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Un periódico con tetas

Javier Ricou, periodista de La Vanguardia, me llamó a mitad de agosto cuando el verano aún olía el aceite de coco y los gritos de los niños anunciaban la promesa de una tarde larga. Recogía opiniones para escribir sobre el escote, a propósito del interés suscitado por una columna de Sergi Pàmies donde animaba a resolver un protocolo sobre el canalillo. Desde entonces, no he podido dejar de pensar en el asunto. Primero, por su asombrosa novedad: un periódico con tetas. Sí, periódico de verano, dirán, pero periódico al fin y al cabo. Y no tetas obvias, como las que buenamente intentan equilibrar la presencia de las mujeres en los diarios deportivos, sino tetas sin foto, sólo con narración y opiniones (deslumbrantes u ociosas) acerca de cómo mirar o cómo desear que miren un escote. Ahí está ese señor de Salou, que mientras corre diariamente por el paseo ve desfilar todo tipo de pechos que le alegran la mañana, y “todos los pechos son dignos”, postulaba (una se pregunta cómo serán unos pechos indignos, ¿los planos, los mastectomizados, los secos…?). O la barcelonesa que anima a insinuar en lugar de mostrar, viejas armas de mujer y sobre todo pasto para esos códigos repletos de sandeces que tanto han querido aleccionar el comportamiento de las mujeres: “Nunca lo hagas después de la primera cita, pregúntale por su coche, no lleves minifalda a partir de los cuarenta años ni brillantes antes de los 35…”. Cierto es que a los hombres los instruyen con otro tipo de burradas; la primera, “hazte un hombre” (esperemos que cada vez más en desuso entre los nuevos modelos de familia), pero sólo hace falta revisar la publicidad actual sobre productos de higiene femenina: desde las compresas para la regla, que ahora ya contienen unas cápsulas que se rompen mientras caminas y emanan efluvios de perfume, hasta el eslogan de una marca de desodorante: “Las mujeres fuertes no huelen”. Así es la vida de cruel, empiezas como modelo de salvaslips y terminas anunciando compresas para la incontinencia urinaria. Por ello parece ambicioso el desafío de Pàmies, ya bastan las humillaciones: un anuncio donde se muestre un código de urbanidad para el escote. Un protocolo (¿otro más?) que ponga negro sobre blanco las intenciones que se ocultan al llevar un escote en uve, redondo de cortesana, escuálido, canalillo o palabra de honor, de esos que siempre hay que tirar hacia arriba, y producen tanta compasión ajena. La única espina para dictar dicho protocolo es que la mayoría de las mujeres no saben muy bien cómo quieren ser miradas. Depende del día. Puede que en su imaginario se haya colado alguna caída de ojos de hombre Marlboro, o la intensidad de un filósofo francés, o la perversidad de un simple canalla, o el terciopelo de un encantador de serpientes, pero en realidad suelen cruzarse con hombres normales. Y así sale lo que sale: de reojo, de frente, al culo… o sin miramientos, al DNI.

(La Vanguardia)

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2 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En retaguardia

No es habitual que gobiernos y presidentes salgan a la calle en manifestación y menos todavía que las encabecen, no digamos ya que se dediquen a alentarlas y organizarlas con la profusión de medios y de presupuesto de que suelen disponer, a pesar incluso de los recortes. Lo dijo de forma precisa e inobjetable un editorial de La Vanguardia el pasado miércoles: "La responsabilidad de un Ejecutivo es la de gobernar, es decir, tomar decisiones destinadas al bienestar de los ciudadanos. La asistencia de un gobierno a una manifestación de carácter reivindicativo o de protesta es una anomalía, porque su obligación es gestionar esa reivindicación o resolver las causas de la protesta. Asistir en bloque es como asumir que no se está capacitado para esa resolución".

El primero en incumplir esta regla fue el último anterior presidente de la Generalitat, José Montilla, precisamente en la manifestación fundacional de la actual y compleja crisis catalana, cuando miles de personas desfilaron por el paseo de Gracia el 10 de julio de 2010 para expresar su rechazo a la sentencia del Tribunal Constitucional que anulaba 14 artículos del Estatuto de Cataluña. Aquella manifestación iba encabezada por una pancarta que decía Som una nació, nosaltres decidim. La abundancia de esteladas fue ya significativa. Montilla tuvo que ser rescatado del asedio de un grupo de manifestantes. Y todos los comentaristas concluyeron que el autonomismo había cedido allí el testigo al soberanismo independentista en la centralidad del espacio político catalán y del catalanismo.

Hace tres años podía entenderse la presencia en la manifestación del presidente que intentó salvar el Estatut e incluso evitar que el Constitucional consiguiera pronunciarse a tiempo, es decir, antes de las elecciones, al menos por la cuenta electoral que le traía. Pero a la vista de cómo han evolucionado las cosas, parece claro que fue un error socialista y un error presidencial. Un presidente, representante también del Estado en Cataluña, no debe acudir a una manifestación de protesta contra al menos una parte de lo que es su propia función.

Artur Mas llegó con la lección aprendida. No estuvo el 11-S del 2012, momento culminante y punto de giro para él mismo, su gobierno y su partido, y no estará tampoco en la cadena humana de este próximo 11-S. En la manifestación del pasado año, la del millón y medio de las cifras oficiales, la posición del presidente Mas evolucionó sobre dos ejes definitorios: uno, sobre el contenido de la reivindicación, del pacto fiscal y hacia la independencia; y otro, sobre su eventual participación. El presidente muy rápidamente encontró la piedra filosofal que le permitió estar sin ir, presidir la manifestación sin moverse de su despacho. Mediante un apoyo sin matices y con la deferente recepción en el Palacio de la Generalitat a los líderes de la protesta, salió del 11-S todavía más líder de los manifestantes de lo que lo era el día antes. Del mar de esteladas surgió el Moisés dispuesto a guiar al pueblo hacia la tierra prometida.

Las elecciones del 25N y su resultado tan decepcionante desembocan ahora en otro modelo distinto para 2013. Un presidente no debe encabezar manifestaciones, pero todavía menos puede ir a una cadena en la que no hay quien encabece ni presida. La fórmula tiene la genialidad de expresar el estado de las cosas. La dirección del movimiento no está en la mayoría parlamentaria ni siquiera en los partidos de gobierno. Nadie puede capitalizar personalmente una participación de adscripción nominal, en la que se espera un número de asistentes más acotado pero a la vez con actitudes más militantes e ideológicamente definidas. Si en 2012 era plausible un independentismo de circunstancias, económico o de protesta, quienes participen en esta de 2013 no pueden engañarse sobre el objetivo al que se suman uno a uno nominalmente, que no es la consulta sino la independencia, con consulta o sin ella, legal, alegal o medio pensionista. Las razones para que Artur Mas no vaya este 11S son más sólidas que en el anterior. En un año se ha invertido la ecuación y ya no es un presidente al que sigue la gente sino un presidente que va a remolque de la gente. La foto de Mas encadenado hubiera sido letal para su imagen presidencial.



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2 de septiembre de 2013
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La lección susurrada de un gran cronista: con Sergio Ramírez en la Feria del Libro de Costa Rica

La crónica de Sergio Ramírez se llama Abbott y Costello. Es terrible, es sabia, es inolvidable. Cuenta la historia de un joven inmigrante nicaragüense, Natividad Canda, a quien dos perros rottweiler arrinconan en un taller mecánico de Costa Rica.

Canda había entrado a robar. Los perros lo atacaron a tarascones. Durante dos horas, se acercaron los dos guardias de seguridad, el dueño y siete policías, pero ninguno hizo nada por rescatarlo de sus fauces. Canda murió al llegar al hospital, por la sangre que perdió por las 197 heridas de las fauces caninas. En el juicio por su muerte, los jueces dictaminaron por mayoría que no se podía disparar a las bestias, porque se movían más rápido que las balas.

El hecho sucedió en 2005. Siete años más tarde, Sergio Ramírez estudió todos los documentos del juicio, la investigación policial y la cobertura de los medios, entrevistó a expertos en perros, en leyes y en heridas, viajó al pueblo miserable donde creció Canda con nueve hermanos, entrevistó a su madre y a su hermana. En su texto no hay opinión, no hay un solo adjetivo calificativo, no hay una sola expresión de indignación, ni una sola pregunta a la sociedad donde este hecho fue noticia de sucesos y donde nadie parece haberse enterado del veredicto. Todos los acusados fueron absueltos. Tampoco se sacrificó a los perros. Uno se llamaba Abbott; el otro, Costello.

*       *        *

Sergio Ramírez, el más importante escritor de Centroamérica, había trocado en su juventud una promisoria carrera como novelista por la lucha clandestina contra la dictadura de Somoza. Fue el ministro y la voz de la cultura en el gobierno sandinista, y dignificó el cargo de vicepresidente de Nicaragua de 1984 a 1990. Al terminar su período en la revolución, escribió grandes libros como Margarita está linda la mar (Premio Alfaguara), Castigo divino, Un baile de máscaras, La fugitiva y sus memorias de la lucha, Adiós muchachos. Muchos lo consideran el mejor cuentista en lengua castellana, y vino a la Feria del Libro de Costa Rica a presentar su último libro, el luminoso Flores oscuras. Entre los cuentos de Flores oscuras se erige la crónica Abbott y Costello, una flor extraña con espinas que duelen y un olor a relato clásico.

En la Feria Sergio Ramírez presentó su libro, y sus lectores costarricenses que llenaron la sala entendieron este relato, escrito por un nicaragüense, no como un ataque o un reproche a sus vecinos de Costa Rica, sino como un llamado a recordar y reflexionar juntos. La historia del crimen cometido contra Natividad Canga tiene como contexto un país, Costa Rica, donde desde hace casi un siglo vienen a trabajar cientos de miles de emigrantes de la pobreza del norte. En Centroamérica, la pequeña y humilde Costa Rica es pacífica, funciona, ofrece trabajo y posibilidades de superación. Desde hace un siglo, Nicaragua se levanta un poquito y vuelve a caer, se sume en su pozo, no ofrece futuro a muchos de sus habitantes.

Casi un cuarto de la población de Costa Rica está compuesto por los inmigrantes de Nicaragua, con y sin papales. Y hay mucha xenofobia, insultos, chistes hirientes… incluso una legión de cobardes anónimos usó las redes sociales para hacer chistes cuando salió la noticia del muchacho destrozado por los rottweiler.

*       *        *

En la Feria tuve el gran honor de compartir una mesa redonda con Sergio Ramírez y el importante escritor costarricense Carlos Cortés. Hablamos de la crónica en Centroamérica, de su ilustre pasado, con los relatos de viaje de Rubén Darío y los “testimonios” de escritores de izquierda como el poeta revolucionario Roque Dalton. Hablamos de su presente y su futuro, de cómo la crónica nos puede servir para contar el camino difícil y duro de este istmo. Escribir sobre temas que duelen con prosa bella, nos instruyó el maestro.

Ramírez, con una generosidad a toda prueba, participó en dos mesas más, con jóvenes cronistas, novelistas, creadores de la región. Impactaba ver al gran escritor entrevistarlos, cuestionarlos, alentarlos y empujarlos para adelante.

Estas eran algunas de las actividades que germinaron en el marco de la Feria la eximia cronista y editora Karina Salguero generó un milagroso espacio de charlas, conferencias, seminarios y talleres. Centroamérica está despierta, y escritores de todos sus países vinieron a compartir ideas, historias y sueños.

En ese espacio, el 29 y el 30 de agosto compartí con una treintena de ávidos contadores de historias un seminario de dos días de Periodismo narrativo. Lo cerré con la lectura y discusión de Abbott y Costello. Cuando terminé de leerlo (el final le hace a uno un nudo en la garganta) se hizo un silencio como el que se produce después de una gran interpretación musical.

Lo vengo leyendo y admirando desde hace años, desde antes de llegar a Centroamérica hace más de 20 años. Pero en la Feria del Libro de Costa Rica, Sergio Ramírez se me hizo más grande, más cercano, más necesario que nunca.

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1 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Patrimonio del espíritu, botín de guerra

Abuna di Bishemaya: así suena el inicio del Padre Nuestro en arameo, el supuesto idioma de Jesús. Puede escucharse, cantado por voces bellísimas, en Malula, una pequeña población de 5.000 habitantes, situada a unos 50 kilómetros al norte de Damasco. Malula, al borde de un estrecho desfiladero en un paisaje que insinúa el desierto sirio, es uno de los pocos lugares del mundo en los que se conserva, como lengua viva, el arameo. Sus habitantes, la mayoría cristianos pero también musulmanes, se muestran orgullosos de esta circunstancia y del prestigio de su pueblo en la historia religiosa: allí se conserva el sepulcro de la santa Tecla, mártir de los primeros tiempos, y se dice que el mismísimo san Pablo pasó por allí, no sé si camino de Damasco. El guía que me lo contó, y me enseñó la magnífica iglesia ortodoxa de San Jorge, no lo sabía con exactitud, pero no por eso estaba menos orgulloso de la historia. Era musulmán y se mostraba muy satisfecho por el hecho de que la Navidad y el Viernes Santo, las fechas más señaladas del cristianismo, fueran fiestas nacionales en su país. Lo veía como una muestra de la tolerancia religiosa del pueblo sirio.

En otro viaje por Siria, y por boca de otro guía, se me quiso comunicar la misma sensación, aunque con los protagonistas invertidos. El guía era cristiano y la visita, al mausoleo de un santo musulmán: el gran místico, nacido en Murcia el año 1165, Ibn Arabi. Recuerdo perfectamente la gélida mañana invernal con la nieve cubriendo las callejuelas empinadas que llevaban al mausoleo. El guía me describió el periplo vital y la experiencia espiritual de Ibn Arabi, resaltando en cada momento la confluencia entre componentes religiosos de diversa procedencia. No era un guía oficial, de esos que a menudo llevan el discurso bien aprendido, sino un hombre apasionado, intelectualmente libre, que admiraba la obra creada por Ibn Arabi y era capaz de integrarla a la perfección en la historia de la cultura. También, como el guía de Malula, estaba contento por el grado de tolerancia de sus compatriotas.

Estos días, en los que Siria ocupa el centro de la crónica negra mundial, lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en mis viajes por ese país es la cantidad de hombres apasionados por la cultura recibida. Ahora, al volver la vista atrás, tengo la impresión de que siempre había a mi lado un interlocutor idóneo para explicarme lo que yo no sabía, pero deseaba saber. Un taxista de Alepo, por ejemplo, parecía exquisitamente preparado para hacer el relato sobre la misteriosa evacuación de las ciudades bizantinas al norte de Siria. Cuando le pregunté a un gran traductor del español, ismailita de religión, sobre los hashashin, la secta seguidora del Viejo de la Montaña, también ismailita, que tanto gustaba a Rimbaud -por ser consumidora de hachís y haber dado origen a la palabra asesino-, en lugar de incomodarse, por citarle a unos correligionarios violentos, me lo contó todo acerca de la fortaleza de Alamud y otras fortalezas inexpugnables para los cruzados. Incluso, en el máximo refinamiento de las creencias, me topé con un seguidor del zoroastrismo, religión que yo creía extinguida y que, según mi interlocutor, tenía todavía un puñado de adeptos. Eran unos pocos miles, los suficientes, sin embargo, para dar testimonio de un movimiento espiritual cuyas raíces se remontaban a 25 siglos atrás.

No he visto que nada de todo eso se considere medianamente importante al considerar la situación en Siria, un país que es un volcán político y militar, pero también una filigrana espiritual cuya alteración puede tener terribles consecuencias. En todo este periodo de sangrienta guerra civil la información sobre aquel país ha sido, por lo general, desoladoramente superficial y maniquea. Nadie, por lo visto, se atreve a introducir el punto de vista de la complejidad que, no obstante, sería el único que nos podría ofrecer una real aproximación a la realidad siria. Aunque no haya dudas sobre el carácter dictatorial, y cruel, del régimen de El Asad, sí deberían tenerse dudas profundas sobre el carácter democrático de los denominados rebeldes, un conglomerado que, según se va descubriendo, reúne fuerzas con las ideas completamente contrarias entre sí. Junto a demócratas convencidos los medios de comunicación llaman rebeldes a los que, de tener el poder, no tardarían en fusilar a los demócratas convencidos. Y lo peor es que, al fondo, se tambalea aquel paisaje de tolerancia espiritual que era, y es, el orgullo de tantos sirios. El Asad debería caer, o ser derribado, sí, pero, de imponerse el fundamentalismo de algunas de las facciones en lucha, ¿podemos pensar qué pasará con los cristianos de Malula, con los ismailitas, con los zoroástricos, con los drusos, o, sencillamente con los chíes y suníes? El problema de las intervenciones armadas desde el exterior es que, como se comprobó en Afganistán e Irak, lo complejo es observado como simple, al menos ante la opinión pública, ya de por sí educada, por los medios de comunicación, en la simplicidad. El cirujano se presenta como salvador y, junto al tumor, arrasa todo el organismo.Quizá la quintaesencia de esos interlocutores exquisitos fue un profesor de historia de la Universidad de Damasco, con el que coincidí en un coloquio celebrado en el Museo Nacional y que me acompañó en una visita a sus riquísimas colecciones. A través de sus explicaciones me sumergí en 5.000 años de civilización, hasta el anclaje mesopotámico. No era difícil llegar a la conclusión de que allí, en las piedras milenarias, se encontraba dibujado el origen y el destino de la entera humanidad, a través de sus múltiples creaciones y destrucciones, de su afán de violencia y de belleza. He pensado en él a menudo, en esos días aciagos, porque, si los acontecimientos se precipitan definitivamente, nada va a impedir que el Museo Nacional de Damasco corra, en el inmediato futuro, la misma suerte que su homólogo en Bagdad, devastado y expoliado durante la invasión americana, y cuyas piezas robadas pueden encontrarse fácilmente, al parecer, en los circuitos de los traficantes de antigüedades.

Paradójicamente, en la era de la información absoluta, la opacidad también es absoluta. Debo confesar que, en los últimos dos años, he seguido con mucha atención las noticias procedentes de Siria sin lograr formarme una idea medianamente coherente de lo que ocurre. De manera creciente he tenido la penosa impresión de que, como sucede en todos los asuntos, la información libre está muy mermada, supeditada casi a una propaganda que impide entrar en matices. Cuando, precisamente, es el matiz el que nos introduce en la diversidad de mundos que se oculta tras una noticia. Nunca ha habido tanta libertad para informar y nunca ha habido tan poca transparencia, pese a los esfuerzos de muchos que escriben en canales alternativos.Cada guerra se justifica con nuevos vocablos. En la terminología de los partidarios de la intervención en Siria el vocablo de moda es responsable: una intervención "justa, legal y responsable". Es una cuestión de palabras. Para saber si es justa deberíamos calibrar cuál es el tribunal que dictamina la justicia, y la legalidad internacional, de momento, reside en Naciones Unidas, una institución obsoleta, es cierto, pero la única que obstaculiza algo la imposición de la ley del más fuerte. La intervención "humanitaria", aireada en guerras anteriores, ha sido sustituida por intervención "responsable". Sin embargo, también aquí se hace difícil saber cuál es el demiurgo que otorga la responsabilidad para que un país intervenga en otro. Acabar con la dictadura de El Asad parece muy atractivo, pero ¿y lo otro?

Me disgusta no poder tener una idea nítida de lo que actualmente acontece en Siria. De modo que sigo confiando en las sensaciones que me transmitieron, durante los viajes, mis interlocutores sirios, hombres apasionados con la cultura y orgullosos con la tolerancia. Esperemos, por ellos y por nosotros, que, en medio del torbellino destructor, que ya se ha cobrado 100.000 vidas, el patrimonio del espíritu no se convierta en mero botín de guerra.

 

El País, 01/09/2013 



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1 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los demócratas salvajes

El 26 de diciembre de 1991, el Frente Islámico de Salvación (FIS), un grupo en el que convivían desde islamistas moderados hasta quienes buscaban reinstaurar el califato y la Sharía, obtuvieron el 48% de los votos en la primera vuelta de los comicios celebrados en Argelia. Considerando que se trababa de un resultado inaceptable dados los antecedentes antidemocráticos de los vencedores, el 11 de enero de 1992 el Ejército procedió a anular el proceso electoral y precipitó la renuncia del presidente Chadli Bendjedid. A continuación, los militares decretaron el estado de emergencia, declararon ilegal al FIS y se apresuraron a encarcelar a buena parte de sus miembros.

            A lo largo de los siguientes seis años, una feroz guerra civil se dio paso en el país. Numerosos seguidores del FIS, así como sectores islamistas enemigos de éste como el Grupo Islámico Armado (GIS), organizaron guerrillas que se enfrentaron al ejército y entre sí. Según los reportes más conservadores, el conflicto se cobró unas 100 mil víctimas, incluyendo una amplia lista de masacres perpetradas en numerosas wilayas (provincias); el GIS se hizo responsable de varias de ellas, aunque diversas fuentes señalan la indiferencia de las autoridades frente a los ataques. No sería sino hasta 1997, cuando los líderes del FIS declararon un alto unilateral y el ejército se concentró en derrotar militarmente al GIS, que Argelia entró en una ardua reconciliación.

            Este escabroso periodo de la historia argelina, enmarcado en la época inmediatamente anterior a los ataques del 11-S, con frecuencia ha sido minimizado u olvidado al analizar los últimos acontecimientos ocurridos en esa atribulada región del mundo, de la esperanzadora (y engañosa) Primavera árabe al reciente golpe de Estado en Egipto, pasando por la guerra civil en Siria. Sin embargo, resulta imposible no advertir en el distante episodio argelino una suerte de germen de todos los conflictos que siguen en activo en la zona y frente a los cuales los demócratas del mundo no han sabido cómo reaccionar, o lo han hecho de las maneras más equívocas y contradictorias.

            Los factores que alimentan el drama parecen repetirse. En primer lugar, una serie de autócratas, algunos más afectos a la sangre que otros, sostenidos por Occidente como bastiones contra el comunismo (primero) o el islamismo (después). Luego, una corriente democratizadora, impulsada por los pensadores liberales de esas mismas naciones occidentales, que impulsa a los ciudadanos a rebelarse contra los sátrapas. A continuación, una primera apertura que permite la celebración de elecciones más o menos libres, las cuales sin falta son ganadas por los islamistas que, tras largos años de persecución, son los mejor preparados para ganar una competencia abierta.

A partir de allí, la catástrofe: por más que su victoria sea legítima -y que, por ende, nuestros demócratas liberales se digan obligados a apoyarlos-, éstos apenas tardan en imponer las medidas propias de su agenda teocrática, provocando un amplio descontento entre la población. Pretexto ideal para que los militares, bien subvencionados por Occidente y reacios desde el inicio a cualquier experimento democrático, decidan recuperar el poder que les entregaron a regañadientes. El resultado final: cientos o miles de muertos y unas sociedades que por mucho tiempo no vuelven a sentirse tentadas a repetir el experimento democrático.

Más que invocar de nuevo la obtusa discusión en torno al carácter autoritario de la tradición musulmana, conviene fijar los términos que la cuestión ha suscitado en Occidente. ¿A quiénes han de defender nuestros demócratas, a los islamistas que ganaron legítimamente las elecciones, por más que sus principios sean antidemocráticos, o a los militares que, con el argumento de restaurar la democracia, la cancelan por la fuerza? El problema resulta tan espinoso que tiene el riesgo de morderse la cola: en uno y otro caso nuestros férreos demócratas terminan apoyando a falsos demócratas (en uno y otro caso, sostenidos por sus gobiernos). ¿Se trata entonces de elegir entre el menor de los males? ¿O de enmascarar un ejercicio de realpolitik?

Este dilema, uno de los más ásperos de nuestro tiempo, sobrevuela también sobre la decisión de atacar a Bachar el-Assad en Siria. Nadie duda de que se trata de un feroz dictador -como antes Mubarak y hoy Al-Sisi-, pero su caída podría precipitar un nuevo (y desaconsejable) triunfo de los islamistas en otro país limítrofe con Israel. Según Obama, el uso de armas químicas contra su población vuelve el castigo imprescindible. En cambio, el centenar de víctimas en Egipto ni siquiera ha provocado que Estados Unidos suspenda la venta de armas y aviones a los militares egipcios. Como es obvio, las preguntas anteriores no son fáciles de responder, como le gustaría a numerosos comentaristas liberales, y sólo nos permiten atestiguar cómo la aguerrida agenda de nuestros demócratas salvajes se resquebraja ante nuestros ojos.

 

Originalmente publicado en el diario Reforma, 01.09.13

           

Twitter: @jvolpi



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1 de septiembre de 2013
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