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Asuntos metafísicos 31: ¿está ahí lo que cabe observar?

He evocado antes la tesis de que la Mecánica Cuántica sería la única de las disciplinas científicas que se enfrenta sin ambages al problema del ser.  Por mi parte matizaría en el sentido de que se trata de la disciplina que más directamente se ha volcado sobre ese problema   que es de hecho el problema, aquello que (en un registro más o menos oculto a nosotros mismos) a todos concierne. En cualquier caso  se tratará aquí de servirse de la Mecánica Cuántica para hacer perceptible cual es el problema ontológico y a la vez intentar mostrar que los términos mismos del problema quedan radicalmente perturbados por esa misma Mecánica Cuántica. Empezaré recordando asuntos que pueden parecer obviedades  pero  alguno de los cuales,  como veremos, quizás no lo sea tanto:

Exploración de la alteridad. Sigue aquí como trasfondo la tesis aristotélica relativa a que las facultades que nos singularizan respecto a los demás animales son las que se fertilizan o realizan a través de lo que denominamos conocimiento (aunque no exclusivamente: conocer, o más bien desear conocer, es lo nuestro, aunque en ocasiones por circunstancias ya evocadas esta singularidad esté puesta entre paréntesis).   El ansia de conocer pasa siempre, en una u otra medida, por la invitación socrática a intentar ser espejo reflexivo de sí mismo, pero desde luego no se satisface con ello. A veces, conocer es quizás precisamente salir de sí mismo, salir de la redundancia estéril  a menudo coincidente con la auto- observación. 

Conocer es enfrentarse a la alteridad, ya sea superando su opacidad, ya sea  eventualmente generando tal alteridad, en cuyo caso  el conocimiento se emparentaría de alguna manera  a una operación creativa, a la forma de confrontación de la alteridad que caracteriza al artista. Una de las formas del deseo de inteligibilidad que marca a la ciencia es la disposición general que caracteriza al físico. Esta disposición sin embargo es más o menos sofisticada y en parte ello depende del sector de la disciplina. El físico es alguien que de entrada  aspira a observar rasgos de las cosas, pero no de las cosas en alguna particularidad sino de las cosas en su naturaleza inmediata. El físico no se ocupa, por ejemplo, de lo que tiene la complejidad de la vida;  ante un animal el físico hará abstracción de lo que sí estudia el biólogo. Cabe decir que todo lo que determina el físico está implícito en lo que determina el biólogo, sin que la recíproca sea cierta. Por decirlo claramente: todo ser vivo responde a los rasgos más generales de las entidades físicas,  pero no es cierta  la inversa.

Pongámonos en la tesitura de que somos físicos: sospechamos que una cosa ofrecería a nuestra observación rasgos interesantes y queremos efectivamente observarlos. A veces  el acceso a lo que nos interesa observar  está al alcance digamos del ojo: alzamos el velo que impide la percepción y aparece el rasgo buscado. Con intención uso expresiones tan vagas,  intentando especialmente  evitar el término propiedad porque supondría ya considerar que, aunque oculta,  la cosa tiene ya eso que aun no percibimos, asunto que precisamente es objeto de debate.   

La primera pregunta. Sea o no propiedad de lo observado el acceso a lo que nos interesa observar  exige en ocasiones mayores mediaciones. Así para observar un planeta alejado necesitamos un telescopio y para observar el comportamiento de una entidad diminuta necesitamos un microscopio. Atengámonos de momento a lo diminuto. Supongamos por ejemplo que se trata de una partícula elemental, un electrón por ejemplo, y que nos interesa saber el valor exacto de una magnitud física de tal partícula. Supongamos asimismo que tenemos los instrumentos técnicos que nos permiten acceder a tal observación.

Obviamente, antes de la intervención física no sabemos la cifra que llegaremos a observar, pero por ello mismo tiene sentido la siguiente pregunta:

¿Tenemos alguna manera de efectuar  una previsión rigurosa  de  lo que saldrá? Es decir: ¿tenemos algún procedimiento matemáticamente formulable que nos permita algún tipo de expectativa?

Sí la tenemos, o  sí la tienen los físicos, al menos tratándose de cierto número de entidades y un número limitado de observables. Cabe decir: aunque  aun no exploramos físicamente la cosa, estamos en condiciones de avanzar una razonable previsión de lo que en ella observaremos. Veremos en la columna siguiente que, en la generalidad de los casos, las condiciones de posibilidad de la previsión suponen  que la  verificación   de lo previsto equivale a  influencia radicalmente  perturbadora en la cosa física de la que se trata. De tal manera que se ha podido decir que el resultado de una observación física   nos informa menos  lo que había ahí antes de la observación como de lo que resulta de la misma. 

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14 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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64. Biblioclastias más vigentes que nunca

Hace la friolera de diecisiete años Fernando Rodríguez de la Flor, o R. de la Flor, como a él prefiere, publicó un ensayo de culto titulado Biblioclasmo. Por una práctica crítica de la lecto-escritura (Junta de Castilla y León, 1997), que ha circulado desde entonces entre una larga secta de amantes del libro, como referente de una mirada entre fílica y fóbica sobre la circulación de la palabra escrita y la "quiebra simbólica de un modo hegemónico de cultura" (p. 160), el libresco. La relectura serena y diletante que he realizado, muchos años después del primer acercamiento, redescubre los valores premonitorios de este libro que contiene ideas que anticipaban, hace casi dos décadas, decadencias actuales (la teoríafobia, el olvido de la poesía, los poetas-catedráticos en listas) y problemas que tiene el sector del libro en España en estos momentos. / FRF apunta a la sobreproducción editorial como uno de los males fundamentales en las postrimerías del pasado siglo, por varios motivos: incrementaba la angustia de lectura en aquellas instancias para las cuales la lectura "de todo" lo publicado era norma impuesta para la consideración institucional (vgr., la universidad); y contribuía a la saturación del mercado y a la confusión de los lectores, laberinto que, a la postre, repercutía en una mixtión mucho más peligrosa: la de hacer indiscernible lo bueno y lo malo, confundidos ambos en un ingobernable maremágnum. Donde todo puede encontrarse, nada puede encontrarse (queja que luego muchos han extendido a Internet, por ejemplo); donde las multitudes de libros publicados tapan la entrada de la librería no puede encontrar refugio un lector que persigue el saber, literalmente sepultado entre decenas de miles de ejemplares. "Por mucho que las novedades afloren al mercado", anudaba FRF, "con pretensiones de eternidad y de competencia con los productos de los años dorados, en que todo estaba por editar y todo fue editándose, la realidad es que el tiempo actual se traga inexorable a los que en este hoy sitúan sus producciones" (p. 42). Lo inasible genera repulsión. No había forma de digerir: "la descompensación entre los libros que se ofrecen y el número de personas dispuesto a leerlos o al menos a comprarlos, se incrementa a pasos acelerados" (p. 57). / La consecuencia fatal era -y sigue siendo- la imposibilidad de diferenciar lo valioso de lo sobrante, llegándose a un terrible escepticismo sobre el futuro de las humanidades. Un futuro, el de entonces, que esnuestropresente. / La sobreimpresión tajó la posibilidad simbólica de un afuera de la imprenta (p. 51). / Quienes ahora dicen que la marea informativa de Internet impide distinguir la calidad y encontrar lo precioso entre el oleaje de desperdicios, ignoran que ese problema ya existía hace veinte años, cuando nadie podía asimilar el volumen anual, mensual, diario (164 novedades al día) de publicaciones. La desmemoria es otro de los males del tiempo. / "La prueba de la prescindibilidad de ciertas lecturas", termina, "sería esta misma lectura que usted, lector (...) aquí y ahora realiza". Pues eso.


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13 de enero de 2014
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Los diez libros de 2013

La revista digital JotDown me pidió una selección de libros del año 2013. Esta es la que les envié. Podría haber sido otra, pero quise incluir sólo aquellos libros que realmente hubiera leído.

 

Walter Benjamin. Obra de los Pasajes. Ed. Abada

Primer volumen de un estudio esencial sobre el origen de la modernidad. En este mítico ensayo W.B. reúne citas y reflexiones en un collage sólo comparable con algunas obras maestras del arte contemporáneo. Traductor de lujo: Juan Barja.

W.H. Auden. El arte de leer. Ed.Lumen

Magnífica antología de escritos del último gran poeta americano y una de las mentes más perspicaces sobre el fenómeno poético, recopilada por el imprescindible Andreu Jaume.

Walter Burkert. Homo Necans. Ed. Acantilado

Aunque ya queda poca gente preocupada por el origen de los sacrificios (vegetales, animales y humanos), estos se producen sin cesar y Burkert es de los pocos que saben la razón. Es mejor conocerla.

D. Diderot. Suplemento al viaje de Bougainville. Ed. Siglo de las Luces.

Dado que estamos metidos en pleno siglo de las oscuridades es bueno volver a nuestros abuelos ilustrados. Diderot plantea en este breve ensayo algunos dilemas morales básicos todavía para nosotros. Al cuidado de la edición, Jaime Rosal, director de la serie.

E.H. Gombrich, Lo que nos cuentan las imágenes. Ed. Alba

Didier Eribon conversó con Gombrich durante más de un año sobre la vida de este emigrante judío que llegó a ser la más alta autoridad del ensayo artístico europeo. Equivocado en casi todos sus principios, Gombrich es, sin embargo, uno de los grandes de la historia del arte.

H.E. Enzensberger. Europa en ruinas. Ed. Capitán Swing.

El gran Enzensberger reunió una antología escalofriante de testimonios oculares del arrasamiento de Europa entre 1944 y 1948. Para mantener en vida a los muertos, no olvidar los efectos de la maldad y recordar a dónde conducen los nacionalismos.

Jon Juaristi. Miguel de Unamuno. Ed.Taurus

Sobre Unamuno sólo puede escribir alguien que conozca muy bien Bilbao o que haya nacido allí. Juaristi es uno de los mejores prosistas españoles y es de Bilbao. Una biografía muy notable, sobre todo del joven Unamuno.

Instituto Cervantes. Las 500 dudas más frecuentes del español. Ed. Espasa

No es sólo para aprender a hablar, es también para divertirse en sociedad. Por ejemplo, ¿podemos decir "una camisa a rayas"? ¿Y "arregostarse"? ¿Es lo mismo incumplimiento que no cumplimiento? Pues así hasta quinientas.

David Abulafia. El gran mar. Ed. Crítica

El gran mar es pequeño. Es el nuestro, el Mediterráneo. Hoy parece una enorme cloaca, pero ha tenido un pasado glorioso. Abulafia nos cuenta su biografía con rigor y amenidad.

Andrés Trapiello. Miseria y compañía. Ed. Pre-Textos

Este es el volumen nº18 de la más descomunal obra literaria española. Lleva por subtítulo: Salón de pasos perdidos. Una novela en marcha. Cuando se le acabe la marcha, o sea, cuando se termine (¡Dios no lo quiera!) será la más larga de nuestra historia, lo cual podría parecer pintoresco si no la estuviera escribiendo uno de los mejores talentos de nuestra literatura.

 

Artículo publicado en Jot Down.

 

 

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13 de enero de 2014
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El aborto, en privado

Cuánta verborrea surge desde las propias filas del PP tras el gallardonazo al aborto a propósito del vientre fecundo de las mujeres. Qué desaforadas -y desesperadas- exhibiciones de política emocional enardecen a las bases. Como la del diputado Cotino asegurando que, en vez de celebrar el cumpleaños, tendríamos que festejar el día en que fuimos concebidos. O Esperanza Aguirre afirmando tajantemente que “el aborto no es una salida ni un derecho, es un fracaso”. Es terriblemente molesto, además, ese afán de intentar suavizar las intenciones e interpretar el subtexto: “Aquella que geste un feto con graves malformaciones podrá acogerse al supuesto de alteración de la salud psíquica”, según León de la Riva, como si quisiera decir: “No montéis la gorda, no veis que os podéis colar por este ranura”, y a la vez reduciendo el papel de los psiquiatras al de meras comparsas. Resulta asombroso el paraguas legal en que puede llegar a convertirse la psique femenina. Que se pretenda objetualizar la compleja subjetividad de aquellas mujeres reales que se ven sumidas en el trance de interrumpir su embarazo. Pero en el magma de opiniones cruzadas que estos días se oyen en este debate impostado -y digo impostado porque es evidente que la sociedad española ha madurado lo suficiente como para no hacer política con la actividad uterina- hay demasiado derroche de inteligencia emocional. Entre las variadas hipótesis que siguen hirviendo en mi cabeza, al preguntarme el porqué de tan escandalosa decisión -y su acerada intransigencia para retocarla: “Escucharemos a las autonomías, pero habrá pocas modificaciones”-, me decanto por la de la estrategia electoral, aunque errónea. Tras el impacto que ha supuesto la sumisa genuflexión ante Europa, y el mazazo para las bases más ultras de la anulación de la doctrina Parot, hay que servir un buen cochinillo al horno. Por mucho que sea bien sabido que unas elecciones no se ganan desde los extremos, sino haciéndose con el centro (y más en un país con una alta volatilidad electoral). Y que el radicalismo, en el seno de una familia, no siempre se transfiere de padres a hijos, más bien todo lo contrario. Así lo han escenificado los representantes del PP que han manifestado públicamente su disgusto ante la propuesta de ley. Una honradez ejemplar en unos tiempos en los que la credibilidad política ha tocado fondo. Ni la más acérrima disciplina de partido puede secuestrar la conciencia de quienes consideran aberrante el erigirse en incontestable autoridad moral. Un debate a plena luz, aunque Mariano Rajoy haya pedido que se lleve a cabo en privado. Debería saber que, a medio plazo, puede tratarse de la única estrategia electoral reparadora: que otras voces, en las antípodas de la retrógrada posición de Gallardón, le salven la cara al partido ante el terror social que produce este viaje en el túnel del tiempo.

(La Vanguardia)

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13 de enero de 2014
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Tom Wolfe en Barcelona: el hombre del traje blanco no puede dejar de contar historias

Ahora sí lo puedo contar. El 11 de diciembre acompañé a mi amiga Marina Artusa, del diario Clarín de Buenos Aires, a su entrevista con el mítico Tom Wolfe en el elegantísimo hall del hotel Casa Fuster de Barcelona (me cobraron 5,70 euros por un cortado, ya se imaginan qué elegante), y le prometí que hasta que ella no publicara su entrevista, o no diría nada en este blog. Esta semana salió en el suplemento literario EÑE su profunda charla con el “creador” del Nuevo Periodismo, y ya estoy liberado.

¿Qué cómo es Tom Wolfe? Como un ser de otro planeta y al mismo tiempo un viejo colega risueño y nada pretencioso. Cuando apareció en la puerta, encorvado por la artrosis y por sus 82 años pero sonriendo como un niño, fue como una aparición bíblica: la piel casi traslúcida, los ojos hirientes de tan celestes, los huesos de papel, y el eterno traje blanco, inmaculado. La camisa, a rayas blanca y celeste. La corbata azul cobalto, los zapatos en dos colores y unas imposibles medias cuadriculadas.

Marina centró su entrevista en su cuarta y última novela, Bloody Miami, que venía a presentar. Yo había leído dos de sus tres novelas anteriores (La hoguera de las vanidades, atrapante y profética sobre el mundo corrupto de las finanzas pero a ratos tediosa) y Yo soy Charlotte Simmons (para mí un mamotreto insufrible y moralista). La pura verdad, no quería enfrascarme en las 700 páginas de su fábula oscura de la ciudad invadida por los cubanos.

Yo quería conocer al gran periodista narrativo, al autor de Ponche de ácido lisérgico y de La izquierda exquisita y Mau-Mauando al parachoques y de Lo que hay que tener, adalid de una nueva forma de contar la realidad, con escenas vistas con ironía y captadas al vuelo, que pasan con la rapidez de su estrambótica invención verbal. A la locura y el desenfreno de los sesenta y setenta, a la seguridad insultante de la generación del rock y las drogas y el sexo y a esa fascinante jungla de izquierdistas de sofá les faltaría algo si no las hubiera descrito el sarcasmo y el talento de Wolfe. faltaría algo sin la mirada impiadosa y la prosa a salto de mata del gran Tom.   

*          *          *

El día anterior a nuestra entrevista, el viejo Wolfe había dado una rueda de prensa y una conferencia en La Pedrera. Habló de literatura, de su libro, pero pareció despreocuparse del presente y futuro del periodismo. Mi gran amiga María Angulo se lo reprochó en una columna en El Periódico de Aragón. Dice, con razón, que Wolfe no habló, no pudo o no supo hablar, de los avatares del periodismo literario o narrativo actual. “fue descorazonador escuchar al maestro decir que no conoce medio alguno que se dedique al New Journalism y que en el mundo digital este periodismo no tiene cabida,” se lamenta  María Angulo en un texto que se llama Los genios también se equivocan.

En mi corta charla con él y viendo la entrevista de Marina, me quedó una fuerte impresión de que Wolfe no habla “sobre” nada. No hace más que contar historias. Cuando le pregunté por el “Nuevo nuevo periodismo” y por el libro de ese nombre de Robert Boynton me quedó claro que no lo había leído. Pero me recomendó uno de los nuevos cronistas estadounidenses: Michael Lewis, y su libro sobre los fraudulentos corredores de bolsa en el Nueva York de los ochenta: Liars’ Poker. Ese libro desnuda al mismo tipo de personajes que La hoguera de las vanidades, y Tom Wolfe, enamorado de esos personajes extremos, se lanzó a contarme el argumento, y se quedó varios minutos narrando una escnea del libro, entre un trader ambicioso y su maestro, mientras sus manos temblorosas trataban de abrir la bolsita del azúcar para echárselo a su café.

Cuando Marina le dijo que ambos éramos argentinos, nos contó su encuentro y su fascinación con la música de Astor Piazzolla, y su desastroso intento de aprender a bailar el tango. “Buenos Aires es la única ciudad a la que fui sin tener que escribir, sin un assignment”, nos dijo.

Y después nos contó la escena en el enorme apartamento de Leonard Bernstein frente a Central Park con los Panteras Negras, sus invitados, predicando que en un piso como ese deberían vivir 20 familias. Y Benstein, sentado entre sus dos pianos de cola, aplaudía con entusiasmo ese llamado a despojarlo de su casa.

Nunca supe a cuenta de qué empezó a contar esa historia, que yo había leído hace más de 20 años en La izquierda exquisita. ¡Pero qué gusto oírlo! A cada pregunta que pedía un análisis, él contaba una historia. No me pareció profundo. Me pareció un hermoso abuelo cuentacuentos. La profundidad estaba en lo feroz de sus cuentos del pasado. Hoy le queda las irrefrenables ganas de seguir contando.

*          *          *

Y entonces, hacia el final, le pregunté por el traje blanco. Dicen que tiene 40. Miles de veces le deben haber preguntado por eso y miles de veces lo debe haber contado, pero por su gusto al zambullirse en una historia, uno siente – yo sentí – que me estaba contando a mí algo que no había contado nunca antes.

Que iba a la entrevista para su primer trabajo en Nueva York, a principios de los sesenta. Que al pasar por una tienda se acordó de que su padre siempre usaba trajes blancos de lino en verano, y hacía mucho calor. Que entró en la tienda y se compró un traje blanco, pero era de tweed con poliéster. “Solo se puede usar a partir de noviembre, así que me tuve que comprar otro”, y le parpadeaban los ojos celestes. Y me dijo que lo primero que le sorprendió fue que lo empezaban a tomar como un desafío, como un insulto.

“Cuando empecé a publicar libros, me venían a entrevistar. Yo no estaba acostumbrado a estar del otro lado, yo era el que entrevistaba”, me dijo. “Y me fui dando cuenta que el traje blanco hacía que me vieran como alguien especial, con un estilo propio”. Y agregó, con una risita malévola que delataba que ya había usado antes ese giro: “Otros tenían personalidad; yo tenía un traje blanco”.

Nunca olvidaré mi breve encuentro con Tom Wolfe, el viejito frágil e insustituible que no puede dejar de contar historias.    

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12 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La grandes cacerías americanas

Ciro Bayo (18591936) fue un extraordinario narrador  dotado de una sensibilidad poco común para captar el paisaje y sus habitantes,  y de un oído asombroso para las vibraciones de la lengua, ya estuviera ésta en boca de un humilde indio aimara o de un culto estanciero heredero directo de españoles. Pero  se dieron  dos circunstancias adversas que contribuyeron a hacer de él un desconocido no sólo hoy sino en vida también.

La primera de dichas circunstancias  fue el apogeo de la generación del 98  con sus ínfulas regeneracionistas y su intento de revalorizar lo español (empezando por el  paisaje) como fórmula para superar la depresión nacional provocada por la liquidación del imperio colonial. Viajar durante diez años por América  exaltando sus  bellezas, coleccionando modismos dialectales y asumiendo la herencia española en aquellas tierras estaba totalmente fuera de la onda imperante en el momento y salvo los Baroja y pocos más nadie consideró digno de elogio y premio  el quehacer literario de quien, de forma particular, acabó recibiendo el título de “último cronista de Indias”.

La otra circunstancia adversa de cara a la fama y el reconocimiento fue la inveterada afición del propio Ciro Bayo a quitarse de en medio. Su afán por ocultarse era proverbial y Pio Baroja contaba de él en sus memorias que en respuesta a la petición de España Calpe de una fotografía con la que ilustrar su semblanza en la enciclopedia, Bayo les mandó una fotografía de su padre que encima no era la de su padre verdadero sino la de un banquero apellidado Bayo y que le servía para fantasear sobre sus supuestamente opulentos orígenes. Y encima era tan escasamente cuidadoso con los aspectos prácticos de la vida que, se decía, a su regreso a Madrid vivió unos años en una buhardilla que le costaba dos duros al tiempo que pagaba diez por un piso que él  mismo le buscó a su mujer de la limpieza. Se entiende que acabase sus días ciego y solo en un asilo de ancianos.

Ni siquiera los gustos de las épocas posteriores han jugado a su favor puesto que la caza (que era la gran baza comercial de este libro) es hoy una actividad socialmente tan  desprestigiada que incluso los reyes se cuidan de practicarla a escondidas. Lo que ocurre es que Las grandes cacerías americanas va mucho más allá de una simple guía cinegética. La primera parte narra la travesía que va desde el  lago Titicaca ( y las islas donde nació el imperio Inca) hasta La Paz (Bolivia). En parte es como una guía turística bien escrita y muy documentada, con un magnifico añadido final sobre las cacerías de alpacas y guanacos llevadas a cabo por los indios locales, así como algunas noticias sobre las costumbres y fiestas populares. La excursión termina con una esplendorosa descripción del Ilimani y sus cuatro picos, al que Ciro Bayo no duda en señalar como el más bello de la cordillera andina boliviana.

En la segunda parte, y con la aparición de quienes van a ser sus compañeros de viaje (un naturalista alemán llamado Otto Eder que venía desde Panamá por cuenta de la Cámara de Comercio de Hamburgo; un indio colla llamado Corpa, heredero de los herboristas incas y que llevaba recorrida gran parte de América  vendiendo drogas y específicos y un buscador de oro escocés llamado Stuart) el relato experimenta una  revitalización extraordinaria, primero porque el tono de guía bien documentada es sustituido por el  relato personal, y segundo porque el narrador recibe la ayuda inestimable de tres profundos conocedores de los paisajes, la orografía y la fauna y flora locales, con lo que la prosa se hace de pronto mucho más precisa y expresiva, enriquecida además por numerosos americanismos que la  dotan  de una luminosidad muy de agradecer.

Y a ello hay que añadir el buen ojo de Ciro Bayo para los detalles humanos, como el relato de ese momento en que a Stuart se le enrosca en la pierna una víbora venenosa medio adormilada pero que si despierta puede causar  en pocos minutos la muerte de su víctima. La cual, demostrando que la flema británica no siempre es una leyenda, a la espera de lo inevitable ha sacado un cuaderno y se dedica a redactar su testamento.

Este   viaje, desde los Andes a la Amazonia, transcurre a lo largo paisajes bellísimos creados por los ríos Ecouré y Marmoré, este último haciendo las veces de interminable frontera con Brasil. El libro es una delicia, en gran parte porque su autor es un entusiasta entregado sin límites a su tarea de cronista.

 

Las grandes cacerías americanas

Ciro Bayo

Editorial Reino de Cordelia

 

 



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11 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Desconexión global

La mayor orgía anual del consumo ha terminado ya en las calles de Europa y América. En los mismos días navideños han terminado también las protestas y las huelgas en las factorías de un pequeño y olvidado país asiático como es Camboya que aprovisionan las tiendas occidentales. Y ha terminado como suelen terminar allí las cosas: mal, a tiros, con cuatro muertos, decenas de heridos y centenares de detenidos. Aunque en realidad no ha terminado nada. Eso no ha hecho más que empezar. Las protestas y las huelgas continuarán. Hay razones por partida doble. El textil ocupa a casi la mitad de la mano de obra industrial: 600.000 trabajadores, más del 90 por ciento de ellos mujeres jóvenes, en unas 700 factorías, que proporcionan el 16 por ciento del PIB y representan el 85 por ciento de las exportaciones. Y esa clase obrera camboyana tiene dos motivos para la protesta: sus bajos sueldos y los 28 años que lleva el primer ministro Hu Sen en el poder, ganando una elección detrás de otra como solo saben ganarlas los dictadores, mediante la burda combinación de la cárcel y el palo para la oposición y la debida recompensa a los propios seguidores. Los salarios se cuentan entre los más bajos del mundo: 80 dólares al mes. El gobierno ofrece 100 y los sindicatos quieren 160. Sin entrar en las condiciones de trabajo, los horarios inhumanos y la mano de obra infantil. En cuanto a la dictadura corrupta y familiar de Hun Sen, su única virtud es que sucedió a uno de los regímenes más criminales de la historia como fue el de lo jemeres rojos. Y tras la caída de los cuatro dictadores árabes en 2011, es uno de los gobernantes más longevos del mundo, del que solo cabe esperar que aborde las huelgas y manifestaciones con el temor de que se le conviertan en una primavera camboyana que termine con su régimen. Ni unos salarios tan bajos ni una dictadura tan persistente suscitan emociones fuera de Camboya. Las grandes marcas que fabrican allí sus prendas, como Levi's, Gap, H&M, prefieren mirar hacia otro lado, como si no fuera con ellas. Lo mismo sucede con los países vecinos, como China, Taiwan o Corea del Sur, principales inversores en el textil camboyano. Para los gobiernos y las opiniones públicas occidentales, todo esto cae muy lejos y se resuelve con frecuencia mediante ayuda humanitaria: de ahí sale la mitad del presupuesto público. Las navidades consumistas nos demuestran cada año lo bien conectada que está la economía global. Todo funciona y llega a su sitio. Los estantes se llenan y se vacían al ritmo de las compras. Pero las sociedades, sus valores y normas de vida, sus exigencias políticas y sindicales e incluso sus opiniones públicas y sus medios de comunicación, permanecen desconectados en los espacios locales, sin capacidad para influir en las decisiones económicas y sin instrumentos para actuar globalmente.



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11 de enero de 2014
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Muerte de Castellet

Mi homenaje al "mestre" hoy fallecido es este texto que escribí para el libro-regalo por sorpresa que le hizo su editorial al cumplir los 80 años de edad.

 

 

Entrevistas  en  Transilvania

 

                                                                     Vicente Molina Foix

 

 

      La primera vez que vi a Josep Maria Castellet no me pareció tan vampiro. Estoy hablando del año 1969, cuando el vampirismo tenía otro porte, otra prensa, olvidada la figura clásica del  siniestro Drácula de Bela Lugosi, con sus espesas cejas y su mirada atrabiliaria, y aún por venir la avalancha de chupadores de sangre a borbotones asociados al gore contemporáneo. En 1969,  la imagen establecida del Príncipe de las Tinieblas era, gracias a las populares películas de la casa Hammer, la de un Christopher Lee alto y esbelto, tan elegante como guapo, más penetrante de ojos que de colmillos y provisto de una embriagadora voz de excelente prosodia inglesa. Algo así como un Castellet de Oxford.

      Ese primer encuentro ocurrió en el espacioso ático madrileño de Jaime Salinas, desde cuya terraza era (y es) posible ver las casas de todo el Madrid de los Austrias, captando, si se aguzaba un poco la vista, lo que debajo de cada techo sucedía, al modo de cómo lo hacía ‘El diablo cojuelo' voyeur de Vélez de Guevara. Entre la fama de seductor draculíneo de Castellet y el ascenso a aquella altura tan dominante, los convocados a la entrevista, Leopoldo María Panero y yo, íbamos muertos de miedo. Nada más entrar al piso lo perdimos, ganados por la simpatía educadísima del anfitrión y la humareda del cigarrillo de Castellet, que lejos de ser mefítica parecía exóticamente perfumada. Por supuesto que nos dejamos hincar el diente en los manuscritos, pues el motivo de la reunión era pasar el casting para los ‘Nueve novísimos', que aún no se llamaba así ni tenía a los nueve poetas reclutados. A Leopoldo María y a mí nos desconcertó que el padre del realismo social poético fumara en una larga boquilla.

        Castellet se entrevistó con otros jóvenes poetas, supongo que con el mismo grado de abducción vampírica, y acabó por completar el número de los antologados, saliendo el libro, como es sabido, en abril de 1970, con una ruidosa recepción mixta parcialmente recogida en la separata de la reedición de 2001, en la que destacan las descalificaciones sumarias de algunos convertidos años después en turiferarios, y el veneno de Ullán. Otra sangre.

      Casi treinta años después de aquella primera velada madrileña le solicité al Maestro, a quien había entretanto visto de vez en cuando y gozado en el humor y la inteligencia, una entrevista formal para una serie de retratos que yo estaba publicando semanalmente en ‘El País' y que  -agrupados y aumentados- salieron en 1997 en libro con el título de ‘La edad de oro'. En esa entrevista de 1996, mantenida en su despacho de la 62, pude apreciar que el tiempo no había limado la agudeza bucal de Castellet, aunque ahora sus colmillos se clavaban en nuevas carnes: el cerril nacionalismo catalán, los intelectuales pazguatos de Madrid. También los años le habían hecho más humilde de lo que decía su leyenda, como comprobé al preguntarle si no era estridente que el crítico que había encabezado en 1960 su famosa y controvertida antología Veinte años de poesía española con la cita: "la poesía es el producto orgánico de toda una sociedad violentamente en movimiento", se hubiera venido a fijar sólo diez años después en "nosotros", unos novísimos adolescentes que perjuraban de Neruda y Blas de Otero y de los Machado sólo rendían culto a Manuel. Castellet respondió a ésa y otras preguntas similares con el reconocimiento de sus pasados sectarismos o ignorancias, hablando de una fructífera travesía del desierto y con esta frase referida a sus herencias dogmáticas: "Me zafo de ese lastre gracias a vosotros". Por supuesto que los Novísimos no salvamos a Castellet de las tinieblas; a lo sumo nos metimos en la selva oscura de su mano.

   Otra modestia cultivada por él, con el grado de coquetería que es de rigor en los grandes hipnotizadores de la cultura, es la de su rol ancilar. Componente de una generación literaria en la que estaban, como compañeros de diversos viajes y amigos íntimos, gente del calibre de Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma o Juan García Hortelano, Castellet ha solido reclamar para sí mismo la mera función del observador distante o testigo privilegiado o, en palabras de típica ironía castelletiana, "el caganer de los belenes, ese tipo que está al fondo del pesebre cagando y viendo el nacimiento. Sé que nunca he tenido el carácter agresivo y arrollador de Jaime Gil o Gabriel Ferrater o del Juan Benet de Madrid, pero siendo superviviente de todos ellos me he convertido en un descreído hipercrítico. Y siempre con una cosa muy clara: yo me he hecho con los demás". También se ha jactado de una áurea pereza o improductividad comparativa, como al decirme a mí aquella tarde en su despacho barcelonés que "con los ‘Novísimos' me quito el marchamo socialero de una vez, y me quedo tan contento que casi no he hecho nada más desde entonces".

   No voy a caer en la obviedad de enumerar los libros escritos por Josep Maria, al margen claro está de aquellos publicados bajo su imperio y criterio editorial en los últimos treinta años. En 1969, no recuerdo si poco antes o poco después de la cena de consanguinidad novísima en Madrid, todos habíamos devorado su excelente ‘Lectura de Marcuse', que yo diría que al tiempo que puso a mi generación al día filosófico le dio al propio Castellet el impulso liberatorio de sus obras posteriores. Le he leído después sobre Espriu y sobre Pla, convencido de que sólo alguien tan atrevido como él podía ocuparse sin antagonía ni contradicción de estos dos grandes escritores. Y me fascinó la lúcida candidez de su ensayo autobiográfico ‘Los escenarios de la memoria'. Es en ese libro en particular donde yo veo a Castellet reflejado en el espejo del siglo XX como alguien que lo ha cruzado extrayendo su savia intelectual para inocularla a otros. Aún sigue haciéndolo en el XXI. Larga vida al vampiro.

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10 de enero de 2014
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El Boomeran(g)
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