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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El yudoca y el canario

Con su voz tersa y oscura, el primero lleva años encandilando al resto del mundo -y a la mitad de sus compatriotas- con sus trinos a favor de la igualdad y en contra de la discriminación o su inspiradora lucha personal; el segundo, en cambio, ha terminado sin falta dibujado como nuestro villano prototípico: agente secreto reconvertido en falso demócrata, atleta exhibicionista y, para colmo, artero perseguidor de sus rivales. Hasta hace poco, la narrativa central de nuestra época no admitía vacilaciones: Barack Obama como el único líder capaz de devolvernos la esperanza y Vladímir Putin como encarnación viva de los tiranos del pasado.

Tal vez los estereotipos no escapen del todo a los hechos pero, si nos obstinamos en asentar el rasgo más relevante de este 2013, quizás no deberíamos fijarnos en el jesuita disfrazado de franciscano o en el adalid de la trasparencia cobijado por quienes más la combaten, sino en el cambio de percepción en torno a los dos hombres más poderosos de nuestro tiempo. Porque, sin duda, este año ha sido uno de los peores en la carrera del presidente estadounidense y uno de los mejores en la del ruso.

            Cuando Obama obtuvo la reelección nos hizo creer que su histórico "sí se puede" al fin podría verificarse; que su lucha a por un sistema de salud universal en Estados Unidos se convertiría en una realidad; que su Premio Nobel de la Paz lo predispondría contra toda tentación bélica y que su retórica en torno a la responsabilidad pública habrían de vencer todos los obstáculos, en especial los representados por la antediluviana oposición del Tea Party, para dar paso a una auténtica transformación de la política global.

A lo largo de los últimos meses, estas ilusiones se han venido abajo: si bien Obama logró defender con las uñas su reforma sanitaria, su puesta en práctica se ha resuelto en un sonoro desastre; sus ataques con drones, realizados con una escandalosa opacidad, han supuesto una cifra incalculable de víctimas civiles; tras años de indiferencia frente a la guerra civil siria, se obstinó en lanzar un ataque contra el régimen de Al-Assad sin el apoyo de Naciones Unidas -como Bush Jr. con Irak-; y, a partir de las revelaciones de Edward Snowden, aparece como el responsable del mayor plan para vigilar a todos los ciudadanos del planeta. (Y, en el caso mexicano, habría que añadir las miles de expulsiones de inmigrantes que ha ordenado.)

En el extremo opuesto, al inicio del año la imagen de Vladímir Putin no podía resultar menos favorable: luego de suprimir violentamente las protestas tras su cuestionada reelección como presidente, cerró aún más los espacios para la disidencia; encarceló sin recelos a sus opositores, entre ellos a las integrantes de Pussy Riot; se negó a liberar al oligarca Mijaíl Jodorkovski pese a que su condena había expirado; y, por si fuera poco, encabezó una sórdida campaña contra los homosexuales. Sin embargo, valiéndose de una astucia ilimitada, durante la segunda mitad de este año articuló una campaña que en buena medida ha logrado revertir su pésima reputación.

Primero, se aprovechó de un desliz de John Kerry, el secretario de Estado norteamericano, y se atrevió a impulsar el diálogo entre el régimen sirio y la comunidad internacional sobre el uso de armas químicas, conjurando la posibilidad de una nueva intervención militar en Oriente Próximo; luego, apoyó enfáticamente las conversaciones de Ginebra entre las potencias occidentales y el gobierno iraní; a continuación, se atrevió a ofrecerle asilo a Snowden -el quebradero de cabeza de Obama- ; y, en un movimiento inesperado, concedió amnistía a varios presos políticos, entre ellos a su odiado Jodorkovski y a las Pussy Riot.

Lo ocurrido este año no significa que el presidente estadounidense se haya convertido en el gran villano de nuestra era o que el ruso, sin jamás acercarse a la condición de héroe -aunque hoy sus méritos para el Nobel de la Paz parezcan superiores a los de su némesis-, haya conseguido lavar su rostro autoritaria para siempre. Pero en esta suerte de nueva guerra fría que libran las dos potencias (frente a la sigilosa mirada de China), Putin ha recuperado un amplio margen de maniobra en el escenario mundial al tiempo que Obama luce paralizado dentro y fuera de su país. Por más que pueda tratarse sólo de una percepción -recordemos que en política la imagen lo es casi todo-, 2014 se abre como un año mucho más favorable para el yudoca que para el canario.

 

Twitter: @jvolpi



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29 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Recuento

Para mí, este fue el año de Joao Guimarães Rosa. Había leído antes Gran sertón: veredas, así que decidí ponerme al día con los libros de cuentos, entre ellos Sagarana y Primeras historias. Sagarana (Adriana Hidalgo) debería estar en nuestra lista de imprescindibles del siglo XX, junto a Ficciones o El llano en llamas. La música de su lenguaje a ratos remite a Joyce, en su capacidad para juntar neologismos con arcaísmos y sacarle brillo a palabras que usamos todos los días sin darnos cuenta de su potencial. Primeras historias muestra a un Guimarães Rosa más condensado pero no menos brillante, profundizando en su proyecto de convertir al sertón en un territorio universal poblado de seres alucinados, grandes en la persecución de sus obsesiones; por esas arbitrariedades de la industria editorial y los caprichos lectores, el libro no tiene ediciones recientes en español. ¿Será que Adriana Hidalgo nos vuelve a salvar?

Otros autores presentes en mis lecturas: Anton Chéjov, gracias al descubrimiento (para el lector en español) de los cuentos y viñetas de sus inicios, en una edición ambiciosa de Paul Viejo para Páginas de Espuma; Shirley Jackson, que tuvo tiempo, pese a su escasa obra -que cuenta con títulos como Siempre hemos vivido en el castillo y La maldición de Hill House--, para dar cabida a una versión del horror gótico que influiría tanto en Joyce Carol Oates como en Stephen King; James Tiptree Jr., que encontró en la ciencia ficción el espacio ideal para narrar, en complejos registros estilísticos, sobre temas tan variados como la ansiedad ante el contagio o el lugar de la mujer en una sociedad dominada por el hombre; Rodrigo Lira, porque su obra abrió vías que recién comienza a transitar de verdad la poesía latinoamericana (lo descubrí gracias a que este año Ediciones UDP publicó su Proyecto de obras completas [1984]); Salvador Benesdra, por El traductor, la novela más relevante sobre el mundo del trabajo en los tiempos del capitalismo salvaje (es decir, sobre nuestro mundo); Paolo Bacigalupi, por los cuentos de La bomba número seis, un inventario de las preocupaciones actuales de la ciencia ficción.

Grandes lecturas de libros publicados este año por primera vez: Los estratos, de Juan Cárdenas (una novela perfecta sobre el fracaso de los sueños de modernización en el continente); The Flamethrowers, de Rachel Kushner (una gran novela política sobre el lugar de las vanguardias en el presente); Leñador, de Mike Wilson (una novela-enciclopedia radical sobre la búsqueda de la trascendencia a través del despojamiento); Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón (este cuentista español parece saber hoy más que nadie que la forma es el fondo); Librerías, de Jorge Carrión (una inteligente crónica-ensayo sobre la historia y el presente de las librerías como "espacios rituales", "topografías eróticas" de la ciudad que nos dan materiales para ver el mundo); Tránsitos, de Alberto Fuguet (un recorrido intenso por una forma muy personal de hacer crítica, en la que importa tanto lo que dice el libro como lo que revela de quien lo lee, con puntos altos en los textos dedicados a Bolaño, Donoso y Gustavo Escanlar); Los muertos indóciles, de Cristina Rivera Garza (un ensayo magistral sobre cómo, entre otras cosas, las tecnologías digitales permiten nuevas formas de escritura, apropiaciones de otros textos, incluso una reconfiguración de la escritura como un espacio no sólo individual sino también comunitario). Mención aparte a Locke and Key, de Joe Hill, con ilustraciones de Gabriel Rodríguez: esta novela gráfica con la historia de los hermanos Locke, recién concluida después de seis años de duración, es uno de los grandes triunfos del horror contemporáneo.

Termino este recuento incompleto con 98 segundos sin sombra, de Giovanna Rivero, que acabo de leer en manuscrito. Escrita con una prosa llena de latigazos chispeantes, la novela narra la educación sentimental de una adolescente en una provincia boliviana en los años ochenta, entre profetas de cultos gnósticos, el avance del narcotráfico, la "ciencia" de divulgación popular de la revista Dudas y las amigas que sueñan con Madonna. Será publicada por Caballo de Troya en marzo, pero es ya uno de mis títulos de este año.          

 

(La Tercera, 28 de diciembre 2013)    

 

 



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28 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Witz el verde

El domingo 10 de agosto de 1535, a la hora de misa, se abolió la misa, y los fieles procedieron al pateo, incendio y destrucción de los cuadros y estatuas por heréticos, malignos y contrarios a la verdadera religión.
 

Del cuadro reproducido arriba, panel de un tríptico del altar mayor de la catedral de Ginebra, los hugonotes rasparon piadosamente a cuchilla las caras de las figuras, por falsas. En cambio, el lago Tiberíades les debió de parecer auténtico. En todo caso, este panel se salvó, aunque las caras que se ven ahora en el museo de arte e historia son resultado de al menos cuatro intervenciones mayores, la primera antes de 1689, luego en 1835, en 1915-1917, y por fin, en 2011-2012. 
 

Esta obra está reputada como la primera pintura de un paisaje natural. Hasta entonces, los artistas sólo había reproducido ciudades y monumentos. Ahí puede contemplarse una vista del lago Lemán en 1444 (el gran surtidor quedaría a la izquierda, tras el último remero).
 

El autor es Konrad Witz (el cuadro está firmado en el marco por “conradus sapientis” traducción latina de su nombre), que era en efecto un chistoso que pintó Ginebra sin Ginebra, puso a la derecha esa torre arruinada que parece nada, pero oculta cuidadosamente la urbe, la muralla y la catedral, y se centró en los verdes, la refracción, la atmósfera, y esas minucias.
 

¿Por qué un paisaje real? Faltaban cuatro siglos para la invención del paisaje como categoría mística. Éste se pintó pensando en quienes lo iban a reconocer, y pone en escena la paz, riqueza y orden del gobierno encargante de la obra. Hay, por ejemplo, unas mujeres que lavan y tienden la ropa en la orilla del lago, cosa sólo posible en una ciudad segura.

Es como esa parte del escudo de Aquiles en la Ilíada, donde se describen las afueras y campos de una ciudad laboriosa y pacífica, una ciudad que sus habitantes reconocerían, y cuyo gobierno les regalaba epopeyas.


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28 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La verdad en marcha

Misión cumplida. Tiene 30 años, pero habla como si lo hubiera hecho todo en la vida. ?Todo lo que quise intentar lo he conseguido?, ha dicho en vísperas de Navidad al Washington Post. ?Yo no quería cambiar la sociedad, sino dar a la sociedad la posibilidad de decidir si quería cambiar ella misma?. No es un profeta, ni un líder religioso. Pero su balance es exacto. En medio año ha conseguido dar un vuelco a las estructuras de poder más secretas y peligrosas del planeta. El espionaje ha empezado a cambiar a toda velocidad tras las filtraciones de Edward Snowden el pasado mes de junio, cuando reveló el alcance y la profundidad del control global de las comunicaciones por parte de la Agencia Nacional de Inteligencia (NSA) de Estados Unidos, institución para la que había trabajado. Ningún obstáculo se oponía hasta ahora a la recolección de miles de millones de datos privados por parte de la agencia especializada. La facilidad venía dada por la extensión de las tecnologías, que convierte a los usuarios en inconscientes agentes informadores de sus propias comunicaciones. Las principales empresas del sector han colaborado en el suministro directo de estos datos a la inteligencia estadounidense. Sobre el papel, solo eran metadatos, datos sobre datos --identidad, duración o lugares desde donde se producen las comunicaciones--, pero en ningún caso los contenidos de las conversaciones o los mensajes, aunque basta con su recolección y procesamiento en cantidades astronómicas para obtener informaciones de gran relevancia. Eso no era suficiente para la NSA. Gracias a la colaboración del Gobierno británico y de Google y Yahoo, los espías de Washington pincharon las redes de fibra óptica de todo el mundo, accediendo así a contenidos de mensajes emitidos y recibidos también por estadounidenses sin someterse a control jurídico ni parlamentario. Las escuchas de mandatarios extranjeros mediante el pinchazo de sus móviles es la anécdota picante que adereza esta siniestra ensalada de espionaje global, con sus correspondientes protestas diplomáticas. Al final, hemos sabido algo que no debíamos ignorar, que también los aliados y amigos se espían y apenas hay reglas de juego en el espionaje. Las que hay satisfacen la distribución del poder en el mundo. El alcance de los documentos sustraídos de la NSA todavía se desconoce, pero el daño sufrido en el prestigio de EE UU y de Obama ya es incalculable. La primera reacción fue tachar de traidor y bellaco al filtrador. Pero la siguiente ha sido la exigencia de límites y de reglas de juego, por parte de las empresas, la justicia e incluso los expertos del Gobierno. La verdad está en marcha y nada la frenará. Lo dijo Snowden cuando todo empezó, emulando al escritor francés Emile Zola. De momento lleva razón y este es sin duda el acontecimiento más trascendente del año que termina. ¡Feliz 2014!



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28 de diciembre de 2013
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Mis óperas del 2013 I: La legendaria Traviata, de Salzburgo llega a Valencia

¿Qué óperas me impresionaron más esta primera mitad de la temporada 2013-2014 en España?

Elegí el primer lugar la llegada de una de las producciones más ‘viajadas’ del siglo: La Traviata versión Willy Decker, que triunfó en Salzburgo en 2006 y después hizo roncha en Nueva York y Amsterdam. De Madrid, me quedo con la exquisita reinvención de Peter Sellars de La Reina India de Henry Purcell, con el maravilloso coro de la ciudad rusa de Perm. Y de Barcelona, un divertidísimo e inteligente estreno: Cendrillon, de Jules Massenet, una cenicienta francesa toda gracia en el canto y elegancia en el vestuario.

Esta es una versión en castellano de mi crítica para la revista Opera News (de la que soy corresponsal en España) de la Traviata valenciana, que culmina la conmemoración de los 200 años del nacimiento de Giuseppe Verdi.

*          *          *

Cuando se presentó en el Festival de Salzburgo en 2006, la nueva puesta de La Traviata fue una sorpresa y un redescubrimiento: parecía que el clásico de Verdi, probablemente la tragedia de amores contrariados más representada de la historia junto con Carmen y Tosca, entró en el siglo XXI. La puesta en escena atemporal, casi abstracta de Willy Decker la deja en los huesos y la devuelve a sus orígenes. En una columna de su Piedra de toque, Mario Vargas Llosa alabó esta visión y confesó su amor (artístico) por la soprano rusa Anna Netrebko, una Violetta memorable.

Al barco dado vuelta del Palau de les Arts de Valencia viajó en noviembre la escenografía despojada de esta obra maestra: una pared gris, curva, acanalada, un enorme reloj de pared, dos sofás multiuso y el corto vestido rojo de la protagonista.

Con esos pocos elementos, muchos anticuados recursos del argumento cobran una vida y un sentido de los que carecen la mayoría de las miles de Traviatas que se representan sin parar por el mundo.

Mi momento favorito viene con la música de Carnaval que interrumpe el lamento de una Violetta consumida, a punto de morir pobre en un apartamento, acompañada solo por su fiel criada y el compasivo doctor Grenvil. En vez de escucharse por la ventana, los festejantes carnavaleros irrumpen en la habitación y de entre ellos emerge su nueva Violetta, una chica fresca y bella, cubierta con el mismo vestidito rojo. La chica se detiene frente a la cortesana caída en desgracia y contempla por un segundo su propio futuro. Los muchachos alegres la montan en el reloj, que hace ahora de bandeja,  y le la llevan.

Cuando ya se han ido, cuando vuelve la melodía triste de la ‘extraviada’, nos percatamos que hemos asistido a un instante de genio teatral: en una escena Decker hace avanzar la historia hacia su futuro lógico y al mismo tiempo, saca de la habitación el reloj que había acompañado a Violetta desde el principio. Su tiempo se ha acabado.  

*          *          *

Dos extraordinarios artistas brillaron en estas funciones, que abrieron la escueta temporada valenciana. Uno es un viejo conocido del teatro sobre el lecho del río Turia. Zubin Mehta, el legendario director indio,  que llevó a esta orquesta a la cúspide de la interpretación de ópera con su tetralogía wagneriana El anillo del nibelungo en 2006, comenzó esta temporada con una Traviata vibrante, rápida y precisa: los colores y ritmos de la orquesta siempre se notaban pero nunca se imponían a la acción. Pocos directores saben acompañar a los cantantes como el viejo Mehta.  

En el escenario se lució una Violetta emotiva, memorable: la joven soprano búlgara Sonya Yoncheva, poseedora de una belleza misteriosa, como de otra época y una voz maleable y cristalina, se calzó el vestido rojo con el valor y la pasión de las grandes. En esta versión, Violetta pelea con garra el gran reloj, su próximo fin, desde las primeras notas del preludio. Pero también sentimos y sabemos que desde el mismo comienzo ya se sabe derrotada. Todos sus movimientos y su impecable línea de canto transmitían arte y verdad.  

*          *          *

Los amantes de la opera que viajamos a Valencia para ver esta tragedia no tuvimos tanta suerte con nuestro Alfredo. Ivan Magrì nos hizo retroceder 50 o 60 años en el tiempo, a una época de tenores que se plantaban entre cartones pintados y lanzaban su ‘do de pecho’ abriendo los brazos. En esta maquinaria perfecta de ‘teatro de autor’, el pobre Magrì no era siquiera capaz de mostrar sorpresa al ver a su padre en la casa que compartía con su amante Violetta. Ni que hablar de transmitir alguna emoción. A juego con sus dotes actorales, la voz, bien timbrada, fuerte y entonada, jamás se metió en el personaje.

En el momento más dramático de la obra, Magrì se abrazó patéticamente a las rodillas de la Yoncheva. Ella entonaba su hermosa, dramática súplica: “Amami, Alfredo!”. Su personaje ya había decidido sacrificarse y morir en vida por no verlo más. Entonces pude ver claramente desde la fila 18 que su vista estaba fija en él, en su verdadera pareja artística: el viejo maestro Mehta le correspondía con el mismo amor, batuta en mano.

Por lo demás, el joven barítono italiano Simone Piazzola puso un tono firme y aterciopelado en las arias del padre sufriente Giorgio Germont, y los jóvenes intérpretes del Centro de Perfeccionamiento Artístico Plácido Domingo de Valencia desempeñaron los papeles pequeños con refinamiento y voces prometedoras. Esta nueva generación (tanto hombres como mujeres) se ve muy bien enfundados en los trajes y corbatas negros de esta puesta sobria de Willy Decker.

Por último, me impresionó mucho el veterano bajo Luigi Roni, importado de La Scala de Milán, donde como secundario de lujo lleva ya 564 funciones.

En esta Traviata, su personaje, el doctor Grenvil no aparece en el último acto para certificar el estado fatal de Violetta. Aparece desde el comienzo y es una presencia y una mirada constante, de reproche y amenaza, vinculada al tema del reloj y el tiempo que se acaba. En el paso sinuoso y grave de Roni, en su melena de nieve, percibí desde el primer compás que me habían metido en una Traviata como ninguna otra.  

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26 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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NW London

En el 2000 Zadie Smith publicó Dientes blancos, una novela ambientada en el barrio de Willesden, en el Noroeste de Londres, y que pasa por ser uno de los crisoles multiculturales y multirraciales más complejos del mundo. Dientes blancos no era enteramente autobiográfica pero resultaba evidente que Zadie Smith había utilizado como material narrativo una gran parte de su propia , o muy próxima, experiencia personal.

En 2012, tres novelas y varios libros de ensayos literarios más tarde, Zadie Smith volvía con NW London a su Willesden natal. La experiencia ha demostrado en numerosas ocasiones que regresos al origen como este ocultan una cierta pérdida de creatividad e inventiva. Al fin y al cabo es más sencillo evocar la experiencia propia que fabular otras vidas y otros mundos totalmente ajenos al propio.

Pero en el caso de Zadie Smith, nada más lejos de la realidad que la sospecha de una  pérdida de creatividad e inventiva narrativa. Es más. NW London supone un salto adelante estilístico y creativo tan gigantesco que a la propia Zadie Smith le va a costar años terminar de asimilar lo que ha hecho. Pero que nadie se llame a engaño. Se trata de una novela compleja y difícil, aparte de ser una obra polifónica: hay cuatro voces solistas que encauzan la narración en otros tantos momentos vitales (no necesariamente correlativos u ordenados temporalmente, aunque por algo digo que no es de lectura cómoda). Y también hay una infinita variedad de instrumentos de acompañamiento con sus respectivas voces, cadencias y melodías, y a nadie se le oculta que es prácticamente imposible armonizar y dar una suave unidad orquestal a semejante guirigay de sonidos.  A ratos chirría, pero también es cierto que cuando se recupera la melodía es gloria pura.

La primera sección está encomendada a Leah, la única blanca envidiada además por sus compañeras contrincantes afrocaribeñas por haber pillado a un guapo peluquero de origen italocaribeño. Cosas de los willesdeanos. Esta primera sección titulada “visitación” tiene reminiscencias joyceanas claramente identificables pese a la barrera de la traducción (que por cierto ha tenido que ser una pesadilla brillantemente resulta por su autor, Javier Calvo), con sus monólogos interiores (“stream-of-consciousness”) y ese inconfundible “reverberar” de la calle en forma de retazos de conversaciones al vuelo, afirmaciones no atribuibles a nadie, descripciones sin punto de fuga…no me cabe la menor duda de que si Joyce tuviera que contar hoy sus percepciones callejeras dublinesas no lo haría de forma muy diferente a como lo hace Zadie Smith.

En la  segunda sección, “invitado”,  la narración, la sensibilidad y  el desarrollo  del acontecer están encomendados a Felix Cooper, también hijo de los gigantescos y destartalados bloques de apartamentos municipales donde han nacido y crecido los demás personajes y que van a tener una destacada presencia en la peripecia de este joven que después de haber sufrido lo peor del aprendizaje en la calle parece estar superando la etapa de drogodependencia para crearse una vida normal. Pero un detalle: en una de sus últimas intervenciones en la sección anterior, Leah ha escuchado en televisión que el espíritu del carnaval que está teniendo lugar esos días (se trata del celebérrimo carnaval jamaicano de Londres) ha quedado desvirtuado por la muerte de un joven llamado Félix a manos de dos navajeros de callejón. Es decir: a partir del momento en que el lector ha sido informado de que el protagonista de “invitado” va a morir en cualquier momento de forma inicua y sin sentido, todos sus gestos y movimientos, los sufrimientos del pasado, la actual lucha por salirse de la droga o  su negra ausencia de futuro cobran una significación muy especial y este recurso narrativo tan sencillo permite a Zadie Smith contar una historia perfectamente vulgar y cotidiana  que cobra sin grandilocuencias ni grandes pretensiones  una conmovedora dimensión trágica.

Y otro tanto cabría decirse de las dos secciones que restan, dedicadas a Natalie y, en menor medida, a Nathan. El relato sigue  siendo el mismo (Natalie es la amiga íntima de Leah, se han criado juntas en los bloques municipales, y aunque luego han tomado trayectorias distintas, siguen siendo el punto de referencia una de otra) pero la narración no tiene nada que ver, pues ahora avanza a base de pequeñas  bocanadas vitales (185 en total) en ocasiones redactadas en unas pocas líneas de forma tradicional y otras veces recurriendo a bloques muy largos desarrollados con técnicas muy variadas.  Es un prodigio percibir el odio que suscita Natalie por ser negra y creerse superior a las demás porque es abogada y está casada con un rico banquero antillano.

El desenlace, titulado “travesía” es un alucinante viaje a pie  entre Willesden Lane y Kilburn High Road, y puesto que Zadie Smith ha decidido que sea el lector quien haga su propia lectura del mismo no voy a enredarme ahora en interpretaciones personales. Pero ya digo: aunque momento a momento NW London se deja leer con todo gusto, el conjunto es complejo y  viene a confirmar por qué Zadie Smith esté considerada como una de las mejores novelistas de su generación.

 

NW London

Zadie Smith    

Traducción de Javier Calvo

Salamandra



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26 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cultura del más

Del mismo modo que hay personas o pueblos que sufren un complejo de inferioridad y en él se representan, otros se atiborran de un complejo de superioridad y con él se emborrachan como pavos de Navidad. Los españoles, en general, somos los del complejo de inferioridad y nuestra estima sin brillo da para bastante poco. En cambio, los catalanes, dentro y fuera de aquí, son más. Fueron uno de cada tres del equipo olímpico español en 2008 y Pau Gasol portó, en 2012, la bandera nacional al frente de la mejor selección española de la historia. En el balonmano, en el baloncesto, en el hockey, la natación, las motos, el fútbol o el baloncesto son los representantes más altos. Probablemente, ningún momento mejor para presentar una demanda de independencia como entidad diferente y superior. El Barça, segundo o tercero en la Liga no facilitaba el fervor patriótico pero ahora es otra cosa. Este momento viene a ser idóneo para enaltecer la cultura del más. Y, por si faltaba poco, el president se llama Más y un distinguido escudero se apellida Más. ¿Qué más se puede invocar?

La Historia lleva a estas cristalizaciones nominales (seminales) y bien se sabe cuánto importan las palabras del destino en estas coyunturas simbólicas por demás. Más que un club, más que una lengua, más que una nación. Más a más.

Sólo haría falta esperar el momento para expresarlo con rotundidad y ese momento ha llegado sin que se le deba dejar escapar ¿Estado de la Autonomías? ¿Café para todos? ¿Estados Federal? Parece que los españoles no entienden ni los políticos se enteran. No se trata de ser más autónomos sino de ser más. Los otros pueden darse por satisfechos con el federalismo pero los catalanes acérrimos nunca quedarán satisfechos con una fórmula igual. La cultura del más siempre requiere un plus que la distinga, aunque sea, según los catalanes, en los confines de la españolidad. Si hay comida para todos en proporciones iguales, no es bastante para la voraz cultura del más. No es el "mucho" como cree el PSOE con el federalismo lo que sacia, sino el más.

Barcelona es guapa, es la ciudad más mimada, más expuesta y más visitada internacionalmente de toda España. Poco importa que otros lugares (País Vasco, aparte, claro está) les parezcan hermosos sean El Bierzo o La Rioja. Nunca les parecerán más. Barcelona siempre fue más que Madrid y aún ahora, que los números dicen otra cosa, no importa a efectos de pesar el valor nacional.

De modo que, a base de empujones identitarios se ha llegado al extremo superior el independentismo y lo último que se le ha ocurrido a la cultura del "más" ha sido la independencia "másima". Es decir, el fin de la comparabilidad.

Los complejos de superioridad son difíciles de curar porque cada vez que se les combate se fortalecen sintiendo que la envidia o la mediocridad atentan contra ellos. En consecuencia, mañana serán mayores y pasado mañana más altivos. El español es una cosa corriente en la que alistarse y el catalán un don donde entronarse. ¿Un Estado? ¿Un Estado independiente? Claro que sí. Cuánto más independiente y único mejor. No se sabe a qué conduce esta absorbente soberbia. Puede ser que no, pero ¿y el regusto que esta morbosa patología procura ahora sin necesidad de esperar al más allá?



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26 de diciembre de 2013
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El Boomeran(g)
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