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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Basta de excusas

Triste aniversario el de la apertura del campo de detención de Guantánamo. Se produjo hace 12 años, en plena guerra contra el terror, para mantener en detención indefinida y sin juicio a los combatientes enemigos que supuestamente combatían contra EE UU en aquella contienda sin frentes. El 11 de enero de 2002 ingresó el primer detenido en este campo inventado por George W. Bush con el objetivo declarado de eludir las convenciones de Ginebra sobre derechos de los prisioneros de guerra, pero también para evitar juzgarlos bajo la legalidad garantista de EE UU. El resultado es la actual institución monstruosa, que sigue funcionando incluso más allá de la voluntad de los gobernantes estadounidenses. De los 12 años de vida de Guantánamo, los cinco últimos han transcurrido ya bajo responsabilidad de Obama, el presidente que prometió cerrar el campo y que incluso firmó una orden ejecutiva a los dos días de tomar posesión, pero ha terminado asumiendo su existencia, hasta el punto de que a él se debe la reinstalación de comisiones militares o consejos de guerra secretos y sin garantías para juzgar a los detenidos. El balance no necesita comentarios respecto a la enorme falta cometida contra el Estado de derecho y las libertades individuales por la Administración republicana de Bush y continuada por la demócrata de Obama. Han pasado por el campo 779 hombres, 22 de ellos menores de edad en el momento de su detención. Según el Centro para los Derechos Constitucionales, institución estadounidense que defiende a los confinados, el 86% fueron comprados a título de sospechosos a las autoridades locales por un valor medio de 5.000 dólares. Hasta ahora han sido liberados o transferidos 624 presos. Siguen allí 155, la mitad ya declarados no culpables, pero sin perspectivas de repatriación o transferencia a otros países. La mayoría, exactamente 88, son de nacionalidad yemení, de los cuales 77 no tienen cargo alguno en su contra aunque permanezcan internados. En su primer mandato, Obama pudo exhibir la oposición del Congreso a las transferencias de detenidos y a su enjuiciamiento en territorio estadounidense. La herencia que entonces rechazaba se ha convertido cinco años después en plenamente asumida y parte del dispositivo de seguridad a su cargo como comandante en jefe. Un buen número de detenidos se hallan ahora en huelga de hambre indefinida y sometidos a alimentación forzosa, circunstancias sobre las que las autoridades responsables han dejado de proporcionar información. Entre los presos restantes, 45 han sido designados sin juicio para la detención indefinida, una pena fuera de todo código nacional e internacional. El Centro para los Derechos Constitucionales mantiene abierta una campaña bajo el lema Basta de excusas, cerrad Guantánamo.



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18 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Textos destartalados

Ni los mails, ni los tuits, los whatsapps o los SMS son respetuosos con la escritura. Se trata de ser veloces y no de ir bien vestidos. El mensaje llega y se entiende pero en su composición se han sumado tantas faltas de ortografía y mecanografía que se recibe menos como un paquete estructurado que como una suerte de broza destinada a cumplir fogosamente su finalidad.

No sucede esto una o mil veces sino de manera absoluta y permanente. Y no ocurre esto como revolución sino como dejación. La escritura ha perdido el santo valor que le concedíamos y se ha transustanciado pasivamente, a imagen y semejanza de los artefactos electrónicos. Se escribe mal y desgreñadamente porque los filamentos importan menos que el impulso final.

De este modo existen ya dos escrituras incomunicadas como nunca antes se conocía. Efectivamente han existido escrituras notariales y poéticas, sagradas escrituras y escrituras porno, textos judiciales y textos literarios. Estos pares, sin embargo, representan una oposición de mucha menor importancia que la fundada hoy entre la escritura literaria, cuidada y revisada, y la escritura electrónica emitida desaliñadamente hacia el destinatario. ¿Una falta de atención al receptor? Nada de eso, a estas alturas. Se trata de un desdén por la imagen, el estilo o la elegancia del texto. Un desdén que coincide con el desdén hacia las obras de arte bien hechas.

Porque si el arte también se ha descompuesto y cubierto de excrementos, el medio escrito ha ingresado en el mundo del detritus. La escritura viaja de un lugar a otro como las pelusas que aparecen en las casas sin la debida limpieza. Los textos imperfectos se mueven como abrojos de aquí para allá y no hay cuarentena que detenga el contagio. Los más jóvenes son los que menos perciben este merequeté porque en suma la escritura no ocupó un lugar central en sus aprendizajes. Los errores se pasan por alto o no se registran. El mensaje cumple su papel de comunicaciones breves y secas y ahí acaba su historia. ¿Se entienden como los indios, como los niños, como los torpes aprendices del idioma? Como las tres cosas a la vez. Se entienden mediante una simplificación destartalada y poco puede hacerse por repararla. Es ya, día a día, un nuevo lenguaje. Un lenguaje de signos que discurre en paralelo al idioma escrito y que posee su identidad. Fin pues allí de la escritura bien escrita. Desarreglo de todas las reglas. El mundo se ha desatado el cinturón que permitía medir su perímetro y se desenvuelve con una mórbida obesidad poblada de peritoneos. El cuerpo de la escritura llega así a unos dominios orgánicos en los que decir con precisión es un imposible y redactar con amor una quimera.

Privada pues de amor, estrujada y desgajada, sucia y maltratada, la gran masa de escritos que se cruzan a cada instante va componiendo una pila de garabatos que tras cumplir como mensajeros van inmediatamente al vertedero.

Época de las basuras, es ésta. Época en que cada planta de reciclaje constituye una catedral ecológica y cada lata por el suelo un sacrilegio. La escritura funcional de estos días, la que cunde entre los jóvenes, sigue rigurosamente esta ruta. Se hace con basuras de expresión y se acumula como una pirámide excrementicia que seguramente mañana será sustituida por otra, por un fuego al galope o por el entusiasmo de la inmediatez.



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17 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mi lista de mejores libros, segunda parte

MANUEL VILAS. El luminoso regalo. Madrid, Alfaguara  

Entre los escritores españoles actuales, Vilas (1962) es de los más audaces y capaces de romper barreras entre el habla vivencial y el lenguaje escrito, entre los códigos de la representación sexual y su pulsión verbal desnuda. Pero la suya, más que un mero repertorio de tabúes rotos, es una práctica del arrebato, cuya hipérbole hace del cuerpo y la vida material el centro de su indagación alucinatoria del lenguaje más realista, aquel que busca no sólo ser verídico sino remplazar a sus referentes a cuenta de la violencia transgresora del deseo. El “luminoso regalo” es la metáfora de la sexualidad, de su ardor y urgencia de prolongar y, de paso, degradar el placer. Desvelada y revelada, la sexualidad se torna perversa y una subyugación lúcida y feroz de la pareja. Como en el mito del héroe desmembrado cuya hermana recompone su cuerpo, pero al no encontrar su órgano fabrica un sustituto mecánico, el falo ilusorio, el héroe del sexo es aquí la víctima de su pareja, la ¨bruja,” que lo convierte en el sustituto mismo, en la máquina sonámbula de su poder. Siguiendo la lección de Bataille sobre el Eros como gasto, exceso y pérdida pura, el “lujo gratuito” conduce al desafío de la muerte, al “exceso de nada.” Esta es una novela que exorcisa fantasmas y fantaseos; hecha con valor y escrita con agonía, excenta de respuestas y libre de explicaciones, nos convence de su escándalo lúcido y su canto melancólico, y más allá de la retórica narrativa construye una apasionada escena de desamor loco y deseo sin fondo.

  

ANTONIO LÓPEZ ORTEGA. La sombra inmóvil. Caracas, Seix Barral-Planeta   

Estos relatos demuestran la extraordinaria ductilidad del género en manos de un notable narrador quien es, en un sentido, clásico (sus relatos exploran un asunto excepcional) y, en otro, característico de la actual deriva trasatlántica  (una historia en Isla Margarita está interpolada con otra en Ohio, otras se remontan a París o Barcelona). Pero la cartografía de López Ortega (Venezuela, 1957) no traza sólo las simetrías del azar por mediación de un periódico, una fotografía o un viaje, sino que grafica el pálpito del mundo afectivo, precipitado por accidentes capaces de sumirnos en una secuencia de revelación y desamparo.  Estos cuentos nos llevan entre espacios de tránsito donde un episodio fortuito o sintomático suscita la puesta en crisis del tiempo, revelándonos lo que somos.  Pero lo distintivo es lo que el relato rehace desde esa fuerza esclarecedora. El accidente irrumpe en la escena doméstica o cotidiana y, en seguida, se abren otros escenarios de significación e intriga. La elocuencia confesional y la exploración auscultante hacen del cuento el revelado de una imagen conmovedora.  La materia emotiva es la naturaleza latente del tiempo incierto que nos somete a prueba. Esa dimensión de lo vivo exige atención, obediencia, compañía. No terminamos de aprender, nos dice éste libro, la calidad del entramado familiar y tribal. No en vano el cuento del título es la historia del perro bienamado, cuyo luto todos hemos conocido. En “Los árboles,” el primero y una suerte de prólogo, un hombre cuya mujer ha sido asesinada en la violencia de Caracas, la recobra en las plantas que cultiva, buscando en la naturaleza la lógica de lo vivo que la sociedad le niega. En el último, un epílogo,  en una foto de su infancia el autor descubre, entre su mirada y la del fotógrafo, “la duplicidad que toda escritura necesita para saberse existente.” Un tratado de las emociones que es un canto a la posibilidad del asombro mutuo.

 

 

BASILIO BALTASAR. Pastoral iraquí. Madrid, Alfaguara

  

Stendhal hizo que su personaje cruzara la batalla de Waterloo (nunca pensé en Waterloo como una derrota, dijo Borges) de lejos, para no tener que describirla. En su tensa y analítica versión de la parte que le tocó al destacamento enviado por España a apoyar la invasión norteamericana de Irak (todavía no se han excusado los que apoyaron esa matanza y su secuela), Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) nos confronta, en esta novela de sorprendente pulso vivo y tersa escritura, con una verdadera lección de anatomía moral. La orgánica estructura (cuatro cuartetos de simetría barroca y obsesiva pulsión analítica) es la de una pastoral melancólica sobre la memoria herida de la destrucción de los hombres que acompañaron esa guerra, no sólo injusta sino irresoluble más allá del lamento.  El coronel agonista que los lidera, el cura grandilocuente que los alienta, el traductor, local e intraducible, el sargento Arnal,  inmediato y brutal, convocados por el narrador que hace las cuentas del error ajeno para vengar su culpa, configuran una corte de los milagros que evoca la inmeditez de Baroja, remite al ardor crítico de Juan Goytisolo, y despliega la imperiosa, dura y a la vez desolada visión de una España más que negra, gris; cainita e implacable entre humillados y ofendidos.  Se impone, así, la autoconciencia como una sabiduría del mal; y hasta la oración asume el sentido contrario: “Prodigioso velador, disturbio salvador, potencia que teme el impío, santa paciencia, absuelve al iracundo, al déspota, al cretino.” En un “mundo avergonzado,” cerca de la muerte, “la imaginación del hombre adquiere una fomidable pericia.” Lúcida e impecable, esta novela  es un lamento fúnebre a la pérdida del “rostro del hombre.” Contra la prosaica prosodia dominante, lleva la fuerza de una demanda irrenunciable. 

DIAMELA ELTIT. Fuerzas especiales. Santiago de Chile, Seix Barral–Planeta  

Sólo Eltit (Santiago de Chile, 1946) podría haber asumido el omnipresente universo paralelo de la tecnología digital en una novela que es una fábula del fin de la idea de la Técnica. Porque aun si el ciberespacio es una segunda naturaleza, nos dice esta novela, sólo despierta de su pausa cuando alguien pulsa la señal, y ese sujeto que aquí controla, manipula, distorsiona, y subvierte el teclado es una operadora, pero no una experta sino una mujer del pueblo, un agente cultural capaz de convertir el aparato del mundo en una agencia de su contradicción o contrateclado. Nos remplaza la tecnología y adquirimos la forma de su operatividad, es cierto, pero contamos con la novela, con las mujeres, con la parte de libertad no socializada que lo femenino aun preserva contra todas las prácticas de disuasión.  Esa agramaticalidad de la mujer, sin embargo, no es otra hipótesis de género sino una actualización de la rebeldía. Sólo esta novela podría producir una operadora capaz de sexualizar la técnica y someterla a su cuerpo, al erotismo explícito, sarcástico y festivo, cuya habla popular está libre del lenguje procesado. Las “fuerzas especiales” son el armamentismo, la otra cara del ciberespacio, el control policial, la violencia de un sistema que requiere retroalimentarse a bajo costo. Es cierto que la tecnología no es en sí misma ni buena ni mala: depende de para qué sirve; Eltit nos dice que sirve para sojuzgar mejor a las mujeres, para convertirlas en nueva mano de obra barata, y para reforzar la multiplicación de las armas y la vigilancia  policial. Es la otra cara de lo moderno: cada nueva tecnología ha requerido el turno de las Makilas; ésta vez la privación de los celulares, la pérdida de la familia, la esclavitud del trabajo, el fin de la comunidad. Desde sus márgenes, la obra narrativa de Diamela Eltit sigue disputando nuestro lugar en el lenguaje.  

JAVIER VÁSCONEZ. Estación de lluvia. Madid y Quito, Dinediciones 

Este año ha visto el reconocimiento pleno de la compleja y exquisita calidad narrativa de Vásconez (Ecuador, 1946), uno de los escritores que busca sacar a su país del destino geográfico y dotarlo de un horizonte creciente en el lenguaje. El Centro de Arte Moderno de Madrid publicó un libro de arte con un manuscrito suyo. Una de sus novelas, tal vez la más característica de su estilo memorioso y sutil, La piel del miedo, se relanzó en México y Colombia. Estación de lluvia  adelanta  lugares de desencuentro y azar, el secreto propósito de una pérdida. Todo parece transicional, y cada rostro es el reflejo de otro rostro. Son cuentos que comienzan con las promesas del alba, arriban a la melancolía del crepúsculo, y se funden en la tinta  del sueño. Sus héroes afectivos  convergen en el balance y la alabanza. Las tardes amigas se deben a la charla memoriosa, y nos incluyen entre sus interlocutores. Y en los sueños, despierta la fábula del tiempo  circular del relato. Son cuentos donde la historia se  rehace mientras es escrita. Asistimos al proceso mismo de la composición del cuento mientras se arma la trama y se perfilan sus sujetos. Pero más que del juego de personajes en pos de su relato, se trata de la larga sombra de los pequeños héroes del mundo emotivo, marcados a hierro por los afectos perdidos, y salvados por la pasión de la fábula que alienta en  estos relatos memorables.   

RICARDO PIGLIA. El camino de Ida. Barcelona, Anagrama  

Esta espléndida novela de desventuras es una crítica aguda del campus norteamericano, la historia del asesinato de una bella colega, y la crónica especulativa del caso del profesor americano que se convirtió en el terrorista conocido como el Unabomber. En el proceso, Piglia (Argentina, 1940) logra la proeza de atraparnos y comprometernos en su saga de policial falso y calado cierto. Como suele ocurrir con su ficción, al ingresar a su programa narrativo sabemos que la lectura discurre en un territorio de zozobra, donde el lector se convierte en un detective privado que investiga, sin prisa pero con lógica circular, las apariencias que configuran lo real. En esa zozobra sabemos que nada se definirá con la objetividad social de una representación suficiente, sino que cada escenario tiene un piso liviano; y avanzamos con cuidado, tentando el camino de las evidencias, entre las sentencias irónicas de Ida Brown, profesora de cine y sociedad en la  evidente Universidad de Princeton. Su asesinato  declara la desmesura del enigma. Si el encuentro con Ida es premonitorio, el peregrinaje de certezas pasa por asumir la vida de otros, y hacer sentido de sus muertes. La novela no declara la trama que la sostiene bajo lo casual, la que el lector debe deducir en un campo de intervenciones sintomáticas. En su propio tribunal, sillón clínico o tratado político, el lector recibe el cargo de juzgar por su cuenta el sentido de los hechos. Un escritor desmotivado, que en lugar de atar los hilos los desata, aprende que la realidad está hecha de pistas falsas y que nada parece lo que representa. Al final, el escritor que ha sobrevivido la violencia de su país, vive el asesinato de su colega como la dimensión de su propia vulnerabilidad entre las muertes que hacen sombra en su vida. Por ello, decepcionado por su presencia y ausencia del asesinato, el testigo-profesor-escritor se transforma en otra máscara: entrevistar al científico terrorista establece el inquietante programa de asumir la vida vivida por otro (la de Ida, la del Unabomber, la de Hudson, la suya propia). La culpa y la expiación  (una transferencia argentina frente a las desventuras de su historia política) hacen de esta novela, más que una de campus u otra policial, la parábola del no-lugar del escritor en la pregunta por la sobrevida. Un viaje (de ida y vuelta) contra el tiempo  del luto recurrente.

 

 



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17 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Egipto no es Túnez

Túnez y Egipto fueron las dos primeras piezas de dominó de la misma hilera de dictaduras que iban a caer una detrás de otra. Tres años después, Túnez sigue siendo la primera, en cabeza solitaria de las transiciones árabes a la democracia, pero Egipto se ha convertido en la última, la que ha regresado a la casilla dictatorial de partida. Acaba de cumplirse el tercer aniversario de aquel 14 de enero, cuando Ben Ali salía en avión a refugiarse en Arabia Saudí y, dentro de muy pocos días será el tercer aniversario de la primera manifestación multitudinaria en la plaza Tahrir en contra de Mubarak. En Túnez está casi listo el borrador de su nueva Constitución como Estado civil, sin referencia a la sharía o ley islámica, que protege la libertad de conciencia y de culto, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la paridad entre hombre y mujeres en las listas electorales. En Egipto, en cambio, la nueva Constitución, tercera que se pone a votación, consolida el poder de los militares que se instalaron en el golpe de 1952 y que nunca han tirado la toalla, ni siquiera en los doce meses de la presidencia del islamista Mohamed Morsi. En Túnez se han batido muchos récords democráticos: primer dictador derrocado, primeras elecciones pluralistas, primer país con gobierno islamista pero también primer partido islamista que abandona el poder sin un golpe de Estado de por medio. En Egipto las plusmarcas son negativas. En violencia política, por supuesto. Incluso en el retroceso allí experimentado en la condición de la mujer, capítulo en el que Túnez está en cabeza de las mejoras. Pero sobre todo, en la virulencia con que los militares han reprimido y perseguido a los islamistas primero y después a todos los que se oponen a su hegemonía. A tres años vista, Túnez no fue el Muro de Berlín. Todavía. Si se mantiene, quizás lo llegará a ser algún día. Pero sin serlo, solo los partidarios de la dictadura como sistema y de la sumisión de los ciudadanos ante los gobiernos pueden aún sostener que mejor les hubiera ido a los árabes sin las revueltas. Es lo que piensan los monarcas de la península arábiga, equivalentes de los nostálgicos del comunismo soviético, pero en su caso no por ideología sino por estricto interés económico. La Primavera Árabe ha cambiado el estatus quo regional: se ha llevado de un plumazo un modelo de dictadura que cuadraba muy bien con las conveniencias occidentales, justo en el momento en que sus detentadores pretendían convertirlas en hereditarias. También ha cambiado el mapa y la correlación de fuerzas geopolíticas: pesan más los actores locales y regionales y menos los occidentales. Arabia Saudí e Irán han avanzado peones. Rusia y China también. Retroceden Estados Unidos y Europa. Turquía, que tuvo una enorme oportunidad al principio, está perdiendo fuelle; por razones internas y propias fundamentalmente. Todos estos cambios están pasando muy severas facturas, es verdad: basta con la guerra de Siria, que pronto entrará en su cuarto año, para hacerlas insoportables. Y, con ella, la guerra civil islámica entre chiismo y sunismo que se extiende. Los profetas del quietismo decían hace tres años que Egipto no era Túnez. Cuando cayó el dictador en el pequeño país tunecino, sin especial peso estratégico en la geopolítica árabe y de Oriente Próximo, decían que no sucedería lo mismo en Egipto, la pieza central de la estabilidad regional. La realidad tardó pocos días en desmentirlos: entonces Egipto fue Túnez, aunque hoy ya no lo sea. "Todos los líderes árabes observan Túnez con miedo, todos los ciudadanos árabes observan Túnez con esperanza y solidaridad", fue una de las frases que más corrió aquellos días por las redes sociales. Valió hace tres años, sigue valiendo ahora.



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16 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mis mejores libros del año (Narración,1)

 

El New York Times Book Review incluyó en su lista de los mejores libros del año dos traducciones del español: Los enamoramientos de Javier Marías y El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez, ambas publicadas por Alfaguara. En cambio, las listas distraídas de los diarios españoles ociosamente han ignorado la narrativa latinoamericana. Debe ser parte de la economía de la crisis, que apura fronteras provincianas. No importa: las listas que hacemos no proponen un canon ni disputan la posteridad. Más bien, testimonian el gusto literario, esto es, nuestra propia fugacidad.  Si algo distingue a la novela escrita en español es su actual conciencia transatlántica, que libera a la letra nacional de su genealogía melancólica y adelanta  escenarios del futuro: una geotextualidad más crítica y afectiva.

 

MARINA PEREZAGUA. Leche. Barcelona, Los libros del lince.

 

En el notable grupo de nuevas narradoras españolas (Mercedes Cebrián, Lolita Bosch, Carmen Velasco, Lara Moreno, Elvira Navarro, casi todas ignoradas por la siesta dominante), Marina Perezagua (1978) destaca, como bien dice Ray Loriga en el prólogo, por “una voz inquebrantable, el ritmo austero y preciso de quien sabe por dónde anda, aunque camine por la oscuridad.” En efecto, la mirada capaz  de discernir la lumbre y lo tenebroso  de la economía Gótica, distingue la fuerza de estos relatos extremados. Si en su primer libro, Criaturas abisales (2011) predominaba una estética de lo insólito, capaz de asumir la violencia desde una impecable voz narrativa, en éste la narración avanza en lo excepcional y hace del relato la forma discernible de la violencia deshumanizadora. Esa intimidad con el riesgo atrapa al lector en una trama donde la misma naturaleza humana es intervenida y puesta a prueba por la transgresión metódica de los casos que con fervor diseña. Estos informes son parábolas que la autora expone en su gabinete de desasosiegos de la razón y escándalos de la excepción (“Los restos de una resta que no suma una vida sin borrar otra”). La originalidad del riesgo, ese arrebato preciso, tiene profundas raíces en la tradición literaria de los límites (de Bataille a la teoría transgenérica); vencidos, en este libro, por el desconsuelo y la lucidez de una escritura por demás inquietante, de un realismo orgánico y una poesía lacónica. Los relatos de Marina Perezagua no tienen explicación fuera del libro, y adelantan, como la mejor narrativa actual, una literatura sin fronteras y por venir.  

 

FEDERICO GUZMÁN RUBIO. Será mañana. Madrid, Lengua de Trapo. 

 

En su primer libro, Los andantes (1911) Guzmán Rubio (México, 1977), había demostrado su capacidad de desplegar un nuevo mapa territorial de la condición posnacional del relato del nuevo siglo. Entre el desierto y la narración, el libro es el mapa de una geotextualidad alterna, ignota, transicional. En su formidable debut, el narrador sin amparo deambula por una serie de burdeles fronterizos en búsqueda de su mujer perdida. Otro trayecto es rehecho en esta nueva fábula, donde el antihéroe es ahora un guerrillero latinoamericano que visita los países donde ha habido una revolución para intervenir en ellas.  Esta Ucronía (rescritura de la historia para desmentir su complacencia) es una sátira poética (esa forma actual de un mapa alternativo); de modo que la novella acontece como otro viaje de rescate, tan heroico como farsesco. Sólo que ahora no se trata de la mujer extraviada sino de la Utopía perdida. “¿Para qué querría vivir sino para rebelarme?, ” se pregunta este sobreviviente de la revolución permanente. A las puertas de Madrid, “en el año en que estallará la nueva revolución,” la viva sátira trazada es, al final, una audaz biografía del lector imaginario. 

 

CLAUDIA SALAZAR JIMÉNEZ. La sangre de la aurora. Lima, Animal de Invierno

 

Esta es la primera novela de Salazar Jiménez (Perú, 1976), quien hizo el doctorado de literatura en NYU y es profesora en un college del estado de Nueva York.  Pertenece, como Yuri Herrera, Carlos Yushimito, Ezio Neyra, José Ramón Ortiz y Marina Perezagua, a una promoción de nuevos escritores emigrados, cosmopolitas y trashumantes, pero íntimamente vinculados a la cultura y los dilemas de sus países. Quizá son la próxima generación de escritores libres del panteón canónico y, a la vez, afincados en un habitat imaginario, no menos propio, y de mayor horizonte creativo. De entre ellos, CSJ revela un inmediato talento para reformular la intolerable heredad peruana, la de la violencia de la “guerra sucia.” Emprende, por lo mismo, el camino más arriesgado  y lo hace con parejos valor y horror. Pero su manejo del fragmento, la cita, la fotografía, el testimonio, y las voces de unos y otros, convierte a su escenario de muerte en una recuperación de la experiencia femenina. Son las mujeres las que protagonizan aquí la suma de voces rotas como un coro trágico, capaces de tejer entre ellas el relato de su sacrificio y recobrar su sentido desde el linaje materno de una historia del rostro peruano.  Las caras heridas, borradas por la violencia, que se alimenta de rostros, son recobradas por la imagen, la memoria, y la imaginación de una textualidad restitutiva.  En la lección trágica, compartimos horror y piedad.

 

NICOLÁS POBLETE. En la Isla/On the Island. Santiago de Chile, Ediciones CEIBO

 

En la extraordinaria constelación de nuevos narradores chilenos (Lina Meruane, Andrea Jeftanovic, Alejandra Costamagna, Mike Wilson, Alejandro Zambra, Álvaro Bisama, Claudia Apablaza, Carlos Labbé, Felipe Becerra Calderón…), en la que cada quien ejerce un territorio de la lengua que refuta la genealogía de las grandes articulaciones locales, irrumpen los ensayos narrativos de Poblete (1971), quien en No me ignores (2010), debutó rescribiendo la robusta tradición chilena de la familia y el crimen, esas dos formas del relato de la institucionalidad, una y otra vez puesta a prueba por la pasión de esclarecimiento que anima a esta narrativa.  En la Isla la alegoría, sin embargo, ocurre por cuenta del lector, ya que la novela ofrece más bien un cuadro sintomático: vemos la escena de la violencia, la ausencia del padre, la pérdida del lugar, pero se nos escamotea su relato. El lector debe deducirlo, entre la madre histérica, la hija que la cuida, y la otra hija, abogada ella, que visita la casa, esa isla de sobrevivientes arruinados por la culpa.  La crueldad mutua las mantiene furiosamente vivas, en una naturaleza hostil y primaria, donde la víctima y el victimario intercambian sus armas. Escrita con brío y gusto, esta pesadilla matrilineal de las brujas que asolan la literatura nacional, está aliviada por su desenfado, el cual supone la complicidad del lector.  El hecho de que este libro incluya su traducción al inglés (página al frente, como un espejo) sugiere una irónica guía de viaje al interior de un mundo bilingue y, a la vez, afásico.

 

ARMANDO LUIGI CASTAÑEDA. La fama, o es venérea, o no es fama. N.Y., Sudaquia

 

Es su Guía de Barcelona para sociópatas (2007), Luigi Castañeda (Venezuela, 1970) encontró en la autoficción el decurso informalista que le permitía 1), una novela escrita para expulsar a la novela; 2), una biografía del emigrado en este siglo, hecho por el exceso de lugares que abandona sin pena; y 3), la poética actual del sociópata que renuncia a la biografía institucional de la novela procesada, consumida y reciclada, y opta por la refutación anárquica de la sociedad tal cual. De modo que esta post-novela o guía de la no-novela, discurre casual, indistinta y feliz en un flujo dinámico, de recurrencia erótica puntual, como un diario de viaje del narrador que la vive, dice y desdice. Esa vivacidad la convierte en evento performático, cuya pura ocurrencia es un presente de la escritura que se quiere fractal, y cuya teoría es la “inteculturalidad”. La novela, así, remite a una biblioteca en línea, el sitio www. immi.se/intercultural, de donde deriva la lección de una libertad en la comunicación abierta. La literatura sería la hipótesis del lenguaje apátrida en el nomadismo celebratorio. Un lenguaje que sueña con su desocialización. Dos nuevos y talentosos narradores venezolanos exploraron con destreza otras entonaciones de esa refutación del pasado: Gabriel Payares (1982) en Hotel ,  y Jesús Ernesto Parra (1979) en Piernas de tenista rusa.

 

YURI HERRERA. La transmigración de los cuerpos. Cáceres, Periférica 

 

Uno de los más originales escritores latinoamericanos recientes, Herrera (México, 1970)  recupera la Comala de Rulfo en un paisaje fronterizo, no menos desértico y corrupto, donde la violencia es la única intimidad de los sobrevivientes, sonámbulos del purgatorio mexicano que perpetúan. El Cacique ha sido remplazado por el Capo, y el mundo de los muertos por el submundo de la mutua negación. La excesiva frecuentación de la violencia organiza la vida social, y el lenguaje es lo poco que queda del mundo roto. Se trata de un desvivir vulnerable en una realidad primaria.  Ya la primera imagen anuncia un “día horrible.” Asolado por una epidemia,  el pueblo es un oficio de tinieblas.  La fábula gira en torno al Alfaqueque, cuyo trabajo de mediador es limpiar la sangra derramada. Sólo que el pueblo todo es la escena del crimen, y el mediador el último héroe de la razón práctica, a cargo de curar heridos y desaparecer muertos. “Ayudaba al que se dejaba ayudar.” Su registro reconstruye el mapa de la violencia: ¨lo suyo no era tanto ser bravo como entender qué clase de audacia exigía cada brete.” Si en la primera novela de Herrera (Trabajos del reino) el héroe era un cantante de corridos que trabaja para un capo de la droga,  y busca pasarse a las filas del nuevo capo que remplazará al suyo; en la segunda (Señales que precederán al fin del mundo) se trataba de la hermana que cruza la frontera con integridad y audacia para encontrar al hermano. Imposible no ver en una la sátira del intelectual mexicano trabajando para el poder de turno; y en la otra,  la saga de los peregrinos fronterizos entre la vida y la muerte. En ésta, se trata de otra clase de intermediario, aquel que negocia las treguas de la matanza. Un héroe de la cultura popular busca sobrevivir a nombre de la comunidad más improbable, restañando la sangre residual. Esos roles precarios sostienen, en su escaso margen, la sobrevivencia trágica de las palabras en la zozobra de sus acuerdos. Al final, esta novela  nos enseña a hablar el español mexicano como si fuera el lenguaje del fin del mundo.

 

RICARDO SUMALAVIA. Mientras huya el cuerpo. Madrid, Casa de Cartón

 

Sumalavia (Perú, 1968) ha cultivado la ficción persuasivamente, y en su prosa de varia brevedad, así como en su primera novela, Que la tierra te sea leve, prueba ser un narrador capaz de convertir lo más literario en evidencia cotidiana y lo más específico en linaje ficcional. Pero en ésta novela esas convicciones internas de su prosa adquieren la proeza de otra instancia, el evento de la lectura como la complicidad mayor entre el autor, los personajes y el lector.  La novela policial, por un lado, y el relato de estar escribiéndola, por otro, desdoblan la lectura en vasos comunicantes, que prolongan la intriga y multiplican el crimen, en una novela breve y a la vez sumaria, que incluye la memoria, la reflexión literaria, y las alternativas desencadenadas en un mapa de la lectura, tan placentera como inquisitiva. El narrador, se diría, se construye como lector de una novela (que proviene de una frase de Beckett) para hacerse personaje y, con las velas desplegadas, poder escribirla. Tampoco es casual que se trate de una narración trasatlántica (entre lugares, lenguas, y derivas del presente) donde Lima, Madrid y París, ocurren en Burdeos, en el pleno presente de la rescritura. Ese presente que en manos del lector, en la lección de Beckett, “no cesa de arder.”

 

JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ. Arena negra. Madrid, Casa de Cartón           

 

Entre los escritores latinoamericanos que han hecho su oficio literario en España, Méndez Guédez (Venezuela, 1967) es el más exploratorio de formatos narrativos, no sólo desde el juego autoreferencial sino desde el peregrinaje de una tribu expatriada que debe a su  capacidad de diálogo la forma de su libertad. Su exploración, por ello, no es circular ni melancólica sino hecha en horizontes que se abren en un discurrir aventurado de asombros felices y afectos inspirados. Pero más que un escritor cosmopolita, Méndez Guédez está afincado en su memoria oral (Barquisimeto) y en su trance español (MAD). De esos trayectos cruzados, que son puntos de fuga y arribos de paso, ésta novela  breve explora el tiempo dado por perdido para actualizar la memoria y hacer del relato la sintaxis atlántica de sus mundos discordantes. No en vano, la memoria se define como la economía del olvido. Aquí es, además, la vuelta de lo suprimido. El monólogo de una compatriota inmigrante y la anotación de su amigo escritor giran en torno a la madre, al padre dos veces desaparecido, y a la hipótesis de que la mujer es la parte del lenguaje que no acabamos de cifrar y, mucho menos, descifrar. El abecedario se reparte los fragmentos del libro en un andante con bravura, cuyos temas de asedio se interpolan. “Escribir en el presente es el mayor acto de ficción,” leemos. Un presente, en efecto, hecho posible por la escritura.  

 

ÁLVARO ENRIGUE. Muerte súbita. Barcelona, Anagrama 

 

A Enrigue (México, 1969), más bien, le interesa el comienzo del mundo moderno. Su proyecto narrativo pasa por reordenar la robusta Biblioteca Mexicana con mano libre y humor empático. Con un despliegue literario tan ilusionista como creativo, realiza la proeza de subvertir el Panteón nacional no sólo con la reescritura de la historia, que fue practicada con desenfado por Carlos Fuentes, en Cristóbal Nonato, y con faustos del detalle por Fernando del Paso en su Noticias del imperio, sino desde la lección de cosas y casos que la historia cultural propicia en su visión del proceso histórico como relato fortuito y construcción relativista. No es que la historia se haya hecho ficción sino que la ficción se ha vuelto una forma de la historicidad. Por ello, Muerte súbita es otra enciclopedia, que parte  del juego de tenis (el más deportivo de todos: da igual quien gane), el barroco sonámbulo de Caravaggio (para quien Cristo y Judas se deben, según la leyenda, al mismo modelo) y el regreso de la Malinche (que ya ha leído todo lo que se ha escrito sobre ella). Esta conciencia transatlántica no es, sin embargo, acumulativa sino restada y ejemplar. Su lectura asume que la historia de México o de Roma tal como la conocemos nunca existió (Levi Strauss),  ya que sabemos de ella más que sus protagonistas. Contar de nuevo la edad moderna y barroca demanda, por eso, el coloquio desembozado, más compartido que glosado. Enrigue nos dice que nuestra primera modernidad es parte de un mundo global en cuyo delirio sigue irrumpiendo el arte plumario indígena.

 

JORGE EDUARDO BENAVIDES. Un asunto sentimental. Madrid, Alfaguara. 

 

Hace tiempo que una novela no se imponía a la lectura con su sentido de anticipación (placentero), suspenso (discreto) y dinámica del relato de vida (el del último escritor inocente). Discurriendo entre escritores y periodistas que compiten en banalidad profesional, el novelista a pesar suyo (que preferiría no escribir otra novela premiable) deambula en ésta de Jorge Eduardo Benavides (Perú, 1964) revelando el gran simulacro de su vida de personaje; sólo  que ya no escribe su relato sino que lo vive narrado por un escritor español (impositivo, fecundo y trivial), en el juego  de cajas chinas que postula la gran simulación de la buena narrativa. Pero ponto emerge el drama ético del escritor como sujeto civil, abismado por el dilema de ignorar su propia hechura. Una mujer que aparece y desaparece entre opciones políticas radicales, encarna la nostalgia de una certeza improbable. El desapego de sus conviciones (más bien, opiniones) políticas revela la agonía ética del escritor frente a la apuesta radical de una mujer tan huidiza como la conciencia y la adultez civil. Una vuelta de tuerca hace que la ficción (aquí trivializada con humor) del oficio, y la verdad siempre inasible (la nostalgia de lo genuino) gesten esta novela sobre la urgencia de leer novelas que diriman su propia irresolución.  Se trata de un auto de fe impecable. Y es ya sarcástico que la vida del desamparado narrador (que ha perdido su sentido de pertenencia, la mujer que le devolvería el alma, y hasta la novela que podría escribir) se convierta en la materia prima de la novela de un escritor español tan banal como celebrado: en otro producto del mercado residual.  Benavides nos propone, sin que le tiemble el pulso, una sátira ilustrada de la novela como objeto del mercado deprimido y subproducto de un oficio sin alma. 

 

 



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16 de enero de 2014
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Citas galantes

La paradoja que nos ofrece la libertina Francia con su reacción ante el caso del presidente Hollande es digna de análisis por varias razones. La primera: si bien el asunto ha copado las primeras planas de la prensa europea -la foto de su amante, Julie Gayet, en La Vanguardia se publicó a cuatro columnas-, la amplia mayoría de los franceses considera que se trata de un asunto privado que sólo le incumbe a él, y ahora a su familia. Entonces,¿por qué tanto revuelo? Podríamos aventurar que el desbordante interés mediático de la noticia queda al margen del juicio ético público. Y más cuando la infidelidad, en unos tiempos de conductas privadas laxas, ha roto la cadena moralizante que la ligaba al tabú. Hasta el extremo de que hoy incluso se vende como tendencia para avivar el fuego de la pareja. Pero que tres cuartas partes de los franceses consideren que las citas galantes de un Hollande que visita a su maîtresse con casco de motorista en pleno invierno antracita parisino no afectan a su perfil político, no significa que no se hable de otra cosa, tanto en la rive gauche como en la rive droite. La segunda razón para analizar el triángulo Hollande-Gayet-Trierweiler es la constatación de cómo las infidelidades de los políticos siguen despertando un morbo socialmente legitimado. Una ley no escrita ha protegido durante muchos años la intimidad de sus excelencias y señorías en España, y así amigas, pisos francos, tirachinas de machos alfa y dobles vidas se han guardado con celosa discreción, a diferencia del puritanismo anglosajón. En Francia hay tradición. Como si el Elíseo invistiera de una especie de aura erótica y dotara de brío lubricante a sus inquilinos. Ya hemos citado en alguna ocasión el libro Sexus politicus, donde se glosan las aventuras de Valery, la nuit Giscard d’Estaing; se recuerda la frase preferida de Bernadette Chirac cuando llamaba a los servicios secretos: “¿saben dónde está mi esposo esta noche?” o se ilustra la bigamia oficiosa de Mitterrand. La tercera y última consideración a la que invita el asunto es que un gobernante debe ser juzgado por sus políticas y no por sus actos íntimos, sólo que a veces se superponen. Es muy probable que, en el imaginario popular, aquel que, recordemos, se definía a sí mismo como un “hombre normal” -y que con esa frase ganó las elecciones- empiece a adquirir tintes de superhombre, frecuentando a atractivas cuarentonas cuando su primera mujer ha cumplido los sesenta. Lo del hombre normal fue un eslogan que trataba de capitalizar empatía a costa de su físico. Ahora se revierte: clínica de reposo para su compañera, mafia corsa, seguridad de Estado, libido desatada… Un hombre más bien extraordinario, con un buen rock and roll.

(La Vanguardia)

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15 de enero de 2014
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Morará el lobo con el cordero

El año que empieza verá una gran cosecha electoral en América Latina. Siete países votarán para elegir a sus gobernantes; y si es cierto que cada una de estas elecciones tiene sus propias
particularidades, en cuanto a la naturaleza de las fuerzas que disputan el poder, hay un denominador común que hoy puede parecer irrelevante pero en verdad no lo es: la transparencia con que se cuentan los votos. Los alegatos de fraude vienen a ser esporádicos; unos, de poca fuerza, como ocurrió en las recién pasadas elecciones presidenciales de Honduras; otros, pasmosamente reales, como en Nicaragua. 

Sin la institucionalidad electoral la viabilidad democrática no sería posible, en un panorama cambiante donde se presentan novedades notables, la primera de ellas que el monopolio político, compartido habitualmente entre dos partidos tradicionales, no pocos de ellos nacidos con la independencia en el siglo diecinueve, ha sido roto, como en Uruguay. Otros de esos partidos surgieron de
profundos cambios políticos pero les llegó su caducidad, como en Venezuela, o han entrado en crisis, como en Costa Rica.

Esas fuerzas se volvieron obsoletas, y mientras algunas han logrado entender los nuevos tiempos, otras han envejecido sin poder percibir que las sociedades cambian dinámicamente, y que  la población  se ha vuelto estadísticamente cada vez más joven, con nuevos reclamos. Por tanto, la democracia es una entidad viva que debe saber responder a los retos de la modernidad. A fin y al cabo vivimos en el siglo veintiuno. 

Mientras algunos viejos partidos sucumben y se descalabran, surgen otros nuevos que representan a fuerzas sociales emergentes, y sobre todo, he aquí la novedad más acusada, agrupaciones que un día empuñaron las armas y hoy han encontrado espacios de representación en el sistema democrático, y aún han alcanzado a gobernar, como en El Salvador o en Uruguay. La dictadura del proletariado no es hoy sino una pieza de museo delante de la cual nadie se detiene.

Esta participación común, debidamente garantizada, anula la polarización ideológica que un día llevó a la violencia, y ha significado una moderación mutua, que abre un espacio de convivencia como el que reclama el libro de Isaías: "Morará el lobo con el cordero". Estoy usando un símil que puede parecer utópico; pero que derecha e izquierda conviven es una realidad; y conviven porque se alejan de los extremos y se acercan al centro, que viene a ser una especie de plaza pública donde resuenan las voces y no las armas.

Sólo los sistemas electorales confiables serán capaces de neutralizar la polarización política, y atajar la violencia. Es una paradoja necesaria que frente a la desconfianza de las nuevas generaciones de votantes en el viejo sistema, que tarda en traer bienestar, o se empantana no pocas veces en la corrupción, la transparencia electoral sea la única capaz de ofrecer salidas, porque da cauce a las esperanzas de cambio.  

La reelección presidencial no es un mal en sí misma, ya lo hemos visto en Colombia, Brasil, o Chile. Es la corrupción del sistema electoral la que hace de la reelección una negación de la democracia, como en Nicaragua; y si agregamos que esa reelección anula la independencia de los poderes del estado y los concentra en una sola persona, entonces todo el sistema democrático sucumbe.

Lula da Silva ha dicho sabiamente que la falta de participación política es la puerta del fascismo, y más ancha será esa puerta sin un sistema de alternancia, con la posibilidad garantizada de que quien tiene más votos es el que gana el derecho de gobernar.

Llegará un momento en que veremos más claramente que sin democracia efectiva no habrá posibilidad de desarrollo económico, que no es lo mismo que populismo económico. Uno de los espejismos de esta época latinoamericana ha sido la creencia de que un sistema que se aleja del pluralismo puede redimir a nuestros países de la miseria y del atraso. No hay otra falacia moderna, y a la vez tan antigua, que se le asemeje en tamaño y contumacia.

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15 de enero de 2014
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Asuntos metafísicos 31: ¿está ahí lo que cabe observar?

He evocado antes la tesis de que la Mecánica Cuántica sería la única de las disciplinas científicas que se enfrenta sin ambages al problema del ser.  Por mi parte matizaría en el sentido de que se trata de la disciplina que más directamente se ha volcado sobre ese problema   que es de hecho el problema, aquello que (en un registro más o menos oculto a nosotros mismos) a todos concierne. En cualquier caso  se tratará aquí de servirse de la Mecánica Cuántica para hacer perceptible cual es el problema ontológico y a la vez intentar mostrar que los términos mismos del problema quedan radicalmente perturbados por esa misma Mecánica Cuántica. Empezaré recordando asuntos que pueden parecer obviedades  pero  alguno de los cuales,  como veremos, quizás no lo sea tanto:

Exploración de la alteridad. Sigue aquí como trasfondo la tesis aristotélica relativa a que las facultades que nos singularizan respecto a los demás animales son las que se fertilizan o realizan a través de lo que denominamos conocimiento (aunque no exclusivamente: conocer, o más bien desear conocer, es lo nuestro, aunque en ocasiones por circunstancias ya evocadas esta singularidad esté puesta entre paréntesis).   El ansia de conocer pasa siempre, en una u otra medida, por la invitación socrática a intentar ser espejo reflexivo de sí mismo, pero desde luego no se satisface con ello. A veces, conocer es quizás precisamente salir de sí mismo, salir de la redundancia estéril  a menudo coincidente con la auto- observación. 

Conocer es enfrentarse a la alteridad, ya sea superando su opacidad, ya sea  eventualmente generando tal alteridad, en cuyo caso  el conocimiento se emparentaría de alguna manera  a una operación creativa, a la forma de confrontación de la alteridad que caracteriza al artista. Una de las formas del deseo de inteligibilidad que marca a la ciencia es la disposición general que caracteriza al físico. Esta disposición sin embargo es más o menos sofisticada y en parte ello depende del sector de la disciplina. El físico es alguien que de entrada  aspira a observar rasgos de las cosas, pero no de las cosas en alguna particularidad sino de las cosas en su naturaleza inmediata. El físico no se ocupa, por ejemplo, de lo que tiene la complejidad de la vida;  ante un animal el físico hará abstracción de lo que sí estudia el biólogo. Cabe decir que todo lo que determina el físico está implícito en lo que determina el biólogo, sin que la recíproca sea cierta. Por decirlo claramente: todo ser vivo responde a los rasgos más generales de las entidades físicas,  pero no es cierta  la inversa.

Pongámonos en la tesitura de que somos físicos: sospechamos que una cosa ofrecería a nuestra observación rasgos interesantes y queremos efectivamente observarlos. A veces  el acceso a lo que nos interesa observar  está al alcance digamos del ojo: alzamos el velo que impide la percepción y aparece el rasgo buscado. Con intención uso expresiones tan vagas,  intentando especialmente  evitar el término propiedad porque supondría ya considerar que, aunque oculta,  la cosa tiene ya eso que aun no percibimos, asunto que precisamente es objeto de debate.   

La primera pregunta. Sea o no propiedad de lo observado el acceso a lo que nos interesa observar  exige en ocasiones mayores mediaciones. Así para observar un planeta alejado necesitamos un telescopio y para observar el comportamiento de una entidad diminuta necesitamos un microscopio. Atengámonos de momento a lo diminuto. Supongamos por ejemplo que se trata de una partícula elemental, un electrón por ejemplo, y que nos interesa saber el valor exacto de una magnitud física de tal partícula. Supongamos asimismo que tenemos los instrumentos técnicos que nos permiten acceder a tal observación.

Obviamente, antes de la intervención física no sabemos la cifra que llegaremos a observar, pero por ello mismo tiene sentido la siguiente pregunta:

¿Tenemos alguna manera de efectuar  una previsión rigurosa  de  lo que saldrá? Es decir: ¿tenemos algún procedimiento matemáticamente formulable que nos permita algún tipo de expectativa?

Sí la tenemos, o  sí la tienen los físicos, al menos tratándose de cierto número de entidades y un número limitado de observables. Cabe decir: aunque  aun no exploramos físicamente la cosa, estamos en condiciones de avanzar una razonable previsión de lo que en ella observaremos. Veremos en la columna siguiente que, en la generalidad de los casos, las condiciones de posibilidad de la previsión suponen  que la  verificación   de lo previsto equivale a  influencia radicalmente  perturbadora en la cosa física de la que se trata. De tal manera que se ha podido decir que el resultado de una observación física   nos informa menos  lo que había ahí antes de la observación como de lo que resulta de la misma. 

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14 de enero de 2014
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