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Película con cocaína

        Se sabe poco de él, pero su única obra narrativa perdurable es extraordinaria. Publicada por vez primera en 1936 por una editorial parisina de emigrados rusos, ‘Novela con cocaína', firmada con el seudónimo M. Aguéiev, llamó la atención, tuvo alguna buena crítica y quedó en el olvido hasta su reaparición en los años 1980, cuando el misterio de su autoría dio pábulo a una atribución a Nabokov que su viuda Vera protestó airadamente. Hoy se sabe que el autor fue un moscovita de descendencia judía llamado Marko Levi, residente doce años en Turquía y repatriado en 1942 por la policía turca a su país de nacimiento, donde llevó una oscura vida de profesor de alemán hasta su muerte en 1973. De la novela (publicada en buena traducción española por Alba) destacan, casi como un leitmotiv del narrador en primera persona, las dualidades y los desdoblamientos que le causa su drogadicción, resumidos en esta exclamación: "Se desdoblaba la sensación de tiempo".

        ‘El lobo de Wall Street' es una película con mucha cocaína, y yo diría que no toda la que se esnifa, ni tampoco las extensas proezas eróticas, primordialmente bucales, resultan, desde el punto de vista del espectador, imprescindibles; el tiempo narrativo pesa más de una vez, sin duda porque nosotros no la vemos en trance psicotrópico ni vamos tan raudos como los personajes del film. El director refleja la historia verídica, ‘remasterizada' para la pantalla, de Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), un joven neoyorkino que empezó como honrado corredor de bolsa y se despeñó voluntariamente en la escalada de la riqueza fraudulenta, el sexo y las drogas: la eterna historia de un ‘Rake´s Progress', contada, al contrario que en la famosa serie pictórica de Hogarth, en cuadros sin conexión, sin sátira y sin moraleja (aunque sí con casa de locos). Este progreso y caída del libertino Belfort arranca poderosamente, con la trepidación que Scorsese sabe dar a sus películas no-intimistas: las primeras arengas en la oficina, los ascensores saturados de felaciones, y, sobre todo, esa secuencia memorable del almuerzo en que el instructor Mark Hanna (un prodigiosamente metamorfoseado Matthew McConaughey) le da clases aceleradas de desenfreno al aprendiz. Junto a DiCaprio, todos los actores secundarios lucen como protagonistas en el kaleidoscopio de la acción, que unas veces nos hace pensar en un ‘Calígula' bancario y en traje de calle y otras en ‘Casino', cinta de ‘gangsters' del propio Scorsese que tiene más de un punto de contacto con ésta.

      La acumulación de orgías y expletivos, de señoritas complacientes y yates rebosantes de langostas, dan a veces la impresión de antídoto disolvente a esa anterior obra tan acaramelada y tan ñoña a ratos (sin dejar nunca de ser brillante) que fue ‘La invención de Hugo'. Pero siempre hay un artista al timón. La disputa de Jordan con su primera mujer bajo la marquesina del teatro, o la larga escena de mismo Belfort y su lugarteniente Donnie (Jonah Hill, otra creación de característico) empastillados hasta las cejas y pegados al teléfono en la cocina de la mansión, son de un deslumbrante refinamiento formal. O el final, una idea de genio en el guión que el cineasta resuelve con virtuosismo: el ya maduro y derrotado Jordan Belfort dando un curso a los lobeznos del Wall Street del futuro, esos ‘madoffs' de nuestra realidad que se engranan en la rueda de la corrupción como catecúmenos de la religión del dinero.

      Por lo demás, ‘El lobo de Wall Street' es un ejemplo de alta calidad del cine frenético que ahora prolifera, en el que la cámara ya no es aquella pausada estilográfica de los cineastas franceses de la Nouvelle Vague, sino más bien una pistola de Marey o un lápiz óptico. El modelo de los directores del frenesí visual y el montaje a toda pastilla (nunca mejor dicho) viene sobre todo de Hollywood, aunque no faltan secuaces en otras cinematografías menos pujantes. Es un idioma hecho de velocidad y movimiento, como puede verse en otro título reciente y de gran éxito en los Estados Unidos, ‘La gran estafa americana' (‘American Hustle‘) de David O. Russell, quien utiliza señaladamente el acercamiento y alejamiento de cámara a los actores como sintaxis, si bien su montaje de planos es menos sincopado que el de Scorsese. Se trata de un cine que puede marear y que está hecho para marear, para reproducir los vaivenes y la inestabilidad substancial de sus personajes, de sus relatos.

     Pero no todo el cine que quiere hablarnos del desasosiego, del trasiego, de la dispersión y la desubicación, es tan móvil. Simultáneamente a ‘El lobo de Wall Street' y ‘La gran estafa americana' he visto ‘Caníbal', la notable película de Manuel Martín Cuenca que estuvo entre las finalistas de los principales premios Goya de este año (ganados todos, con merecimiento, por David Trueba y su ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados‘). Entre los cineastas españoles de su generación (Martín Cuenca nació en 1964), este almeriense comparte con Jaime Rosales y Javier Rebollo, y en cierto modo con Pablo Llorca, la parsimonia deliberada, el gusto por la composición en plano largo y fijo, tan estático a veces que nos hipnotiza, nos cautiva, en las antípodas del arrebato de Scorsese, pero no por ello con menos arte. ‘Caníbal' dibuja la existencia de otro extremado lobo depredador, el sastre granadino Carlos, quien en su afán de apropiación de lo que desea se traga a las mujeres. La extrema frialdad del cineasta, que queda marcada, al inicio, por el hermoso plano inmóvil de casi cuatro minutos ante la gasolinera, es una alternativa radical a la plasmación del exceso. Otra manera de ser tempestuoso en la negación y el recato.

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1 de abril de 2014
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Asuntos metafísicos 43: de nuevo la imposibilidad de un realismo ingenuo

"Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y como un esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria, en cuanto empieza a sospechar que su libertad no es sino un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas ilusiones para gozar más duramente de su engaño, así yo recaigo insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra por miedo a  las trabajosas vigilias que habían de suceder a la tranquilidad de mi reposo... " (Descartes, Meditaciones)

En ocasiones se  atribuyen a Descartes  tesis que no siempre corresponden exactamente con lo que sus  textos dicen, pero  en todo caso  son  expresivas  de  hasta que punto una reflexión bien trabada puede suponer una ruptura de continuidad respecto a la forma misma en la que son susceptibles de plantearse los problemas. Tal es el caso de la  puesta en tela de juicio de la realidad del mundo  y de que nuestras percepciones tengan soporte en cosas exteriores. Pues si bien es cierto que este cuestionamiento tiene un carácter estratégico o metódico, el éxito fue tal que tras el Discurso del Método y las Meditaciones  se hacía inimaginable la defensa de  posiciones realistas ingenuas, es decir, posiciones realistas que ignoraran la  conmoción  que tales textos supusieron. 

A un defensor de la ortodoxia escolástica  (filosofía realista por definición, puesto que parte de la asunción de que el mundo físico  fue creado por Dios antes de la creación del espíritu finito que nosotros representamos)  no le quedaría ya otra opción que desmontar los argumentos de Descartes si no quería  ser considerado como un  apriorísta  dogmático o simplemente como un  ignorante [1]  Pues bien:

No menos imposible es hoy en día aferrarse a una posición filosófica realista sin sondear el abismo que suponen algunos de las observaciones  de la teoría cuántica que aquí han sido  avanzadas. Einstein era ciertamente realista y defendía con ahínco tal posición filosófica. Pero no lo hacía a priori, sino con perfecta  conciencia de que las bases del realismo habían sido profundamente socavadas. Por ello buscaba precisamente un nuevo soporte  y  aventuró singulares hipótesis, como la denominada de las "variables ocultas", duramente puesta a prueba por el teorema de Bell y los cruciales experimetos que le dieron alas. El debate no está en absoluto clausurado. Hay otros científicos y filósofos de primera magnitud, que sostienen posiciones realistas, pero ciertamente en absoluto ignorando las implicaciones del teorema de Bell. Realismo en ocasiones algo edulcorado,  pues  compatible con el sacrificio de otros principios ontológicos, así el de localidad, que pueden parecer indisociables del mismo; pero realismo  que contempla la dificultad, que intenta superar aquello que en nuestro tiempo le interpela. Realismo en las antípodas del apriorismo y la confianza ciega, realismo que habría de superar la prueba, tras la entereza de soportar  la duda.  Al igual que la cosa que piensa cartesiana el sujeto del pensar contemporáneo se ve escindido entre los prejuicios heredados que le mueven a afirmar y una entereza filosófica que le inclina a interrogarse: "pero un designio tal es arduo y penoso..." [2]   

 


[1]             De hecho el propio Descartes se encarga de reivindicar la ortodoxia, tanto al final del Discurso como al final de la Meditaciones. Es sin embargo dudoso que esta recuperación sea excesivamente interesante. Cabe incluso suponer que se trata de un mero recurso para no ser víctima de la censura explícita o explícita. El hecho de que dedique sus Meditaciones a los teólogos de la Sorbona es al respecto significativo. Piénsese que también Galileo  pretendía que su Diálogo era sólo una ficción para  meterse en la piel del malpensante, mostrando de paso que "si otros han navegado más, nosotros no hemos especulado menos". Sabido es que la precaución fue inútil ante gente tan avezada como el cardenal Roberto Belarmino o sus continuadores, aun más escrupulosos en defensa de la ortodoxia.

[2]             Precisión sobre el ser de una cosa que piensa. Aprovecho para recordar  que   no puede ser tomado como palabra evangélica  la tesis de que Descartes inauguraría una concepción idealista  en la que el  yo  jugaría el único  papel arquitectónico. Se quita importancia al hecho de que  en el je pense del Discurso del Método el je supone un complemento, algo que es pensado,  es transitivo y  relacional: yo fértil, en oposición al yo imaginado como subsistencia,  para referirse al cual  la lengua francesa cuenta con la palabra moi. Que en el  pensar del Discurso, el yo es casi lo de menos lo muestra el hecho mismo de que Descartes se refiere a sí mismo como soporte de  "una cosa que piensa". Y a la pregunta por él formulada:  ¿qué es una cosa que piensa?  esta  respuesta  en la segunda de sus Meditaciones: "una cosa que piensa es una cosa que duda que entiende, que afirma, que niega,  que quiere, que no quiere, que imagina también y que siente" . Es decir: una cosa que piensa es una cosa que hace lo que en cada momento hace cada uno de nosotros, por ejemplo sentir ( lo cual lanza una sombra de sospecha sobre lo legítimo de separar radicalmente lo que tiene carácter noético y lo sensible)  pero también filosofar, para el caso filosofar siguiendo el hilo conductor de Descartes, es decir: afirmar que, soñando o despierto, dos más tres son cinco, negar que la locura propia pueda ser asumida como base en la duda metódica, querer que haya algo absolutamente indubitable, no querer  perseverar en los prejuicios, imaginar todo aquello que me rodea en la hipótesis de que se trate de un sueño: "pues aunque pueda ocurrir  que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí , y forma parte de mi pensamiento"      

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1 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Transfiguraciones de Octavio Paz

"Los poetas bajaron del Olimpo" (gracias a la irreverencia creativa de Nicanor Parra), y la noción de "poeta nacional" se convirtió en un gravamen. Tal vez por culpa de Víctor Hugo, multiplicado por sus monumentos, el único poeta que dejó incompletas sus obras completas: no cesan de aparecer nuevos manuscritos suyos. Antonio Machado fue casi canonizado como emblema trágico de la guerra civil española, y luego casi santificado por la naciente democracia. Un relativo olvido le ha hecho bien a su poesía, ahora podemos leerlo libre del ditirambo, ese mármol de todo oficialismo. No menos redundante es la idea de las "generaciones", casi un directorio telefónico reciclado. Los marcos locales de lectura periódica se han vuelto melancólicos; y los nacionales, museológicos. Hoy predomina un diálogo más civil, la posibilidad de una república literaria sin policías.

 

Hasta en México, donde el “poder cultural” (un oxímoron, porque si es cultural está exento de poder) era ejercido por una figura emplumada, una voz sumaria y una corte corifea, hoy ya no sería creíble la suma de asesor político, ganador de todos los premios, y responsable de todas las respuestas. El intelectual público se ha vuelto obsceno: casi un exhibicionista.  Lo reemplaza hoy el cronista, apremiado por testimoniar sus fáciles afectos.

 

"El presente es perpetuo", resumió Octavio Paz desde su fe radical en el lenguaje, que fue el centro de su poética. Hoy el presente es una enunciación: lleva la fuerza del instante. Pero el desafío de Paz declara su aventura: no hay sino presente. Los poetas demasiado fecundos nos resultan incómodos porque prolongan la charla. Nuestras normas se han hecho más civiles en los turnos del diálogo.  Gracias a esta economía  expresiva, Borges  ha sido recuperado como poeta de la concisión.  José Emilio Pacheco demostró que la voz y la escritura se funden en   el acto de devolvernos la palabra. Neruda, en cambio, es nuestro Victor Hugo: sintió la obligación de cantar la historia, el paisaje y los pueblos: su monólogo es planetario. Lo dijo mejor Paz : “la monotonía geográfica de Pablo Neruda.”

 

Con los buenos poetas hay que aprender a conversar.  La lectura es, al final, el aprendizaje de protoclos, modelos, y economías del diálogo. Y cada buen poeta nos educa en su propio sistema de convocaciones.  Vallejo, es verdad, espera demasiado de su interlocutor, y no sólo nos pone en dificultades sino que nos prueba que la poesía puede ser superior a nuestras fuerzas. La obra de Paz demuestra el largo diálogo con el lector como un auscultante, laborioso y honesto comercio con la poesía misma, con su historia moderna y su afincamiento histórico, con sus poderes prometidos y sus formas insuficientes: el poema, descubrió Paz, es la convocación de la poesía, el ritual de su deseo y, siempre, la búsqueda renovada de su felicidad expresiva. Como los grandes modernistas (Mallarmé, Eliot, Vallejo), Paz supo que la poesía no está en el poeta sino en el lenguaje, y que el poeta oficia entre el lenguaje y el lector. Por eso, la práctica poética de  Paz  está hecha por el doble movimiento de decir y desdecir. Y también por eso, corregía una y otra vez sus poemas, incluso los publicados. Su método de escritura pasaba por esas etapas de insatisfacción, autocrítica rigurosa, y pasión del oficio. La segunda edición de su poesía reunida fue más breve que la primera. Pero la autocrítica no fue una duda sobre la poesía sino, lo que es más interesante, afirmaba su fe en la poesía.

 

Por lo pronto, una parte de la crítica ha optado por leer en la poesía de Paz la confirmación elocuente de su teoría y crítica poéticas.  Opción equívoca, que maltrata la poesía con la glosa y que convierte al decir del poema en un sobredecir de la prosa.  Es preciso evitar esta fácil tentación para que el poema hable por sí mismo, más allá incluso de las opiniones de su autor.  Otro sector de la crítica se conforma con un rastreo de fuentes y circunstancias, explicando así el poema en su genealogía literaria.  Esta opción no es menos equívoca, porque hace causal al tiempo casual del poema, disolviéndolo en el repertorio escolar de la tipología de los estilos y los postulados.  Si la primera tendencia descuida notablemente la calidad específica de esta poesía, que contra-dice su propio proceso evolutivo a nombre del instante que retraza; la segunda tendencia olvida el carácter contradictor de esta poesía frente a los grandes movimientos poéticos europeos e hispánicos, a los que revisa y refuta más de lo que a simple vista parece.  Con Paz, tan ensayista como poeta, y en pugna en más de un punto entre ambas validaciones, la critica de la poesía, desde ella misma, se hace sistema. De inmediato reconocemos el ardor de su lenguaje, la tensión de su prosodia, la fuerza de su clara inteligencia.

 

Para no dejar de leerlo, hay que recuperarlo como intelectual serio (hecho en la capacidad de dudar, incluso de sus propias opiniones); como poeta lúcido (siempre buscando el poema en el mar del lenguaje); como ensayista creativo (provocando un debate que casi nunca logró); y como polemista ardoroso (cuyo afán de actualidad era una verdadera pasión).  Al final de su vida llegó a la melancólica conclusión de que lo querían más en España que en México. Sus mayores intorlocutores, hasta donde soy testigo, fueron Carlos Fuentes, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Pedro Gimferrer, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Eliot Weinberger; y, en México, el más sabio y mundano de todos, Alejandro Rossi, con quien uno sigue conversando.  Fue, no sin razón, crítico puntual del voluntarismo de las izquierdas tanto como del fundamentalismo del mercado. 

 

Esta poesía habla al final de la poesía misma.  No porque presuma que la poesía se ha hecho improbable sino porque está escrita como si la poesía fuese el último de los sentidos.  Sentido final, donde el lenguaje dice por primera vez todo lo que puede decirse por vez última, como si el desmentido de la promesa de la modernidad, que América Latina ilustra, nos dejara muy pocos, si alguno, discursos veraces.  Paz nos dice, una y otra vez, que somos una parte excéntrica de Occidente, pero no lo dice con entusiasmo sino con resignación: la modernidad es residual, nos ha hecho perder el mundo natural, y nos ha convertido en sujetos del mercado universal.  Dario habia escrito “Yo persigo una forma….”, significando el proceso de una identidad prometida plenamente por la poesía como cristalización del Sujeto en el lenguaje.  Paz, más bien, buscaba un centro articulatorio, un afincamiento en el sentido, no sólo en la convicción poética, sino en una significación que hicera del arte la verdadera conciencia del ser y del estar, del pensar y actuar, del hablar y callar.  Sus mejores poemas, por eso, son una pregunta por el poema, una búsqueda siempre más allá del lenguaje mismo, de la misma forma,  una estrategia desplegada como la convocación de la poesía. 

 

Paz debe haber sido el último poeta del modernismo internacional cuya fe en el poder de la poesía como eje central hacía del poeta una suerte de sacerdote responsable de la palabra, tanto de la privada como de la pública, y cuya idea de la autonomía  del arte–o, por lo menos, de su suficiencia- situaba a la poesía entre los lenguajes del esclarecimiento. Por lo mismo, quizá hoy podamos leer esta poesía en su horizonte dialógico, como el intento de una conversación con las grandes operaciones artísticas de la modernidad internacional, en cuya discusión y aclimatación Paz, al final, construyó otro modo de compartir la innovación artística, ensayando su traducción, apropiación y respuesta desde éstas orillas.  Casi siempre los poemas de Paz se sitúan frente a un interlocutor  o contexto poético del otro lado, de otra lengua, época o tradición, desde el himno y la elegía hasta el poema espacial y contrapuntístico. Por un lado, fue atraído por los poetas capaces de decir plenamente (Breton, William Carlos Williams); por otro, por los poetas capaces de decir cifradamente (Juana Inés de la Cruz, Góngora, Mallarmé); y todavía por otra parte, por los poetas capaces de exceder el habla y jugar con su grafía (los Toponemas, la Renga, el concretismo brasileño).  El Premio Nobel de Literatura (1990) reconoció la calidad internacional de ese diálogo latinoamericano.

 

Así como los objetos de Marcel Duchamp son un despojamiento de la tradición representativa y de la densidad semántica del arte, de su estatuto hermenéutico tanto como de su lugar en este mundo; la forma del poema paziano, ese cuerpo verbograficado de contrapuntos, antítesis, analogías, ese precipitado barroco que se contra-dice mientras se sobre-dice, actúa como la sustancia misma del acto poético, como una figura que la transfigura.  Blanco es el momento culminante de este proceso.  Porque la operatividad de una forma inductiva ocurre en la misma serialización fragmentaria, secuencial; y porque el espacio poético, se diría, es desplazado de la discursividad: en él es donde la enunciación tiene su código generativo.  Pocos poetas han logrado transformar a la modernidad creativa en parte de nuestro propio idioma literario.

         
El mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad, reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de la lectura.

 

 

 

 

 

 

 

 
 


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1 de abril de 2014
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En nombre de Freud

Uno de mis reportajes soñados -que ojalá me encarguen algún día- consiste en viajar por el mundo de diván en diván, empezar en Buenos Aires y terminar en París. Tenderme en ellos, y desde esa comodísima posición, averiguar qué asuntos se despliegan allí: un poco de insomnio y otro de desamor, de inseguridad u obsesión; y así poder acercarme al vaho que empaña los cristales del gabinete cuando aparece el fantasma del padre o se mata a la madre, freudianamente hablando. El psicoanálisis es tremendamente cinematográfico: su penumbra, su chaise longue con un trapito para reposar la cabeza, sus silencios. Cuántas escenas hemos contemplado de personajes que se tumban de espaldas al analista e inician un monólogo, que a la vez es una especie de discurrir. Y qué ramillete de chistes. “No se crea que soy como la peluquera, a la que se le cuentan los avatares de la semana”, me dijo en una ocasión una psicoanalista que exigía un esfuerzo por parte de sus pacientes para “elaborar” y “transferir” los ruidos interiores. Este año se conmemoran los 75 años de la desaparición de Freud, de quien, a su muerte, el poeta W.H. Auden dijo: “No es una persona sino todo un clima de opinión”. En su casa-museo de Viena lo celebran con una muestra sobre los viajes del médico, por los Alpes austriacos, Baviera, sus excursiones a Italia y Grecia para estudiar a los clásicos, o sus conferencias en EE.UU. Un viajero alrededor de la psique humana: “En general, carece de importancia el tema con el cual se comienza el análisis, puede ser la biografía, la historia clínica o los recuerdos infantiles del paciente. Ahora bien, de cualquier manera es necesario dejarle hablar y elegir libremente el punto de partida. Actúe como un viajero sentado junto a la ventanilla de un tren que le cuenta al que va en el asiento interior como va cambiando el panorama ante sus ojos”. La inestabilidad psíquica es un signo de los tiempos. El consumo de ansiolíticos se ha duplicado en España en la última década, y la depresión será, según la OMS, la segunda causa de muerte en el siglo XXI. Fobias y adicciones son consecuencia de una cultura del exceso que causa infelicidad y legaliza la transgresión. A pesar de haberlo desahuciado, y de contar con vigorosos detractores, las consultas de los psicoanalistas no sufren la crisis. Todo lo contrario. El malestar contemporáneo busca una tabla. Conocerse, explicarse, aceptarse. La cultura del yo se enfrenta, en la época más narcisista de la historia, al dilema de los procesos inconscientes de los que el yo ni siquiera tiene noticia… ¿Somos desconocidos para nosotros mismos? Ya es hora que descorramos los cortinones del tabú que aún significa recibir terapia. Y que no entrenemos sólo el cuerpo, sino también la mente, para contarnos cómo va cambiando el paisaje interior.

(La Vanguardia)

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31 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El principio democrático

Un nuevo protagonista acaba de irrumpir en el proceso soberanista catalán. Es ni más ni menos que el Tribunal Constitucional, la primera institución que había dejado todos los pelos de su prestigio y autoridad en la gatera del recurso contra el Estatuto catalán, con una sentencia sobre la que hay prácticamente consenso respecto a su carácter de causa inmediata o al menos punto de partida de todos las dificultades de entendimiento entre catalanes y españoles. La sentencia que todos esperaban ahora iba a ser un mero trámite de anulación de la declaración de soberanía, tal como solicitaba el Gobierno de Rajoy. La idea de unos y otros era que ya estaba en marcha y de forma implacable la máquina de neutralización legal del proceso soberanista por parte del Gobierno, con el instrumento constitucional del artículo segundo --en concreto la parte que considera ?la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles? como fundamento de la Carta Magna-- en el centro de la interpretación de la legalidad a disposición del Tribunal. Este era el instrumento del ?no a todo?: al derecho a decidir, a la consulta y a la independencia. El razonamiento era diáfano: si el objetivo que persiguen quienes quieren hacer la consulta es la ruptura de la dicha unidad, entonces todo lo que se haga en esta dirección es directamente anticonstitucional y por tanto ilegal. La Constitución española, según dicha interpretación, solo permite un independentismo platónico, que si se expresa en público debe ser sin resultado alguno ni voluntad de obtenerlo. No es esto lo que ha dicho el Tribunal, capaz de obtener la unanimidad de los magistrados en una sentencia en la que se aceptan de forma proporcionada posiciones y razonamientos tanto de los abogados del Estado como de los letrados del Parlamento de Cataluña. El primer punto en que da la razón al Gobierno español es en asumir que la declaración de soberanía produce efectos jurídicos, única circunstancia que justifica e incluso obliga al recurso y a la sentencia. Con independencia de la calidad del razonamiento para sostener que efectivamente tiene efectos jurídicos y que no es una mera declaración sin relevancia, nótese que es el único camino que tiene el tribunal para convertirse de nuevo en actor con un papel en este proceso. Sin efectos jurídicos, el tribunal debería inhibirse. Hay obviedades que a veces son obligatorias. Decirlas es también una forma de distinguir los caminos abiertos de los que no tienen salida. Esto es lo que sucede con la declaración del pueblo de Cataluña como ?sujeto jurídico y político soberano? y con el recordatorio de que ?no existe un núcleo normativo inaccesible a los procedimiento de reforma constitucional?. Pero el núcleo político más relevante y sorprendente de la sentencia versa sobre el derecho a decidir, reconocido como una aspiración política que cabe en la Constitución. Tal como lo interpreta la sentencia, el derecho a decidir no es el derecho a la autodeterminación ni una atribución de soberanía. Es, en realidad, algo más trascendente, porque afecta al espíritu mismo de la Constitución, y es ni más ni menos que el principio democrático, ?valor superior de nuestro ordenamiento?, algo que según el Tribunal ?reclama la mayor identidad posible entre gobernantes y gobernados?, ?exige que los representantes elijan por sí mismos a sus representantes? o ?impone que la formación de la voluntad se articule a través de un procedimiento en el que opera el principio mayoritario?. Lo más notable de la aparición de este nuevo actor es que no se le esperaba. La vida nos regala a veces esas sorpresas fuera de guión. Un Tribunal Constitucional sobre el papel más conservador y centralista que el anterior, presidido por un magistrado que ha militado abiertamente en el PP, intenta recuperar algo del prestigio y autoridad perdidos por el anterior tribunal más plural y menos derechista. En vez de actuar como un servomecanismo, actúa según un criterio propio, que sitúa el principio democrático, y no la unidad de España, en el centro del debate. Cuando así sucede, como ocurrió hace 40 años, el primero conduce a la segunda: si todos juntos somos capaces de dialogar y de pactar, podremos seguir juntos. Parece claro que el nuevo actor tendrá todo el interés en seguir jugando siempre que tenga ocasión de hacerlo, es decir, cada vez que alguien, el Gobierno de Rajoy entre otros, recurra a su arbitraje. De momento, ahí está en la sentencia todo un arsenal de argumentos a disposición de quienes quieran y sepan para su utilización en el debate en el Congreso del 8 de abril sobre la transferencia a Cataluña de la competencia para realizar la consulta. Al menos en dos ocasiones más el Tribunal tendrá ocasión de hacer pesar su criterio. La primera, cuando el Parlamento catalán apruebe la ley de consultas, y la segunda, con ocasión de la firma por parte de Artur Mas de la convocatoria de la consulta para el 9 de noviembre. En ambos casos, la actuación de unos y otros estará ya condicionada por la existencia de un Tribunal dispuesto a jugar un papel propio y activo como árbitro de la Constitución.



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31 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los cuentos

Con Marvis Gallant tengo la desagradable sensación de haberme pasado la vida mirando en todas las direcciones posibles salvo aquellas que me hubiesen llevado a ella. Leí hace un montón de años (a toro pasado) alguna de sus crónicas de Mayo del 68 y me prometí que leería cualquier cosa que ella escribiese. Pero desde entonces ha publicado más de cien cuentos (116 según sus incondicionales), dos novelas, una pieza de teatro, una parte de sus diarios y bastantes entrevistas sin que yo haya cumplido mi promesa de leerla. Incluso su muerte, ocurrida hace poco más de un mes, me ha sorprendido con el pie cambiado.

Ella, junto con  Alice Munro y  Margaret Atwood, formaba el trío de  viejas damas canadienses (91, 83 y 75 años respectivamente) siempre a la espera del premio Nobel. El hecho de que el año pasado Alice Munro ganase  el ansiado premio debió de ser un golpe muy duro para la aspirante más veterana,  primero porque sabía que ya no volverían a repetirse las condiciones idóneas para que volviese  a recaer sobre una mujer canadiense y angloparlante (ni siquiera la Atwood pese a su “juventud” tiene muchos motivos para la esperanza) y segundo porque Alice Munro se había declarado reiteradamente alumna y admiradora suya.  Y que premien al alumno por delante del maestro tiene que ser un motivo de satisfacción para éste. Pero vaya.

Aunque en esta misma columna he manifestado varias veces mi admiración por la Munro, en el caso harto improbable de haber formado parte del  jurado que tuvo que decidir entre ellas dos me hubiese visto en un compromiso porque  ambas son unas extraordinarias narradoras.

Lo que sí hay, en cambio, son unas notables diferencias entre sus universos narrativos. Si los cuentos de Alice Munro transcurren en una zona de Canadá perfectamente reconocible   y los protagonistas podrían ser intercambiables (y eso que luego las historias no tienen nada que ver unas con otras) Mavis Gallant era una mujer sin asiento y se le nota. A los veintiocho años dejó el periódico de Montreal para el que trabajaba y se instaló en París  decidida a vivir de la escritura porque, decía, quien no viva de sus creaciones no es un escritor. Muchos de sus relatos transcurren en París, pero también en España, Italia, Alemania y en menor medida Rusia porque hizo un largo viaje por el paraíso soviético y no le gustó nada. Tras un breve y no muy estimulante matrimonio con un músico canadiense decidió de una vez por todas que el matrimonio no era lo suyo y nunca más acomodó su paso al de nadie. En cambio le gustaba meter cuatro cosas en una maleta y echarse a la carretera sin tener bien definidos ni el tiempo que iba a durar el viaje ni la dirección que tomaría. Decía que allí donde iba se encontraba como en casa (aunque en realidad a la edad de cuatro años dejó de tener casa propia debido a la muerte de su padre y al nuevo matrimonio de su madre) y que le encantaba conocer gente nueva y saber de sus vidas. Según ha contado ella misma los personajes de sus relatos ya tenían nombre, estado civil, lugar de nacimiento, profesión y demás rasgos que luego ella modificaba según las necesidades de lo que contaba. Y esa técnica de construcción se trasluce en sus cuentos porque parecen contados por alguien que los ve desde lejos y con el despego de quien está allí pasando el verano.

A veces, y aunque estén ambientados aquí o allá, son autobiográficos, y de ahí que el desarraigo y la lucha por abrirse un hueco en la ciudad desconocida de turno sea un tema recurrente y, como digo, muy personal. Y sin embargo está contado con un despego y una falta de dramatismo que los hace más desgarrados. Pero sin sofocos.  Así esa esposa, dueña de un establecimiento hotelero que ve cómo su marido se distrae cada vez más con las clientas hasta que se marcha con una de ellas, cosa que no altera a la abandonada que sigue llevando el hotel con la misma calma con la que recibe al réprobo unos años después. Se va y vuelve y no importa mucho, como la niña casadera de otro de los cuentos que rompe su compromiso con el novio que le gustaba y se casa con el que dice su madre. Sin problemas.   

Los cuentos ambientados en la España de los años cincuenta están marcados por la falta de dinero y de esperanzas en el futuro. La narradora y tres amigos españoles pasan hambres y miserias pero sin rencores ni peleas. Posteriormente se ha sabido que esos cuentos reflejaban exactamente la situación de Mavis Gallant entonces porque ella le mandaba sus cuentos  a un agente canadiense que se quedaba con el dinero de sus representados (entre ellos Somerset Maugham y Huxley). Es una anécdota pero refleja la técnica de Mavis Gallant para construir sus historias, ya que de la España que ella conoció refleja el ambiente, la derrota moral de sus habitantes y la falta de esperanza pero, aun siendo experiencia propia, ha dejado fuera lo personal. No escribía para ajustar cuentas sino para entender el sinsentido de la existencia. Y justamente por ello algún lector podrá sentirse desconcertado y aun decepcionado, sobre todo si es de aquellos que buscan en la literatura un sentido a la vida porque creen estar suficientemente servidos con la ración de incoherencias y sinsentidos que les depara la cotidianidad.

 

 

Los cuentos

Mavis Gallant

Traducción de Sergio Lledó

Lumen



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30 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Unir y desnuir

Durante una sesión solemne celebrada el 1º de mayo de 1707 en el Palacio de Westminister, los antiguos parlamentos de Inglaterra y Escocia dejaron formalmente de existir para dar vida al nuevo Parlamento de la Gran Bretaña, de acuerdo con el Tratado de Unión del 22 de julio de 1706. Si bien las dos naciones habían compartido monarca desde que Jacobo VI de Escocia heredase el trono de Inglaterra a la muerte de su prima Isabel I —adoptando el nombre de Jacobo I—, habían conservado sus respectivas instituciones y una soberanía casi absoluta sobre sus asuntos internos. De este modo, aunque la unión se celebró de forma voluntaria, muy pronto aparecieron las voces críticas que consideraban que Escocia había pasado a convertirse en una dependencia de Londres. (Hoy, cuenta con una considerable autonomía).

 

            Ese mismo año de 1707, el nuevo rey de España, Felipe V de Anjou, firmó los Decretos de la Nueva Planta que suprimieron los fueros que habían disfrutado los reinos de la Corona de Aragón tras su unión dinástica con Castilla derivada del matrimonio de los Reyes Católicos en 1469. En este caso, la medida no derivó de un acuerdo más o menos amistoso, sino de la Guerra de Sucesión en la cual Cataluña, Valencia y Baleares apoyaron a Carlos de Austria, el odiado rival de los borbones, el cual finalmente sería derrotado en 1710 (aunque los castellanos sólo se harían con el control de Barcelona en 1714). A partir de su implantación, los Decretos le arrebataron a Cataluña sus privilegios y la sometieron a los designios de Madrid hasta que en 1975 se convirtió en una comunidad autónoma con enormes competencias propias.  

            Luego de tres siglos, escoceses y catalanes se aprestan a celebrar sendas consultas para determinar sus deseos de pertenecer a Gran Bretaña y España o de decantarse por la independencia. Pese a la coincidencia temporal —el referéndum en Escocia está convocado para septiembre, mientras que el de Cataluña podría celebrarse en noviembre—, las diferencias entre ambos procesos son enormes, primero porque el escocés ha sido aceptado a regañadientes por Londres, mientras que Madrid considera que el catalán es ilegal (o, en el mejor de los casos, carente de cualquier consecuencia jurídica), y segundo porque los sondeos vaticinan una derrota de los independentistas en Escocia, que se quedarían en torno al 35%, y su victoria en Cataluña, donde recibirían en torno al 60% de los votos.

Así, mientras el XIX fue el siglo de las reunificaciones (y las expediciones coloniales) derivadas del moderno nacionalismo que acababa de nacer, y el XX el de la descolonización articulada a partir de idénticos principios, el XXI se revela como el siglo de la desunión, como si el pacífico divorcio de la República Checa y Eslovaquia —con el ominoso trasfondo de la desintegración de Yugoslavia— fuese el máximo anhelo al que pueden aspirar sociedades como la catalana o la escocesa (o la vasca, o la bretona o la padana).

Aunque los nacionalismos sean unos de los monstruos más perniciosos surgidos al término de la Guerra Fría, su fuerza actual no sólo deriva de las ideologías excluyentes ferozmente enquistadas en distintas partes de Europa o de la crisis económica, sino de la incapacidad de las élites nacionales para negociar en condiciones de igualdad con las élites locales (y viceversa), en lo que supone más bien un lamentable enfrentamiento entre nacionalismos equivalentes. Basta escuchar cómo hablan numerosos dirigentes madrileños de sus contrapartes catalanas para entender la popularidad del independentismo, del mismo modo que basta con escuchar cómo se refieren numerosos dirigentes catalanistas a sus contrapartes “madrileñas” —jamás dirían españolas— para justificar el centralismo. 

            Más allá de sus resultados, las aventuras independentistas de Escocia y Cataluña ponen en evidencia tanto la fragilidad de las identidades nacionales  —a fin de cuentas ficciones al servicio de unos cuantos— como la perversidad de un sinfín de políticos que no han encontrado mejor forma de acrecentar su popularidad que exacerbando los prejuicios más arraigados de sus electores. El vacío de nuestro discurso político, incapaz de articular nuevos modelos de sociedad en frente a la devastadora crisis del capitalismo que nos aqueja, es el responsable de que, en plena era de la globalización, se derrochen tantas energías en defender banderas, himnos e insignias que no traen a la memoria más que los ecos de infinitas batallas y de sangre.  

 

Twitter: @jvolpi



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30 de marzo de 2014
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El Boomeran(g)
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