Vicente Molina Foix
Antes que libros, yo compraba en este elegante edificio de Piccadilly una crema ‘after shave’ especialmente balsámica. La loción era cara, pero mi cara, lo más delicado que tengo, me obligaba al dispendio y al ir hasta allí, viviendo yo en la otra punta. Simpsons se llamaban entonces, desde su inauguración en 1936, esos grandes almacenes dedicados en exclusivo al hombre, y tan definitivamente masculinos que mis amigas, gustándoles mucho su estilo racionalista, nunca compraban en la planta 4ª que algo tardíamente se abrió para la mujer. Simpsons era la creación de un modesto empresario textil, Mister Alexander Simpson, que tuvo gran éxito con una marca de pantalones y quiso extenderlo a toda la gama del ‘pret-à-porter’ y los complementos, vendiéndolos en la tienda más moderna de la ciudad. Para ello contrató al arquitecto Joseph Emberton, quien levantó una fachada escueta y luminosa, con cada una de sus cinco plantas marcadas por los grandes vidrios de los ventanales, el acero y la piedra de Portland. En sus primeros años, antes de la guerra mundial, el artista Moholy-Nagy, que entonces dirigía la Nueva Bauhaus en Chicago, diseñó muchos de los arreglos de escaparates y las señalizaciones interiores.
Cuando yo frecuentaba su sección de perfumería, los dependientes vestían aún de "edwardianos", aunque sin llegar al frac que hoy siguen llevando, cien metros más arriba de la calle, los de Fortnum and Mason. Y es que esta acera izquierda de Piccadilly (si la miramos desde la fuente del ‘Eros’ que domina la famosa plaza o ‘circus’) está jalonada de monumentos del espíritu, la hostelería y el comercio a la antigua usanza: la iglesia de St James´s, obra de Wren y escenario de oficios fúnebres muy señalados, el Simpsons que hoy es Waterstones, la otra gran librería histórica de la ciudad, Hatchards (comprada recientemente por la cadena Waterstones), el citado Fortnum and Mason con su carillón en funcionamiento y el Hotel Ritz.
Lloré en los primeros años 90, con las mejillas resecas, la venta de Simpsons a un grupo financiero japonés, pero volví a sonreír cuando en 1999 ocupó el local Waterstones. Es tan habitual ver que una librería de tu barrio se convierte en hamburguesería, en local de cabinas de rayos UVA o en una franquicia más de ropa joven, que entrar hoy en esta megatienda del libro ganada a la sastrería tiene algo de resarcimiento por las afrentas que sufre el gremio librero.
Soy un amante de las librerías abarrotadas, que suelen ser las de viejo, donde los libros acumulan saber y polvo formando torres que el lector curioso ha de sortear, como en el laberinto. Pero también es un gozo sentirse los reyes de un espacio infinito como el de los cinco pisos de Waterstones, que conservan, junto a la majestuosa escalera original de mármol y los apliques del arquitecto Emberton, el espíritu, por no decir efluvio, de su pasado esplendor. Y además de libros también compro allí, como hacía antaño, los complementos de la materia esencial. En este caso, unos cuadernos tamaño diario con sus recias páginas en blanco, sin rayar, que venden en la estupenda papelería de la planta baja. Todo en este edificio proclama, así pues, la vigencia amenazada del inmarchitable papel.