La categoría de “novela gay”, tan de moda en el mundo anglosajón de los 80, lanzó a la...
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La categoría de “novela gay”, tan de moda en el mundo anglosajón de los 80, lanzó a la...
John Kerry quería ser presidente y no lo consiguió. Pero también quería ser lo que esa ahora: secretario de Estado, el cargo más poderoso del país más poderoso después del presidente. Y ya lo es desde hace once meses. Quizás no es el mejor momento para lucir en la escena internacional. Su presidente se halla ensimismado en el desgaste de la política interior. Y su país, cansado por las dos guerras del anterior presidente, intenta desplazar su preocupación estratégica allí donde se juega el futuro, que es en Asia. No importa. Para John Kerry es una oportunidad, y en su caso la última oportunidad. No habrá más. Tiene 70 años y una larguísima carrera política a sus espaldas que, como todos, quiere terminar bien, o muy bien si es posible. Cuenta con títulos para ingresar en el cuadro de honor de los grandes secretarios de Estado que dejaron impronta en la historia, como Kissinger con el fin de la guerra de Vietnam y la apertura a China o James Baker con la victoria en la guerra fría y los acuerdos de Oslo. El más destacado, su experiencia durante casi tres décadas en la Comisión de Exteriores del Senado. Pero lo que más cuenta es el hambre de balón, ambición imprescindible para un político como para un futbolista. En el año que lleva en el cargo ha viajado más que muchos secretarios de Estado durante un entero mandato: la mitad del tiempo, 140 días exactamente, ha estado fuera; ha volado 480.000 kilómetros y visitado 39 países. Oriente Próximo, en la versión ampliada de Bush, que alcanza hasta Afganistán, es lo que ocupa el grueso de su trabajo, con tres mesas de negociación simultánea abiertas o a punto de abrir ?la bomba nuclear iraní, la guerra siria y el conflicto Israel-Palestina? y dos conflictos que debieran estar cerrados pero no lo están: el de Irak que reabsorbe la guerra siria, con el conflicto entre chiitas y sunitas y la reaparición de Al Qaeda; y el acuerdo de seguridad con Afganistán, de donde deben partir los estadounidenses a finales de año. Con tantos frentes abiertos, lo normal es que fracaso y éxito se repartan de forma razonable. Su apuesta es por la paz entre israelíes y palestinos, a la que dedica el grueso de las energías. Diez viajes a la zona. Veinte rondas de conversaciones. Los esfuerzos han empezado dar frutos: medidas de confianza como la liberación de presos palestinos por parte de Israel y renuncia a recurrir a los tribunales internacionales por parte de Palestina; y las habituales medidas de desconfianza para subir la apuesta, como la construcción de nuevos asentamientos o el reavivamiento de exigencias drásticas por las dos partes. Salvo Kerry, nadie más parece creer en el éxito. Si triunfa, salvará la presidencia de Obama e incluso le eclipsará, como ya ha eclipsado a Hillary Clinton. Nada malo le sucederá si no lo consigue. El riesgo no carga sobre su futuro.
Probablemente es la lectura privada de muchos jueces y, en todo caso, influye en la justicia pública de Alemania. Quizá sus expresiones básicas fundamentarán la redacción del nuevo código de leyes burgués. Hitler lo ha anunciado. El libro está en las mesillas de noche de las mujeres alemanas. Juntamente con el gorro de dormir y los irrigadores forma parte de los aparatos más imprescindibles de todo hogar alemán. Es un álbum familiar espiritual. Una biblia aria. El libro de mayor éxito del siglo junto a la “Decadencia” de Spengler. Aún no se ha introducido en las escuelas, pero sólo porque los niños ya lo leen en casa.
Reto para la filosofía. He venido sosteniendo que una filosofía natural que tenga en cuenta los desarrollos de la física de nuestra época se ve abocada a interrogarse muy radicalmente sobre la vigencia universal de ciertos principios que en columnas anteriores han sido enumerados (localidad-contigüidad, individuación, causalidad realismo...) los cuales parecían dar soporte básico a nuestra concepción de la naturaleza y a la esperanza (esencial para la física) de correctas previsiones sobre los fenómenos que en ella se despliegan. Pues bien:
Es necesario enfatizar que esta perplejidad filosófica no deriva de aspectos contingentes de la disciplina, sino de aspectos claves de la misma, por ejemplo de ciertos fundamentos de la
información cuántica que revolucionan el concepto de criptografía, con las enormes implicaciones prácticas que ello tiene en sociedades dónde la información es (para bien o para mal) una variable importantísima
Un índice de la trascendencia filosófica de lo que se dirime es el hecho de que la
sorprendente teoría física (en absoluto marginal o pintoresca) que afirma la existencia de múltiples mundos ortogonales entre sí es ante todo una tentativa de escapar a algunas de las implicaciones que para el concepto de naturaleza tiene la Mecánica Cuántica. Dicho abruptamente: la tesis de que se dan múltiples epifanías de una naturaleza que recuerda a la de siempre (por ejemplo por estar determinada en su comportamiento y devenir por leyes no dependientes de sujeto alguno) puede parecer menos chocante que la de aceptar una naturaleza tal como la interpretación canónica de la Mecánica Cuántica nos la presenta. O aun: para algunos más valen múltiples mundos como el conocido que un solo mundo cuántico. En cualquier caso se trata de asuntos que constituyen un reto esencial para la Filosofía, de ser cierto que "los hombres empiezan y empezaron siempre a filosofar movidos por el estupor".
Un raro estado físico ¿Cómo no va a constituir un desafío filosófico el hecho de que los principios de la mecánica cuántica posibiliten la superposición en una entidad indivisible de dos direcciones opuestas (spin arriba y spin abajo respectivamente de una determinada partícula)? Sea una peonza en movimiento. Es posible que estemos en condiciones de afirmar: hay cincuenta por ciento de probabilidades de llegar a constatar que gira hacia la derecha y cincuenta por ciento de llegar a constatar que se mueve hacia la izquierda, pero siempre que consideremos que esta incertidumbre es el índice de nuestra ignorancia de la cosa. Lo que de ninguna manera permite la concepción clásica de la naturaleza es decir lo que en ocasiones dice la física cuántica en relación a una partícula: el único estado físico que ahora podemos atribuirle es la superposición de movimiento hacia la derecha y movimiento hacia la izquierda. Otra cosa es que a la hora de verificarlo, y por el hecho de hacerlo, la partícula experimente una radical perturbación de este su estado físico, de tal manera que o bien se mueve hacia la derecha o bien lo hace hacia la izquierda, es decir: el estado físico de superposición plantea problemas de compatibilidad con la percepción, ya sea inmediata o sofisticada de los fenómenos.
Si consideramos que el estado físico de superposición es un caso relativamente menos problemático (para la concepción ortodoxa) que otros estados cuánticos (¡y precisamente por ello físicos!) comprendemos que algo de nuestra percepción de la naturaleza empieza
a ser problemático, y ello a la luz precisamente de lo que dice la física... es decir: la disciplina que determinaba mayormente lo que con legitimidad cabe pensar sobre la estructura del orden natural.
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El juez Castro, en su segunda imputación a la infanta Cristina, ha recurrido al argumento moral para ilustrar, en un claro juicio de valores, dos conductas que, al margen de su reprobación, gozan de buen sedimento en las perfumadas alcantarillas de la realidad. De hecho, vienen formado parte del marchamo del triunfador como pasos determinantes para multiplicar ganancias: “mirar hacia otro lado” y actuar por “codicia”. El del juez es un alegato contra el deseo febril por lo excedente, esa avaricia bíblica de la que tanto hay que guardarse porque siempre acabará trayendo problemas. A pesar de que no lo cite explícitamente, el auto dimana un ajuste de cuentas con el sentido de inmunidad, el mismo que, según los fiscales -que no ven indicios de delito-, puede ser utilizado como un argumento de desigualdad e indefensión al tratarse de la infanta Cristina. Curioso asunto el del privilegio frente a la penalización del apellido, en un tiempo en el que media élite española es presunta y sigue repantigándose en los cenadores Michelin. Parece que, entre los 277 folios del auto, en verdad se esté juzgando un substrato mucho más profundo que guarda relación con el modus operandi de un sistema que, a pesar de haberse anunciado a los cuatro vientos que es caduco, sigue mostrando el óxido de una idealizada ejemplaridad con la que manteníamos a salvo la aspiración de un mundo mejor. Porque en una España estragada por las penurias de la crisis y con tres millones de ciudadanos en situación de pobreza extrema, los agasajos y privilegios de cuna o rango continúan al orden del día. En su ensayo David y Goliat. Desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes, el periodista del New Yorker Malcolm Gladwell se refiere a lo que los economistas denominan “la ley de los rendimientos decrecientes” para subrayar la importancia de los límites, sobre todo en la relación paternidad-riqueza: “el pasar del no podemos al no queremos”, porque la segunda se trata de una posición mucho más compleja, en cuya sombra se agazapan una moral y una estética. Por ello, recurre a diferentes dichos populares que, en todas las culturas, ilustran la necesidad de poner fronteras al privilegio a fin de evitar la autodestrucción que anida en él: del anglosajón “de descamisado a descamisado en tres generaciones”, al italiano “de las estrellas a los establos”, o nuestro “quien no lo tiene, lo hace; y quien lo tiene, lo deshace”. La codicia, imputada ahora en las portadas de los periódicos, no podía tener protagonistas más simbólicos para ilustrar esa parábola sobre la agonía de la desmesura. Otro asunto es esa histeria que reclama una humillación real cuando las fantasías codiciosas parecían hasta ahora la forma más apropiada de estar en el mundo. (La Vanguardia)
2013. Tener ideales que es lo mismo que tener cojones, valga la redundancia. En una reunión de conspiradores en San José de Costa Rica se planeaba el ataque al cuartel de San Carlos en el río San Juan en 1977, y entre quienes iban a participar en la acción se hallaba el Chato Medrano, fugado del hospital donde convalecía después que le habían cortado medio intestino grueso, y mientras señalaba con una mano un mapa con la otra se sostenía la bolsa por la que defecaba y así se fue al combate donde lo mataron. Santidad, si es que no tiene otro nombre.
De él me acordé cuando perdimos las elecciones en 1990, aturdido entre la bruma de la rota inesperada, porque cómo iba el pueblo a votar en contra de una revolución popular; y cuando la revolución se fue por el caño de otra derrota peor que fue la derrota ética, me acordé de Panchito Gutiérrez muerto mientras disparaba una ametralladora .50 contra el cuartel de Rivas en 1978 y dejó huérfanos a sus tres hijos, más muertos que recordar sólo que ahora no había remedio.
Cayó el muro de Berlín, la ciudad divida donde yo viví en los setenta y se acabó el fementido socialismo real. Esos noventa cuando mueren los sesenta, los sueños colectivos hechos trizas y el pensar en los demás se convierte en el pensar solamente en uno mismo que es la gran derrota de la aventura humanista, el futuro tan luminoso de los himnos de victoria que pervirtió el egoísmo. He visto a los más valientes de mi generación destruidos por la codicia, guerrilleros heroicos convertidos en millonarios, protagonistas de la más grande de las tragedias éticas de esa historia. Envilecidos por el poder y por la idea de poder para siempre. Pero también he visto a otros que también estuvieron a la cabeza de la revolución y jamás tocaron un centavo ajeno y viven en digna pobreza: esos son los imprescindibles.
Si miro atrás me veo como fui entonces, y me digo que volvería a hacer lo mismo que entonces hice. Nunca podré arrepentirme de haber creído porque sería arrepentirme de haber vivido, ni tampoco cedo a la tentación de corregirme a mí mismo. Pero, ay, no puedo regresar a cobijarme bajo la sombra del lozano árbol dorado de la juventud, y las teorías, tan grises que fueron siempre y ya ni hablemos de las tétricas ideologías mamotréticas, ideologías redentoras que cuando terminan en maquinarias de poder transforman en bagazo los ideales.
Siempre rechazaré el poder malévolo que se disfraza de benefactor para oprimir, esa rueda que da siempre las mismas vueltas y muele las mismas palabras engañosas y numerosas porque la mentira es siempre exuberante. La verdad que no cambia en mi vida sigue siendo un compañero de aula tendido en una losa de la morgue esperando ser lavado por una manguera.
Entré en una revolución, no en la política, qué importante se vuelve a estas alturas la semántica, y lo hice abandonando mi oficio de escritor que luego recuperé cuando ya no hubo más revolución, mi territorio para siempre donde vivo a gusto y el más libre que uno pueda imaginar. Piensas, luego existes; existes, luego imaginas. Pero el viaje por el otro territorio de la revolución me trajo una experiencia de vida inolvidable, y recogí tantas cosas que aún no acabo de vaciar mi equipaje. Me haría falta otra vida para escribirlas y describirlas todas.
No puedo estar más de acuerdo (pueden ver mi balance de fin de año en “Vano Oficio”) con...