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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apolo y Dioniso

Una vez que se extingan las ceremonias fúnebres y se adormezca el duelo, que se agoten los homenajes y las exequias, y se desdoren las figuras públicas y se olviden las antipatías abruptas o las declaraciones estertóreas, se volverá una convicción natural lo que algunos han vaticinado desde hace décadas: que los dos colosos surgidos de esa brillantísima Edad de Oro de la narrativa latinoamericana que se prolongó durante la segunda mitad del siglo XX fueron Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Los dos escritores más influyentes y poderosos de nuestra región y nuestra lengua. Los dos más admirados e imitados en el orbe. En ese juego de dualidades que tanto nos gusta, nuestro Platón y nuestro Aristóteles. O, mejor, nuestro Apolo y nuestro Dioniso.

            Sin duda fueron acompañados por una asombrosa cohorte de titanes, con poéticas al gusto de cada uno, de Rulfo a Vargas Llosa, de Donoso a Fuentes, de Sábato a Ibargüengoitia, de Ribeyro a Cortázar, pero las voces más oídas, más singulares, más originales -si entendemos por originalidad una mutación insólita entre las enseñanzas del pasado y la serena rivalidad con sus contemporáneos- fueron las del poeta y cuentista argentino y las del cuentista y novelista colombiano, suma de todos los esfuerzos que los precedieron, de Machado de Assis y Jorge Isaacs a Macedonio Fernández y Alfonso Reyes, y umbrales de todos aquellos que los han seguido, de Roberto Bolaño a quienes hoy publican, a su sombra, sus primeros libros.

            A la distancia no podrían parecer más contrarios, más distantes. De un lado, el escritor ciego y puntilloso, tan acerado como melancólico, hierático hasta casi fungir como profeta, dueño de un sutilísimo humor aún malentendido, el hombre cercano -a su pesar- a la derecha, el vate unánimemente venerado que jamás recibiría el Nobel. Del otro, el escritor jacarandoso y bullanguero, tan dotado para desenrollar la sintaxis como para reconducir los mitos, sonriente hasta convertirse en amigo de todas las familias -esas que sin conocerlo hoy sin pudor lo llaman Gabo-, el hombre cercano a la izquierda y a Fidel Castro, el bardo unánimemente adorado que recibió el Nobel más joven que ningún otro en América Latina.

            Sí: en lontananza encarnan vías antagónicas. Borges es, evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada arista y cada ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada adjetivo y cada adverbio. El criminal que siempre esconde la mano. El modesto anciano que odia los espejos y la cópula y sin embargo multiplica los Borges a puñados. El detective que en su búsqueda esconde que al mismo tiempo es el delincuente. El filósofo nominalista y el físico cuántico que se pierde en la Enciclopedia. El autor de las paradojas y bucles más aventajado desde Zenón. García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El torrencial demiurgo de genealogías y prodigios. El audaz dispensador de metáforas y laberintos de palabras. El cartógrafo de la jungla y el cronista de nuestra circular cadena de infortunios. El ídolo sonriente que trasforma la Historia -y en especial la sórdida trama colombiana- el mil historias entrecruzadas, tan tiernas y atroces como inolvidables. El bailarín que, al conducirnos a la pista, nos obliga a seguir su hipnótico ritmo a rajatabla. El sagaz escriba que se burla de los tiranuelos con los que tanto ha convivido. El desmadrado cuentero que finge no seguir regla alguna fuera de su imaginación, excepto que las que él mismo se -y nos- impone.

            Apolo y Dioniso. Y sin embargo estas dos vías, como ya apuntaba Nietzsche, no son excluyentes sino complementarias. Las dos mitades del mundo. De nuestro mundo. Para empezar, García Márquez no hubiese escrito como García Márquez sin aprender de Borges, su predecesor y su maestro. Y Borges no habría encontrado mejor continuador que este discípulo rejego, dispuesto no a copiar sus trucos o su doctrina sino a usarlos en su provecho para huir de la Academia y fundar una nueva, exitosísima escuela, el realismo mágico. Ninguno tiene la culpa, por supuesto, de su ingente legión de copistas: sus invenciones resultaban demasiado deslumbrantes como para que cientos de salteadores de caminos no quisieran agenciárselas.

Los dos han sido justamente elevados a los altares. O, mejor aún, a los altares privados que cada uno erige en su hogar: son nuestros penates. Imposible no adorarlos y no querer, a la vez, descabezarlos. Imposible no aspirar a reiterar -Vargas Llosa dixit- su deicidio.

                          

Twitter: @jvolpi



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19 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El vencedor del tiempo

Corrían las primeras semanas de 1967 y Gabriel García Márquez, quien estaba a punto de cumplir 40 años, era considerado un escritor talentoso y un brillante periodista, pero en cualquier caso una figura menor si se le comparaba con sus compañeros de promoción, ese grupo mitad literario, mitad político -suerte de trasuntos de los Beatles en América Latina-, conocido como el Boom. Carlos Fuentes estaba a punto de ganar el Premio Biblioteca Breve con Cambio de piel y hacía ya cinco años de que Mario Vargas Llosa había hecho lo propio con La ciudad y los perros, en tanto que Julio Cortázar había publicado Rayuela en 1963. Y entonces ocurrió el milagro.

La anécdota ha sido contada cientos de veces, como si formara parte de la novela misma: de camino a Acapulco con su familia, el narrador colombiano al fin creyó hallar el tono y el estilo de su próxima obra, dio media vuelta, volvió a la ciudad de México, vendió su coche para sufragar los gastos cotidianos y, mientras su esposa Mercedes se las arreglaba para sobrevivir, se sumergió en la prolongada composición de Cien años de soledad. Un par de años después, García Márquez se había convertido en el escritor más celebrado de América Latina y, en menos de una década, de todo el mundo. Y, apenas quince años después -un parpadeo en la historia literaria-, recibía el Premio Nobel de manos del rey de Suecia.

La historia de este libro, y de su autor, cargada con esa aura a la vez épica y mítica que asociamos con sus páginas, resulta hoy casi inverosímil. Es la a historia de un éxito literario y personal que habría de transformarse en un hito para América Latina. Muy pocos libros han tenido un efecto tan poderoso sobre la realidad como Cien años de soledad, por más que se le siga viendo como un libro fantástico -o parte central de esa etiqueta, tan artificial y engañosa como todas las etiquetas, de "realismo mágico". Porque su publicación no sólo alteró drásticamente nuestra vida literaria, sino que modificó para siempre la percepción que el resto del mundo habría de tener desde entonces sobre esta parte de la Tierra.

Desde 1959, América Latina había dejado de ser un ámbito desconocido, más o menos salvaje y más o menos olvidado, para esa otra engañosa ficción que aún llamamos Occidente. En plena Guerra Fría, parecía como si de pronto nuestros países hubiesen sido llamados a ser un nuevo "laboratorio para el fin de los tiempos", en el que tanto nuestros líderes guerrilleros como nuestros intelectuales debían ocupar un lugar fundamental. Amparados, pues, con esa iluminación a la vez política y literaria -con esa antorcha dual de la Revolución-, los miembros del Boom se decidieron a emprender una auténtica guerra para abrirse paso en los centros de poder de todo el orbe.

Hartos de soportar tanto a sus detractores tradicionales -en especial a los nacionalistas irredentos de cada uno de sus países- como la irrelevancia a que los condenaba el orden global del momento, Fuentes, Vargas Llosa & Cía. se batieron ferozmente con sus libros, sus artículos y sus declaraciones públicas para transmutar violentamente el espacio imaginario latinoamericano, en una guerrilla mucho más exitosa que la llevada a cabo por sus contemporáneos armados en las selvas y las cordilleras del continente. Pero no sería hasta que García Márquez -el menos preparado de entre ellos- publicase Cien años de soledad que su paradójica victoria quedaría asegurada.

Porque, a diferencia de La casa verde o La muerte de Artemio Cruz, novelas políticas donde la imaginación aún estaba al servicio de la historia, o de la propia Rayuela, un artefacto puramente literario, en Cien años de soledad la Historia -la gran historia de Colombia como metonimia de la historia de toda América Latina- quedaba sometida al gran poder del lenguaje y de una imaginación desbordada y sin límites, como si sólo entonces América Latina hubiese sido capaz de liberarse por completo de la subyugación discursiva proveniente de Europa y Estados Unidos. Más que cualquier triunfo guerrillero, Cien años de soledad fue -y aún es- el mayor triunfo de América Latina.

Un libro, sí, que cambió el mundo. A la distancia puede reprochársele que, en pos de una imagen de América Latina radicalmente distinta a la que le había sido impuesta secularmente, Cien años de soledad haya construido otra, tan hegemónica como la anterior, en la que la supuesta "magia" que impregna al libro es usada como pretexto para explicar -o anular- todas las anomalías de la región, pero la culpa de esta lectura sociológica no es por supuesto de García Márquez. Él, como ningún otro escritor de nuestra región, supo batirse con toda la tradición literaria que cargaba a cuestas, triturarla, y fraguar el mejor espejo de la realidad de la segunda mitad del siglo xx, y no sólo para América Latina, sino para el mundo entero. Pese a su bonhomía, él fue nuestro mayor revolucionario. Y por ello, paradójicamente, hoy hemos perdido -sí- a nuestro mayor clásico.

 



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19 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo que queda de Yugoslavia

Entre el público reunido por Lola Larrumbe en su librería hay serbios residentes en España, expertos en literatura eslava y algún que otro diplomático. Siguen con atención mi comentario al libro de Tamara Djermanovich pero no traslucen en su rostro ni aprobación ni censura. Son el público que los conferenciantes temen, pues no hay manera de saber qué opinión les inspira lo que uno dice. Resignándome a la diatriba que puedan alentar tras su educada compostura, prosigo:
"El libro de Tamara Djermanovich cuenta el viaje emprendido tras las huellas que dejo siendo niña en su país ya inexistente.
La crónica de Tamara sobre lo que hoy queda de la antigua Yugoslavia no es un libro de viajes al uso sino un violento ejercicio de confrontación: dejó su país cuando empezó la guerra y regresa 18 años después para ver qué hay de todo aquello, cuántos entrañables amigos sobrevivieron a la gran matanza, cuántos fueron pasto de las llamas, de los francotiradores, de los fusilamientos, o cuántos cayeron víctimas del odio y del rencor.
El único equipaje de Tamara para este peligroso viaje son los recuerdos de una infancia feliz y lo emprende con la armadura de una sorprendente ternura.
Mientras evoca la educación sentimental de su adolescencia, Tamara observa lo que va a consternar al lector desde el primer momento: "ni remotamente podía imaginar que mi mundo cambiaría radicalmente y que algo así puede suceder cuando menos te lo esperas".
Sugiero al público que recuerde lo que hacíamos en la década de los noventa. Disfrutábamos los fastos de la Olimpiada barcelonesa, jaleábamos la caída del Muro de Berlín, nos disponíamos a celebrar el Fin de la Historia, dábamos por triunfalmente liquidada la (primera) Guerra del Golfo y no nos mostrábamos inclinados a tolerar que una guerra balcánica arruinara nuestro delirio de prosperidad.
Sin embargo, las noticias que llegaban de los remotísimos Balcanes corroían nuestra presunción. No dejábamos de alardear con nuestros flamantes logros, pero en secreto se incubaba el presentimiento de lo peor: la épica nacionalista perdía su elocuencia romántica para mostrar el feroz aspecto del discurso identitario; las tropas de la OTAN se mostraban impotentes para frenar la matanza genocida; la prosperidad fomentaba un grado insólito de hipnosis colectiva y anestesiaba a una sociedad dispuesta a ser engañada; la geografía imaginaria construida durante la Guerra Fría desplazaba a Yugoslavia lejos y mucho más allá de "nuestra" Europa...
En definitiva, digo en la Librería Alberti, con la Guerra Yugoslava comenzó el temblor de la década larga. El fin del siglo XX, encajonado entre dos tremendas demoliciones: -la caída del Muro de Berlín y la caída de las Torres Gemelas- simboliza la consternación que aún hoy nos sacude.
La memoria literaria de Tamara Djermanovich describe la normalidad de un país incapaz de temer lo que se le venía encima. Bajo la apacible rutina de las vacaciones escolares, los encuentros familiares, los discursos oficiales del Mariscal Tito, las banderitas de los desfiles, la orgullosa disciplina de un régimen tan ajeno al imperio soviético como al norteamericano, se incubaba un despiadado juramento. En nombre de la identidad nacional, religiosa, tribal, en beneficio del poder que los gerifaltes del régimen deseaban conservar, se desencadenó una infernal matanza. Eslovenos, bosnios, croatas, montenegrinos, kosovares, serbios, católicos, ortodoxos, musulmanes, hasta entonces apacentados por la disciplina autoritaria de la Gran Yugoslavia, revelaron las emociones aletargadas bajo su fraternal sonrisa. Los que unos días antes del primer estallido parecían sestear apaciblemente a la sombre del régimen protector, se levantaron para obedecer la consigna del anti-evangelio: devoraos los unos a los otros.
No todos fueron agentes activos de la locura que poseyó al país, pero la lucidez siempre perece sepultada bajo la furia. Como la de ese personaje citado por Tamara, Buric-Buro, que en su jardín de Tuzla proclamó "yo y mi familia nos independizamos de la locura nacionalista colectiva que se aproxima". Lo hizo en abril de 1991, apenas unos meses antes del primer balazo disparado en nombre de la identidad.
Cuando Tamara llega a Srbenica, escribe: "aunque uno no tenga nada que ver con éstos crímenes, sí que hay que sentirse responsable por lo que se ha hecho "en nombre de los serbios".
En la librería Alberti, el embajador de Serbia, cortésmente atento al discurso, permanece impasible, sin mostrar criterio ni juicio alguno ante la requisitoria que yo destaco con malévola intención. Como corresponde al proverbial oficio del diplomático.
Leyendo el viaje de Djermanovich a su país ya inexistente, percibiendo la tristeza infinita que se esconde bajo su benevolencia, uno comprende mejor el legado europeo que estamos obligados a custodiar: un suave escepticismo -que neutralice el fervor de las doctrinas militantes; una conciencia lúcida -sobre el vigor de la ferocidad que late bajo nuestras máscara civilizatoria; una inteligencia espiritual -que someta las recurrentes pulsiones de la condición humana.
La autora de esta recomendable y educativa obra, cita un fragmento de la carta enviada por su abuelo, reclutado en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, a su esposa: "cuando me escribas, olvídate de todas las cosas negativas y escribe como siempre he deseado: como si fueras un ángel".
Siguiendo los consejos de su abuelo, Tamara recuerda los destellos luminosos de su infancia, la resonancia mítica de los lugares enclavados en la costa dálmata, las risas y las voces familiares, la feliz expresión de los amigos reencontrados... La evocación adquiere su fuerte tensión emocional gracias a una ternura inconcebible, una ternura más fuerte que el dolor de vivir que sufren los supervivientes.
En el centro del libro de Tamara se cuenta la leyenda de Naum, el ermitaño enterrado en el Monasterio de Ohrid: santo cuyo corazón no ha dejado de latir bajo la fría lápida que cubre su tumba desde el año 910.
Este es el latido de vida que acompaña a la niña rubia que pasea con sus pies descalzos sobre los cadáveres de un país desolado por el odio: para administrar con su inocencia la absolución, la redención.

*Viaje a mi país ya inexistente. Tamara Djermanovich. Altair, 2013

 



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19 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El gigante aturdido

Las revoluciones exigen algunas condiciones. Una de las más claras, una abundante población joven, formada pero desempleada, y por tanto sin ilusión ni futuro. No le falta a Argelia: el 47 por ciento de la población tiene menos de 25 años. Las condiciones ya se dieron en 1988, cuando las revueltas liquidaron el régimen de partido único construido según el modelo soviético un año antes de que cayera el Muro de Berlín, aunque al final desembocaron en la guerra civil que costó 200.000 vidas e inmunizó a los argelinos hasta ahora mismo respecto a los impulsos revolucionarios. Nunca se sabe de Argelia si es un país avanzado o el furgón de cola. Fue precursor de la primavera árabe, pero también del ascenso islamista y de la reacción militar que en 1991 interrumpió las elecciones entre la primera y la segunda vuelta para cerrar el camino al poder del Frente Islámico de Salvación, todo en la línea de lo que acaba de pasar en Egipto. En cambio, en las elecciones de este pasado jueves, de resultados previsibles pero todavía desconocidos cuando escribo estas líneas, muchas cosas se parecen a las elecciones presidenciales que celebraban Ben Ali o Mubarak, los dictadores derrocados en 2011. La candidatura de Abdelaziz Buteflika es directamente absurda. Con 15 años de presidencia a sus espaldas, es un enfermo de 77 años que apenas puede expresarse ni mantener reuniones de trabajo. Han hecho la campaña seis colaboradores en su nombre, mientras que su intervención se ha limitado a comparecer en funciones presidenciales junto a mandatarios extranjeros. Como sucedía antes de 2011 con casi todas las dictaduras árabes, a los europeos nos conviene ver el vaso medio lleno de una democracia defectuosa. Hay elecciones, hay candidatos que compiten, hay partidos y hay una apariencia de pluralismo. Y sin embargo, todo está perfectamente controlado por un poder opaco y omnímodo, que se concentra en el ejército, en los servicios secretos y en las alianzas entre sus distintos clanes, y dosifica sabiamente la zanahoria del reparto de las rentas del gas y del petróleo y las pequeñas dosis de reformismo político con el palo de la represión,a la división de la oposición y el control de la calle. Argelia tiene bazas geopolíticas de primer orden: primer país árabe en territorio (2'3 millones de km2) y primer suministrador de energía (gas y petróleo) del continente africano, tiene una población todavía en ascenso, que en 20 años se situará en los 50 millones, el 75 por ciento urbana. Su estabilidad es la demanda política más consistente que le llega desde Estados Unidos y Europa, y más todavía ante la crisis de suministro energético que está alumbrando el conflicto entre Rusia y Ucrania. Es un gigante que yace aturdido ahí a nuestro lado pero que algún día, más pronto que tarde, echará de una vez a andar.



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19 de abril de 2014
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Ser o parecer

Probablemente a Alberto Ruiz-Gallardón le hubiera gustado ser un personaje de Shakespeare, sin morir en el intento. O, mejor, una mezcla de unos cuantos de ellos: desde el furioso Otelo, al ambicioso Julio César, pasando por el decidido Romeo y el recto Hamlet, e incluso las poderosas brujas de Macbeth. Sus actuaciones como ministro de Justicia demuestran que bien conoce la máxima del bardo de Stratford-upon-Avon: “El mundo es un gran teatro, y los hombres y mujeres son actores”. El político que hace unos años concedía una entrevista a la revista Zero para darle el titular de que el PP hubiera tenido que regularizar a las parejas homosexuales, y que afirmaba que el voto gay no tenía por qué ser de izquierdas, el nieto del seductor malagueño Pepito Jiménez y del médico y cronista (y mano derecha de Juan March) El Tebib Arrumi, estudiante excepcional, melómano, amigo de los artistas progres, la voz que clamaba centrar el partido, se ha convertido hoy en el hueso duro del gobierno. La principal diferencia entre el dramaturgo -de quien ahora se celebran 450 años de su nacimiento con un despliegue de actos y ediciones que se arrodillan ante su enormidad- y sus personajes radica en que este supo absorber casi todos los pliegues de la complejidad humana, incluso los que se esconden tras las máscaras. Pero jamás tomaba partido ni juzgaba, mientras sus protagonistas traicionaban su alma por la fascinación del poder, y naufragaban en la tormenta de sus pasiones. Cuando en 2008 entrevisté al actual ministro de Justicia para La Vanguardia pude apreciar sus dotes de gran conversador así como sus gustos exquisitos. También su gallardía. Mucho se ha cotilleado en Madrid durante estos años acerca de sus versos sueltos. Pero de su rifirrafe con Miguel Sebastián, que cometió la ordinariez de sacarle trapillos privados en busca de rédito político, acaso salió más fortalecido. En el despacho del entonces alcalde, con afinada sensibilidad decorativa tras la faraónica reforma del palacio de Cibeles, reposaba encima de la mesilla una preciosa edición de Otelo de 1890. De lo dramático, como su tour de force gubernamental con la reforma de la ley del aborto que produce rechazo incluso entre buena parte de sus votantes, ha pasado a lo ridículo con pasmoso hieratismo, sacándose de la manga una norma que exige “el deber de vestir y comportarse con decoro” a los funcionarios judiciales, so pena de pagar una multa de 600 euros. Los funcionarios han declarado sentirse tratados como chavales aleonados con bermudas y chanclas. Y se han ofendido, claro, y se han incorporado a la inabarcable lista de agraviados por las reformas de la justicia. ¿Será Gallardón un ejemplo de elegancia masculina, con sus enormes corbatas burdeos y sus Loden azul marino? Mientras la opinión pública clama contra el ministro justiciero, y la ciudadanía castiga sin tregua su popularidad, “el poder terrestre que más se aproxima a Dios”, como Shakespeare definiera a la justicia, da bandazos. El candidato En las antípodas del PP, el candidato europeo cambia de nombre: ahora es Cañete, adiós a Miguel Arias, el bon vivant que se plañía de que ya no hay camareros como los de antes, el que dijo: “El regadío hay que usarlo como a las mujeres, con mucho cuidado”, el que comía yogures caducados o el que cambió la denominación del jamón ibérico de origen y ahora nos endilgan cualquier cosa. Cañete, según Rajoy, representa el europeísmo patrio. Con el tiempo, ha mudado su altiva socarronería por una barba luxemburguesa. También ha conseguido atravesar tres décadas por la política, obedecer órdenes de antiguos alumnos, y eso sí, declarar con calma que él no ha robado. Escarmentados como estamos, parece que baste eso para pedir el voto. Un interrogante James Franco, el actor y director hipster, lector de poesía, escritor y, cómo no, modelo, pide perdón por haber intentado ligar por Instagram con una menor. No ocurrió nada. La joven, en sus cabales, no se podía creer que se tratara de él. Algunos lo han visto como una treta para promocionar su nuevo filme, Palo Alto, en el que interpreta al profesor de unos adolescentes perdidos. Si es así, habría que despedir a su director de marketing. Coincide el incidente con su expo New films stills en la neoyorquina Pace Gallery, una serie de autorretratos inspirados por Cindy Sherman. Incluso en la que aparece disfrazado de mujer no hay esperpento ni carcajada, sino una pátina espesa y oscura. Un interrogante. Pisando alfombra ¡Cuánto temblor deben de producir las alfombras rojas entre quienes están obligados a pisarlas! Posar para las cámaras, que te radiografían, después de una mala noche o de una demasiado divertida, da la diferencia entre un buen y un mal actor. Catherine Zeta-Jones y Michael Douglas han vuelto a pisarla juntos, con la sonrisa helada de quien prevé ser la comidilla. Su vida personal ha trascendido demasiado, y no sé bien porqué. De la presunta bipolaridad de ella a la adicción al sexo de él, y las alarmas misóginas encendidas al aventurar el origen de su cáncer. “Cuando te detienes a pensar, el mundo es un lugar aterrador. Y eso sin tener en cuenta a la gente”, dice el Marlowe que ha resucitado Banville/Black. (La Vanguardia)

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19 de abril de 2014
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Con Leila Guerriero todo es simple, pero nada es sencillo

Decía Borges que el escritor debe buscar la forma más sencilla de contar historias complejas. Esto ha hecho la periodista narrativa argentina Leila Guerriero con su último libro, una ‘nouvelle’ de no ficción engañosamente ‘simple’ que cuenta la historia de un joven bailarín de malambo.

En las pampas argentinas, el malambo es un baile tradicional, cuya variante más vistosa y legendaria es ejecutada por un hombre solo que zapatea a ritmo de vértigo durante casi cinco minutos acompañado por una guitarra, con botas de cuero rústico que no llegan a cubrirle todo el pie, y que muchas veces lo dejan roto y sangrando.  

En el pueblo de Laborde cada año se dan cita los mejores atletas del malambo. Que nadie espere evoluciones con boleadoras o cuchillos como las versiones para turistas: el malambo que se juzga en el Festival Nacional de Laborde es estricta y orgullosamente tradicional.

Como los héroes de Grecia, el momento triunfal de cada campeón es a la vez su ocaso: no puede presentarse a otros concursos y se despide al entregar el cetro en el festival siguiente, tras demostrar que es el mejor. La periodista construye su crónica como el relato de un hombre común, Rodolfo González Alcántara, que sobre el escenario de Laborde se convierte en un semidiós.

El malambo, nos enseña Leila Guerriero, es metáfora de muchas cosas: une la tradición y la modernidad, un mundo que se acaba y otro que nace, la línea tenue entre el triunfo y el fracaso.

*          *          *

Ya lo había hecho en su primer libro, la escalofriante fábula real Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2006) sobre un pueblo patagónico donde se empiezan a suicidar los adolescentes. Y lo continúa con sus precisas y poéticas historias de ganadores amargos y perdedores luminosos que componen su antología Frutos extraños (Alfaguara, 2012). El año pasado Mario Vargas Llosa elogió con entusiasmo su colección de perfiles de escritores, Plano americano.

En América Latina, Guerriero es parte fundamental del avance de esta forma de contar novelísticamente hechos reales que, como decía Tom Wolfe del Nuevo periodismo en la Norteamérica de los 60 y 70, está produciendo la mejor literatura de la actualidad. Con el placer y el dolor del taconeo del malambo y con el aliento de las grandes épicas, lo ha conseguido otra vez.

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17 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Qué es lengua materna?

Hace mil años que corretea la criatura por todas las lenguas modernas y todavía nadie ha dado una explicación medio satisfactoria del significado ni el porqué de esa locución invocada por tantos para no decir nada. Muchos creen que la lengua materna es la que se aprende de la madre, cuando cualquiera en sus cabales podrá caer en la cuenta y hasta demostrar que del padre, del abuelo, e incluso de una tía segunda que vino un día de visita, también se aprende a hablar, o que las madres mudas paren vástagos parlanchines.
 
Otros  muchos creen que es la primera lengua que uno aprende, sea como sea, y hay diccionarios, como el de la RAE, que la definen como la que se habla en un país respecto a los naturales del mismo. Son todas muy buenas intenciones, pero nadie explica por qué ha de ser materna, y no fraterna o tierna, en adobo o en gelatina.
 
El único lingüista que ha intentado una explicación coherente es Einar Haugen, aunque su conclusión es tópica y decepcionante. Recuerda que en la época medieval sólo los hombres recibían educación, mientras las mujeres se dedicaban a la tarea considerada inferior de criar a los hijos. Pero lo cierto es que si uno nacía de una madre analfabeta que sólo hablaba el dialecto de la comarca, no  era muy probable que tuviera un padre avezado latinista y autor de versos en griego ático, sino un farfullante de la misma lengua rústica e iletrada. Entonces, a ver, ¿por qué materna?
 
Es notable que, pese al entrañable adjetivo, en los ejemplos más antiguos se perciba sin equívocos la intención peyorativa, en contraste con lengua escrita o cultivada. En el ejemplo más temprano con autor conocido, la autobiografía de Guibert de Nogent escrita entre 1114 y 1121, se dice que se debatía “non materno sermone, sed literis”, o sea, no en lengua materna, sino por escrito.  Queda más o menos claro que se refiere a la lengua hablada vulgar y vernacular en contraste con la letrada y científica, en su caso, el romance paisano por un lado, y el latín por otro. Pero por qué el habla vulgar tiene que ser maternal es algo que sigue sin entenderse. 
 
Podríamos preguntarnos cómo se denominaba esa dicotomía iletrada/letrada antes de la Edad Media. Contra la creencia de Haugen y muchos otros, el latín no era conocido como sermo patrius por antonomasia. Cuando Tácito narra el viaje  de Germánico a la Tebas egipcia, dice que pidió a un sacerdote “patrium sermomen interpretari” (II, 60), o sea que tradujera las inscripciones de la lengua del país, que no era el latín, sino el egipcio. Y cuando narra el asesinato de Lucio Pisón a manos de un natural del país en la Hispania Citerior, dice que el asesino puesto en el tormento “voce magna sermone patrio frustra se interrogari clamitavit” (IV, 45), o sea, gritó a voz en cuello en la lengua del país —que tampoco era latín, sino celtibérico en su variante bajosoriana meridional— que era inútil interrogarle. Así pues, sermo patrius significaba lengua del país, no necesariamente latín, y la dicotomía mística entre lingua materna y paterna no existía.
 
La primera vez que los gramáticos tuvieron la necesidad de distinguir entre el latín mal conjugado y declinado que usaba la plebe inculta, y el latín clásico que pretendían enseñar, fue hacia el siglo VI, cuando ya las dos lenguas, la defectuosa viva y la perfecta muerta, eran dos realidades definibles. Entonces, estudiosos como Casiodoro y Prisciano introdujeron el adjetivo  moderna, con el sentido de “actual”, en contraposición a paterna, con el sentido de “antigua” o “ancestral” (tal y como Horacio, por ejemplo, emplea paternus en la oda a Mecenas). Para un germanohablante latinizado in literis la dicotomía moderna/paterna tenía traza equívoca e inducente al malentendido que los traductores llaman de los falsos amigos. Los godos antiguos y los sajones llamaban modor a la madre, y los frisones, moder; materna, oh casualidad, se decía modren. No sabemos quién sería el primero, pero lo más probable es que algún germanohablante corrigiera el moderna, que le saltaría a los ojos como un germanismo zarrapastroso derivado de modren, sustituyéndolo por un materna, que eso sí que es latín del bueno. Así pudo nacer el materna/paterna, que parecía más lógico y correcto.
 
Cuando los compañeros poetas empezaron a escandir sus obras en lenguas vernáculas, la distinción entre iletrada (materna) y letrada (latín) dejó de tener sentido, pero es que materna es un adjetivo tan bonito que fueron los mismos poetas los que quisieron verse como redentores de la lengua de sus  santas madres. El sentido peyorativo cambió de lado, pero la comparación perduró más o menos sobreentendida. El campo semántico de sermo patrius fue ocupado por sermo maternusDante, por ejemplo, dice escribir en parlar materno, que suena mejor que vulgar. Los traductores renacentistas insistieron en la misma flor, ellos eran los dignificadores de las lenguas maternas. Desde entonces, la mística quedó instalada en la planta noble de la filología y despacha sus alegrías , que si Muttersprache, que si modyr tonge, que si ama hizkuntza, todo maravillas, por no meternos con la bromatología lingüística que se ocupa de la gramática sorbida con la leche materna y otras mamonadas.
 
Las mistificaciones de raigambre chomskyana son las que más disfrutan en la guardería. La lengua materna ha de ser, dicen, una, y opera sus maravillas de tal edad a tal otra. Yo, sin meterme con las pobres madres que tanto sufren, invitaría un poco a la descreencia al respecto. Un niño de seis años que aprende el árabe en su casa, el vasco en la escuela, y el castellano de la televisión, ¿qué lengua materna tiene? ¿Y si continúa creciendo en Lyon o Kiel, donde tiene tíos?


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17 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No todo son intereses. El suministro y el precio del gas cuentan. También las inversiones de los magnates en la City, los clubes de fútbol o la Costa del Sol. Pesan las balanzas comerciales entre el tercer socio comercial de la UE que es Rusia y el primero de Rusia que es la UE. Y no hablemos de diplomacia, porque entonces se diría que estamos encadenados: para el control del programa nuclear de Irán, el desmantelamiento del arsenal químico de Siria y, todavía más, terminar la guerra entre El Asad y la fragmentada oposición armada, e incluso imaginar algún paso adelante en la bloqueada relación entre Israel y Palestina. Todo este entramado constituye la red de interdependencias que blindan a Putin cuando avanza sus peones y alfiles en el tablero de Ucrania. Pero luego están las ideas y los valores, que también pesan a la hora de buscar sintonías más o menos explícitas en las capitales occidentales. Es probable que el esquema de la guerra fría no sirva para describir con precisión la nueva tensión Este-Oeste que tiene como escenario a Europa, pero el Kremlin, ahora como en los viejos tiempos, busca complicidades en la oposición a los partidos que gobiernan, con la particularidad de que si entonces las encontraba en la izquierda ahora empieza a encontrarlas, sobre todo, en la derecha. Y tiene toda su lógica: pocos políticos contemporáneos defienden con mayor ímpetu como Vladimir Putin los valores tradicionales, la discriminación contra los homosexuales, las raíces cristianas de la civilización europea o el nacionalismo etnolingüístico frente al multiculturalismo, el multilateralismo y la integración europea. Las ideas de Putin encuentran simpatía en las nuevas extremas derechas europeas, desde el UKIP británico hasta la Liga Norte, desde Marine Le Pen hasta Alternativa para Alemania. Son también evidentes en la Hungría de Viktor Orbán, que controla estrechamente los medios de comunicación, concede la ciudadanía a las minorías húngaras de los países vecinos y afianza su control autoritario al estilo de la democracia soberana rusa; y esto sucede tanto en el partido de gobierno Fidesz como todavía más en el extremista y antisemita Jobbik. Solo en los países donde hay un contencioso abierto con Moscú, como Rumanía a propósito de Moldavia y Letonia sobre la minoría rusófona o, claro está, en Ucrania, las extremas derechas son antirusas. En toda Europa, Moscú intenta atraer a la ultraderecha e influir incluso en el Parlamento Europeo que salga de las elecciones del 25 de mayo. El historiador alemán Heinrich August Winckler, en un ensayo titulado Las huellas dan miedo, que acaba de publicar el semanario Der Spiegel, ha señalado que los alemanes más comprensivos con Putin pertenecen a una genealogía que se remonta a la casta intelectual, militar y política de la República de Weimar y al ideario nacionalsocialista. Si esto es otra guerra fría, las extremas derechas de ahora ocupan el mismo lugar que los partidos comunistas prosoviéticos durante la guerra fría auténtica.



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17 de abril de 2014
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?Crackphone?

Alrededor de una mesa cinco mujeres enumeran lo primero que se quitan al llegar a casa. Los tacones, coinciden todas. Bajarse del pedestal que te eleva, cimbrea la cintura y levanta las nalgas. A pesar de las advertencias de la podología, el tacón es símbolo estético de andares coquetos, de feminidad, moda, bajismo, también fetichismo. Ahora bien, sólo en público. Puede que exista alguna excéntrica que guste de andar por casa encima de unos stilettos de diez centímetros, pero liberarse de los tacones forma parte del saludable protocolo de la intimidad. Un símbolo de lo que significa regresar a la estatura real. Las cinco mujeres continúan describiendo su ritual liberador: después vienen los anillos, pendientes y pulseras. ?Todo lo que pesa o aprieta?, dicta una. Sujetadores con aros, cinturones, medias? y los añadidos: lentillas, piercings, rímel, separadores de juanetes, describen sin pudor. Pero, mientras casi por instinto se liberan uno a uno de los abalorios que visten su yo público, confiesan sentirse incapaces de despojarse de su móvil, como si se tratara de una auténtica prótesis. Entre los hombres ocurre algo parecido: al llegar a casa, lo primero que hacen es vaciarse los bolsillos de cartera, chatarra y llaves; también se desprenden de los zapatos y el cinturón. Y les costará separarse de su smartphone, incluso desearían una funda impermeable para meterlo con ellos bajo la ducha. Somos movildependientes, y no sólo por el imperioso acceso a la comunicación, sino por la necesidad de sentir que alguien piensa en nosotros, nos sigue, nos retuitea; que contamos con ese alguien parecido a un espectador de nuestra vida a fin de que nuestros actos tengan mayor sentido. También se da el caso contrario: la posibilidad de narcotizarnos frente a su pantalla gracias a la feria de estímulos que es capaz de almacenar. En Francia, el presidente François Hollande ha decretado que todos sus ministros deberán dejar el móvil a las secretarias antes de entrar en la sala del Consejo. Se ha acabado la excusa de no atender en nombre de lo inaplazable. Algunas compañías tecnológicas francesas han anunciado que sus ejecutivos deberán mantenerse desconectados un mínimo de once horas diarias, como medida protectora. La hipercomunicabilidad golpea la conciliación entre vida profesional y vida familiar. Cuando un hijo te pide que dejes el móvil de lado, en verdad te sientes igual que un adolescente, incapaz de discernir lo urgente de lo importante. Y, como el tabaco, decides que te lo quitarás de encima al entrar por la puerta de casa. Pero, sigilosamente, acudirás allí donde esté, como el adicto en busca de la dosis, y si está apagado, lo encenderás porque su mudez es la nada.

(La Vanguardia)

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16 de abril de 2014
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El Boomeran(g)
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