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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Krzhizhanovsky y Zamiatin en la tierra del No

La reciente publicación en los Estados Unidos de Autobiography of a Corpse, del escritor soviético Segismund Krzhizhanovsky (1887-1950), ha hecho que muchos se pregunten cómo es posible que una obra tan brillante haya permanecido escondida durante casi un siglo. Krzhizanovsky es un caso extremo, pero otros escritores vanguardistas soviéticos tuvieron destinos similares. Sólo hay que recordar a Yevgeni Zamiatin (1884-1937), autor de la influyente novela de ciencia ficción Nosotros. Nosotros, una sátira más que obvia de la Unión Soviética, fue la primera novela prohibida en su país por el Gozkomisdat (la temible oficina de censura), en 1921; publicada en los Estados Unidos en 1924, llevó a Zamiatin a la lista negra y, gracias a la intercesión de Gorki, al exilio en París en 1931; Zamiatin murió en la pobreza. Los cuentos de Krzhizanovsky también fueron censurados, y recién comenzaron a ser publicados en Rusia en 1989, gracias al glasnost de Gorbachev; Nosotros sólo volvió a ser editada en Moscú en 1988.   

Krzhizhanovsky y Zamiatin fueron escritores temerarios: se atrevieron a criticar al estado totalitario emergente de la revolución soviética. En su crítica había humor, pero ese humor no escondía la feroz disidencia ante un régimen que bloqueaba la libertad individual en provecho supuesto del bien colectivo. Nosotros se presenta como las memorias de D-503, uno de los constructores del Integral, una nave que irá a la conquista de otros planetas. D-503 vive en One State, una utopía en la tierra donde se han realizado los principios colectivistas del taylorismo y donde se adora a las matemáticas, la ingeniería, la ciencia, la Razón. D-503 defiende el sueño colectivo de One State: "el instinto de la no-libertad ha sido característico de la naturaleza humana desde tiempos antiguos... Me veo como parte de un cuerpo enorme, vigoroso, unido; ¡y qué precisa belleza! No hay ningún gesto superfluo". Zamiatin usa un registro irónico para contrastar ese presente de una utopía de la no-libertad en un estado donde la gente vive observada, en casas con paredes de cristal, con el pasado de los antiguos, donde la gente era tan libre que podía caminar irresponsablemente por las calles de la ciudad hasta las altas horas de la noche, y no seguía los dictados de la razón. Aunque no hay final feliz para D-503, Zamiatin concluye su novela sugiriendo que hay esperanza para los ciudadanos "felices" de One State, en el inicio de una insurrección que hace caer las murallas que rodean al estado del resto del mundo.

Si Zamiatin trabajaba dentro de una tradición distópica (y le daba nuevas alas para el siglo XX: de Nosotros aprendieron Orwell y Huxley), Krzhizhanosky estaba más cómodo en el género del cuento fantástico. Este escritor nacido en Kiev escribía parábolas que a ratos recuerdan a Kafka y a Borges, con una imaginación disparatada que lo emparenta con Felisberto Hernández: en sus cuentos hay hombres que, literalmente, se pierden en la pupila de una mujer, y pianistas cuyos dedos comienzan a tocar solos el piano y se escapan de su dueño. Uno admira tanta maravilla poética, juegos irreverentes que pueden llevar a una seria disquisición existencial (ver "Autobiography of a Corpse") o metafísica (como en "The Collector of Cracks"), y piensa que este autor no parece muy interesado en narrar la situación política, hasta que se encuentra con un texto como "The Land of Nots". En la tierra de los Noes, "los libros sagrados dicen que su mundo fue hecho de la nada. Esto es verdad; estudiar su mundo significa encontrar a cada paso aquel material extraño del que fue creado-la nada... Los Noes viven vidas inventadas, lloran sobre penas que no existen, se ríen de un gozo ilusorio". Quien narra el cuento "no puede no ser", pero son muchos los que no pueden ser. En esta parábola, no es difícil pensar en los Noes como esos ciudadanos como Krzhizhanovsky, borrados por el Estado totalitario.

La obra de Krzhizhanovsky permaneció durante mucho tiempo en la tierra de los Noes. Alejada de esa tierra, hay esperanzas de que pueda al fin existir.

  

(La Tercera, 25 de enero 2014)

 



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29 de enero de 2014
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?Rom-com?

Si bien es cierto que, en los últimos años, las comedias románticas han acabado por sucumbir a la disneychanelización, el amor nunca ha dejado de ser tendencia. Aunque su complejidad haya levantado un cableado de resignada melancolía y, afortunadamente, ya no creamos en los cuentos de hadas, regodearse en los amoríos de ficción es un entretenimiento placentero para días griposos. A pesar de que no destellen en ellas ni la sofisticada modernidad del toque Lubitsch ni esos diálogos dignos de ser enmarcados de Billy Wilder, el género sigue contando con el incondicional favor del público. Porque ni la decadencia manierista de las rom-coms ni la asunción de rasgos bipolares repetidos hasta la extenuación (el conflicto primero y después la recompensa) han tenido mal acomodo en la taquilla. Y así, mientras la crítica ningunea los merengues que, entre algunos espectadores, actúan como electrochoque hasta hacerles esbozar una sonrisa endorfinada y boba, un viejo adagio sentencia que las comedias no se llevan premios, o al menos no los de relumbrón. Con los mayordomos de los Oscar puliendo escaleras y cepillando kilómetros de alfombra roja, es fácil dar por bueno ese axioma. Este año, en la categoría de mejor película los argumentos rozan lo abisal: años de esclavitud, la soledad de las pantallas, padres alcohólicos y madres despojadas de sus hijos, secuestros por piratas somalíes… El buen cine debe mover las ideas, desenvolver preguntas y dejar respuestas a medias; atrapar y conmover, hable de lo que hable. Por ello, celebro que se rueden historias de amor sin sacarina, pobladas de travesías desérticas y azarosas claridades. En Sobran las palabras, el estreno post mórtem de Gandolfini, el amor surge cuando ya no se espera; y en Antes del anochecer, la reflexión sobre los sentimientos, la pasión y el futuro trasciende ese lugar común entendido como “construir el amor”, por mucho que su significado sea cabal. Demasiada carpintería para sostener un vínculo tan inmaterial como terrenal. Dos recientes películas españolas, a cuyos artífices sigo con atención, ponen una sonrisa en su The End. En Presentimientos, de Santiago Tabernero, el amor, de tan a la deriva, sobrevive, no sin antes mostrar los dientes. En La vida inesperada -aún por estrenar-, dirigida por Jorge Torregrosa y escrita por Elvira Lindo, el romanticismo llega de puntillas al nanoapartamento de un español en Manhattan. En ambos casos, un rugoso coraje se dispone a sobrevivir a los deseos inalcanzados, las mochilas de ideales y las rutinas embrutecedoras al peinar una ola de intimidad. El amor no siempre equivale a plenitud, pero los finales felices, tan impropios de las películas interesantes, abren ranuras de luz entre la borrasca y nos alivian de tantas madejas de intensidad. (La Vanguardia)

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29 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El color de la metáfora

Aquí dejo la entrevista que recientemente me ha realizado la revista Joyce  sobre mi obra pictórica:

 ***

Texto: Mª. E. Alberti.

La entrevista como género periodístico me ha parecido siempre una indiscreción. Una batería de preguntas que tratan de sonsacar, de desvelar, de airear... Un ejercicio conminatorio y reductivo que por oficio nos inclina a clasificar y clarificar. Mi intención en este caso era mostrar a mis lectores la obra pictórica de Vicente Verdú, porque sus cuadros me dieron la impresión de estar -¿de entrar?- en otro territorio, en una zona de inexperimentada libertad, una abertura a nuevas perspectivas emocionales. La primera vez que vi su obra, rememoré aquella declaración de principios que Matisse hizo en 1941: "para mí un color es una fuerza. Mis pinturas están hechas con cuatro o cinco colores que se entrechocan y la colisión produce una suerte de energía". Sus yuxtaposiciones de colores son un caos organizado sobre la superficie del lienzo, un completo abandono de la figuración para bascular en esa abstracción lírica donde los colores parecen flotar en la ingravidez. A punto estuve, por deformación profesional, de  someterle a un interrogatorio de oficio. ¿Por qué buscar a toda costa un mensaje en el arte? ¿Por qué una obra de arte ha de ser narrativa, de virtudes formativas? ¿Por qué preocupaciones tan literales? ¿Por qué engrosar la polémica del predominio de la forma sobre el sujeto? ¿O del sectarismo del arte contemporáneo? ¿Por qué obligar a un artista y amigo a elegir entre pintar y escribir, cuando Ramón Gaya y Leonardo entre otros muchos no eligieron? Vicente, desde laexperiencia de sus certidumbres y la acumulación de sus competencias, nos responde que su trabajo habla por sí solo, y lo que expresa son sensaciones, no pruebas, intuiciones y no razonamientos, sin intenciones deliberadas.

¿La vida imita al arte?
El arte y la vida son una sola cosa para el artista verdadero. Ese tipo trabaja, ama y considera al mundo desde la sencilla visión del ser vivo.

¿Es arte todo lo que ve?
Claro que no. Pero él sabe cuándo ha visto clara esa íntima correspondencia entre arte y vida.

¿Podría decirse que usted pinta más bien lo que piensa/sueña que lo que ve?

Pinto lo que siento. Pero no lo que siento de antemano sino lo que voy sintiendo en la danza o la conversación con las progresivas formas y colores del cuadro. De su elocuencia se deduce unas veces un malestar y otras una emoción feliz que luce porque es compartida: compartida dichosamente por el lienzo y por la ilusión del que pinta.

¿Qué pasa por su cabeza cuando pinta?
Es la actividad en que mi cabeza no tiene conciencia de que le pase nada a través. La pintura que consigue el éxito a los ojos del artista es aquella que no se le pasó nunca por la cabeza sino que se hizo sin aparente mediación alguna.

¿Tuvo usted (y cuándo) la convicción de que estaba destinado a hacer precisamente este ejercicio de la pintura además de tener otra vocación tan marcada como escribir?

No me reconozco escribiendo sino en el ejercicio simultáneo de que las palabras sedujeran por su sonoridad, su colorido y sus proporciones. Todo a la vez. Siempre he escrito pintando y viceversa, como creo que les pasa a la mayoría de los poetas que yo quise ser y, al cabo, ha venido a realizarse de este modo. Mi primer libro Si usted no hace regalos lo asesinarán, publicado por Anagrama en 1971, estaba ompuesto de palabras pintadas o cuadros escritos. Ahora me asombra cómo estaba de claro lo que deseaba hacer como artista. Baudelaire afirmaba que lo bello es siempre sorprendente.

¿Lo cree usted así?
La belleza es una potencia física de la obra maestra. Nos golpea con tal capacidad que duele. Lo bello duele como el amor más fuerte. Sin entender por belleza, claro está, lo que es ‘bonito'. Lo que resulta bonito está cerca de haber fallado ridículamente.

¿Cómo se opta por un ‘estilo' figurativo, abstracto, expresionista...? ¿Usted por cuál ha optado?
No he optado, sino que me ha cooptado el expresionismo abstracto. Con esa forma de expresión puedo decir todo lo que quiero, aunque de antemano lo querido no se revele y sólo se muestre al haberse captado. En el arte, en los medios artísticos, hay normas muy establecidas, clasificadas, ordenadas en compartimentos estancos o por categorías y estilos, especialidades...

¿No encorseta al artista esta ‘especialización'?
Esta especialización lo enmarcaba en otros tiempos. Lo enfatizaba y le otorgaba categoría. Ahora lo limita. Y pienso que hoy un artista sea escritor o pintor no es artista sino se expresa pintando, escribiendo, componiendo, bailando o proyectando edificios. Todos los artistas (novelistas, pintores, arquitectos o músicos) que me interesan no hacen una de esas cosapor especialidades estancas demuestra la obsolescencia de estos valores del arte, como los de cualquier otra relación de valor, en la política, en la cultura, en la religión, en la economía.

¿Por qué casualidades de la vida, pulsión instintiva, caminos tortuosos, ha llegado usted a pintar?
Nada de caminos tortuosos. Si he sido mucho tiempo un insoportable adicto a la tortura del perfeccionismo, poco a poco he descubierto que la libertad del amateur es lo gratificante y la imperfección la vida. Los filósofos griegos le habrían preguntado: "¿El arte debe estar al servicio de los bello? o ¿cuál es la función de un artista?". El artista (y esto es cada vez más obvio) no es sino un trabajador más. ¿Su función? Hacer las cosas bien y con gusto de manera que el gusto y la bondad se contagien a quien sea receptor de la obra.

¿Tiene usted alguna obsesión, incluso ‘abstracta'?
Soy de talante asquerosamente obsesivo pero ahora sólo me perdono y hasta me acepto cuando libremente escribo o pinto, que casi lo mismo es ya.

¿Qué relaciones encuentra entre la línea y la superficie, el fondo y la forma, el color y la luz?
Sería incapaz de exponer algo así. Gracias a Dios lo que yo hago no pretende exponer nada a nadie sino exponerme yo a la voluntad de estilo que actúa por sí mismo.

¿Qué diálogo cree que se instaura entre su obra y el que la contempla?
La obra habla y se entiende o no, se disfruta o se padece en los diálogos que por su cuenta entabla con quienes la contemplan, la desean o la repudian. Cada cual habla con su propia lengua y con su propio corazón irrepetibles.

Háblenos del artista comercial.
El artista comercial es un artista que tiene la suerte de vender sus cuadros bien porque encandilan: son tan simples que mejoran la estimación que el comprador más simple tiene penosamente de sí mismo

¿Busca usted un impacto visual inmediato?
No busco nada en particular sino disfrutar haciendo. Cuando el cuadro que En este momento de productividad inflacionista que atraviesa el arte contemporáneo, ¿se requiere un gran coraje para pintar? El que realmente hace algo que le gusta no entiende el significado de productividad, inflación y coraje. Sencillamente se lo pasa bien. Aunque también muchos buenos pintores profesionales lo están pasando muy mal debido a esos factores espurios que le niegan hasta el salario.

¿Qué es pintar hoy?
Lo mismo que proyectar edificios, diseñar coches o inventar recetas de cocina.

www.vicenteverdu.net

 



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29 de enero de 2014
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Novísimos mexicanos

La creciente visibilidad internacional del cine mexicano está dando carta de naturaleza a una nueva ola que no deja de sorprender. En España se han estrenado, sólo entre finales de noviembre y comienzos de diciembre, dos películas recientes, ‘Heli' y ‘La jaula dorada', que se suman a las que antes nos llegaron de Carlos Reygadas, Rodrigo Plá o Fernando Eimbcke, premiado con la Concha de Plata en el último festival de San Sebastián. Nunca salieron aquí comercialmente, que yo sepa, la excelente ‘Después de Lucía' de Michel Franco (nominada sin embargo a los premios Goya al mejor film latinoamericano), ni las obras de Julián Hernández, tal vez demasiado osadas para la cartelera española, que acepta la truculencia de gran estilo de ‘Batalla en el cielo' (Reygadas) o de la propia ‘Heli', dirigida por su antiguo ayudante y discípulo Amat Escalante, pero no tiene aguante para los delirios homoeróticos de Hernández, cineasta de culto gracias a ‘El cielo dividido' (2006) y ‘Rabioso sol rabioso cielo' (2009). Ahora que se anuncia una edición europea de la filmografía de este último quizá pueda valorarse debidamente un cine como el suyo, deudor a mi modo de ver del de un infravalorado veterano, Jaime Humberto Hermosillo, y sobre todo de un título capital entre los suyos, ‘Exxxorcismos' (2002), que combina el refinamiento visual, el arrojo sexual cercano al ‘soft porn' y una verbalidad ampulosa que en los peores momentos de esa singular y memorable historia de gótico ‘queer' más allá de la muerte provoca tanto la seducción como la carcajada. Lo mismo sucede en más de una escena de los dos citados títulos de Hernández, dotado, como Hermosillo, de un descaro que desafía los límites del ridículo, apoyado siempre en un indudable talento para la composición plástica.

    La osadía de ‘Heli' no es de índole sexual. Tercer largometraje de Amat Escalante, ‘Heli', rodada en Guanajuato, habla de la violencia en México sin estridencias (el tratamiento formal alterna elocuentemente la cercanía y la lejanía de las acciones mostradas), inspirándose, como declaró el director, en un suceso real acaecido en aquella ciudad, cuando una patrulla militar en aparente tarea de vigilancia y protección secuestró a un pacífico grupo de cazadores y acabó asesinándolos después de torturarlos. El estilo ‘frío' pero nunca enmascarado de Amat Escalante acrecienta la nitidez, la patencia del material dramático, y su punto de vista narrativo, siempre congruente, es el que nos guía, el que nos deja ver o nos impide ver. Se ha hablado mucho de la impresionante escena de tortura en planos frontales; la última persona en hacerlo fue la escritora Elena Poniatowska, quien, entrevistada tras su obtención del premio Cervantes, y pese al vínculo familiar que la une a un destacado miembro del equipo artístico del film, mostró su rechazo visceral. Aunque desde luego trucada (el fuego en los genitales es un efecto realizado por unos especialistas españoles), esa escena cumple un propósito alejado totalmente del morbo sensacionalista; funciona, como las escenas de intimidad amorosa o atropello policial, metafóricamente. Y la metáfora es el territorio donde Amat Escalante opera, en esta película con maestría: la brutalidad, el erotismo elemental, la miseria, el apego, son segmentos de una realidad que parece haberse impuesto tan fatalmente que ya forma parte del tejido de lo cotidiano. La detective Maribel, un personaje interesantísimo, cumple con su misión confusa, por no decir corrupta, de oficial de policía, pero también trasmite calor humano cuando se le insinúa al joven protagonista, mostrándole sus monumentales pechos dentro del automóvil. Y el director usa la elipsis sabiamente para contrastar la visibilidad de lo macabro, haciendo de sus elusiones un argumento. Por ejemplo esa escena en que la joven esposa de Heli vuelve con el niño de consultar a una quiromante y encuentra la matanza, que no se muestra; sólo el reguero de sangre que sale del chamizo y sobre el que la muchacha, espantada, retrocede de espaldas, sin que nunca le veamos el rostro. O la muerte del violador en un largo plano-secuencia desde el ventanuco que sólo deja ver los hechos silueteados y en fuera de campo. El final es bellísimo y dulce, aunque ajeno al sentimentalismo; el bebé duerme abrazado a su hermana, que ha vuelto del infierno, y cerca de ellos se produce el milagro de un pequeño cielo carnal.

    De origen español, pero asentado en México, Diego Quemada-Díez hace en ‘La jaula de oro' un documental levemente ficcionalizado, basado en un amplio trabajo de campo, sobre la emigración clandestina que desde Guatemala y otros países cruza México con el destino incierto de los Estados Unidos. Es el mayor de edad de estos novísimos de quienes hablamos, y su experiencia cinematográfica es larga y variada, lo que sin duda redunda en el excelente pulso de su relato, que escapa en todo momento de lo previsible y lo edificante. Hacer alegatos sobre este terrible ‘tema de nuestro tiempo' que es la emigración corresponde a la sociedad, a la clase política, a nosotros mismos en tanto ciudadanos. Quemado-Díez tiene menos pretensiones, y por ello es más contundente, más revelador. Sus tres adolescentes en fuga buscan la subsistencia y sueñan: la nieve, los trenes de juguete, el baile desbocado, secuencias de refinado trazo. Esa búsqueda de la felicidad no lleva a la felicidad, aunque tampoco hay truculencia en los perfiles trágicos. Hay verdad, dramáticamente elaborada. El desenlace, con el más afortunado de los tres, Juan, despedazando pollos y limpiando los desechos en una factoría estadounidense, vestido asépticamente de plexiglas, es una imagen de una potencia poética, en lo que insinúa, difícilmente olvidable.

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29 de enero de 2014
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Caballos para montar y comer

La hipofagia es el arte de degustar la carne de caballo, o la necesidad de alimentarse de ella, como quiera vérsele. En Francia ha sido común esta vianda en las mesas no muy bonancibles, así como en el resto de Europa, y aún en Centroamérica, pues a Costa Rica, al menos, llegó la costumbre gracias a los inmigrantes que instalaron carnicerías donde era obligado colgar encima de la puerta una herradura. Rubén Darío debió saberlo bien pues vivió allá entre 1891 y 1892, recién casado con la escritora salvadoreña Rafaela Contreras, un matrimonio de recursos modestos, expuesto a la obligada dieta de la carne de equinos.

Marvin Harris explica en Bueno para comer, que en el siglo VI después de Cristo, cuando la amenaza musulmana imponía a los fieles defensores de la fe conservar sus propios caballos de batalla, no podían consentir la nefasta costumbre de comérselos, y así el papa Gregorio III escribía a San Bonifacio en la Germania: "Mencionaste, entre otras cosas, que unos cuantos comen caballo salvaje y todavía más caballo doméstico. Bajo ninguna circunstancia has de permitir, santo hermano, que esto se haga. Antes bien imponles un castigo adecuado con todos los medios que, con la ayuda de Cristo, tengas para impedirlo. Pues esa costumbre es impura y detestable".

Hay quienes afirman que el gusto por esta vianda cobró impulso tras la feroz batalla de Eylau en 1807, cuando las tropas famélicas de Napoleón no tuvieron más remedio que destazar a los caballos muertos, ya fueran de montura o de tiro, desunciendo sus cuerpos sin vida de los carros y las cureñas de los cañones.

Sea o no cierto, la carne de caballo, magra y dulzona, lejos de cualquier repugnancia, es un manjar decente. Se cuece y se corta en rebanadas delgadas como el mejor roaf beef, y adornada con perejil, puede servirse fría o caliente. Hay en España un estofado de caballo a la Pedro Ximenez, que se prepara con el jerez de esa marca, aderezado con papas, castañas, tomates, cebollas, azafrán y otras especias; lo mismo que hay en otras latitudes chuletas de caballo adobadas; o se come en picadillo, o en hamburguesas, como en Japón. Existe también el asado de caballo con setas silvestres.

Pero no nos hagamos ilusiones. No es  que haya alborozo en el hogar si el ama de casa anuncia: ¡a la mesa! ¡Hoy tenemos filete de caballo con papas fritas! ¿Por qué no se come la carne de caballo en Estados Unidos?, se pregunta Harris. ¿Es que no les gusta la carne roja? La del caballo es más roja aún que la de res, y "aunque los caballos nunca se han criado por la calidad de su carne, esta es tierna no sólo cuando son aún potrillos, sino también en la madurez".

Es, además, una carne magra, sin vetas de grasa, y sin tantas calorías y sin tanto colesterol, y por eso debería atraer más los paladares en tiempos cuando tanto preocupan las cuestiones dietéticas. Pero la tradición está de por medio. El caballo, costoso de criar y mantener, ha prestado diversos servicios, como animal de tiro y de carga, de recreo y también deportivo. De modo que no se olvidan así no más sus múltiples servicios para descuartizarlo en un matadero, habiendo otras opciones de cuadrúpedos que no tienen más oficio que engordar para ser comidos; a menos que sobrevenga un sitio militar, como ocurrió en París cuando la guerra franco prusiana de 1870, y entonces los ciudadanos se comieron no sólo los caballos, sino también los animales del zoológico, gacelas, cebras e hipopótamos por igual.

Otras veces el consumo de la carne de caballo pasa al plano clandestino, y se hacen pasar sus postas y lomos por lo que no son, antigua costumbre delictiva de los carniceros. En estos casos se trata de animales de descarte, viejos y cansados. De modo que hay que cuidarse de que no le den a uno no sólo gato por liebre, sino caballo por res.

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29 de enero de 2014
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Asuntos metafísicos 33. Entrada en el mundo cuántico

Motivaciones.

A la teoría cuántica se llega, como prácticamente a todas partes,  por múltiples caminos. Uno de ellos es el ya evocado, consistente en que, tras oír campanas sobre la trascendencia que tendría
la Mecánica  Cuántica a la hora de medir el peso de relevantes leyes y conceptos sobre el orden natural, se ve en ella  una promesa de fuga ante aquello que nos forja determina y limita, tanto espacial como temporalmente.  Escapismo que se halla en el origen de tantos discursos literalmente delirantes que pretenden encontrar apoyo  en esta disciplina.  

Una segunda entrada es la del estudiante de Física que,  tras topar con la asignatura como una más de las consignadas en el programa de la carrera, descubre que la eventual pericia para resolver con facilidad los problemas técnicos no hace sino acrecentar el desconcierto que producen algunas de las afirmaciones que se postulan, o algunos de los corolarios que de  la resolución meramente técnica se derivan.

Ello puede suponer para este estudiante una inflexión en el propio destino, consistente en que,  al interés por la descripción de los fenómenos naturales, su archivación matemática, la previsión de fenómenos concomitantes a los primeros y la eventual canalización de todo ello hacia objetivos prácticos, se superponga un interés por la inteligibilidad del orden natural, el cual puede llegar a ser lo realmente prioritario. En tal caso cabe decir que el estudiante de física se ha convertido  en estudiante de filosofía, o si se quiere: que el vocacionalmente  físico se ha convertido en filósofo.

Camino inverso es el del estudioso de materias caracterizadas como filosóficas que, conducido por reflexiones en principio abstractas o especulativas, se siente interpelado por la reflexión de los físicos cuánticos. Tal  sería el caso de quien, estudiando las categorías o conceptos generales y los principios que los grandes metafísicos consideraban como condición de posibilidad de nuestra aprehensión del mundo, recibe información de que algunos de tales conceptos o principios han sido puestos en tela de juicio por los descubrimientos de los físicos cuánticos, o cuando menos han dejado de constituir obviedades. 

Ejemplo no azaroso.

Supongamos que, enfrentado a los retos de la kantiana Crítica de la Razón Pura e inmerso en los párrafos sobre la universalidad del principio de causalidad (asunto que separaba a Kant de Hume), el estudiante o estudioso de filosofía se entera de que la Mecánica Cuántica tiene razones para sostener que en determinadas circunstancias  la medición  de un mismo atributo físico, realizada  sobre múltiples copias absolutamente idénticas de una misma partícula exactamente en las mismas condiciones y excluida la  intervención de cualquier variable perturbadora... no da necesariamente como resultado un mismo valor cuantitativo. Inevitablemente ese estudiante encontrará que se tambalea un principio regulador, tranquilizante para nuestro comercio con el orden natural. La polémica de Kant con Hume adquirirá entonces para él una inesperada resonancia,  querrá estar al tanto de este asunto de manera precisa  y con ello se apresta a una dificilísima aventura, que le exigirá someterse a la mediación de la física.

Pues aunque sea cierto que en ausencia de concepto propio de la cosa una metáfora ya es mucho, en materia de ciencia la metáfora deja insatisfecho. Las explicaciones "cualitativas" de algunos de los tremendos (filosóficamente hablando) asuntos  de la Mecánica Cuántica no hacen otra cosa que avivar el apetito. La exigencia de intelección cabal se impone, y esta se hace imposible sin un mínimo de recursos técnicos.

Habrá aquí también una inflexión en sentido contrario a la arriba señalada.  Pues tenga o no  el estudiante de filosofía  previa formación matemática, se sentirá en todo caso obligado a actualizarla en un sentido concreto. No se tratará en absoluto (como Hegel decía en  su crítica de la actitud pitagórica en materias  filosóficas) de "someter al espíritu a la tortura de convertirse en máquina", es decir de sustituir la vida (excitante precisamente porque perturbada y llena de equívocos) de los conceptos por la asepsia de los números, sino de hacer de los números auxiliares que participan de la energía misma de aquello a lo que auxilian. Este esfuerzo permitirá al estudiante o estudioso de filosofía  entender relativamente  desde dentro la situación arriba señalada  del científico al que su propia disciplina ha conducido a un reto fundamental, situación a la que ahora volvemos. [1]


[1] Trabas en el natural paso de la ciencia a la filosofía.   Si el que no es  científico puede ser acusado de ingenuidad por atreverse a formular un interrogante como (por ejemplo) el  relativo a la efectiva  independencia  de la realidad que consideramos exterior,  ese temor también alimenta hoy al científico que, a partir de sus propios trabajos o el de sus pares,  se encuentra con un hecho que le mueve a  una interrogación no estrictamente técnica pero sí fundamental. 

Pues al osar simplemente  formularla se le acusará de ignorar que otros ya la habían formulado y que han abundado en la misma con aspectos muy a menudo contingentes, de los que debería estar al tanto,  y que desde luego  no le hubieran  interesado nunca de no haber sido (por fortuna para su condición de ser de razón) a un momento dado  presa de ese estupor que, como hemos visto,  era para  Aristóteles el punto de arranque  de la filosofía.

Desgraciadamente, la exigencia de erudición pesa en ocasiones  más que la fidelidad al espíritu marcado por tal estupor. No es exagerado decir que la abrumadora cantidad de información que circula en torno a alguna de las cuestiones esenciales a las que se ve abocada la ciencia enturbia el punto de partida, e impide precisamente formularlo en términos límpidos, formularlo con las  claridad y distinción cartesianas, casi siempre atributos de la interrogación fresca e ingenua.

Es obvio, por ejemplo,  que las discusiones, a menudo de gran complejidad técnica, sobre los pros y los contras de una u otra interpretación de la teoría cuántica hacen más sutil la reflexión (que en cada paso ha de integrar todas las consideraciones avanzadas por otros al respecto), pero no hacen más sutiles los interrogantes de salida, cuya cristalina sencillez está en la base de la misma necesidad de interpretaciones. Interpretaciones que se hallan en conflicto, por lo cual precisamente se acumula la erudición, es decir la forja de nuevas armas para defender  una o  otra de tales interpretaciones, para rechazarlas de pleno, o para avanzar una nueva. 

Pero el tiempo se condensa en extremo para la atormentada actividad del erudito. Apenas acaba de redactar el artículo  en el que sintetiza las observaciones filosóficas  que le sugirió  tal experimento que mereció la publicación en Science  o en Physical Revue...cuando se apercibe de que una veintena de papers le han precedido, de los cuales debería dar cuenta al menos en nota, so pena de ser tildado de hablar sin estar al corriente de lo publicado. En ocasiones ocurre que han pasado 10 años y  la multiplicación de artículos que hacen referencia los unos a los otros (sin añadir nada esencial al descubrimiento que es su razón des ser) es tal, que citar el artículo originario y atenerse al mismo puede incluso parecer una antigualla.

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28 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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62. Burbujas

 

 

La pieza de Balász Kicsiny Pump Room (http://highlike.org/balazs-kicsiny) representa  varios elementos que aludirían, en principio, a la idea de desconexión: gruesos guantes, botas de goma seguramente resistentes al agua, y figuras con todo el cuerpo tapado, cubierto, sin una sola célula en contacto con el aire. Los cascos de escafandra mantienen a las cabezas en su mundo aparte, donde parecen estar dedicadas únicamente a consumir una bebida, quizá café, o quizá alguna soda (o soma) de marca. Pero bien mirada, la pieza puede ser, gracias al cable que sujeta a todo buzo, una metáfora de lo contrario, de la ansiedad de conexión, puesto que el cable (¿de fibra óptica?) mantiene iluminado al falso buzo, ignorante de sus compañeros, ajeno a la realidad, pero que es feliz mientras contempla, como único panorama posible, el objeto que está consumiendo.

 

Segunda burbuja: "Yo no estoy preso. Sois vosotros los que estáis encerrados conmigo", creo recordar que decía Roschach, el fúnebre pero inolvidable personaje de Watchmen. Con su demencial y terrorífica frase, llena de potencia subversiva, el vigilante psicópata le daba por completo la vuelta a la realidad, alterando ciento ochenta grados la lectura de la cárcel como lugar de poder. Una visión que habría dejado caviloso y fantaseador a Foucault, si hubiera vivido dos años más y hubiese podido llegar a leer el cómic de Moore, Gibbons y Higgins. El otro día sentí una sensación similar viendo en televisión a los dos componentes de Daft Punk levantarse para recoger sus premios Grammy. Cubiertas las cabezas por sus famosos cascos reflectantes, que parecen barrocas joyas King Size, se alzaban entre un millar de personas que habían gastado todo lo posible para ser vistas, mientras que ellos habían diseñado esos cascos con el preciso fin de no ser vistos en absoluto. Obsesionados desde el principio de su carrera en hacer música de éxito sin tener que sufrir el acoso de los fans en la calle, Guy-Manuel de Homem-Christo y Thomas Bangalter evitan, a toda instancia, el reconocimiento. "Podrían haber enviado a sus primos a recoger el premio, y nadie lo sabría", dijo la persona que veía conmigo el reportaje. Es posible; podemos imaginarlos en una habitación de hotel de Rodeo Drive, viendo confortablemente la ceremonia, sonriendo al verse recogiendo, en manos de otros, los premios. Telequinesis. Pero eso da igual. Fue otra imagen, dentro de esa imagen, la que se me quedó grabada; uno de los cascos, el más redondeado, es tan pulido y brillante que hace las veces de espejo. En ese plástico vítreo se reflejaban los rostros sonrientes de las personas que rodeaban a los dos músicos, esas celebridades que hacen de la exterioridad su seña existencial, mientras que ellos lo hacen de la interioridad; ese casco redondeado estaba diciéndole a todos los presentes y a todos los espectadores: aquí dentro es donde está la libertad, sois vosotros quienes estáis encerrados fuera, vuestra visibilidad extrema es vuestra prisión. Nosotros, como la literatura oral, estamos libres de cualquier forma de imagen, somos sonido en estado puro.

 

La tercera y última burbuja es más antigua, por más que sea en los últimos años cuando estamos llegando a su clímax, a su punto álgido. Es la burbuja comunicativa. Descrita tempranamente por Lipovetsky, estudiada por Sloterkijk en el primer tomo de sus Esferas, su metáfora visual podría estar en el telefilme The Boy in the Plastic Bubble (1976), dirigido por Randal Kleiser y con John Travolta de protagonista. A quienes éramos niños cuando la emitieron en TV nos producía una extraña sensación de angustia y de envidia, mitad por el régimen de excepción, mitad por la falta de ambiente respirable. La película, sin imaginarlo, tenía dos componentes que mucho después se pondrían de moda: los sistemas de inmunodeficiencia y la exposición transparente de la vida privada. Aquí podemos tender un puente inverso con la Pump Room de Kicsiny: el niño del filme no podía tener más contacto con la realidad que el cable (la tele por cable). Más tarde le crean una especie de traje espacial para que pueda salir de casa, lo que nos acerca a Daft Punk pero en sentido contrario, puesto que el rostro es lo único que podía verse del personaje, mientras que en el grupo francés es el rostro lo negado, lo preterido. La imagen del burbujeante Travolta ha sido utilizada como símil de la distancia que la tecnología impone entre nosotros y la vida, a través de las formas de visión distante, la tele-visión. Autores como Michel Heim, Steven Shaviro o Slavoj Zizek han coincidido en que la mónada leibnizniana es una metáfora aplicable a esta situación de burbuja, ya que presenta un modelo extrapolable a un individuo que está al mismo tiempo conectado y aislado. En su reciente ensayo Mierda y catástrofe, Fernando Castro Flórez utiliza la imagen de otra burbuja, la de cemento armado: "podemos pensar que la conexión (permanente) a la tele es una de las manifestaciones de la bunkerización que es, propiamente, un estar cómodo propio del nomadismo sedentario contemporáneo, cuando se cumple la consigna de sustituir la realidad por la virtualidad"[1]. También aquí se produce una de esas inversiones especulares que estamos desarrollando a lo largo de este texto ilustrado, esas situaciones de inversión de poder donde se alternan los papeles tradicionales de preso y carcelero: cita Castro al filósofo Félix Duque en tal sentido: "Si el Estado moderno internalizaba lo anómalo en cárceles, hospitales y manicomios, ahora la reclusión es buscada por el propio individuo, que convierte su casa en bunker protector y aislado, a la vez que paradójicamente se conecta ubicuitariamente mediante la televisión y la informática"[2]. Y hay en todo momento un choque de visión, un momento en que la transparencia se topa con la opacidad inherente a todo poder que se pretende tal. Es el límite metafísico del muro, del objeto interpuesto para que no se pueda ver más allá: el muro azul del fin del mundo de The Truman Show, el vaso de café o de cola que ingieren los buzos de Kicsiny, el casco reflectante de Daft Punk, el muro de la imagen espectacular como objeto que no deja ver más allá de sí misma en cuanto imagen. Así lo explica Frank Harmann en Medienphilosophie (2000): "El hombre medial del presente vive en la inmediatez del aquí y del ahora, pero no se preocupa por la posible ventaja de ser consciente de ese estado de inmediatez, porque este es el resultado de una ceguera previa a la praxis medial"[3]. En la mediación telemática, lo único inmediato es la imagen misma; cuando no vemos más que una imagen del mundo estamos perdiendo al mundo; algo que no sucede cuando vemos una pantalla pero sí en las modalidades de visión inmersiva (Realidad Virtual, etc.), en que lo medial nos engloba como la escafandra al submarinista.

 

La literatura reciente ha sido sensible a esta percepción membranosa. La distopía sería Cero absoluto (2005), de Javier Fernández, donde los ciudadanos llevan un casco de RV puesto todo el tiempo. La novela realista -dentro de un orden posmoderno- sería Cut & Roll de Óscar Gual: "Subes sin moverte, cruzándote con los que bajan y sin mirarlos a los ojos. Los oídos sellados con el iPod y paseándome por entre las multitudes, pero una invisible membrana me impide impregnarme del ambiente. Es como estar dentro del papamóvil. Y con mi propia banda sonora"[4]. El poemario, de Diego Doncel: "La televisión continúa emitiendo porno. / Las autopistas se extienden detrás de las burbujas"[5]. Y la descripción fenomenológica, de Germán Sierra: "Burbujas (...) que hasta hace poco formaban parte del Estado Líquido General y de repente se individualizaron, adoptaron la perfecta forma de la esfera y no volverán a reunirse hasta haber estallado en la superficie, hasta entrar a formar parte del Ideal Estado Gaseoso"[6]. Y también se ha visto en otras literaturas, como la brasileña:

 

"Encerrados en sus casas o departamentos de los grandes centros urbanos, cercados por toda la parafernalia de objetos y bienes culturales que la modernización produjo en estas últimas décadas para una minoría, los sujetos anónimos de estas narrativas (sean los de Sérgio Sant'Anna o, en otro tono, los de C. F. Abreu, usados aquí como ejemplos de ‘nuestros pintores de la vida moderna'), pueden complacerse en mirarse sólo a sí mismos y olvidarse del mundo que ruge allá afuera (...) Encerrados en sí mismos, los narradores de hoy abominan de cualquier shock que pueda estimularlos para romper la burbuja protectora"[7].

 

Pero la cuestión es más peliaguda, porque los espacios donde viven estos personajes también están construidos como una burbuja, según Rem Koolhaas: El ‘espacio basura' está sellado, se mantiene unido no por la estructura, sino por la piel, como una burbuja"[8]. El aire acondicionado, las ventanas dobles, el sellado de espacios, nos aísla del ruido pero también del entorno, como es lógico. Pasamos de unos compartimentos estancos estáticos, las casas, a otros dinámicos, los coches, y en ambos mantenemos la continuidad artificial del aire acondicionado y la conexión perpetua a las redes telefónicas y telemáticas. Podemos pasar un día entero sin respirar el aire de la calle pero, seguramente, ya no podríamos dejar de conectarnos en algún momento. Somos buzos por elección, transparentes por destino. "Cada uno de nosotros convertido en una pequeña burbuja vulnerable, desconectada del resto, en una flor hipernitrogenada que apesta en su estrecho invernadero"[9]. Las vainas o casquetes individuales donde sueñan los habitantes de Matrix, quienes creen tener una vida real pero alimentan a una máquina a la que se conectan mediante cables, son las burbujas con las que cerramos.

 


[1] F. Castro Flórez, Mierda y catástrofe; Fórcola Ediciones, Madrid, 2014, p. 83.

[2] F. Duque, el mundo por de dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana; Ediciones del Serbal, Barcelona, 1995, p. 125.

[3] Citado en José Manuel Fernández Sánchez, "El giro medial como transformación de los medios (desarrollo paradigmático y deriva epocal en la praxis humana", en Faustino Oncina y Elena Cantarino (eds.), Giros narrativos e historias del saber; Plaza & Valdés Editores, Madrid, 2013, (pp. 110-134), p. 130.

[4] Óscar Gual, Cut and roll; DVD Ediciones, Barcelona, 2008, p. 196.

[5] Diego Doncel, Porno Ficción; DVD Ediciones, Barcelona, 2011, pp. 65-67.

[6] G. Sierra, Intente usar otras palabras; Mondadori, Barcelona, 2009, p. 278.

[7] Tania Pellegrini, La imagen y la letra. Aspectos de la ficción brasileña contemporánea; Fondo de Cultura Económica, México D.F. 2004, p. 79.

[8] Rem Koolhaas, Espacio basura; Gustavo Gili, Barcelona, 2007, pp. 8-9.

[9] Moreno, Javier. 2020. Madrid: Lengua de Trapo, 2013, p. 181.



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27 de enero de 2014
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Se vende París

Los celadores de la quintaesencia parisina han relajado sus fieras costumbres y abierto de par en par las puertas de su alma. Si usted es un magnate que ha suspirado, en su anhelo de grandeza, por pasar una noche en el palacio de Versalles, ahora le recibirán con una alfombra de rosas, camelias y peonías. Y si tan sólo pasa por excéntrico stendhaliano cuyo sueño es cerrar el Louvre y montar un cenáculo con cuatro buenos amigos entre Delacroix, Ingres y Géricault, le bastará con pagar entre 5.000 y 20.000 euros, seguridad incluida. Incluso se puede construir un Louvre en Dubái, una franquicia nacional, a cambio de un mullidito cash flow. Hoy, casi cualquier museo de París, palacio neobarroco, bulevar para flâneurs o fuente del Segundo Imperio puede alquilarse, por no hablar de la gloriosa porción de patrimonio histórico que Hollande ha puesto en venta (como el cuartel Lourcine, en el bulevar Port-Royal, por 52 millones de euros). Sarkozy ya demostró cómo se podía mercadear con la piedra noble con la venta del legendario edificio de la Imprenta Nacional a un precio irrisorio que hizo bramar a las inmobiliarias. Deshacerse de viejos inmuebles tocados por la grandeur que casi todos los franceses sentían como suyos ha reblandecido a sus ciudadanos, que cada vez compran menos flores y menos baguettes, y asisten a la debacle del empleo juvenil -que ha sobrepasado el 25%-. Durante la semana de la alta costura, muchos hoteles han pinchado; taxis con su humilde luz verde podían pararse en plena calle, cuando hace cuatro días no daban abasto con las colas de las paradas; en el restaurante L’Avenue, cuyas camareras-modelos antaño te atendían mirándose a la punta de los pies, había mesas libres y las serveuses se habían convertido en encantadoras gacelas. Este invierno, cualquier español debe paladear el manjar de la condescendencia al cruzarse con un parisino solidario con nuestra crisis, el mismo que hace un par de años se echaba las manos a la cabeza -y estallaba en una cyrana carcajada- ante el estropicio originado por tanta fiesta y siesta. Mientras Hollande y sus mujeres ocupan las portadas de todos los semanarios, amarilleando ruidosamente el quiosco, el anuncio de nuevos impuestos y tasas, la subida del IVA y los recortes sociales agrisan una ciudad que fue concebida para hacer literatura. Y parece ser, en cambio, que sólo McDonald’s pudo evadir más de 2.000 millones a Hacienda desde el 2009 porque el Hollande tasador de ricos no fue capaz de controlar a una gigantesca y multimillonaria cadena de hamburguesas. Mientras tanto, el 80% de franceses están en contra de la política fiscal del Elíseo, Le Figaro publica que Amancio Ortega ofrece 1.200 millones de euros por una veintena de inmuebles en los barrios más chics y los qataríes, de aspiraciones afrancesadas, a este paso acabarán comprando la Tour Eiffel. Hasta París entero. (La Vanguardia)

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27 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Leche

Aunque advierto de antemano que no es este el caso, cuando un libro llega a las manos de un lector inocente (es decir, aquel que sólo aspira a que le cuenten bien una historia y le da lo mismo si el autor es macho o hembra, si fuma en pipa o come los huevos fritos con cuchillo y tenedor) y lo hace precedido de unánimes y entusiásticos elogios puede ocurrir que tanto entusiasmo y unanimidad provoquen el efecto contrario al esperado. Al fin y al cabo, decir que se trata de una voz nueva y original, que unas veces suena tierna y otras cruel o que resulta altamente inquietante, en el fondo no es decir nada porque es lo que probablemente pensaron los primeros lectores de Rimbaud, los editores que no sabían cómo quitarse de encima un copioso manuscrito firmado por un tal Proust o los primitivos defensores de Bukowski, por poner tres ejemplos de escrituras diametralmente opuestas y que sin embargo bien merecen esos u otros elogios.

                La primera sorpresa que le reserva  Marina Perezagua a quien no haya logrado sustraerse enteramente de las amables directrices insinuadas por sus entusiastas radica en el lenguaje. En contra de la idea que pueda hacerse cada cual, la prosa es sencilla y directa, de frase corta y muy precisa, en el sentido de que recurre siempre al término sancionado por el diccionario  incluso cuando habla de cuestiones  médicas y científicas. También los recursos narrativos son muy sencillos y directos, casi siempre en primera persona  y con saltos en el espacio y el tiempo bien calculados (o bien explicados) para evitar confusiones.

                Lo novedoso está en cómo cuenta las historias, o dónde pone el acento de la emoción narrativa, y no hay ejemplo más accesible que el relato inicial titulado “Litle Boy”. A mi con los relatos de Hiroshima me pasa un poco como con el Holocausto o los años más criminales de Stalin. Siento una empatía infinita con las víctimas, maldigo a los verdugos y  abomino de los rasgos que pueda compartir con éstos debido a que todos somos humanos y algo tendremos en común. Pero mi capacidad de horror es finita y ya no me caben más ejemplos de la bestialidad que supuso lanzar una bomba atómica que causó 125.000 muertos y 350.000 heridos, la horrenda matanza de 6.000.000 de judíos o las brutalidades estalinistas ya fuera contra personas o contra poblaciones enteras. Necesito encontrar un Vasili Grossman para que me entre una historia más de salvajadas soviéticas y, a partir de ahora, una Marina Perezagua para entrar de nuevo en el matadero de Hiroshima. La originalidad de su lenguaje no consiste en buscar palabras sofisticadas o giros inesperados a las frases. Lo que tiene de personal, y muy de agradecer, es que va por libre y que las teclas que toca, las fibras que remueve o los puntos fuertes de su relato no parecen pertenecer a ninguna tradición, ni salen de ninguna escuela.

                En cierto modo Marina Perezagua transmite la impresión de que cuenta lo de siempre (y qué otra cosa se puede contar si no son versiones repetidas de la desgracia inherente a la condición humana) pero haciéndolo como si fuera la primera vez, o como si nadie hubiese oído hablar nunca de una ciudad arrasada por un artefacto caído literalmente del cielo y ella tuviese una necesidad urgente de contarlo para que todo el mundo se entere. Pero también pueden ser una sarta de crueldades durante una guerra en Oriente, una  espléndida versión del mito del Minotauro, la ciega abnegación de alguien que está cuidando de un despojo humano “que no se debate entre la vida y la muerte sino entre la muerte y la cosa”  o las últimas horas de un condenado a muerte mediante una inyección letal y que con un simple giro elegante en la última línea del relato enlaza directamente con un predecesor que, 32.000 años atrás se salvó del ataque de un lobo y dio inicio a una línea de descendientes que termina en esa mesa de ejecución.

                Salvo en algún caso, como es el del reiteradamente citado Hiroshima, los relatos son intemporales y sin apenas referencias geográficas, por lo que todo lo que se cuenta no tiene más referencia que la propia coherencia narrativa, y probablemente sea esa indefinición lo que produce la sensación de encontrarse en un mundo que ha alcanzado un punto terminal que no acaba de ser tal porque de hecho es un  comienzo y no un fin. Como todo ciclo vital.

                Y aunque sea una cuestión por completo ajena a la calidad o la originalidad del libro, creo justo mencionar que se trata de un objeto tan bello por dentro como fuera, pues la acuarela de Walton Ford que ocupa la portada y contraportada es una maravilla de delicadeza y expresividad. Da gusto dejarlo por la casa para irlo encontrando de cuando en cuando.

 

Leche

Marina Perezagua

Los libros del lince         



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26 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cabeza del tirano

La negociación no siempre es lo contrario del enfrentamiento. A veces es su complemento. Eso es lo que sucede en la conferencia de paz que ha empezado esta semana en Suiza con el objetivo de terminar la guerra civil en Siria bajo los auspicios de Naciones Unidas y la presencia de representantes tanto del régimen de Bachar el Asad como de parte de la oposición armada. El régimen nada espera de esta negociación, a excepción de la compra de tiempo. Lo compró cuando usó las armas químicas con el efecto de una resolución de Naciones Unidas para su destrucción que ha bloqueado la eventualidad de un ataque como el que terminó con Gadafi. Y lo compra ahora cuando va a sentarse con la oposición para rechazar la idea de un Gobierno de transición con la presencia del propio asesino en jefe que es Asad. Su partida es para la oposición un requisito previo, objetivo que coincide con el de Arabia Saudí y Catar, y por supuesto Estados Unidos y la Unión Europea. La cabeza de El Asad es una baza de enorme valor, hasta el punto de que su aparición en la mesa de juego ha impedido la presencia de Irán. Para que el régimen de los ayatolás fuera admitido en Ginebra era imprescindible que aceptara la deposición del responsable máximo de los 130.000 muertos, los ataques químicos, los millones de desplazados y del horror de las imágenes de esos 11.000 cuerpos salvajemente martirizados que Catar ha documentado en vísperas de la conferencia. Hasan Rohaní, el presidente aperturista de Irán, no ve las cosas así, tal como ha explicado en el Foro de Davos, en la misma Suiza, donde ha proseguido la ofensiva diplomática que acompaña a su hasta ahora exitosa negociación nuclear y al progresivo levantamiento de las sanciones occidentales. Rohaní actúa bajo la vigilancia de los poderes fácticos, es decir, el líder supremo, Alí Jamenei, y los Guardianes de la Revolución, preparados para ceder por intereses económicos en el programa nuclear, pero no a perder su área de influencia en Siria y Líbano. Su interés es una alianza de todos contra el terrorismo de Al Qaeda, cada vez más poderoso dentro de la oposición armada siria. Está visto que nada sirve mejor a El Asad que el sangriento protagonismo yihadista. La eventual creación de corredores humanitarios, los intercambios de prisioneros y la declaración del alto el fuego en determinadas ciudades bastan para justificar la conferencia. Pero lo que reúne a los 40 países participantes es la cabeza del tirano, unos para salvarla y otros para cortarla. En cuanto pierda valor ante quienes lo sostienen, Rusia el que más, se convertirá en moneda de cambio y permitirá el desenlace del conflicto. Y esto, al final, es solo cuestión de tiempo. El problema es saber cuánto le queda a Siria para que no se hunda en el vendaval de sangre y fuego de esta guerra civil que va a cumplir ya tres años.



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25 de enero de 2014
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