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El tercer héroe discreto

El Vargas Llosa de sus brillantes inicios resucita siempre en el último de sus libros, como ocurre con El héroe discreto; todas sus marcas de fábrica están patentes, y algunos de sus personajes regresan para ocupar lugares que reclaman en el relato. Le he oído decir en Guadalajara que esos personajes recurrentes, tal es el caso del sargento Lituma, o el don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito, se presentan delante de él cuando va a emprender una nueva escritura, para dejarse ver, como diciéndole: aquí estamos, míranos bien, no nos has aprovechado lo suficiente.
Entre la confusión ética de los tiempos modernos, el novelista acude a casos extraídos del mundo cotidiano, para probar que hay un heroísmo de la conciencia: la resistencia frente al chantaje, o las convenciones sociales. Es lo que ocurre con Felícito Yanaqué, un modesto transportista de Piura, e Ismael Carrera, un empresario de seguros de Lima. El primero resiste la extorsión, floreciente negocio contemporáneo; y el segundo, miembro de la elite social limeña, decide casarse con su empleada doméstica.
Pero hay otro personaje singular en la novela, y es Edilberto Torres. Comienza a presentarse delante de Fonchito, a manera de una aparición, y cuando llegamos a creer que se trata del diablo, lo vemos manifestarse en una iglesia, sin ninguna aprehensión, y entonces puede ser también un ángel guardián, y hasta un espíritu burlón.
Apenas cambiando una letra en su nombre de pila, se convierte en Edelberto Torres, quien de verdad existió, y era nicaragüense, igual que Norwin Sánchez de Conversación en la catedral. Se lo he comentado a Mario en un aparte del tráfago de la Feria del Libro de Guadalajara, y me dice que claro que sí, Edelberto Torres, el gran biógrafo de Rubén Darío, lo recuerda bien, pero que a la hora de ponerle nombre a su personaje no pensó en él. Lo tenías en las profundidades del subconsciente, le digo. Eso puede ser, me responde, el subconsciente es tan vasto y poderoso.
Y entonces le digo que don Edelberto, como lo llamábamos, viene a ser el tercer héroe discreto. Este hombre menudo y moreno, de andar nervioso y grandes suspiros cuando se acordaba de las calamidades de la dictadura de Somoza, eterno exiliado, fue despedido en los años cuarenta del siglo pasado del Ministerio de Educación por sus propuestas revolucionarias en cuanto a la enseñanza, que se fue a aplicar a Guatemala cuando triunfó la revolución democrática de Juan José Arévalo.
Cuando triunfó en Costa Rica la otra revolución democrática de José Figueres en 1948, con el apoyo de la Legión del Caribe, que pretendía derrocar a las numerosas dictaduras de entonces, empezó a fungir como correo de aquella fraternidad caballeresca. Una vez viajaba entre Guatemala y San José en un vuelo sin escalas de la extinta Panamerican, cuando el avión bajó complacientemente en Managua sólo para que sacaran por la fuerza a don Edelberto, que pasó encarcelado más de un año.
Al ser por fin liberado, regresó a Guatemala donde interpuso una demanda contra la Panamerican, y tras años de lucha, sin arredrarse, tal como don Felícito Yanaqué se enfrente a la incógnita banda de la arañita, ganó la indemnización. El dinero se repartió entre los abogados y su causa revolucionaria, porque siguió siendo pobre. Había demostrado, como don Felícito, que no hay que dejarse pisotear.
Tal como Mario bien recuerda, escribió La dramática vida de Rubén Darío, una labor de muchos años en las que consumió sus ahorros, pues él mismo financiaba sus viajes de investigación a España, Argentina, Chile. Trata a Rubén como su propio hijo: se entristece con sus penurias, lo regaña por sus disipaciones alcohólicas, se hincha de orgullo cuando describe la ceremonia de su presentación de credenciales delante del rey Alfonso XIII, entre "testas coronadas".
Este es entonces el tercer héroe discreto que por la puerta del subconsciente entró, con una vocal de su nombre alterada, en el espléndido universo de la novela de Mario Vargas Llosa.
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11 de diciembre de 2013
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Waterstones de Piccadilly

Antes que libros, yo compraba en este elegante edificio de Piccadilly una crema ‘after shave' especialmente balsámica. La loción era cara, pero mi cara, lo más delicado que tengo, me obligaba al dispendio y al ir hasta allí, viviendo yo en la otra punta. Simpsons se llamaban entonces, desde su inauguración en 1936, esos grandes almacenes dedicados en exclusivo al hombre, y tan definitivamente masculinos que mis amigas, gustándoles mucho su estilo racionalista, nunca compraban en la planta 4ª que algo tardíamente se abrió para la mujer. Simpsons era la creación de un modesto empresario textil, Mister Alexander Simpson, que tuvo gran éxito con una marca de pantalones y quiso extenderlo a toda la gama del ‘pret-à-porter' y los complementos, vendiéndolos en la tienda más moderna de la ciudad. Para ello contrató al arquitecto Joseph Emberton, quien levantó una fachada escueta y luminosa, con cada una de sus cinco plantas marcadas por los grandes vidrios de los ventanales, el acero y la piedra de Portland. En sus primeros años, antes de la guerra mundial, el artista Moholy-Nagy, que entonces dirigía la Nueva Bauhaus en Chicago, diseñó muchos de los arreglos de escaparates y las señalizaciones interiores.

        Cuando yo frecuentaba su sección de perfumería, los dependientes vestían aún de "edwardianos", aunque sin llegar al frac que hoy siguen llevando, cien metros más arriba de la calle, los de Fortnum and Mason. Y es que esta acera izquierda de Piccadilly (si la miramos desde la fuente del ‘Eros' que domina la famosa plaza o ‘circus') está jalonada de monumentos del espíritu, la hostelería y el comercio a la antigua usanza: la iglesia de St James´s, obra de Wren y escenario de oficios fúnebres muy señalados, el Simpsons que hoy es Waterstones, la otra gran librería histórica de la ciudad, Hatchards (comprada recientemente por la cadena Waterstones), el citado Fortnum and Mason con su carillón en funcionamiento y el Hotel Ritz.

     Lloré en los primeros años 90, con las mejillas resecas, la venta de Simpsons a un grupo financiero japonés, pero volví a sonreír cuando en 1999 ocupó el local Waterstones. Es tan habitual ver que una librería de tu barrio se convierte en hamburguesería, en local de cabinas de rayos UVA o en una franquicia más de ropa joven, que entrar hoy en esta megatienda del libro ganada a la sastrería tiene algo de resarcimiento por las afrentas que sufre el gremio librero.

    Soy un amante de las librerías abarrotadas, que suelen ser las de viejo, donde los libros acumulan saber y polvo formando torres que el lector curioso ha de sortear, como en el laberinto. Pero también es un gozo sentirse los reyes de un espacio infinito como el de los cinco pisos de Waterstones, que conservan, junto a la majestuosa escalera original de mármol y los apliques del arquitecto Emberton, el espíritu, por no decir efluvio, de su pasado esplendor. Y además de libros también compro allí, como hacía antaño, los complementos de la materia esencial. En este caso, unos cuadernos tamaño diario con sus recias páginas en blanco, sin rayar, que venden en la estupenda papelería de la planta baja. Todo en este edificio proclama, así pues, la vigencia amenazada del inmarchitable papel.

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10 de diciembre de 2013
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Asuntos metafísicos 27. Los objetivos de esta reflexión

La ciencia de nuestra época, a través de una  de sus disciplinas más relevantes obliga a dudar de que ciertas determinaciones que creíamos rasgos esenciales  de la naturaleza lo sean efectivamente.  En razón de ello  fijamos como uno  de los objetivos de esta reflexión metafísica el hurgar de nuevo en el concepto mismo de naturaleza, el cual   vierte aproximadamente el término griego physis y tiene en todo caso ancestro en el mismo. La physis no es un término unívoco en su utilización por los pensadores griegos, pero en todo caso queda fijado en el tratamiento del término por Aristóteles 

Primera etapa es pues sintetizar lo que se nos dice en relación a la physis  en los libros de Aristóteles que hablan del movimiento, las fuerzas, los animales y las plantas, empezando por el conjunto que recibe el título de  Física. Esta etapa ya ha sido abordada parcialmente aunque haya que volver sobre ella casi con continuidad, a fin de recordar en cada momento qué se debate.

Segunda etapa será mostrar que esta determinación aristotélica de la  physis  ha marcado radicalmente  las concepciones posteriores de lo que designamos por naturaleza, regidas todas ellas por la fidelidad a un  conjunto de principios  entrelazados considerados como universales ontológicos y epistemológicos (algunos de ellos sólo reflexionados explícitamente más tarde, pero de los cuales hay  al menos presencia embrionaria en Aristóteles). Aspecto relevante de esta segunda etapa será intentar poner de relieve que las enormes implicaciones  que para la concepción de la naturaleza  supone las sucesivas revoluciones en física no afectan a este núcleo esencial,  perdurando la  común obediencia a los  principios,  sin que la física relativista constituya una excepción.  

Tercera etapa será mostrar que la concepción de la naturaleza que surge de  los postulados cuánticos sí supone una radical inflexión, dado que estos postulados entran en conflicto con una parte de los aludidos principios, empezando por el principio de realismo, sólo recuperable al precio de una importante suelta de lastre, que lo hace irreconocible para un aristotélico, mas también para un defensor de  la ontología y la teoría de conocimiento de un Einstein

Cuarta y última etapa será remontarse a las concepciones  presocráticas de la physis para intentar encontrar en las mismas algún atisbo de una concepción de la naturaleza no regida por el cúmulo de principios rectores. En esta vía de retorno a los presocráticos se da entre otros el precedente ilustre del Erwin Schrödinger del libro  que lleva el título de "La naturaleza y los griegos", aunque la perspectiva del gran físico sea diferente: más que   extraer de los textos presocráticos  aspectos de la visión de la physis  que dificultarían  su categorización en la visión ortodoxa, Schrödinger señalaba más bien  en los mismos  la progresiva formación de la concepción de la naturaleza que llegará  a ser  convencional (al menos en Occidente); concepción marcada, según Schrödinger,  por la doble convicción según la cual 1) la naturaleza es cognoscible y 2) el conocimiento es neutro en relación a la realidad conocida. El hecho sin embargo de que se hable de  formación de esta concepción de la naturaleza significa ya que se apunta a otra que sería de alguna manera primigenia.

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10 de diciembre de 2013
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Enseñar la lengua

A los españoles nos encanta zurrarnos la badana con cualquier excusa, pero últimamente tiene mucho éxito lo de agredirse por cuestiones lingüísticas. Desde los rancios catalanes que aún usan como arma de ataque lo de "la lengua del imperio", hasta los chavistas americanos que proponen eliminar el español de las escuelas para que los niños sólo hablen en indígena, parece como si las inquisiciones lingüísticas hubieran suplantado a las teológicas.

 Todo lo cual no es sino ignorancia de lo que en realidad es el lenguaje y de las diferencias entre el lenguaje, las lenguas y las hablas. Mi generación estudió bastante lingüística (sobre todo la estructural, que es la más aburrida) porque en los años setenta parecía la ciencia del futuro, la que lo explicaría todo, como en la actualidad los divulgadores de la ciencia cognitiva. No lo fue, afortunadamente, pero ahora las lenguas se estudian en los colegios como si fueran animales al borde de la extinción. Pura zoología analfabeta, o sea, política.

No es precisamente la extinción lo que amenaza al español, con sus quinientos millones de hablantes, pero sí la ignorancia. La mayor parte de la población menor de cuarenta años no tiene ni idea de qué clase de objeto, cosa, ente o quimera es la lengua española. Entre otras cosas, ignoran que no es española, sino multinacional, y tan de los bolivianos y chilenos como de los catalanes y vascos.

 Un espléndido remedio a tanta burricie es la muy notable exposición de la Biblioteca Nacional de Madrid que conmemora los trescientos años del Diccionario de Autoridades. O lo que es igual, los tres siglos de la Academia de la Lengua Española. Comisariada por Carmen Iglesias y José Manuel Sánchez Ron, resume en siete capítulos la historia de la cristalización moderna de nuestra lengua.

La labor de la Academia, contra lo que creen los más simplones, no es la de momificar el idioma, sino precisamente la de mantenerlo con vida. Observen a su alrededor y verán que los países con mayor número y calidad de diccionarios son justamente los que mayor potencia lingüística, literaria y política poseen. De hecho, el caso español es similar al de la Gran Bretaña, donde una pequeña sede metropolitana hace de centro geométrico de un universo centrífugo. Los diccionarios de inglés pueden incluir aportaciones australianas, jamaicanas o canadienses, del mismo modo que en el diccionario español figuran palabras argentinas, mejicanas o cubanas.

La historia de la Academia es paralela a la de España. Sufrió las mismas represiones, guerras y enfrentamientos, creció cuando el país se liberaba de los yugos militares y eclesiásticos, decaía cuando sucedía lo contrario, y se ha tecnificado cuando también nosotros hemos introducido cientos de aparatos en nuestra vida común. La Academia es un organismo vivo cuya labor tiene algo de novela de fantasía: un conjunto de sabios (muchos de ellos barbados) que se reúnen en enormes mesas para discutir y dirimir el destino de las palabras. Podría ser una escena de Tolkien.

O también de la Biblia porque, como bien sabemos, en el principio fueron las palabras. Una vez Yahve hubo creado a Adán, lo llevó de paseo por el Edén para que pusiera nombre a cada animal, planta o cosa que le interesara. Aquellas palabras son las causantes de que haya camellos y cocodrilos, arcilla y manzanos, ríos y estrellas fugaces. Luego los entes bautizados fueron tomando muchos otros nombres y también ellos variaron lentamente, pero ya nunca más se separaron de su nombre original, porque fuera del nombre no son nada, un amasijo de vísceras que se mueve durante unos años y luego desaparece.

En realidad, los únicos que en verdad a veces parece que nos separemos de nuestro nombre somos los humanos. Por ejemplo, cuando peleamos por cuestiones lingüísticas. En cuanto la interpretación de la lengua cae en manos de bárbaros y represores, los humanos pierden su nombre y dejan de existir, como sucedió en el Tercer Reich según cuenta el gran Klemperer. Agárrense a las palabras. Son nuestro flotador en el océano de la aniquilación.

Publicado en Jot Down.

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9 de diciembre de 2013
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El fantasma de la teletienda

La noche del insomne es un desierto de realidad. Las horas caen lentas y picudas, igual que el goteo de un grifo mal cerrado. Sin movimiento, en silencio, acaso un crujido de la madera o un soplo de calefacción. Pero mientras el mundo se da por vencido y en su tregua acordada no espera nada ni a nadie, aquellos que no duermen sienten por un momento el control de la vigilia e incluso creen en los fantasmas. Porque en ese desvelo poblado de átomos de soledad pero también de voces amigas -con la ternura que acostumbra a dedicarse uno si no puede dormir y se hace unas hierbas o navega entre druidas y noticias- es cuando los fantasmas se sientan al pie de cama. E incluso ocurre que en esa escena de batín y calcetines, la casa bajo las sábanas, la sordidez de la madrugada adherida en sofá, el fantasma del deseo posee al insomne hasta el punto de hacerle comprar una centrifugadora de fregonas en la teletienda. Antes de continuar, debo de confesar que a veces he contemplado estos llamados infomerciales con la misma curiosidad antropológica con la que veo a los cantamañanas del tarot. Descubrir si quienes llaman son del programa, aguardar los movimientos que delatan la mentira en la faz del vidente, o en los michelines de la señora con faja anticelulítica, es una muestra colosal de cómo la frontera entre convicción y patraña se convierte en un entretenimiento. Los norteamericanos, a esa franja entre la una y las seis de la madrugada, al horario de mínima audiencia, le llaman “cementerio slot”. Pero según recientes informes, parece que no todo el pescado está vendido. Ventajas de precio y target para los anunciantes, una fórmula que utilizan cada vez más grandes marcas como preámbulo para impulsar la venta al por menor… Lejos de arrumbarse su vigencia, la teletienda noctámbula en EE.UU. es un negocio al alza, en que ,según Priceonomics (una web de precios on line) en el 2015 espera alcanzar 250.000 millones de dólares. A priori parecen objetos locos, multiuso pero con una aparente practicidad que le otorgan, a esas horas golfas, un papel redentor. Remedios para pies fríos, para obsesivos de la limpieza, voluntarias de la tonificación, domingueros sobrecargados, perezosos de las abdominales, calvos, con acné… Todos tienen su solución. Cuando creíamos que lo habíamos superado todo, el fantasma de la tele se convierte en un filón. El buen infomercial, asegura un especialista en el tema, Ken Stark, debe componerse de cuatro fases: crear conciencia, por tanto, un marco; crear necesidad (“¿está cansado de ver cómo…?”); crear una urgencia (ahora es más barato); evaluar opciones (se demuestra su eficacia con una prueba extra) y resolver el riesgo final (“le devolvemos su dinero”). Así, espectadores barridos por el día y la noche acaban convencidos de que habían estado toda la vida esperando aquel rallador de zanahoria que también corta el jamón.

(La Vanguardia)

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9 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los enemigos de la Constitución

Hay consenso, aunque parezca mentira. En casi todo hay disenso, menos en un punto minúsculo, pero trascendental, porque puede ser el de partida. Parece que hay acuerdo en que se ha roto el consenso y que nada se podrá hacer si nos conseguimos recuperarlo, por pequeño que sea. Este consenso minúsculo señala una dirección. En vez de seguir peleándonos sobre quién empezó, si fue Aznar o fue Maragall, si es deslealtad de unos o de otros, culpa de Rajoy o de Mas, vamos a empezar a mirar hacia adelante. Crece la idea de que hay que reformar la Constitución, un territorio precisamente nada fácil para el consenso. Los que quisieran recentralizar España, limitar el autogobierno catalán y terminar con la inmersión lingüística seguro que también quieren reformar la Constitución, pero en sentido contrario al consenso. Lo mismo sucede con quienes sitúan la celebración de una consulta de autodeterminación como paso obligado y punto de partida, hasta el punto de que solo quieren dialogar y pactar cómo realizarla. Fijémonos que ambos, quienes quieren recentralizar y quienes quieren irse, tienen algo en común. Ambos utilizan la Constitución en contra del consenso. Pedir la aplicación del artículo 150.2, que permite transferir al Gobierno catalán la competencia para la celebración de una consulta sobre la independencia de la Cataluña, es utilizar la Constitución española como instrumento que conduzca a salirse del amparo de la Constitución española, es decir, a destruirla. Utilizar el artículo 155 para suspender la autonomía catalana es también otra forma de utilizar la Constitución en contra de la Constitución, puesto que el derecho a la autonomía viene reconocido y garantizado nada menos que en el artículo 2, que es el que invoca la unidad de España. Ambas posiciones trabajan en contra del consenso, y aunque se apoyen en la literalidad de dos artículos, el 150.2 para unos y el 155 para otros, son anticonstitucionales, es decir, atentan contra el espíritu de la Constitución, que es precisamente el consenso. Hay quienes se oponen tajantemente a la reforma de la Constitución pero en realidad a lo que se oponen es al consenso. El primer y elemental paso para recuperar el consenso es reconocer que se ha roto. El segundo requiere un acto de mayor trascendencia: recuperar la voluntad de consenso. Para dar ambos pasos es muy bueno fijar previamente la posición propia. Ya lo han hecho algunos, pero no lo ha hecho todavía el Gobierno ni el PP. Después hay que abrirse al consenso, cosa que solo se puede hacer cuando se está dispuesto a escuchar y atender las razones de la otra parte y, al final, a pactar, que significa ceder por parte de todos. El mayor esfuerzo corresponde a quienes quieren que nos quedemos exactamente tal como estamos ahora y a quienes han decidido ya irrevocablemente que quieren irse. Son los partidarios del disenso, no del consenso. Quien quiera diálogo, tenga deseos de pacto o imagine reformas constitucionales debe alejarse rápidamente de estos dos extremos. Tiene razón Sol Gallego en su artículo de ayer en EL PAÍS Domingo: la Constitución no tiene la culpa. La culpa la tiene el disenso, que es precisamente el enemigo de la Constitución. Recuperar hoy el espíritu de la Constitución, es decir, el consenso constitucional, no debiera ser sobre el papel más difícil que en 1978. Pero quizás lo es: no basta con un consenso sobre las libertades, la democracia y una autonomía inicial, sino que hay que entrar en detalles y enmendar errores que no pertenecen a un régimen dictatorial periclitado sino a todos los que han participado en la democracia hasta ahora. El consenso requiere divisiones y capítulos. El primero es de orden fiscal y obliga a que pacten las comunidades que más reciben y las que más aportan, incluyendo además a quienes preferirían quedarse fuera del consenso, que son navarros y vascos. El segundo es lingüístico y exige pacificar y pactar las políticas, la enseñanza y el reconocimiento de la lengua catalana en el conjunto de España y específicamente en las comunidades donde se habla. El tercero es el más político, y conduce al reconocimiento de la personalidad diferenciada de Cataluña dentro de España. Todavía sería posible reforzar el consenso en otros capítulos. Por ejemplo, en infraestructuras. Es evidente que las inversiones en el corredor del Mediterráneo o la transferencia de la gestión del puerto y el aeropuerto de Barcelona harían un bien enorme. También lo haría la recuperación de la vieja idea, de raíz federal alemana, que sitúa organismos e instituciones del Estado en capitales autonómicas: el Constitucional en Barcelona y el Senado en Sevilla, por ejemplo. Todo esto son campanas celestiales, es verdad. O tarea para colosos, tipo Mandela, de los que ya no hay. Más fácil es maquillar la Constitución sin recuperar su espíritu, que es el consenso, cosa que no servirá para nada y nos dejará cabalgando hacia ninguna parte bajo la dirección de los partidarios del disenso anticonstitucional.



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9 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Atisbar el tsunami

Una de mis grandes aficiones consiste en visitar las tiendas de discos compactos en las que se forjó mi memoria musical. No había vuelto a Madrid en dos años, así que no tardé en acudir a la FNAC, la cadena francesa que posee varios almacenes de música, libros y productos electrónicos en Europa. No diré que mi sorpresa fue mayúscula, pues me he resignado a estos íntimos desastres, pero no dejó de consternarme que, de los dos pisos antes dedicados a la música -y en especial a la música de concierto-, ahora sólo quedase un pobre rincón con unas pobres estanterías. Antes, me tocó atestiguar las quiebras de Tower Records y Borders, así como el cierre de numerosas sucursales de Barnes & Noble. Y, en México, el no por anunciado menos triste final de Sala Margolín, la emblemática tienda de música clásica en la Roma.

A mí este panorama no puede sino resultarme desolador. El mundo en el que fui criado -aún recuerdo que, a los 13, ahorré varias semanas para comprar mi primer LP: las oberturas de Verdi dirigidas por Karajan- no existe más. Tras la irrupción de Napster, y la aparición de sitios como Spotify, los discos compactos se han convertido en reliquias, antiguallas que sólo los nostálgicos perseguimos por doquier. Y, al mismo tiempo, sé que no hay remedio. Que hoy la música ya no se almacena ni se adquiere en este tipo de soportes. Que la idea misma de hacer un "disco" se ha vuelto antediluviana. Que hoy los jóvenes sólo descargan música de la red -de manera legal o ilegal. Y que miles de jóvenes jamás han comprado un disco compacto.

Igual que millones de jóvenes jamás han acudido a un quiosco a comprar un periódico (yo mismo hace 2 años que no lo hago). Porque, aunque se nos parta el corazón, a los diarios en papel -igual que a los libros en papel- les aguarda, más tarde de lo que profetizaban los gurús tecnológicos, pero más temprano de lo que creen los adoradores del libro-objeto, el mismo destino de los discos. No hay remedio: vivimos una cesura tan drástica como la experimentada en 1452, cuando Gutenberg puso en peligro la bella tradición de los manuscritos. Todos sabemos que el tsunami está allí, muy cerca de la costa, pero frente a la magnitud del meteoro no sabemos cómo reaccionar.

Es probable que los libros -no así los periódicos- sobrevivan como objetos de culto, y que unos cuantos nostálgicos sigan atesorándolos como los coleccionistas de los siglos xvii o xviii atesoraban pergaminos -cuyo aroma sí resulta embriagador-, pero serán eso: excéntricos como yo con los discos compactos. Vivimos el fin de una era, y por ello nuestras respuestas a la mutación resultan tan pedestres, tan improvisadas. Pero no vivimos una guerra entre la cultura impresa y la cultura visual -en la Red se lee tanto o más que antes, sólo que otras cosas y de otras maneras-, sino una transformación radical de nuestra cultura.

Desoyendo las versiones apocalípticas, los avances tecnológicos permiten que la distribución de contenidos -musicales, literarios, audiovisuales, multimedia- sea mucho más eficiente que la de los soportes físicos. Y sus recursos adicionales los enriquecen: diccionarios y enciclopedias, canales de comunicación entre usuarios, etc. Otra cosa es que sean empleados por las empresas -y los gobiernos- en perjuicio de los ciudadanos. Así como Amazon posee la herramienta más accesible del mercado -nunca fue tan fácil, para tantos, adquirir cualquier libro, película u obra musical-, también sabemos cómo explota a sus trabajadores y barre a la competencia.

Los diarios en papel -lo digo montado en uno de ellos- son maderos a la deriva. Sus propietarios y editores, como los de incontables editoriales, tantean por aquí y por allá, tropiezan y rectifican, a sabiendas de que pronto vendrá otra ola, acaso definitiva, y no habrá más qué sumergirse bajo la corriente digital. Como demuestra el caso Newsweek -hace un año proclamó su cierre en papel, condenándose a la irrelevancia, sólo para anunciar su vuelta en unos meses-, no sabemos cuándo llegará ese instante, sólo que su majestuosa fuerza se vislumbra ya en el horizonte. Mientras eso ocurre, seguiremos con palos de ciego y estrategias de supervivencia más o menos desafortunadas. Pero, en vez de entonar antífonas por el hundimiento del galeote, nos corresponde modelar ese futuro inmediato para que resulte mucho más incluyente y mucho más abierto a la crítica de lo que los dueños de los nuevos medios -y los gobiernos- planean por su cuenta.

 

Publicado en Reforma, 08.12.13

 

Twitter: @jvolpi

 



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8 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Constituciones

Desde que cayó Mubarak, Egipto se ha regido por cuatro textos que llevan el nombre de Constitución. Dentro de poco, puede que antes de fin de año, los egipcios serán llamados a las urnas para que ratifiquen un nuevo texto constitucional, el quinto en vigor en los tres años transcurridos desde que empezó la primavera árabe. La Constitución de 1971 siguió vigente desde el 12 de febrero de 2011, cuando Mubarak cayó, hasta el 30 de marzo del mismo año, día en que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas impuso una Constitución provisional, destinada a celebrar elecciones legislativas y presidenciales y a elaborar una Constitución definitiva. Las legislativas, celebradas entre el 28 de noviembre y el 11 de enero de 2012, y llenas de irregularidades, impugnaciones e incidentes, fueron las elecciones más libres desde la caída de la monarquía en 1952. El islamismo salió ampliamente vencedor, con el partido de la Libertad y la Justicia, brazo político de los Hermanos Musulmanes, en cabeza y el bloque islamista Al Nour en segundo lugar, muy por delante de los partidos laicos. La marcha triunfante culminó con la elección de Mohamed Morsi como presidente, el primero salido del islamismo en la historia de Egipto. Los islamistas fueron así los que inspiraron y redactaron la Constitución que se pretendía definitiva. Entró en vigor el 26 de diciembre de 2012 y fue suspendida de nuevo por los militares el 8 de julio, tras el golpe con el que derrocaron a Morsi, y sustituida de nuevo por unas enmiendas decretadas por el presidente interino que hace las veces de una constitución. Van cuatro, que serán cinco con el nuevo texto constitucional ya redactado, en el que la ley islámica o sharía regresa al lugar acotado que ocupaba en la vieja constitución de Mubarak, quedan prohibidos los partidos de definición religiosa y consagrado el poder de las fuerzas armadas, situadas por encima del poder civil. También hay bellas palabras sobre derechos civiles, prohibición de las torturas y protección de las mujeres de la violencia masculina. Fácilmente será el camino para que, al final, sea el jefe supremo militar, el general Al-Sisi quien se presente a unas presidenciales y se convierta en un émulo de Mubarak tras el paréntesis de Morsi. La revolución de 2011, si acaso se la puede llamar así, no ha conseguido convertir la libertad conquistada con el derrocamiento de Mubarak en la constitución de un régimen de libertades. No es el pueblo quien se da una Constitución, sino los gobiernos sucesivos, bajo vigilancia o directo control militar siempre, los que otorgan al pueblo un texto constitucional. La Constitución egipcia es un instrumento del poder militar que deja fuera de juego a la mitad de la sociedad. Cinco textos en tres años y ninguno con consenso ni con capacidad de crear consenso. Por eso no sirven. 



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7 de diciembre de 2013
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Entrevistas de Margarita Rivière: Pionera inquieta, maestra tranquila

Este próximo miércoles 11 de diciembre, a mediodía, Josep Cuní y yo tenemos el placer y el honor de presentar en el Col·legi de Periodistes de Catalunya (Rambla de Catalunya, 10) la antología de Entrevistas de Margarita Rivière, periodista de risa joven y sabiduría veterana. Es el tercer número de la colección Periodismo Activo que dirijo en la editorial de la Universidad de Barcelona.

*          *          *

A quienes se adentren en las páginas de Entrevistas – Diálogos con la política, la cultura y el poder  les aguarda una fiesta triple: Margarita ha seleccionado personajes fascinantes, sorprendentes; los ha entrevistado con maestría y ha sacado de ellos más que ninguno o casi ninguno de sus colegas; y finalmente, por su mirada amplia al mundo y al papel del periodista, ha sabido crear texto a texto un cuadro profundo de un mundo en constante cambio, y de un mundo social – Catalunya y también España – en momentos clave de su historia.

Estas entrevistas cumplen con lo que para mí son las reglas básicas de una muy buena entrevista: en ellas se habla de algo que pasa o pasó fuera del momento de la charla, pero también son un momento de apertura y descubrimiento en sí mismo. En ellas pasa algo. Aunque sean breves, tienen un arco dramático, vemos a una mente brillante tratando de entender a su entrevistado, o de entender un tema a través de la persona que tienen enfrente. Se leen como pequeñas obras de teatro con dos personajes.

Margarita Rivière comenzó en esto del periodismo a finales de los años sesenta. Ha publicado más de 30 libros, ha introducido en el periodismo español temas antes no considerados dignos, y hoy aceptados y prestigiosos, como la moda, . Y temas antes considerados tabú, como la experiencia de la vejez y las etapas de la vida de las mujeres

¿Quién escribía sobre la experiencia y la sensibilidad de las mujeres mayores antes que ella? ¿Y quién se había atrevido a dedicar un libro a la menstruación, como hizo Margarita con su hija Clara de Cominges en 2001? ¿Y quién tomó con tanta seriedad como ella el tema de la formación de la Unión Europea y la importancia de la entrada de España en la Europa de los ochenta? ¿Y quién escribió con tanta perspicacia y profundidad sobre la dictadura de la fama en el imaginario mediático del nuevo siglo?

Nadie. Margarita Rivière es insustituible, porque muchos de los temas que ahora consideramos lógicos, como si hubieran estado siempre, fueron puestos sobre la mesa del debate periodístico por ella. ¡Y qué suerte tiene este país de que haya sido alguien con la inteligencia, el rigor y la ética de esta pionera humilde.

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En su larga trayectoria, Rivière tuvo dos “picos” fundamentales de relación con la entrevista. Uno fue en los ochenta, cuando como parte del equipo fundador de El Periódico de Catalunya, publicó una entrevista diaria (“libraba” los domingos) durante cuatro años. De allí partió a dirigir la delegación en Catalunya de la agencia EFE, una experiencia de la que suele hablar con gratitud y que le dejó, como las demás, muchas enseñanzas.  Y tras ese trabajo enorme, otro aún mayor: cuatro años más de entrevistas diarias en La Vanguardia en los noventa.

 “La gente con la que hablaba en estas entrevistas (…) me enseñaba muchas cosas: todo un mundo aparece detrás de cada persona y a mí todo me interesaba”, confiesa con placer Margarita. “Pero, con la premura y la presión del trabajo, apenas podía digerir toda aquella riqueza humana, lo cual me estresaba muchísimo. De la primera etapa de mis entrevistas diarias me queda, sobre todo, un retrato bastante preciso de mi generación”.

Leyendo esto terminé de entender el método, la unidad que late detrás de su sucesión de entrevistas con personajes tan distintos como los que aparecen en este libro, y que van desde presidentes y líderes revolucionarios, religiosos y sociales hasta pensadores, novelistas, actores, músicos, jueces y condenados. Es un retrato coral de su época.

Así como Josep Pla trazó en su sucesión de perfiles de catalanes ilustres un mapa de su país, así como Joseph Mitchell recorrió las calles de Nueva York pintando un mapa de los seres anónimos de su ciudad, Margarita Rivière plasmó a lo largo de miles de entrevistas una idea colectiva del tiempo que le tocó vivir.

Y, dado que entre sus entrevistados había gente a la vanguardia de la creación artística y científica y la organización de plataformas y estructuras sociales nuevas, también se adentró en el esbozo del tiempo futuro.   

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Después de leer a Margarita Rivière somos algo más sabios, entendemos mejor el mundo que nos rodea y nos entendemos mejor a nosotros mismos.

Y con las entrevistas, el eje y la cadena de la producción periodística de la autora, vamos asistiendo a una larguísima y fascinante conversación con el mundo. A ella nunca le faltan las preguntas. Muchas veces sentimos que las mejores son las “repreguntas”, las que le surgen a partir de algo que está diciendo el entrevistado. Tenemos la sensación de que por más que escriba o grabe, Margarita está siempre atenta, se adelanta a lo que nosotros quisiéramos preguntar.

Espero que esta antología, que trae al presente momentos importantes del periodismo de este país, le recuerden a sus lectores algunos de sus mejores momentos. Y que atraigan a nuevos ‘rivieristas’ que se acerquen desde otros acentos y otros ámbitos a su estilo directo, respetuoso, preciso de entrevistar.

 Les invito a leer estas entrevistas, que atraviesan más de tres décadas, como si se tratara de una larga conversación. Margarita Rivière habló con decenas de personajes admirables, extraños, queribles o inquietantes. Pero siempre, en el fondo y muy profundamente, está hablando con nosotros, sus lectores.

(Este texto es un resumen de parte de mi Prólogo al libro, una invitación a la fiesta de viajar en el tiempo para leer sus conversaciones con Felipe González, la Pasionaria, Jordi Pujol, Julio Iglesias, Yehudi Menuhin, Elia Kazan, Yoko Ono, Umberto Eco, Manuel Castells, El Lute y tantos otros, que se sorprenden con algunas de sus preguntas y nos sorprenden a nosotros con sus respuestas).  

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6 de diciembre de 2013
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El Boomeran(g)
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