Joana Bonet
Alrededor de una mesa cinco mujeres enumeran lo primero que se quitan al llegar a casa. Los tacones, coinciden todas. Bajarse del pedestal que te eleva, cimbrea la cintura y levanta las nalgas. A pesar de las advertencias de la podología, el tacón es símbolo estético de andares coquetos, de feminidad, moda, bajismo, también fetichismo. Ahora bien, sólo en público. Puede que exista alguna excéntrica que guste de andar por casa encima de unos stilettos de diez centímetros, pero liberarse de los tacones forma parte del saludable protocolo de la intimidad. Un símbolo de lo que significa regresar a la estatura real.
Las cinco mujeres continúan describiendo su ritual liberador: después vienen los anillos, pendientes y pulseras. ?Todo lo que pesa o aprieta?, dicta una. Sujetadores con aros, cinturones, medias? y los añadidos: lentillas, piercings, rímel, separadores de juanetes, describen sin pudor. Pero, mientras casi por instinto se liberan uno a uno de los abalorios que visten su yo público, confiesan sentirse incapaces de despojarse de su móvil, como si se tratara de una auténtica prótesis. Entre los hombres ocurre algo parecido: al llegar a casa, lo primero que hacen es vaciarse los bolsillos de cartera, chatarra y llaves; también se desprenden de los zapatos y el cinturón. Y les costará separarse de su smartphone, incluso desearían una funda impermeable para meterlo con ellos bajo la ducha.
Somos movildependientes, y no sólo por el imperioso acceso a la comunicación, sino por la necesidad de sentir que alguien piensa en nosotros, nos sigue, nos retuitea; que contamos con ese alguien parecido a un espectador de nuestra vida a fin de que nuestros actos tengan mayor sentido. También se da el caso contrario: la posibilidad de narcotizarnos frente a su pantalla gracias a la feria de estímulos que es capaz de almacenar.
En Francia, el presidente François Hollande ha decretado que todos sus ministros deberán dejar el móvil a las secretarias antes de entrar en la sala del Consejo. Se ha acabado la excusa de no atender en nombre de lo inaplazable. Algunas compañías tecnológicas francesas han anunciado que sus ejecutivos deberán mantenerse desconectados un mínimo de once horas diarias, como medida protectora. La hipercomunicabilidad golpea la conciliación entre vida profesional y vida familiar. Cuando un hijo te pide que dejes el móvil de lado, en verdad te sientes igual que un adolescente, incapaz de discernir lo urgente de lo importante. Y, como el tabaco, decides que te lo quitarás de encima al entrar por la puerta de casa. Pero, sigilosamente, acudirás allí donde esté, como el adicto en busca de la dosis, y si está apagado, lo encenderás porque su mudez es la nada.
(La Vanguardia)