Roberto Herrscher
Desde que la leí, la historia me pareció emocionante, reveladora y simbólica: el prometedor pianista austríaco Paul Wittgenstein fue enviado a pelear por su país a la Primera Guerra Mundial. Paul pertenecía a una muy rica y muy culta familia de industriales judíos. Su hermano, Ludwig, fue uno de los más importantes filósofos de su época.
En el frente Paul perdió una mano: la derecha. A la vuelta quiso proseguir su carrera de pianista, y a lo largo de los años una veintena de los principales compositores del siglo, como Benjamin Britten, Richard Strauss, Erich Korngold y Sergei Prokofiev, compusieron para él piezas donde sólo debía emplearse la mano izquierda.
De estas piezas, la obra maestra que quedó para siempre en el repertorio es el Concierto en Re mayor de Maurice Ravel. Yo había escuchado muchas grabaciones de esta pieza, la tenía en discos y casetes, pero nunca la había oído en vivo. Este fin de semana, la Orquesta Sinfónica de Barcelona la tocó en su ciclo de conciertos con el eximio y concentrado pianista Josep Colom y el veterano director Antoni Ros Marbà, dos grandes músicos catalanes.
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Josep Colom es un pianista atípico: parece un filósofo de barba blanca perdido en sus elucubraciones, camina desgarbado y viste de forma más que sobria, pero cuando se sienta al piano brota de su cuerpo una elegancia que viene más del espíritu y de la inteligencia que del cuerpo. Tras una breve reverencia al público, se sentó con la mano derecha reposando, como dormida o mustia, sobre su pierna, y se lanzó a dialogar y luchar artísticamente con una orquesta de más de cien músicos.
La obra de Ravel es sabia y brillante: tiene toques de jazz, pero de un jazz latino, como caribeño, propio de la alegría y la inocencia de esos albores del swing. Su obra es de 1929. La orquesta ataca con oleadas sonoras al oyente pero nunca tapa al piano. Los instrumentos de viento tienen momentos de gran lucimiento, y hacia el final, se combinan con el piano para avanzar en un frenesí rítmico que recuerda el ímpetu creciente del Bolero.
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Colom estaba reconcentrado, olvidado del espectáculo, en ocasiones sonreía mirando cómo tocaban los músicos que lo rodeaban. La ovación que vino al final pareció tomarlo de sorpresa. Volvió al escenario y se sentó en la punta de la banqueta, como en el sillón de su casa, a explicarnos que tocaría un arreglo que había hecho Leopold Godowsky de un Estudio de Chopin para Wittgenstein, también para la mano izquierda.
Usualmente, por más brillante que haya resultado la interpretación, en estos conciertos con orquesta, la primera parte termina con un bis, uno solo, del intérprete. El público seguía aplaudiendo, y Colom tocó un segundo bis, también para la mano izquierda: un precioso, delicado preludio de Alexander Scriabin.
Con la mano derecha en la rodilla, parecía un actor que no quisiera o no pudiera salir de su papel. Caía la noche en Barcelona y salimos a hall, despojado y claro, del Auditori. La gente hablaba poco, como si a todos se nos hubiera metido algo de Josep Colom.
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Ya en la calle, me acordé de un hecho que nadie cuenta. Ravel era francés; Wittgenstein era austríaco. El concierto estaba escrito para un soldado enemigo. ¿Enemigo? En esta historia de un compositor generoso y un pianista valiente, los bandos ya no tenían ningún sentido.
Estos días se conmemoran los 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Qué buena forma de recordar esa carnicería atroz: sin la mano derecha, que la humanidad perdió en la Gran Guerra, seguimos haciendo arte. Pese a todo. Seguimos tocando el concierto de Ravel.