Vicente Verdú
La crisis está siendo suficientemente trágica como para añadirle un coturno más. No han sido necesarias máscaras horrendas para representar sus amenazas. La crisis como el gran terremoto es lo que es y sus estragos se representan en toneladas de escombros, en miles de muertos, en hectólitros de sangrienta corrupción. Y, con todo, ¿cómo será el porvenir de este infierno? ¿No tendremos la suerte de que sus llamas quemen el mal y sus destellos creen lucidez?
Una de las mejores sentencias del marxismo fue aquélla que aludía al hecho de haber sido víctimas hasta entonces de la arbitraria marcha de la historia. La proclama de Marx consistía en que por fin el ser humano podría tomar en sus manos el curso histórico para hacer un mundo mejor. Y no cualquier versión de lo mejor sino aquella en la que las diferencias de clases se abolieran, los trabajos tuvieran sentido y las relaciones humanas se antepusieran a la explotación.
¿Vencer? ¿Aplastar? ¿Dominar? Ni en la vida de pareja, ni en la pugna política, ni en la Iglesia del Papa Francisco esta realidad reaparece como un designio feliz. Los países no guerrean, firman pactos comerciales y campeonatos mundiales. Todo vestigio de guerra pertenece a un tiempo en que sólo los yihadistas hallan su anacrónico medio natural.
Esta crisis por venenosa que sea o, justamente por su carácter emético, marca un antes y un después cultural. No se trata ni de leer más libros, ni de ir más al cine o de congestionar los museos. Dalí, uno de los acontecimientos más cursis de los últimos tiempos ha ofrecido a Borja Villel, el director del Reina Sofía, matándose por ofrecer innovación, el máximo rédito del año. Rédito de lo más viejuno.
Un gigantesco fardo de la cultura vigente hoy es equivalente a un hediondo vertedero que ojalá las flamas de la crisis contribuyan a carbonizar. En su lugar, un perfume todavía en producción se ofrece como el aire de un mundo donde el mundo laboral será creativo sin necesidad de los Dalí, será feliz sin píldoras antidepresivas y será amable en una convivencia que olerá a cooperación.
De la política actual no cabe esperar nada. ¿Por qué no prenderle fuego? De la justicia institucional, del sistema educativo, de la sanidad privada, sólo cabe esperar injusticia, ignorancia y más
enfermedad. ¿Por qué no prenderle fuego? Armar una hoguera desde la nada es imposible y desde los residuos apenas se logra una pobre llamarada. Pero la crisis es la chispa del incendio perfecto. Gracias a ella todas las astillas de las fábricas cerradas, todos los sufrimientos de los desahuciados, todas las torturas de los desempleados, forman una pira tan prieta y alta como el deseo de un mundo mejor. Ni hay líderes políticos, ni escritores estrella, ni intelectuales iluminados por un Dios. Pero ni falta que hacen. Todo lo contrario: esta grey son material lloroso o húmedo contraindicado para prender.
La hoguera que habrá de crear una nueva historia cultural, más consciente de que el trabajo sin creación es un martirio o que el amor sin pasión es una cárcel, nacerá del movimiento del pueblo que si hoy parece no saber nada -anonadado- pronto comenzará a distinguir la felicidad de la fecundidad, la recompensa del dinero y la vida de la idea de morirse con resignación.
Esta cultura es el nacimiento de otra cultura y, en consecuencia, hay que darle de mamar. Pero incluso la crisis nos ha enseñado un extenso muestrario de mamones de cuyos abusos hemos aprendido a no darles, en lo sucesivo, una gota de agua más.