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Sergei Prokofiev

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Valery Gergiev ahora dirige con los ojos

Hace un cuarto de siglo, cuando comenzó a viajar a España con su Orquesta Mariinski de San Petersburgo, se podía entender el estilo de dirigir de Valery Gergiev sin necesidad de escuchar a la orquesta: bastaba con mirar los golpes constantes, precisos y enérgicos  con la batuta, el gesto imperioso de subir o bajar el volumen y la intensidad con la mano izquierda, la forma en que su cuerpo se cimbraba o daba saltos al impulso de su propia energía, la manera en que flotaba su mechón de pelo rebelde, cuidadamente descuidado.

Pero las cosas han cambiado. Los músicos de orquestas españolas que han tocado recientemente bajo su dirección, como los de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC) el año pasado, lo encuentran menos volcánico y más introspectivo. Ahora dirige principalmente con los ojos. Esos dos carbones negros, escrutadores, que antes reforzaban sus gestos hoy son el eje de sus indicaciones y su expresividad. 

Con los ojos o con todo el cuerpo, el maestro Gergiev parece siempre estar atento y siempre sintiendo la música con una emotividad muy eslava. Dice en sus entrevistas que heredó la parte del control de su padre, un militar que murió cuando Valery tenía 14 años, y la sensibilidad artística de su madre. Así comenzó muy joven como asistente de Yuri Temirkánov, el director del Mariinski, que en la era soviética se llamaba Kirov.

En tres décadas subió a director artístico y a su actual puesto de director general y zar de los cuerpos orquestales, los coros, el ballet y los técnicos de una sala de conciertos, otra de cámara, un teatro de ópera tradicional y otro, gigantesco y de última tecnología, terminado hace tres años con un presupuesto millonario.

En total, más de dos mil personas y el mayor complejo musical del mundo bajo su atenta mirada.

Gergiev nació en Moscú en 1953 pero muy pequeño se mudó con sus padres a la que considera su patria chica, Osetia del Sur. Siempre contesta en las entrevistas que ya de niño quiso ser director de orquesta, y a los 22 años, en 1975, ganó el prestigioso concurso Herbert von Karajan para directores en Berlín. Tras un período de perfeccionamiento en la Orquesta Estatal de Armenia, en 1988 volvió al Kirov, donde desde entonces ordena y guía el camino artístico de una orquesta que bajo su égida subió a los más altos escalones de prestigio sinfónico.

En los noventa mostró con el Mariinski versiones espectaculares de los clásicos de Modest Mussorgsky, Piotr Tchaikovsky e Igor Stravinsky, de los que se apropió como defensor y especialista. También llevó la música de su patria a las grandes salas, como el Covent Garden de Londres o el Metropolitan de Nueva York, donde estrenó con éxito rotundo Guerra y Paz de Sergei Prokoviev. En esa ópera dio a conocer al mundo a uno de los tantos talentos que descubrió y alentó; la descollante soprano Anna Netrebko.

Poco a poco, junto con el repertorio ruso que siempre lo acompaña, empezó a destacar con versiones de músculo, sutileza y precisión del gran repertorio alemán. Tras casi un siglo sin que se pusieran en escena en Rusia, produjo versiones vibrantes, llenas de matices, de las obras maestras de Richard Wagner: Parsifal y las cuatro partes de El anillo del nibelungo.

En su incansable andar, durante una década combinó sus compromisos rusos con los de director titular de la Orquesta Sinfónica de Londres, la decana de las inglesas, con la que grabó una integral de las sinfonías de Gustav Mahler, hoy de referencia. Y en 2015 asumió un reto mayúsculo como director de la Sinfónica de Munich tras la muerte del legendario director norteamericano Lorin Maazel. Se rumorea que en breve cumplirá uno de los pocos desafíos que le falta cumplir: dirigir en el templo de los fanáticos wagnerianos, el Festival de Bayreuth.

No es que le falten festivales: en 1993 fundó el Festival de las Noches Blancas de San Petersburgo, en 2002 también creó y se hizo cargo del Festival de Pascua en la capital rusa. Y casi cada año organiza un festival para los grandes aniversarios de los  grandes compositores rusos, donde alterna los caballos de batalla de siempre con las rarezas que él vuelve a la vida: ya lleva dos festivales Tchaikovsky, con cuya desaforada sensibilidad parece encontrar especial afinidad, y uno con la música de la gran víctima del control soviético sobre las artes, Dimitri Shostakovich.

En este siglo es uno de los directores más apetecidos por las principales orquestas mundiales. Desde 1997 está a cargo de la Orquesta Mundial para la Paz creada por Georg Solti y sus apariciones con las filarmónicas de Berlín, Viena, París, Nueva York, Los Angeles y las sinfónicas de Chicago, Cleveland, Boston y San Francisco, además de la del Royal Concertgebouw de Amsterdam, son puntos altos en cada una de estas ciudades.

Como ejemplo de su lealtad a las orquestas que confiaron en él en tiempos pretéritos, sigue actuando con la Filarmónica de Rotterdam, con la que estrenó buena parte de su repertorio actual en su carácter de director titular de 1995 a 2008.

Valery Gergiev fascina hoy en el mundo de la música clásica como uno de los pocos artistas originales, insustituibles, con sus complejidades y sus ambigüedades. Es un audaz iniciador de nuevas aventuras musicales y a la vez un tradicionalista en repertorio y en apego a cuerpos orquestales con los que lleva décadas de relación. Es exigente hasta la rudeza y al mismo tiempo paternal con sus jóvenes promesas. Y puede ser a la vez la mar de pragmático en su relación con teatros y programadores y un derroche de generosidad en el podio.

En España dio varias muestras de este incansable espíritu que a veces lleva a la agradecidas extenuación a su público. Con la ópera del Palau de les Arts de Valencia inició la temporada 2009-2010 con un Les Troyens de Hector Berlioz imponente y tremendo en lo musical y desafiante, desigual en una nueva puesta en escena de La Fura dels Baus. Tras cinco horas al mando de la precisa orquesta de Les Arts hasta los críticos, muchos agradecidos con el sonido suntuoso de la orquestación de Berlioz, queríamos que Troya cayera de una vez en manos griegas.

Y en Barcelona recuerdo una lección de cómo se tocan los siempre modernos clásicos de Stravinsky. Nadie se hubiera quejado si programaba dos de las columnas vertebrales de la juventud revolucionaria del gran Igor, pero Gergiev nos propinó Petrushka, El pájaro de fuego y La consagración de la primavera, con dos intervalos, en tres horas magníficas y demoledoras. Un Gergiev sudoroso y agotado sonreía tras su hazaña, y el público barcelonés que estuvo presente, lo recordará por años.

En febrero de 2016 trajo a Barcelona otro de sus desafíos memorables: juntó a sus fuerzas del Mariinski con los músicos de la OBC para una interpretación monumental de la Cuarta Sinfonía de Shostakovich.

Unos 130 músicos se apiñaban en el vasto escenario del Auditori. Los solistas principales de cada cuerda de la OBC, acostumbrados a sus puestos de privilegio y a que el colega del costado pasara las hojas de la partitura, debían echarse ellos mismos adelante para pasar las hojas, en deferencia con sus colegas rusos. ¡Era digno de verse!

Dos cuerpos orquestales muy distintos, dos tradiciones tocando una obra al límite de lo grandioso. Y los ojos flamígeros de un maduro Valery Gergiev controlándolo todo, levantando y acallando las olas sonoras de una partitura embravecida en una noche interminable y mágica para el público barcelonés. 

 

Este perfil fue publicado el sábado 10 de febrero de 2018 en la revista Cultura/s de La Vanguardia.  

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10 de febrero de 2018
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Música para películas: de servicial a protagonista

Partituras como las que John Williams compuso para las sagas de La guerra de las galaxias y Harry Potter, o la de Howard Shore para El señor de los anillos ya se han convertido en bandas sonoras de nuestra imaginación y nuestros recuerdos personales. Nos atacan en nuestra pantalla de computadora, en la publicidad de la tele, en los móviles y los videojuegos: las buenas melodías cinematográficas se nos meten bajo la piel y nos conectan con la historia de nuestras emociones.

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Desde principios del cine sonoro, la banda de sonido fue considerado un elemento fundamental de la identidad, el mensaje, el tono y la capacidad de comunicar de las películas. De hecho, el sonido entró a las grandes salas de cine cantando, con Al Jolson , la cara tiznada de negro y manos enguantadas de blanco, entonando “My Mammy” (El cantor de jazz, 1927).

De entretenimiento, la música del cine pronto pasó a arte. El primer gran “compositor para el cine”, Sergei Prokofiev, trabajó codo a codo con el director Sergei Eisenstein en el montaje de Alejandro Nevsky (1938) e Iván el Terrible (1943), y en ambas películas hay escenas que son verdaderas coreografías donde el montaje danza con la orquesta.

Mucho celuloide ha pasado desde entonces, el cine se ha convertido en una de las más importantes industrias del mundo globalizado y las bandas de sonido se han vuelto objeto de comercio y de culto en sí mismas. Las fabulosas ventas así lo atestuguan: cuatro discos de bandas sonoras (El guardaespaldas, Fiebre del sábado noche, Purple rain y Titanic) han superado ya los 10 millones de dólares en ventas.

Hasta las tradicionales marchas nupciales de Mendelssohn y Wagner se vieron desplazas en los casamientos por la canción de amor de Titanic, My heart must go on de Celine Dion.

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La música de películas ha llegado incluso a las salas de conciertos. Varias orquestas sinfónicas, de Nueva York a Costa Rica y de Buenos Aires a Medellín, incluyen en su programación sesiones de música de películas. Ya es común que de vez en cuando Beethoven, Mozart y Brahms cedan protagonismo a John Williams (E.T., La guerra de las galaxias, Parque Jurásico), Jerry Goldsmith (Patton, Chinatown, Papillon) o Elmer Bernstein (Los siete magníficos, El gran escape, La edad de la inocencia).

Recuerdo un precioso concierto, de hace una década, en el que la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC) programó un homenaje al gran compositor italiano Nino Rota, cuya música está indisolublemente asociada a las mejores películas de Federico Fellini (La strada, La dolce vita, Amarcord).

Cuando la orquesta interpretó el célebre tema de amor de El Padrino de Francis Ford Coppola, la sala entera se vio invadida por el recuerdo de la gran película y por la contradictoria mezcla de atracción y repulsión que produce el personaje del capo mafioso interpretado por el inmortal Marlon Brando.

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Esa es la magia de la gran música para películas: nos transporta al corazón emotivo de la historia que vimos en el cine sin necesidad de recordar la trama o las imágenes del filme. Es emoción pura. Si la película es romántica, épica, triste o hilarante, la música nos lleva a sentirnos melosos, tristes o divertidos. Nos acerca al centro de nuestros sentimientos; al hacerlo, se convierte en la banda sonora de nuestra propia vida.  

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9 de septiembre de 2014
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La Primera Guerra Mundial, Maurice Ravel, Josep Colom y la mano izquierda

Desde que la leí, la historia me pareció emocionante, reveladora y simbólica: el prometedor pianista austríaco Paul Wittgenstein fue enviado a pelear por su país a la Primera Guerra Mundial. Paul pertenecía a una muy rica y muy culta familia de industriales judíos. Su hermano, Ludwig, fue uno de los más importantes filósofos de su época.

En el frente Paul perdió una mano: la derecha. A la vuelta quiso proseguir su carrera de pianista, y a lo largo de los años una veintena de los principales compositores del siglo, como Benjamin Britten, Richard Strauss, Erich Korngold y Sergei Prokofiev,  compusieron para él piezas donde sólo debía emplearse la mano izquierda. 

De estas piezas, la obra maestra que quedó para siempre en el repertorio es el Concierto en Re mayor de Maurice Ravel. Yo había escuchado muchas grabaciones de esta pieza, la tenía en discos y casetes, pero nunca la había oído en vivo. Este fin de semana, la Orquesta Sinfónica de Barcelona la tocó en su ciclo de conciertos con el eximio y concentrado pianista Josep Colom y el veterano director Antoni Ros Marbà, dos grandes músicos catalanes.

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Josep Colom es un pianista atípico: parece un filósofo de barba blanca perdido en sus elucubraciones, camina desgarbado y viste de forma más que sobria, pero cuando se sienta al piano brota de su cuerpo una elegancia que viene más del espíritu y de la inteligencia que del cuerpo. Tras una breve reverencia al público, se sentó con la mano derecha reposando, como dormida o mustia, sobre su pierna, y se lanzó a dialogar y luchar artísticamente con una orquesta de más de cien músicos.

La obra de Ravel es sabia y brillante: tiene toques de jazz, pero de un jazz latino, como caribeño, propio de la alegría y la inocencia de esos albores del swing. Su obra es de 1929. La orquesta ataca con oleadas sonoras al oyente pero nunca tapa al piano. Los instrumentos de viento tienen momentos de gran lucimiento, y hacia el final, se combinan con el piano para avanzar en un frenesí rítmico que recuerda el ímpetu creciente del Bolero.

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Colom estaba reconcentrado, olvidado del espectáculo, en ocasiones sonreía mirando cómo tocaban los músicos que lo rodeaban. La ovación que vino al final pareció tomarlo de sorpresa. Volvió al escenario y se sentó en la punta de la banqueta, como en el sillón de su casa, a explicarnos que tocaría un arreglo que había hecho Leopold Godowsky de un Estudio de Chopin para Wittgenstein, también para la mano izquierda.

Usualmente, por más brillante que haya resultado la interpretación, en estos conciertos con orquesta, la primera parte termina con un bis, uno solo, del intérprete. El público seguía aplaudiendo, y Colom tocó un segundo bis, también para la mano izquierda: un precioso, delicado preludio de Alexander Scriabin.

Con la mano derecha en la rodilla, parecía un actor que no quisiera o no pudiera salir de su papel. Caía la noche en Barcelona y salimos a hall, despojado y claro, del Auditori. La gente hablaba poco, como si a todos se nos hubiera metido algo de Josep Colom.

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Ya en la calle, me acordé de un hecho que nadie cuenta. Ravel era francés; Wittgenstein era austríaco. El concierto estaba escrito para un soldado enemigo. ¿Enemigo? En esta historia de un compositor generoso y un pianista valiente, los bandos ya no tenían ningún sentido.

Estos días se conmemoran los 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Qué buena forma de recordar esa carnicería atroz: sin la mano derecha, que la humanidad perdió en la Gran Guerra, seguimos haciendo arte. Pese a todo. Seguimos tocando el concierto de Ravel.  

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17 de febrero de 2014
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