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Javier Vásconez (Quito, 1946) es uno de los narradores latinoamericanos que con mayor agudeza ha sido capaz de contaminar de literatura no sólo a lo real sino, lo que es más decisivo, al lenguaje mismo. Sus relatos son precipitados químicos que desencadenan versiones alternas y secuencias interpuestas de la Ciudad, que se bifurca como si creciera en el lenguaje, rehaciéndose entre rutas contrarias y escenarios fantasmáticos. Esa construcción de un ámbito emotivo ocurre como un escenario de Eschner o de Magritte, donde la “mirada oblicua” desata las formas de un relato tácito.
En un discurso sobre las paradojas de la escritura, ha dicho: “A veces he llegado a pensar que Ecuador no es un país, sino una línea imaginaria cuyo nombre fatídico y abstracto se lo debemos a los geodésicos españoles y franceses del siglo XVIII...Este sentimiento contradictorio y equívoco, con el que los ecuatorianos nos hemos habituado a vivir, curiosamente posee su lado enigmático y luminoso.” Como los mejores escritores de su país, Vásconez ha remontado la pesadumbre geográfica, y es de los que mayor horizonte ha abierto para sus lectores. No es casual, por ello, que la diáspara ecuatoriana, hecha de varias migraciones traspuestas, se encuentre ahora con sus ficciones, donde el Ecuador ocurre como un escenario que se despliega, imaginativamente.
No está solo en esa navegación contra la corriente. Acabo de compilar una amplia antología de cuento ecuatoriano que me ha permitido poner al día mis lecturas de tres grandes narradoras de ese país, Hilda Holst, Liliana Miraglia y Gabriela Alemán; recuperar, además a escritores de aliento y destreza poética, como son Leonardo Valencia y Abdón Ubidia; y, sobre todo, sumar a novísimos narradores, de talento, ironía y gracia. Los relatos de Javier Vásconez son un feliz tránsito hacia las otras orillas que el cuento abre en la geo-grafía. Para los más jóvenes es ya un geo-graffiti.
Este martes 15 se presenta en el Centro de Arte Moderno, en Madrid (Galileo 52) un libro-objeto con el manuscrito de uno de los relatos más celebrados de Vásconez, “Un extraño en el puerto” (publicado por Alfaguara en un tomo que lleva ese título, en México, 1998). Y la ocasión es buena para volver a ese puerto dotado por el escritor a un Quito libre, por fin, de la geografía. En ese bautizo del libro que es un puerto, estará su autor, recién desembarcado.
“Un extraño en el puerto” se despliega en nuestra lectura como una ciudad de los espejismos. Pocas veces la narración depende tanto de su lectura, como si el cuento sólo pudiese existir en la leve suspensión de nuestro asombro. La mirada palpita en este relato como el eje del claroscuro de una escena ritual y vital, donde se decide el sentido de los comienzos sin final posible, de procesos revelados como rutas de acceso del deseo y su ritual convocatorio.
Leyendo este cuento insondable uno abre otras puertas de la ciudad virtual, aquella que se debe a la magia urbana del azar, que ya no es nuestra, ni siquiera del habla que puntualmente la asedia. Las palabras son la materia emotiva de la que está hecha tanto la ciudad como nuestra aventura.
Un cuento que se hace mientras se escribe y se rehace mientras se lo lee, se resuelve, finalmente, como la construcción de una mirada que desde el crepúsculo comprueba que el velo de la melancolía (la distancia acrecentada ente el deseo y lo real) cae sobre la página. Esa sombra prolongada es la tinta del duelo, la herida de una pérdida. El “extraño” es el viajero que desembarca con una carta en la mano para el narrador. Ese personaje anuncia la misión poética de recrear la voz narrativa. Pero al narrador sólo podría salvarlo la perspectiva de una mirada alternativa, más libre que la geografía y más grande que los nombres.Sueño, pesadilla, imaginación, son los actos de un pensamiento sobre el narrador como producto de su relato.
Este “extraño en el puerto" es, al final, el mismo autor, Javier Vásconez, en una de sus voces más arriesgadas al sobresalto estético de lo nuevo. O, para el caso, cualquier lector es el autor de su propio extravío en las voces de una Ciudad sin mapa. Al final, el narrador no es sino el pretexto que tiene una ficción para convertirse en real.
Y todo ello para que un barco atraque en el muelle de una ciudad, Quito, que no tiene puerto. Todo para que lo imposible sea sólo improbable, y en esa brecha vuelva María, recuperada por el deslumbramiento del deseo, aunque perdida para siempre en el sueño de "una espera de algo que nunca iba a llegar."
Pero lo que llega y está aquí para siempre es este relato haciéndose cargo de la rebeldía mayor:rehacer las tiranías de lo real con el desmentido dellenguaje.

No son muchos. Tal vez cientos de miles en un país de millones. Un ínfimo porcentaje de la población en cualquier caso. Pero saben lo que quieren, como si se tratara de una revelación divina -no por casualidad son incapaces de separar la religión de la política-, como si un profeta les hubiese susurrado al oído. Si de algo se enorgullecen, es de sus convicciones monolíticas, de su tesón, de su fe. Amparándose en el mito de los Padres Fundadores, no están dispuestos a ceder o a negociar un ápice. Poseen el predominio de la verdad y, como los fundamentalistas de cualquier parte -los islamistas del entorno árabe y persa, los neofascistas y neoanarquistas del nuestro-, están dispuestos a inmolarse por su causa -o a sacrificar a los demás.
Se llaman de mil maneras y adquieren mil rostros diversos (a veces al aire libre, a veces encapuchados), pero sus consignas son las mismas: jamás retroceder -gritado con iguales dosis de histeria y de orgullo-, nunca dar un paso atrás. Son radicales. Para ellos, la democracia liberal es una engañifa, un ciclorama que oculta un régimen oligárquico, en el que todas las decisiones son tomadas por unos cuantos actores tras bambalinas (aquí no yerran del todo). Adeptos a las teorías de la conspiración y provistos de una alergia visceral hacia cualquier forma de gobierno, sueñan con un mundo desprovisto de leyes -o con las escasas leyes que ellos impondrían.
Dostoievski los describió a la perfección en Los endemoniados, por más que ahora no sean quienes arrojan bombas, al menos en Occidente: irascibles, iluminados, puros. Es posible hallarlos en casi cualquier sitio, aunque en muy pocos casos logran decidir la agenda pública, como ocurre hoy en Estados Unidos. Desde hace años se han agrupado allí en pequeños clubes, sumados en el movimiento denominado Tea Party. Y, aunque son unos cuantos, al día de hoy han sido capaces de capturar -de secuestrar- a todo el país. Inspirados tanto en las ideas libertarias de Ayn Rand, Hayek ( "el Estado es el problema, no la solución") o Friedman ( "las ventajas de la civilización... jamás han provenido de un gobierno centralizado") como en el más pedestre populismo de derechas o en los sermones de los cristianos renacidos (con su lectura literal de la Biblia y su odio a Darwin), se han adueñado del Partido Republicano.
Así, sin que exista una auténtica crisis de deuda pública, han conseguido el cierre de la administración federal sólo por motivos ideológicos. En su rechazo frontal contra el Estado, al que consideran fuente de todos los males y perverso destructor de la iniciativa individual, la reforma sanitaria propuesta por el presidente y validada el Congreso y la Suprema Corte les parece el mayor atentado contra la libertad y, a fin de combatirla, han secuestrado a toda la nación. Lo más lamentable es que John Boehner, el vocero de la Cámara de Representantes, haya aceptado seguirles el juego. Temerosos de ser vistos como blandos y de perder los distritos controlados por el Tea Party, los líderes republicanos se pliegan a sus designios, provocando que Estados Unidos luzca, según el líder de la mayoría demócrata en el senado, como una "república bananera". Ésta es la terrible consecuencia de que, a lo largo de los últimos años, el G.O.P. no haya sabido distanciarse de estos radicales sino que, en contra de toda lógica, haya enarbolado su enardecida retórica, que no ha tardado en convertirse en el discurso oficial del Partido.
En su dogmático frenesí, el Tea Party considera que Obama es su mayor enemigo y no ha dudado en calificarlo de "comunista", de "musulmán", de "dictador", de "terrorista". Los discursos de sus miembros no se ahorran mentiras y exageraciones, repetidas hasta la saciedad por medios conservadores como Fox o comentaristas ultramontanos como Glenn Beck, los cuales apenas se sonrojan al comparar a Obama con Lenin o Stalin. Debido a ello, ahora los republicanos son incapaces de deshacerse de estos agitadores, que los tienen atrapados por el cuello mientras Estados Unidos acelera su descomposición como potencia global.
La enseñanza es clara: nada hace tanto daño a un país como la polarización retórica de su discurso público. En nuestro país aún no padecemos una desmesura equivalente, pero hay que estar alerta para que los excesos verbales no contaminen a sectores más amplios. Porque el peligro se encuentra ya aquí, en algunos medios de comunicación y en las redes sociales. Basta observar cómo los radicales de un lado exigen el exterminio de los maestros de la CNTE o los comparan con parásitos, o cómo los radicales del otro comparan al actual régimen con el de Pinochet o igualan a Peña Nieto con Hitler, para saber que pisamos terreno frágil. Si unos pocos iluminados han conseguido paralizar la administración estadounidense, imaginemos lo que podría ocurrir en México si la histeria retórica de unos y otros llegase a extenderse más entre nuestros desgastados y zozobrantes partidos.
Publicado en Reforma, 06.10.13
Twitter: @jvolpi

Joseph Mitchell fue el más tímido de los reporteros audaces, el más mentiroso de los sinceros, el más enigmático de los transparentes.
Nació hace casi cien años en un pueblito agrícola de Carolina del Norte llamado Fairmont, donde dice que aprendió su sabiduría más preciada: el arte del humor negro, humor de tumba o de cementerio (graveyard humor). Se lo enseñaron las duras, flacas, erguidas mujeres del matriarcado donde creció. Sobre todo su tía Annie, con quien iban en procesión al cementerio para el paseo sabatino. Se paraba frente a cada tumba y le contaba a su familia la historia de los muertos.
A todos los conocía, y los niños la escuchaban en un silencio reverencial. De muchos decía: “Era tan malo que no sé cómo lo aguantaba su familia”. De los demás, resoplaba: “Era tan bueno que no sé cómo aguantaba él a su familia”.
Esta la historia la cuenta, con su característico humor de cementerio, en la introducción a Up in the Old Hotel, lo más parecido a sus obras completas. El libro, una maravilla de 716 páginas, contiene sus cuatro libros que a su vez son una amplia antología de sus sesenta años de carrera en la revista New Yorker.
Armado sólo con su ácido sentido del humor y una capacidad innata para encontrar personajes extraños o entrañables, ganarse su confianza, escucharlos con oído absoluto y escribir sobre ellos con punzante piedad, Mitchell llegó a Nueva York en medio de la gran depresión, trabajó ocho años en algunos de los grandes diarios de la ciudad y encontró su casa por más de seis décadas en New Yorker, donde publicó todos sus grandes perfiles.
* * *
Los personajes, las escenas y los escenarios de Mitchell no tienen ni la apariencia de ser noticiosos. Prácticamente no hay políticos, aventureros audaces, artistas de renombre o escritores famosos. Las escenas no empiezan ni terminan, flotan en el aire, como trozos mal cortados de realidad, como las conversaciones que escuchamos en el autobús, que no tienen forma aparente, que comenzaron antes de que nos subiéramos y que seguirán después de que nos bajemos. Casi no hay drama, tragedia de la que llorar ni comedia de la que reír. Es, como dice Mitchell que aprendió de su tía, humor de cementerio.
Tomemos, por ejemplo, a viejo Flood, un contratista de demoliciones retirado, de 93 años, de ascendencia escocesa-irlandesa, que disfruta comiendo pescado que compra temprano en la mañana en el mercado de pescadores de Fulton, bebe ingentes cantidades de whisky, habla con lenta ironía hasta por los codos, es rabiosamente verdadero y nunca existió. Es un ‘composite’ armado con las historias de decenas de viejos con los que Mitchell pasó horas y horas.
¿Es esto lícito? Sí, si el juego es transparente y los lectores entran en él. En este juego, pocos fueron tan grandes maestros como Joseph Mitchell. Por eso pudo, al final de su larga carrera, entregarnos la fábula más extrema del personaje que no sólo se columpia en el límite entre la realidad y la ficción, sino que juega permanentemente con su propia naturaleza real o ficticia.
El secreto de Joe Mitchell
En 1942, en plena época de su escritura de perfiles reales de personajes de las calles de Nueva York, Mitchell se encuentra con su personaje más entrañable y misterioso. Es un viejo vagabundo barbudo y oloroso a vino barato y agrio de no bañarse. “Joe Gould es un hombrecito esmirriado que adquirió cierta fama en cafeterías, comedores, bares y botaderos del Greenwich Village durante un cuarto de siglo. A veces alardea de que es el último de los bohemios. ‘Todos los demás se fueron por la alcantarilla’, dice. ‘Algunos están en la tumba, otros en el loquero y algunos en el negocio de la publicidad’”.
Así comienza El profesor Gaviota, uno de sus más exitosos perfiles de los cuarenta en el New Yorker. El personaje era un típico descubrimiento de Mitchell y su revista. Un personaje anónimo de la ciudad que todos ven pero en quien muy pocos reparan, y en quien ningún periodista que se precie en los grandes diarios pensaría que merece un perfil periodístico. Pero Joe Gould representa la calle, la erudición sarcástica, el descreimiento radical del Nueva York de mediados de siglo.
Para escribir su perfil, Mitchell lo persiguió por toda la ciudad y alrededores, lo escuchó por horas, le preguntó infructuosamente por hechos y detalles de su vida. Joe Gould le contaba que estaba escribiendo la obra que finalmente le daría la fama que creía merecer: está componiendo la gigantesca Historia Oral del Village. En cientos de cuadernos anotaba historias, anécdotas, datos, citas célebres, descripciones de personajes, momentos y escenas, y con todo eso no le faltaba mucho para terminar de componer el libro que, cuando se publicara, los haría a todos famosos.
El profesor Gaviota es una preciosa miniatura de un personaje menor, contado con arte y gracia. Gusta y atrapa, pero no vuela.
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Pasaron los años, el método de entrevistar de Mitchell se fue haciendo más sinuoso y profundo, su estilo más reflexivo y ensayístico, y cuando vuelve a encontrarse con la historia de Joe Gould, descubre que el hombrecillo era mucho menos de lo que antes pensaban él y sus amigos (no estaba escribiendo ninguna gran Historia Oral que lo sacara de la calle y le diera la fama), pero al mismo tiempo, mucho más de lo que había visto 26 años antes.
Con el viejo Gould ya muerto y enterrado, Joe Mitchell se lanza a contar otra vez su historia. Y esta vez es una historia distinta, más amarga, menos apegada a las mentiras blancas que contaba el mendigo para obtener dinero y cobijo contra el frío y la nieve, pero al mismo tiempo más humana y universal.
En su segundo texto, Mitchell cuenta cómo conoció a Gould en 1932, cómo el pícaro homeless se dio cuenta rápidamente que el periodista bien vestido buscaba personajes para retratar y que si se hacía el interesante y le daba historias que despertaran su apetito, podría pedirle que lo invitara a comer, pedirle préstamos y hasta conseguir que lo convidara a dormir las noches más frías. Con Mitchell y con los poetas y aspirantes a artistas de algún tipo que pululaban por el Village Gould se transformó en una especie de bufón.
Claro, debía ser un bufón a medida de sus patrones, un espejo de lo que ellos querían oír, de lo que esperaban descubrir. En esos tiempos Nueva York se transformaba cada día en el imán de atracción de un ejército de bohemios de todo Estados Unidos y gran parte del mundo, supuestos artistas que querían verse como genios y querían ver la ciudad que los rodeaba como cool y con clase. Una ciudad donde hasta los mendigos recitan aforismos y escriben la Historia Oral de ellos mismos.
El secreto de Joe Gould, como el secreto último de los grandes perfiles, es que los personajes más interesantes son como espejos deformados, donde nos miramos a nosotros mismos y nos entendemos mejor al percibir las deformidades que buscamos para reconocernos. Joe Gould era un farsante, un mentiroso, un vendedor de sí mismo que engañaba a todos con la supuesta escritura de un libro que no existía. ¿Pero cuántos escritores, incluso famosos y exitosos, no tienen algo o mucho de Joe Gould?
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Al final, el Joe Gould que no estaba escribiendo su gran Historia Oral terminó siendo mucho más interesante y revelador que el que parecía que sí estaba abocado a su magna labor.
Y al final Joseph Mitchell se vio absorbido, secuestrado por el espíritu de su personaje. Después de El secreto de Joe Gould no volvió a escribir sus grandes y perfectos perfiles de pequeños personajes anónimos. Por años no escribió ni una línea. Cuando entraban a trabajar a la gran revista semanal, muchos reporteros y editores jóvenes del New Yorker le preguntaban a la secretaria que quién era ese viejo pelado, barrigón y con abrigo de hacía treinta años que pululaba por los pasillos con las manos agarradas detrás de la espalda.
Era el viejo Mitchell, a quien los nuevos directores dejaban pasearse por la redacción como un fantasma, tal vez esperando a que se le acabara la sequía y volviera a teclear, o tal vez soñando con que su inmenso talento se desparramase y entrase por ósmosis en la piel dura y fría de los nuevos periodistas, ambiciosos y soberbios, que estudiaron en las grandes universidades pero que nunca aspiraron como el gran Joseph Mitchell el aroma de la madrugada en el viejo mercado de Fulton, donde los peces agitaban la cola con desesperación en sus resbaladizas canastas de paja.

Por razones de longitud, y porque se salía de mi esquema habitual de trabajo en este blog, les remito a mi bitácora de siempre, Diario de Lecturas, donde he colgado una larga reseña del último e interesante ensayo de César Rendueles, "Sociofobia" (Capitán Swing Libros). Aquí el enlace:
http://vicenteluismora.blogspot.com.es/2013/10/sobre-sociofobia-de-cesar-rendueles.html

No eran emigrantes. Eran fugitivos. No huían solo de la pobreza y de la falta de horizontes vitales. Lo que les hizo correr y salir a toda prisa de sus países es la muerte, por el hambre o por la guerra. No venían del Magreb decepcionado por el fracaso de las revueltas árabes, asolado por el paro juvenil y machacado por el rigorismo islamista. Llegaban directamente de Eritrea y de Somalia, dos Estados fallidos, países en trance de muerte donde ya no es posible seguir viviendo. Doscientos de ellos fueron a naufragar y a morir ahogados en la costa europea más cercana a la pequeña isla italiana de Lampedusa, donde el papa Bergoglio había pronunciado cuatro meses antes sus palabras exactas sobre la ?globalización de la indiferencia?.
Estas desgracias son el pan de cada día en un mundo desgobernado donde funciona la subsidiariedad irresponsable: que cada uno se apañe con sus problemas aunque el origen de los problemas sea responsabilidad de todos. Así se gobierna la globalización, con la indiferencia ante el destino de unas poblaciones dejadas de la mano de Dios. Así hemos abandonado entre unos y otros a países como Eritrea y Somalia, que solo interesan cuando se trata de combatir la piratería y garantizar la seguridad de nuestro tráfico marítimo, nuestros suministros energéticos o nuestra pesca.
El principio de subsidiariedad que rige en las relaciones entre los distintos niveles de Gobierno, desde el más pequeño municipio hasta el de mayor rango, como son las instituciones de la Unión Europea, exige que las decisiones se tomen y se apliquen donde sea más acorde a las necesidades de los ciudadanos. Pero la inversión y la perversión de esas reglas de buen gobierno está induciendo a que cada nivel de Gobierno, suficientemente ocupado en lo suyo, se desentienda o no ponga medios suficientes para resolver las dificultades que tienen los otros niveles. Y así está sucediendo con la inmigración que llega a Europa.
Lampedusa se está convirtiendo en un inmenso cementerio con los centenares de tumbas anónimas que acogen los cuerpos de náufragos ahogados frente a sus costas. ?¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla??, ha clamado Giusi Nicolini, la alcaldesa de la isla, dirigiéndose a las autoridades europeas. ?Venga a contar cadáveres conmigo?, le ha dicho a su primer ministro, Enrico Letta. Al final, Lampedusa se siente sola y desasistida por Italia, y a Italia le pasa lo mismo respecto a la Unión Europea y a los países de la Europa del norte. Los jóvenes en paro, los ancianos desasistidos y los inmigrantes sin papeles son las principales víctimas de esa subsidiariedad irresponsable que rige en nuestro mundo ingobernado, gracias a esa globalización de la indiferencia tan bien descrita por Bergoglio. Y su emblema es la isla de Lampedusa, donde también naufragan los valores europeos.

Salió la shortlist del tercer premio importante de Francia: Prix Femina 2013, que incluye a mejor...

En el 2006 apareció un libro que remeció hasta la última cana larga de María Kodama: Borges, un...

Los míos son derechos individuales, reconocidos y protegidos en la Constitución; los tuyos, colectivos, inexistentes y sin protección alguna. Eso dicen de forma implícita a los catalanoparlantes los seis magistrados del Tribunal Constitucional que han rechazado la obligatoriedad de conocer la lengua catalana para quienes accedan a la función pública en Baleares, donde son oficiales las dos lenguas. Admiten que el conocimiento del catalán sea un mérito, pero en ningún caso una obligación para los funcionarios.
Los derechos individuales del conjunto de los funcionarios españoles que desconocen la lengua catalana, cooficial en tres comunidades autónomas y hablada en una cuarta, quedan así perfectamente preservados. El Constitucional no defiende ni le preocupan, en cambio, los derechos individuales de los ciudadanos catalanoparlantes de Baleares, a pesar de que la Constitución permitiría de forma natural y sin ningún tipo de pie forzado la exacta equiparación entre los derechos lingüísticos de unos y de otros.
Recordemos que en su artículo tercero declara que ?La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección? y que el propio Estatuto de Autonomía de las Baleares dice claramente que ?la lengua catalana, propia de las Illes Balears, tendrá, junto con la castellana, el carácter de idioma oficial?, que ? todos tienen el derecho de conocerla y utilizarla, y nadie podrá ser discriminado por razón del idioma? y que ?las instituciones de las Illes Balears garantizarán el uso normal y oficial de los dos idiomas, tomarán las medidas necesarias para asegurar su conocimiento y crearán las condiciones que permitan llegar a la igualdad plena de las dos lenguas en cuanto a los derechos de los ciudadanos de las Illes Balears?.
Las lenguas no tienen derechos, los tienen los hablantes. Los territorios no hablan, lo hacen las personas. No hay derechos colectivos ni se hallan reconocidos internacionalmente. Las lenguas son para comunicarse y el castellano es la lengua de todos, además de ser la de muchos más, la segunda propiamente global del mundo. Además, la Constitución no impone el deber de conocer las lenguas cooficiales. De todo lo cual se deduce, según el parecer de los magistrados, que, como máximo, el catalán puede ser un mérito, jamás una exigencia. El regocijo con que la derecha española ha acogido esta sentencia no debiera ocultarle la gravedad de la decisión que han tomado los magistrados. El Constitucional nos está diciendo a los catalanoparlantes españoles que no tenemos derecho individual a tener derechos lingüísticos. Tener derecho a tener derechos es el primer y más elemental de los derechos individuales, según fórmula genial de Hannah Arendt. En la comunicación entre un funcionario castellanoparlante y un ciudadano español catalanoparlante, prevalece el derecho individual del primero, aunque reciba su sueldo de los impuestos del segundo: esto es lo que han rubricado los seis magistrados que han apoyado la sentencia.
Dejo para otros la evaluación de sus inmediatas consecuencias políticas, pero me basta señalar que el resultado es de una mayor desprotección de la lengua catalana, que se suma a las políticas disparatadas y anticonstitucionales que están realizando los Gobiernos del PP en Valencia, Baleares y Aragón. Esta línea de sentencias entra en la labor emprendida por el PP de demolición de la Constitución española como regla de juego consensuada y válida para todos. Soberanía también quiere decir protección de los derechos individuales de todos los ciudadanos, incluidos por supuesto quienes tienen el catalán como lengua propia y en ella quieren dirigirse a la administración y que la administración se dirija a ellos. Si sucede en Canadá y en Suiza, nada debiera impedir que también suceda en España. Quien no se siente protegido bajo la soberanía de un Estado se ve obligado a buscar otras protecciones. Nadie debe extrañarse.

A la hora de describir el paisaje después de una batalla (y la que Sudáfrica libró contra sí misma se prolongó durante siglos) el narrador debe adoptar un tratamiento extremadamente cauteloso porque incluso quien elija para representar dicho paisaje una vía moderada, positiva y creadora, detrás de cada hecho que describa seguirá latiendo un mundo de violencia, injusticia, opresión, abuso y, más al fondo aún, de sangre, con el agravante de que los protagonistas no sólo han sobrevivido a la batalla sino que son los encargados de forjar un futuro para ellos y los suyos. Y de ahí la pertinencia de la cita del poeta Keoraptse Kgositsile, que abre el libro: "Aunque el hoy siga siendo un lugar peligroso donde vivir, el cinismo sería un lujo imprudente".
En Mejor hoy que mañana Nadie Gordimer ha elegido hablar de la Sudáfrica ya democrática, centrándose en un periodo que va desde mediados de la década de 1990 a finales de la década siguiente. Su múltiple, comprometido y siempre sutil entrecruzamiento de historias tiene como eje a Steven Reed, hijo de una judía y un cristiano, ambos blancos y de clase acomodada. En pleno apartheid, los conocimientos químicos de Steve le llevaron a ingresar en el CNA con la misión de fabricar bombas. Allí conoció a Jabuille Gramede, en lo sucesivo Jabu, nieta de un respetado líder zulú que en su día se saltó las convenciones al mandarla a Swazilandia para recibir una educación universitaria. Se casaron pese a la ley contra los matrimonios mixtos y llevaron una activa oposición al gobierno racista. Hoy, Steve da clases en la universidad y Jabu ejerce la abogacía. Tienen dos hijos, Sindiswe, una niña superdotada, y Gary Eliot. La familia Reed, más sus parientes, amigos, vecinos, compañeros de trabajo y algunos grupos marginados (como la colonia gay que ha ocupado una iglesia cercana a su casa) proporcionan a Nadine Gordimer material suficiente para tejer un universo complejo, inestable y potencialmente explosivo, regido además por unas leyes que muchas veces no están escritas y por lo tanto son muy difíciles de transmitir al lector. Por ejemplo cuando Steve se declara impotente para transformar los nuevos estamentos universitarios y Jabu piensa."Sólo puedes dar algo por inaccesible cuando estás acostumbrado a tenerlo todo. Cuando has sido blanco". O esta certera descripción de Steve y Jabu: "Pertenecen a un tiempo en que "ella era negra y él blanco" y era lo único que importaba. Ahí radicaba la identidad".
En esta Sudáfrica que gracias a Mandela no se sumió en un baño de sangre tras la caída del apartheid la raza ya no es motivo de una exclusión tan brutal como la de antes, pero no sólo persiste sino que ahora se ha añadido un nuevo factor que Nadie Gordimer expone sin rodeos: "la clase está sustituyendo a la raza como elemento tóxico diferenciador".
Todo el libro está impregnado de un sentimiento de tránsito, provisionalidad y sustitución de unos valores por otros admirablemente resumido en una sola frase: "Ahora todo es después". Nadine Gordimer podría haber elegido el tremendismo y el ajuste de cuentas pero ha preferido una vía moderada que puede valerle cierta incomprensión porque para muchos no son representativos de la Sudáfrica actual los vaivenes de los miembros de unas clases acomodadas que en el peor de los casos se podrían solventar con una emigración de lujo a Australia (compárese su suerte con la de las hordas de desheredados procedentes de los países vecinos y que por cruzar diariamente las fronteras en busca de trabajo han dado origen a un sentimiento entre la población negra local tan impensable unos años atrás como es la xenofobia: negros que excluyen a negros porque "no son de los nuestros"). Pero la autora logra la nada desdeñable hazaña de desentrañar limpiamenter la infinita variedad de contradicciones y cortapisas, aunque también los logros, que caracterizan a un pueblo en plena fase de formación como nación y que todavía tiene demasiado cerca un pasado terrible.
A este respecto es altamente recomendable una lectura en paralelo de J M Coetzee, cuyos libros están actualmente en las librerías. Él habla de una Sudáfrica que se reconoce en la de Nadine Gordimer pero que al mismo tiempo es radicalmente distinta. Al decir de sus críticos la narración de Coetzee queda deslegitimizada porque él fue de los privilegiados que eligieron el exilio dorado para no verse coaccionados por las lógicas limitaciones de una sociedad todavía profundamente perturbada. Dos versiones distintas de un mismo objeto narrativo.
Mejor hoy que mañana
Nadine Gordimer
Traducción de Miguel Temprano
Acantilado
