazas y fragatas, parasitaria desconfianza no poco residual. Y es que la herencia de un pasado invertebrado aún aviva un recelo tejido con prejuicio. Probablemente, sólo cuando uno de nuestros soldados muere en una carretera sin asfaltar de un país en guerra alguien se pregunte cuánto cobra por servir a un Estado democrático y estar incluso dispuesto a morir en su defensa. (La Vanguardia)