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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El potaje de sorrentino

Una tentación mortal para la obra del artista es el exceso de cantidad, el demasiado peso, la abundancia de elementos y componentes. Una película como la de Paolo Sorrentino, La gran belleza, celebrada por casi todos los críticos con clamoroso entusiasmo padece esta plomada del plato sobrecargado de alimentos y especies, salsas y patés.

 La inteligencia del artista -como la del investigador o el periodista- se advierte en la finura con que distingue lo principal de lo secundario. Una buena idea, una magnífica idea cae con facilidad si es ahogada por la abundancia de su séquito. Para que esa idea importante no pierda su energía y cualidad lo mejor es hacer que sea ella y no nosotros quien gobierne su transcurso. Los énfasis del autor, su trufado con otras carnes afines, la multiplicación de los puntos de vista (ciego s o no) terminan por oxidar el fuste de la inspiración principal y oxidar el lenguaje para transmitirla. Esa buena idea no necesariamente ha de exponerse desnuda opero sí con la suficiente desnudez para que enseñe sus carnes y no la joyería y los aditamentos.  Lo bueno es bueno sin disfraces. Lo atinado expone su puntería cuando no hay mil arcabuces y bombas haciendo ruido en su alrededor.  La gran belleza ya es un título que da a pensar en su abigarramiento. O, mejor, en su derramamiento entre en signos de diferente color y tamaño, formas y lenguajes, que terminan por convertir la delicia en empalago y lo distintivo en un rancho apelmazado.

Todos los que se han mostrado defensores de esta obra reconocen la mala mano de Sorrentino en otros filmes y, también sus similitud con La dolce vita de Fellini. No cabe duda de que Fellini está presente en la falsilla de esta película pero sus influencias se ensucian con la supercarga de efectos colaterales.  El espectador no es tonto por naturaleza. Tampoco es listo de nacimiento. Pero pone los cinco sentidos cuando va al cine y le empacha que se los empapucen repitiendo una y otra vez vómitos del mismo menú. No hablemos ya de los despropósitos del gusto del autor en cuanto al color, las muchas bacanales, los constantes desnudos y las molestas y feas inconsecuencias del montaje, tal como si Sorrentino se hubiera hecho un lío con los cortes y luego se pegaran con el mismo desorden que efectivamente demuestra no poner la guía máxima en la idea capital.

Los nostálgicos de aquel cine italiano de los 60 puede que se consuelen con las reminiscencias que la película felliniana comporta. Pero para los amantes del cine en los años que vivimos esto no es un remake, ni una parodia, ni un homenaje. Concluyamos, sencillamente, que es un  "potaje".



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18 de febrero de 2014
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La Primera Guerra Mundial, Maurice Ravel, Josep Colom y la mano izquierda

Desde que la leí, la historia me pareció emocionante, reveladora y simbólica: el prometedor pianista austríaco Paul Wittgenstein fue enviado a pelear por su país a la Primera Guerra Mundial. Paul pertenecía a una muy rica y muy culta familia de industriales judíos. Su hermano, Ludwig, fue uno de los más importantes filósofos de su época.

En el frente Paul perdió una mano: la derecha. A la vuelta quiso proseguir su carrera de pianista, y a lo largo de los años una veintena de los principales compositores del siglo, como Benjamin Britten, Richard Strauss, Erich Korngold y Sergei Prokofiev,  compusieron para él piezas donde sólo debía emplearse la mano izquierda. 

De estas piezas, la obra maestra que quedó para siempre en el repertorio es el Concierto en Re mayor de Maurice Ravel. Yo había escuchado muchas grabaciones de esta pieza, la tenía en discos y casetes, pero nunca la había oído en vivo. Este fin de semana, la Orquesta Sinfónica de Barcelona la tocó en su ciclo de conciertos con el eximio y concentrado pianista Josep Colom y el veterano director Antoni Ros Marbà, dos grandes músicos catalanes.

*          *          *

Josep Colom es un pianista atípico: parece un filósofo de barba blanca perdido en sus elucubraciones, camina desgarbado y viste de forma más que sobria, pero cuando se sienta al piano brota de su cuerpo una elegancia que viene más del espíritu y de la inteligencia que del cuerpo. Tras una breve reverencia al público, se sentó con la mano derecha reposando, como dormida o mustia, sobre su pierna, y se lanzó a dialogar y luchar artísticamente con una orquesta de más de cien músicos.

La obra de Ravel es sabia y brillante: tiene toques de jazz, pero de un jazz latino, como caribeño, propio de la alegría y la inocencia de esos albores del swing. Su obra es de 1929. La orquesta ataca con oleadas sonoras al oyente pero nunca tapa al piano. Los instrumentos de viento tienen momentos de gran lucimiento, y hacia el final, se combinan con el piano para avanzar en un frenesí rítmico que recuerda el ímpetu creciente del Bolero.

*          *          *

Colom estaba reconcentrado, olvidado del espectáculo, en ocasiones sonreía mirando cómo tocaban los músicos que lo rodeaban. La ovación que vino al final pareció tomarlo de sorpresa. Volvió al escenario y se sentó en la punta de la banqueta, como en el sillón de su casa, a explicarnos que tocaría un arreglo que había hecho Leopold Godowsky de un Estudio de Chopin para Wittgenstein, también para la mano izquierda.

Usualmente, por más brillante que haya resultado la interpretación, en estos conciertos con orquesta, la primera parte termina con un bis, uno solo, del intérprete. El público seguía aplaudiendo, y Colom tocó un segundo bis, también para la mano izquierda: un precioso, delicado preludio de Alexander Scriabin.

Con la mano derecha en la rodilla, parecía un actor que no quisiera o no pudiera salir de su papel. Caía la noche en Barcelona y salimos a hall, despojado y claro, del Auditori. La gente hablaba poco, como si a todos se nos hubiera metido algo de Josep Colom.

*          *          *

Ya en la calle, me acordé de un hecho que nadie cuenta. Ravel era francés; Wittgenstein era austríaco. El concierto estaba escrito para un soldado enemigo. ¿Enemigo? En esta historia de un compositor generoso y un pianista valiente, los bandos ya no tenían ningún sentido.

Estos días se conmemoran los 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Qué buena forma de recordar esa carnicería atroz: sin la mano derecha, que la humanidad perdió en la Gran Guerra, seguimos haciendo arte. Pese a todo. Seguimos tocando el concierto de Ravel.  

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17 de febrero de 2014
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Petróleo blanco

El mapa del mundo se construye sobre el combustible, el de los motores y el de los cuerpos. El combustible de los motores es el petróleo, el de los cuerpos es la coca”, escribe Roberto Saviano en su Cero, cero, cero. Cómo la cocaína gobierna el mundo (Anagrama). Se trata de un trabajo de investigación, profundísimo, admirable. El talento de Saviano tiene difícil comparación por su fuerza narrativa, su rigor y su capacidad de análisis, entomólogo de las realidades ocultas. Con 27 años escribió Gomorra, y desde entonces vive amenazado, aunque sin esconderse; este libro se lo dedica a los carabinieri que integran su escolta, “a las 38.000 horas pasadas juntos. Y a las que todavía hemos de pasar”. El periodista y escritor napolitano parece no conocer el miedo: “La cobardía es una opción, el miedo un estado”. A lo largo de sus 500 páginas ahonda en el impacto del tráfico de droga en la economía mundial, la organización de los grandes cárteles y su enorme y sombrío poder: sólo en México, la puerta a Estados Unidos, mueven entre 25.000 y 50.000 millones de dólares al año. Y demuestra cómo la crisis económica potencia las finanzas criminales, llegando a asegurar que el Bing Bang moderno, el de los flujos financieros inmediatos, parte del negocio de la coca colombiana. Del perico, la farlopa, Charlie, Snow White, heaven dust, flow y blow… nombres misteriosos y sugerentes en todas las latitudes. Saviano denuncia que nuestra sociedad esnifa para, regando sus neurotransmisores con dopamina, aligerar su gravedad y eliminar barreras, para quererse más antes de reventarse el cerebro o el corazón. La política del narcoestado reproduce los códigos de la mafia, la Onorata Società y, de hecho, sus capos adiestran a la burguesía criminal latinoamericana, dispuesta a dominar las inversiones mundiales. Coincide la aparición del libro en España con la consternación por la muerte del gran Philip Seymour Hoffman, aparentemente a causa de una sobredosis de heroína. Justo cuando creíamos que la euforizante reina cocaína domina el mundo, nos informan acerca del repunte de esta droga a causa de los elevados precios de algunos medicamentos, de analgésicos a antidepresivos. En las calles norteamericanas, una dosis de heroína cuesta unos 6 euros, mientras que una caja de Vocidin pasa de 100. Es fácil asociar este letal revival, así como el ascendente poder de los cárteles, a un creciente impulso de muerte, un suicidio no del todo consciente de una sociedad desnortada. Por ello, me quedo con una frase que a Saviano le cuesta escribir: “Por más terrible que pueda parecer, la legalización total de las drogas podría ser la única respuesta para parar la guerra”. No son pocas las voces autorizadas que defienden este argumento como la única política de lucha real contra el narcocapitalismo. Desde la legalidad.

(La Vanguardia)

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17 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La vértebra del jugador

Así como cuando se estropea la nevera nos hacemos una idea más cumplida de la importante función que cumplía, sólo cuando nos estropeamos somos conscientes de lo bien que estábamos cuando nada nos dolía. Porque el dolor es, como las barras que aparecen en la pantalla del ordenador, esos elementos que cuando se esconden no hay modo de recordar qué contenían y menos el peso exacto del valor que nos proporcionaban. Un aparato habla de sí mismo cuando no funciona como también la salud dañada habla de la vida cuando se aboca sobre ella. Es así que el sufrimiento proporciona saber y que la vida contemplada en perspectiva es, como decía Schopenhauer, la historia de un sufrimiento. ¿Por qué se sufre  incesantemente? No. Sencillamente porque los momentos en que la ida emerge sin vacilación es cuando duele. La vida en general, para qué engañarse, tiende a doler pero es cierto que por momentos se adormila y ni molesta ni parece que tenga límite.  Es así como también pasa con los animales domésticos que en cuanto se echan a dormir desaparecen de la casa y sólo cuando corretean, ladran o vomitan aumentan su presencia gradualmente. El malestar es la clave del estar. Estar bien en todo -cuando esto parece posible- proporciona una película velada del mundo. No es la salud pues la que revela la verdad sino que la foto real se produce entre claros y sombras y son éstas, con su presencia, quienes prestan relieve a las cosas y a las personas, el relieve y hasta el perfil de la vesícula, la cabeza y su latido parietal.

Manquillo, el defensa del Atlético de Madrid que sufrió esa acrobática caída en el partido con el Real Madrid, clavando verticalmente su  cabeza en el césped le ha causado la  fractura de unas vértebras. Antes no sabía nada de vértebras pero ahora vendrá a saberlo todo. La cultura del dolor ha dejado de valorarse en estos tiempos puesto que según los innumerables libros de autoayuda el que vale es el optimista y el tonto es el pesimista que se amarga inútilmente la vida. Al, revés de lo que pensábamos hace menos de medio siglo.

Sin embargo, con autoayudas y coaches o no, permanece el fondo indeleble y esencial de este asunto. El padecimiento apresa el tiempo. Padecer hace saber. Se hace cargo del paso y del peso del tiempo y del peso y el paso de las horas y los años. O, lo que es lo mismo, del pesar de la vida.



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17 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El desafío catalán

La expresión ha hecho fortuna en los últimos tiempos, como parte de un extenso repertorio de tópicos y metáforas sobre los actuales planes soberanistas. Pero no hace falta fijarse en la actualidad para dar con ella. Ahora mismo es el título de un libro, resumen de un trabajo de investigación universitaria, que toma como referencia un editorial del diario Le Monde de 10 de febrero de 1976, titulado Le défi catalan.El volumen en cuestión, dirigido por Jaume Guillamet, lanza otro guiño a la actualidad, puesto que el objeto de estudio es nada menos que la prensa internacional, es decir, la internacionalización de aquel desafío. Guillamet y un equipo de investigadores han localizado tres centenares de referencias periodísticas sobre la transición en Cataluña entre 1975 y 1978 y han compuesto con ellas un relato de aquella peripecia histórica. El primer texto citado y que da nombre al libro El desafiament català. Un relat internacional de la Transició (L'Avenç) es un artículo editorial que toma posición respecto a las manifestaciones del 1 y del 8 de febrero de 1975 en Barcelona, convocadas por la Assemblea de Catalunya en reivindicación de la tríada democrática (llibertat, amnistia, estatut d'autonomia), cuando la transición todavía no había empezado a echar andar. Al menos, tres hechos destacan en el relato compuesto casi 40 años después. En primer lugar, el éxito de aquella internacionalización, que en su mayor parte fue espontánea y mucho más amplia de lo que los catalanes de entonces podían esperar, en unos tiempos en los que la comunicación digital no había ni siquiera iniciado sus primeros pasos. En segundo lugar, la mezcla de simpatía y de pesimismo que destilaba el conjunto de la prensa internacional ante la evolución de un país marcado por la guerra civil. Y en tercer lugar, el destacado y conocido papel vanguardista de la oposición antifranquista en Cataluña en relación al resto de España, siempre un paso adelante en las reivindicaciones y en el camino hacia la autonomía. Es fácil encontrar otros guiños y referencias útiles para hoy en la lectura de esta visión internacional sobre la transición, y puede incluso que sirva para atemperar la lectura en paralelo de los argumentarios elaborados por encargo del ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, para proporcionar munición a sus diplomáticos, y por el consejero de Presidencia, Francesc Homs, para responderle y rebatirle en su mismo terreno; capaces ambos de convertir una misma circunstancia, como el regreso de Josep Tarradellas y la restauración de la Generalitat republicana, en argumento para demostrar cosas diametralmente opuestas. Muy sintéticamente, para el documento del gobierno español titulado Por la convivencia democrática, el regreso de Tarradellas fue una prematura demostración de la permanente voluntad democrática de entendimiento con Catalunya; mientras que para el documento del gobierno catalán titulado Estrechar lazos en libertad es la prueba de que Cataluña es un sujeto político anterior a la Constitución, cuya institución histórica medieval no hubo más remedio que reconocer para garantizar el éxito de la transición. Ambas interpretaciones, a pesar de sus respectivos sesgos ideológicos, tienen la virtud de situar el foco en un momento decisivo para la transición española, en el que tanto o más que la amenaza militar interna pesaron los condicionamientos internacionales hoy prácticamente olvidados de la guerra fría y de las exigencias de poner coto al ascenso de los partidos comunistas del sur de Europa, agrupados bajo la etiqueta del eurocomunismo. El historiador Joan Culla lo contó de forma eficaz en una aportación a Memòria de Catalunya, una colección de fascículos luego publicada como libro por El País-Catalunya (Taurus, 1997): ?Es evidente que los resultados electorales del 15 de junio de 1977 contribuyeron de forma decisiva al acuerdo entre Madrid y Saint Martin-le-Beau. El hecho diferencial que constituía el triunfo social-comunista-republicano en Cataluña (los socialistas, el PSUC y Esquerra sumaron en aquellos comicios el 51'2% de los votos) sembró la alarma en el puente de mando de la transición española y convirtieron a Tarradellas en el mal menor?. Frente a los argumentarios, la historia. Y sus lecciones, mucho más interesantes que la propaganda y los sofismas de unos y otros. La respuesta al desafío catalán de hace 40 años fue el regreso de Tarradellas, que cerró el paso a la izquierda y facilitó el camino a la Constitución y al autogobierno. Fue un movimiento inesperado y valiente, de un presidente como Adolfo Suárez dispuesto a arriesgar y legitimar una institución de la Segunda República, después de haber legalizado al Partido Comunista. Siendo la primera piedra del futuro Estado de las autonomías, la negociación previa entre Suárez y Tarradellas fue bilateral; el trato fue singular para Cataluña; y, al final, llegó el reconocimiento y la legitimación de una institución histórica catalana por parte del Gobierno y la Corona. ¿Alguien osaría hacer algo así ahora? Quien sea capaz de imaginar una jugada de ajedrez como aquella para las actuales circunstancias tendrá quizás en sus manos el mapa para salir del callejón donde nos hemos metido



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17 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Figuraciones mías

 

Los maestros antiguos, fundamentalmente aquellos que no ocultaban un cierto ramalazo cínico, tenían a su disposición una fórmula que les ponía al abrigo del acoso de algún alumno levantisco y escandalizado por las  incongruencias  detectadas entre las enseñanzas teóricas del maestro y la conducta personal  de éste: “Tú haz caso de lo que digo y no te preocupes por lo que hago”, era la  réplica ritual de aquellos hombres sabios.

El modelo moderno de sabiduría (y frescura) magistral es sin duda el Henry St. George de La lección del maestro, de Henry James: lo que el gran escritor consagrado le dice al joven neófito es que para triunfar en el arte es preciso renunciar a las pompas y vanidades de este mundo (incluido el amor); pero  lo que hace el avispado maestro es llevarse a la chica mientras el pobre tonto que aspira a la gloria trabaja como un condenado. 

En el caso de Fernando Savater habría que introducir una pequeña variante  porque en lugar  de perder el tiempo averiguando lo que hace (y da la sensación de que se divierte muchísimo haciendo lo que hace) hay que estar atentos a lo que lee, pues cuando le da por contarlo es insuperable. En 1976 ya dejó constancia de por dónde iban sus preferencias con un libro (La infancia recuperada) en el que sólo hablaba de gente como Stevenson, Julio Verne, Jack London, Daniel Defoe, Emilio Salgari, Conan Doyle o Tolkien. Es de señalar que en aquel momento triunfaba la literatura experimental y reflexiva y decirse admirador de Tolkien, entonces un desconocido, era casi una provocación. Y en otro libro no muy posterior (Criaturas del aire, 1979) quienes  hablaban  eran los propios personajes mitificados en las lecturas infantiles y ahora reivindicados, desde Sherlock Holmes, Tarzán o Fu.Manchú  hasta Drácula, aunque también tenían voz  personajes históricos tan dispares como  Juliano el Apóstata y  Bakunin o incluso un místico tan desconocido fuera de Sevilla como Miguel de Mañara, ninguno de los cuales desentonaba al alternar sus intervenciones con los Phileas Fogg, Mefistófeles, Simbad o Peter Pan que los precedían o seguían en el orden de aparición.

Por suerte para todos, Savater conoce sus puntos fuertes y para Figuraciones mías  ha elegido personalmente aquellos escritos que mejor reflejan sus gustos (o para decirlo con más precisión, sus amores desde siempre). El resultado, por lo  festivo, es como un pim pam pum de feria en el que los trofeos ganados en los aciertos van desde Cioran y Emerson a Baroja, Virginia Woolf,  Dante o Tolstoi, saltando de unos a otros con la frescura que da el conocer y haber pasado muy buenos ratos con todos ellos, pero no por otra razón se decía un poco más arriba que Savater transmite la sensación de divertirse muchísimo leyendo, con la particularidad de que encima sabe decirlo después.

 Incluso cuando se trata de darles  un palmetazo en los nudillos a los sabelotodo que se creen obligados a intervenir de continuo para decirnos lo que debemos hacer (y en este caso me refiero a los miembros de la Academia filosófica que fruncen el ceño ante cualquier escrito que muestre un vestigio de lo que ellos consideran “frivolidad”) Fernando Savater sabe hacer un guiño y esconderse tras una voz respetada para decir:   “Los filósofos que sólo escriben para filósofos profesionales actúan de un modo casi tan absurdo como actuaría un fabricante de calcetines que sólo fabricase calcetines para fabricantes de calcetines”. El autor del que se toma prestada  la observación es Odo Marquard, un viejo filósofo alemán perteneciente a la escuela de la ironía escéptica (faltaría más) y del que el propio Savater, en otro artículo no recogido en la presente selección, dice que hace disfrutar porque es “erudito pero ligero, profundo y divertido, profundamente divertido”. Con semejante aval sería un crimen no ir corriendo a una librería con intención de pasarlo tan bien como él. Para tranquilidad de quienes saben reconocer un buen consejo, sepan que pueden encontrar libros suyos en Paidos, Trotta y Pre-Textos, aparte de que la editorial argentina Katz publicó en 2007, Felicidad de la infelicidad. Reflexiones filosóficas.

La segunda parte de Figuraciones mías está dedicada a la educación y el futuro papel de la filosofía en la formación, que es un problema al que Savater ha dedicado una gran atención y que le ha costado no pocas trifulcas, fundamentalmente con los estamentos  religiosos y educativos más retrógrados. Al final (Tercera parte) y de forma casi testimonial (quiero decir que no entra al trapo con su artillería habitual) Savater plantea la cuestión de la supuesta “gratuidad de la cultura” defendida por los usuarios de Internet.


 


Figuraciones mías


Fernando Savater


Editorial Ariel


 


 



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16 de febrero de 2014
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Alma de rockabilly, corazón de flamenca

“Dos mujeres”. Tan solo con pronunciar esa locución sellada con lacre, y el imaginario colectivo se colorea de la proverbial competencia femenina. Duelos a muerte entre mujeres que no están dispuestas a perder su trono. Qué tentación la de alimentar maledicencias a riesgo de retrasar la asunción de la verdadera igualdad que, entre otras cosas, contempla que dos mujeres puedan discrepar públicamente, como ellos, con deportividad. El estilo es un cajón de sastre tan arbitrario como determinante. Pongan en la coctelera un bolso, por ejemplo uno de Miu Miu y otro de loneta a rayas; un andar más campechano, de zancada amplia, y otro más self confident, con suave contorneo; un discurso rápido de reflejos, frente a una contundencia propia de una auténtica dama de hierro que ha tenido que bregar con una fontanería de machos alfa. No hablamos de Rihanna y Beyoncé, no, sino de Soraya Sáenz de Santamaría y de María Dolores de Cospedal, respectivamente. Dos mujeres que apenas tienen un segundo que perder en rifirrafes. Porque se trata de dos señoras de la política, llegadas a la primera línea de fuego en el 2008, cuando Rajoy -tras el fracaso electoral- decidió romper con el pasado. A Soraya la llamaban por entonces “la niña” y apenas contaba con currículum político, pero parecía tener ojos en la nuca. Se hizo cargo de la portavocía de la oposición con tejanos y chalecos de piel frente a los trajes rosas con maquillaje coordinado de María Teresa Fernández de la Vega. Fue la primera de su promoción en Derecho, luego abogada del Estado con 27 años, y ha devenido en una profesional de la política sin pasado ideológico. La responsable de adecuar paulatinamente su imagen y su estilo ha sido su jefa de gabinete desde entonces, María González Pico, quien la alejó del cliché de alta funcionaria aconsejándole que se ajustara a la etiqueta de “una tía normal” que madruga más que nadie para empaparse de todo. Nunca ha tenido asesor de estilo aunque se haya publicado, tan solo amigos fashion. Y nunca ha acusado el endiosamiento propio del síndrome de Napoleón que afecta a tantos líderes bajitos. Acaso gracias a los tacones. La mujer con mayor poder de España, que controla desde el Cesid hasta el concierto autonómico, vive en un barrio arbolado de Madrid, la Fuente del Berro, junto a su marido Iván Rosa -ejecutivo de Telefónica-, con quien tuvo su primer hijo hace dos años. Ella misma reconoce que ha tenido que ganarse el respeto, y superar el primer “test visual” que aún se exige a las mujeres. Viste a menudo ropa de Zara, Miguel Palacio, Sandro o el joven Eduardo Rivera. Su único escándalo: un posado para un dominical con vestido de noche y descalza y una belleza despeinada. María Dolores de Cospedal, igualmente castellana, también abogada del Estado, y madre que reivindica que a una mujer se le pregunte lo mismo que a un hombre respecto a su vida privada, fue elegida en el 2010 en una encuesta de El Mundo como una de las más deseadas de España. Y su fama de guapa castellana ha tenido que ser neutralizada con blusas con lazos y recogidos austeros, y sobre todo con su fama de regia. No lleva leggings ni cueros, sino chaquetas de Montepicaza, una firma talaverana pija y muy torera. Y cuando el protocolo lo permite, peineta y mantilla. “Gusta mucho a los hombres, a todos los niveles. Le encuentran un sex appeal especial” aseguran en su entorno. Sus rasgos angulosos y algo masculinos en contraste con sus ojos verdes, resaltan su posado de maja española. En unos tiempos en que el casticismo no había conocido horas tan bajas, queda un poso de resistencia: Cospedal parece haber heredado el arrojo de Esperanza Aguirre. Estas dos políticas, una más rockabilly, otra más flamenca, han intentado huir de la prensa del corazón y aún y así les han atribuido incluso retoques estéticos con es el caso de Cospedal (quien a diferencia de Soraya, funciona con el apellido incluso abreviado). La secretaria general del PP se ha dejado ver con unas gafas azul turquesa de montura mariposa, un diseño que le quita hielo. “Nunca la he visto relajada, siempre está en guardia, es híper exigente”, dice una excolaboradora. Ella misma admitía en una entrevista de Magis Iglesias que la antipatía que se le atribuye es el resultado de una interiorización de patrones masculinos en el ejercicio del poder que ha asumido para imponerse. Faldas midi, piernas bronceadas, algún broche, zapatos de Ferragamo; también se la visto haciendo cola en Zara, marca reivindicada entre las políticas por razones obvias. Dos caracteres que han conseguido blindarse a la frivolidad, pero que deben de sopesar cada día cuánto dinero llevan puesto encima. El estilo, además de un portaequipaje de la identidad, es la caligrafía del cuerpo, la intención en la mirada y el equilibrio entre telegenia, rigor y empatía. Algo que trasciende a los guiones preparados. En una ocasión, la cantante Lolita le preguntó en televisión a su madre qué era el carisma y Lola Flores le respondió: “lo que yo tengo, y tú no, hija mía”.

(La Vanguardia)

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16 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La revoluciòn conservadora

Entre noviembre de 1989 y diciembre de 1991, un parpadeo en términos históricos, el bloque comunista que durante casi medio siglo amagó a las naciones capitalistas se desmadejó por completo, acabando con el mayor experimento de planificación social de la historia moderna. Si bien aquel brutal e insólito hundimiento se debió preponderantemente a causas intestinas -se trató más una implosión que de una derrota-, los conservadores encabezados por Reagan y Tatcher se arrogaron la victoria, como si ellos hubiesen sido los responsables de la eclosión.

Valiéndose de esta engañosa legitimidad, los conservadores no dudaron en copiar los métodos de sus enemigos y, aferrados a una ideología tan inamovible como la que habían combatido, emprendieron una revolución destinada a liquidar no ya los últimos resquicios de autoritarismo que quedaban en el orbe -tarea a fin de cuentas secundaria- como a despedazar las conquistas que, a lo largo de la guerra fría, la izquierda democrática había conseguido en su propio campo. Destruido el rival que se jactó de ofrecer una sociedad sin clases, éstos, paradójicamente rebautizados como neoliberales, se consagraron a expulsar de la agenda pública la igualdad y la solidaridad que se habían convertido en pilares del estado de bienestar.

No sería hasta la gran recesión de 2008 que los resultados de esta apuesta quedarían a la vista. La ortodoxia económica decretada por los conservadores que consiguió la desregulación de los flujos de capitales, la liberalización del comercio y una severa regulación del mercado laboral internacional, sumada a los nuevos instrumentos financieros complejos y a las directrices de la tecnología más moderna, generó una de las mayores catástrofes de los últimos tiempos, en la cual millones perdieron sus empleos o sus viviendas y vieron descender su nivel de vida a rangos de la posguerra, al tiempo que unos cuantos ejecutivos y políticos se enriquecían sin medida.

A partir de este escenario plagado de engaños, falsas interpretaciones y lugares comunes, el escritor español José María Ridao ha trazado uno de los retratos más lúcidos -y desoladores- del capitalismo avanzado. En La estrategia del malestar (2014), Ridao no cesa en su empeño de desvelar los resortes que movieron a políticos e intelectuales a lo largo de estas décadas turbulentas, exponiendo su hipocresía y exhibiendo los sofismas -o las mentiras- con que enmascararon sus intereses. Del fin del bloque soviético a los atentados a las Torres Gemelas y de las guerras de Afganistán e Irak a la caída de Lehman Brothers, Ridao enhebra reflexiones con anécdotas específicas -una joya: la olvidada burbuja económica albanesa de 1997 que tanto preludia a la reciente crisis global- para desmontar las consignas disfrazadas de argumentos y las visiones sesgadas que se fundan más en esa ideología que se quiso presentar como liquidada que en los hechos.

En La estrategia del malestar, Ridao muestra cómo los conservadores se adueñaron perversamente del término liberalismo en su estrategia de disminuir a toda costa el poder del estado, al tiempo que publicitaron la idea de que la izquierda se hallaba sumida en una profunda crisis -hasta que la propia izquierda terminó por creerlo. Por ello, Ridao afirma que "la izquierda democrática no debía estar al asalto político de ninguna fortaleza, sino defendiendo esa fortaleza del asalto político de los conservadores". Pero Ridao no se conforma con denunciar las trampas de los conservadores -y los liberales que apoyaron su cruzada-, sino que señala las incongruencias de todo el espectro político, desde los socialistas que, amagados por la derecha, se sumaron a la agenda económica neoliberal, hasta los partidos de centroderecha que, hostigados por los nuevos populismos, abrazaron sus odiosas causas.

Al término de La estrategia del malestar, uno no puede terminar más descorazonado al constatar que una era que se abrió en 1991 como idónea para extender como nunca los valores de la Ilustración -la libertad y la igualdad-, terminase sepultada en medio de guerras injustas (Irak), justificaciones de la tortura (el waterbording), limbos jurídicos (Guantánamo), recorte de derechos (para los extranjeros), nacionalismos ramplones, servicios sociales destruidos (por ejemplo en España o Grecia) y dobles raseros (uno para los aliados, otro para los demás) que dieron lugar, en fin, a sociedades marcadas por la injusticia y la falta de solidaridad.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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16 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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61. Ser (o no ser) Stiller

Un hombre es detenido en la frontera suiza con un pasaporte estadounidense falso. Al ser detenido, se le acusa de ser Anatol Stiller, un escultor desaparecido seis años atrás, y supuestamente involucrado en un caso de espionaje. Ese es el punto de partida de Stiller (1954), fastuosa novela de Max Frisch, traducida en España como No soy Stiller en 1990. La historia está contada por su protagonista, que escribe desde su celda varios cuadernos, en los que consiste la narración. El procedimiento no es nuevo pero quizá sí lo es el tour de force con el que Frisch acomete la identidad de su personaje, que en todo momento sostiene que él no es Stiller, a pesar de que Julika, la mujer de Stiller, lo reconoce como tal, así como sus amigos y próximos. / "Bastaría con decir una serie de mentiras, una sola palabra, lo que llaman confesión, y estoy ‘libre', lo que en mi caso significa condenado a representar un papel que no tiene nada que ver conmigo. Y, por otro lado, ¿cómo puede uno demostrar quién es en realidad? Yo no soy capaz de hacerlo. Yo mismo no sé quién soy. He aquí la espantosa experiencia de mi cárcel preventiva: no tengo lenguaje para expresar mi realidad"[1]. Eso escribe Stiller. Pero "quejarse de que uno nunca consigue salir del lenguaje sería como protestar porque uno no puede nunca salir de su propio cuerpo", escribe recientemente Terry Eagleton[2]. La obra de Frisch es capital porque revela el poder de la ficción -y, al mismo y fatal tiempo, sus límites- para expresar la realidad y la identidad, aunque sean las propias. / Uno de los momentos memorables acontece cuando el narrador infiere que aceptar ser Stiller podría ser una forma de aceptar su derrota existencial: "Sólo porque sé que no lo he sido nunca, lo puedo aceptar, o sea, lo acepto como el fracaso de mi vida. En realidad, uno tendría que ser capaz de ir sorteando esta confusión sin rebelarse, es decir, interpretando un papel sin confundirse con él, pero para ello tendría que tener yo un punto de apoyo..." (p. 281). A pesar de que todos tenemos un papel que representar, pues eso es lo que el yo es (así lo han visto Warren Susman y Erving Goffman, entre otros), Stiller acepta la posibilidad de tomar un papel terrible para compensar los terribles daños realizados. Es decir, y de un modo diferente pero similar al de sus novelas Digamos que me llamo Gantembein y Barba azul, alguien acepta pasar por alguien que es y no es, y además, en el caso de Barba azul, Schab acaba aceptando la culpabilidad en un crimen del que no es responsable y cuyo autor ya está detenido. Pero se siente liberado al hacerlo, como Stiller jugando a aceptar que es Stiller. "Quizá", apunta, "no soy nadie".


[1] Max Frisch, No soy Stiller (1954); Seix Barral, Barcelona, 1990, p. 96.

[2] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 176.



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15 de febrero de 2014
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El Boomeran(g)
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