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Largo viaje hacia la transparencia

Nunca llegué a leerlo, aunque era el libro que más me atraía en la biblioteca de mis padres. Seguramente me cautivaba el título, tan seductor como repelente. Se llamaba Primavera mortal y lo había escrito un húngaro entonces extensamente leído, pero hoy desaparecido, Lajos Zilahy. Creo que en posteriores ediciones se le cambió el título por otro más comercial, Primavera mortífera. Se me asociaba con un verso famoso: Abril es el más cruel de los meses. Un verso a veces profético.

    La última primavera está siendo especialmente mortífera con mis amigos, Ana María Moix, Leopoldo Panero, José María Castellet... ojalá que García Márquez sea tan sólo su invitado final. Ahora le veo, en algún momento del siglo pasado, abriendo la puerta de su modesto apartamento en la calle de la República Argentina de Barcelona, donde tenía que entregarle unas galeradas de parte de Carlos Barral. Vestía un chándal azul prusia, muy notable en una época en la que aún no se había aprobado el chándal ni siquiera como prenda casera. Sonaba una música y con el desparpajo de la juventud le dije que era una de mis piezas favoritas. Le llamó la atención y me hizo pasar para terminar de oírla. "Es usted la primera persona que conozco que la conoce", dijo con aquella facilidad para el juego de palabras tan típico de su generación. A partir de entonces siempre que nos veíamos me hablaba de aquel cuarteto de Bartók y yo le comentaba que era el único escritor que conocía que lo conocía.

    Menos la última vez, hará cosa de cinco años. Fue en casa de Carmen y con los encantadores Feduchis. En algún momento de la comida salió a relucir el bello soneto anónimo que comienza con el verso, No me mueve mi Dios para quererte. Comenzó a recitarlo Luis Feduchi, pero se le añadió García Márquez y lo dijeron a capella. Siguió luego una conversación sobre asuntos generales hasta que la interrumpió la voz de Gabo que comenzó de nuevo con No me mueve mi Dios para quererte. Luis se unió también en esta ocasión al recitado. La escena se repitió diez o doce veces. Luis le siguió en todos los recitados. Gabo decía los versos lentamente, como si los paladeara, y a veces con los ojos cerrados.

Podría haber sido una broma muy de los años setenta. Recuerdo escenas similares con amigos recitando una y otra vez un verso, un poema, un fragmento de novela. En mi grupo de colegas, casi todos escritores, podíamos repetir docenas de veces: Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real... Cualquier ocasión era buena para ello, nadie podía pronunciar la frase "es cierto..." sin que se le echara encima la jauría presente para continuar la cita a coro y luego repetirla a lo largo de la noche tantas veces como aguantáramos hasta aburrirnos.

Pero esta vez no era ninguna broma. Aunque yo diría (no lo sé, por supuesto) que García Márquez no tenía creencias religiosas, aquel soneto, como cualquier obra maestra del lenguaje, le permitía participar de toda la esperanza, de todo el consuelo que suele aportar una religión. La perfección de la palabra escrita con arte, el resplandor de la verdad que lleva consigo, bastan para entender que el sentido de nuestras vidas es exactamente aquel que nosotros le damos, el que alcanzamos a cristalizar en algunos momentos excepcionales. Así podríamos nosotros ahora, si esto fuera una comida de amigos y lectores, comenzar a repetir una y otra vez, Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Porque quizás en esta frase se encuentre el sentido mismo de la vida de García Márquez, así como la de Región resume de modo extraordinario la vida de Benet, aquel viajero que para llegar a donde quería, siguiendo el antiguo camino real, no podía dejar de atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable. Comienzos de obras inmortales que son también reflejos de vidas completas.

El segundo verso del soneto anónimo añade una causa determinante al primer verso: No me mueve mi Dios para quererte/ el cielo que me tienes prometido. Para amar algo, sea un dios, una compañía, un soneto, un paraje o la literatura misma, no es necesario que veamos en ello una garantía de felicidad, como pretendía Keats, para quien la belleza encerraba siempre una promesa de gozo perpetuo ya que nunca se marchitaba: Lo hermoso es alegría para siempre/ su encanto se acrecienta y nunca vuelve a la nada, dice el poeta en la traducción de Irene.

El verso es muy bonito, A thing of beauty is a joy for ever, pero es falso. El gozo de la belleza es pasajero y siempre vuelve a la nada. Ese es precisamente su encanto, que es efímero y debe ser tomado al vuelo, dura un instante y desaparece. Es la pequeña estrella shakespeariana que uno desearía ver danzar en la palma de la mano y observar su centelleo durante años y años placenteros, pero el lugar de la estrella es el firmamento en donde parpadea durante unas horas y ni siquiera podemos saber si su luz viene de un astro vivo o de una estrella muerta.

Por esta razón cuando queremos a alguien o algo no suelen movernos sus promesas de felicidad sino más bien su naturaleza transitoria, fugaz, la belleza de su paso ígneo antes de fundirse en la helada luna de la noche sin fin. Participar de esa fugacidad es la auténtica alegría, acabe como acabe. Así lo decía Ishmael, tras la catástrofe del capitán Ahab y su velero, el Pequod: él estaba allí y por eso pudo contarlo, porque todo lo vio y participó del instante en que el gigantesco Leviatán engulle en las simas del océano al infame, al obsesivo, al destructivo perseguidor de Moby-Dick. También en las destrucciones hay una chispa de belleza cuando la destrucción arrastra al maligno.

Y allí, frente al pelotón de fusilamiento, está también el testigo de una destrucción, esta vez definitiva, con su último recuerdo. En el chispazo que va a llevarle a las simas de la nada, el coronel vislumbra la posible razón de toda su existencia, aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Suelen decir algunos escritores que en el momento preciso de la muerte, un instante antes de que se abra la puerta del sueño eterno, toda nuestra vida circula velozmente por una memoria que se despide de sí misma. Prefiero pensar que más bien la memoria elige un instante privilegiado, un momento en el que se concentra todo el sentido posible de nuestra existencia, y con él nos ensimisma. El caso más exacto y precioso que conozco es el que relata Ambrose Bierce en El puente sobre el río del búho.

Como el hombre del cuento de Bierce, que va a morir de un momento a otro sobre el funesto río de Alabama, no sin que antes la memoria le arranque del presente con una prodigiosa mano mágica, así también el coronel, erguido ante la muerte, recibe la visita de un recuerdo específico e imborrable, aquel día en que su padre le llevó a  conocer el hielo. Y no es que su padre "le enseñara" o "le mostrara" el hielo, es que le llevó a "conocerlo". Tantos niños han esperado impacientemente a conocer el mar, a conocer la caza del oso, a conocer el amor, a conocer el mundo, a conocer la victoria, que el conocimiento del hielo es una hipérbole magnífica de todas las desesperadas ilusiones de la infancia.

El cielo que nos tiene prometido, la inmarchitable belleza eterna, el siempre te amaré, la estrella cautiva, la perduración de lo maravilloso, se truecan, en el instante supremo, en un radiante pedazo de hielo, en el remolino espumoso de la ballena blanca hundiéndose para siempre, en la estrella que se posa en tu mano durante unos segundos. A cada cual, según sus merecimientos.

Gabriel García Márquez sabe ahora cómo es el alma invisible del hielo. Fortuna será, para cada uno de nosotros, alcanzar a ver con luminosa claridad, en el relámpago previo a la oscuridad eterna, cuál ha sido nuestro ya ineludible cielo prometido.

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28 de abril de 2014
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La influencia de un culo poderoso

Sus furiosas caderas que rasgan el aire. La firmeza en la mirada, la salacidad en los labios. Y una melena afro como bandera ondeante de una lucha antigua: los años difíciles del padre en Alabama, el tiempo en que la madre no podía tomar asiento en la parte delantera del autobús. A los seis años, Beyoncé Knowles cobraba 5 dólares a los amigos de la familia que querían verla cantar; la peluquería de la madre fue su primer local de ensayo. Y ahora, con 32, la amiga íntima de los Obama, el modelo para Sheryl Sandberg -una de las jefazas de Facebook-, y la artista mejor pagada del planeta, ocupa el número uno de la lista de las 100 personalidades más influyentes del mundo para la revista Time. El primer análisis es previsible: tanto sufrimiento a lo largo y ancho del planeta en la lucha de millones de mujeres y eligen a una popstar que se planta en el escenario con body, tacones y medio trasero al aire, razonarán algunos. Vale que rompió barreras con el primer grupo de R&B femenino competitivo, Destiny’s Child, cuyo nombre fue elegido por su madre, Tina Knowles, que lo sacó de la Biblia: su hija sería hija de un destino superior. Y también es evidente que, desde entonces, la joven de piel lustrosa ha peleado con denuedo la hegemonía masculina, número uno tras número uno y portada tras portada. Incluso logró que se acuñara una palabra en el Oxford Dictionary: bootylicious (culo delicioso), título de una de sus canciones. Pero, ¿son esos méritos suficientes para que se la coloque por delante del papa Francisco, Angela Merkel, Hillary Clinton, Jeff Bezos o el propio Obama? “Mi tarea es la de empoderar a las mujeres”, ha declarado en varias ocasiones. Y es cierto que sus alianzas con otras mujeres poderosas, sus campañas en favor de la igualdad o la llamada a la acción, reconvirtiendo la mala leche de las angry black women en orgulloso contoneo, han calado hondo entre millones de seguidores. Beyoncé es un símbolo de la cultura pop de los años 10. De una época pobre en mitos y gurús, en la que los líderes están llamados a remangarse y renunciar al coche oficial. Pero, sobre todo, unos tiempos atontados en los que la energía es uno de los bienes más escasos. Por ello, el huracán Beyoncé, que parece extremadamente madura en las entrevistas y que abandera con sus curvas el orgullo femenino, replantea las formas -no tanto el fondo- de la conciencia de ocupar un lugar -y qué lugar- en el mundo global. Ella tiene ya su portada triunfal en Time. Lo que, a pesar de que los críticos se amohínen ante su triunfo, refleja qué entendemos hoy por carisma quienes habitamos en este cambio de paradigma, como tan bien explica en Limbo el escritor Agustín Fernández-Mallo: “El limbo es ese lugar en el que nos hallamos todos los humanos en espera de algo, aunque no sepamos qué es. Con una mirada extraña y desenfocada”. Y vaya si Beyoncé la enfoca. (La Vanguardia)

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28 de abril de 2014
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Coste y valor humano

El origen de ‘La mujer del chatarrero' no es una novedad en el cine. Cuenta su director, el bosnio Danis Tanovic, que un día, al leer en la prensa el caso de un matrimonio gitano atrapado en una cruel pesadilla administrativa, les buscó, les visitó y enseguida supo que quería hacer una película de su historia. Lo propio era desarrollar ficticiamente el caso verídico, pero, confiesa Tanovic en una entrevista, para "hacer una ficción [...] como mínimo necesitaría dos años para buscar productores que estuvieran interesados, y tampoco estoy tan seguro de que los hubiera encontrado, porque la historia no es tan sexy". Así que con 17.000 euros de presupuesto obtenidos de un fondo de ayudas de su país, y trabajando con un mínimo equipo de amigos voluntariosos y los cuatro miembros de la familia gitana interpretándose a sí mismos, rodó esta absorbente y breve película-reportaje (75 minutos) que ganó dos Osos de Plata en el festival de Berlín de 2013 y ha tenido carrera comercial en los cines de arte de Europa. Más lógico habría sido ver reflejada amplia y punzantemente la angustiosa peripecia de Senada y Nazif en algún programa de televisión, pero las cadenas privadas, y en España también las públicas, sólo se ocupan de hecatombes, de guerras, de accidentes y, sobre todo, de hechos de sangre, cuanta más sangre mejor. Lo que le sucedió a esta familia no posee ese rango: fue una tragedia privada y consuetudinaria, de las que cada día más alcanzan a otras familias, a otras etnias, otros lugares.

     ‘Un episodio en la vida de un chatarrero', título original y de más pertinencia que el de su estreno español, pudo llegar a más espectadores en formato de documental televisado en ‘prime time'. No siendo así, ‘La mujer del chatarrero' que vemos en la pantalla grande se beneficia sin embargo de la mirada, del preciso tempo narrativo, de la sencilla artisticidad que confiere a su elemental anécdota Danis Tanovic, autor, hace más de diez años, de ‘En tierra de nadie', una memorable alegoría sobre los costes personales de la guerra de Bosnia, ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Si entonces fabulaba y tenía incluso respiro para la humorada y el trazo lírico, ahora Tanovic se limita a poner su cámara detrás y en torno a esa pareja con dos hijas, que subsisten gracias a los desguaces que el marido Nazif consigue y las comidas que la mujer Senada cocina milagrosamente en una minúscula habitación donde también duermen. El aborto espontáneo que ella sufre y la imposibilidad de resolverlo quirúrgicamente, al no disponer de cartilla médica ni de los 500 euros requeridos en los hospitales que recorren, es relatado sin subrayados, sin músicas inquietantes, sin florituras formales; un televisor defectuoso, con nieve perpetua emborronando la imagen, un paisaje exterior desolado, dos niñas revoltosas ajenas a la extrema precariedad, unos vecinos y parientes solidarios, una burocracia implacable, y un desenlace que evita la muerte pero no deja paso al optimismo.

    Tanovic no alecciona, disecciona, sin sacar conclusiones explícitas (aunque sí las apunta cuando habla ante los periodistas). Recuerda en eso ‘Le Havre', el extraordinario cuento moral de Aki Kaurismäki sobre la emigración, si bien el cineasta centro-europeo es menos grave que el finlandés, dotado espontáneamente para el sinsentido y mucho más flemático. Ninguna de ambas podría ser englobada dentro del cine de denuncia, como sí lo está el nuevo título de Stephen Frears, ‘Philomena'. Esta es una película incluso militante, de agitación, habilísimamente camuflada de melodrama lacrimógeno; de ahí el éxito comercial y la lluvia de nominaciones en todos los premios anuales, incluido los de Hollywood, y también, por su primera naturaleza, el fracaso a la hora de obtenerlos. ‘Philomena' y ‘Doce años de esclavitud', haciendo una comparación odiosa pero justificada, están concebidas para hacer llorar, para remover las conciencias, con la diferencia de que el esclavismo es una causa  -afortunadamente, claro- hoy ganada, y lo que fustiga Frears está por resolver.

       Lo que fustigan el co-guionista y actor principal, Steve Coogan, y el director Frears, es el tráfico y abuso de personas débiles por parte de los poderosos, sean estos mafiosos organizados en bandas o congregaciones religiosas que se aprovechan de su aura de santidad. La historia, basada también en hechos reales aunque interpretada por actores de gran envergadura, ocurrió hace más de cincuenta años en la católica Irlanda, y a lo largo de su primera media hora el más que solvente director inglés se deja llevar por una cierta pereza creativa incapaz de superar los lugares comunes del guión. El ambiente en el convento despótico para chicas descarriadas, la vida pueblerina y la vida en las altas esferas del poder político apenas interesan o están ‘déjà vus'. La aparición del personaje de Philomena ya como mujer anciana, encarnada por Judi Dench, promete una solidez que aún tarda algo en llegar. Pero la segunda parte del film es apasionante, y genuinamente conmovedora en muchos momentos, sin prescindir de los resortes melodramáticos, en los que Stephen Frears muestra un gran temple, brindando a Dench alguno de los momentos más notables de lucimiento de su extensa carrera interpretativa (por ejemplo, el examen mudo del álbum de fotografías de su hijo mientras a sus espaldas oye hablar de él a una amiga americana).

      Hay en ‘Philomena' un giro argumental inesperado, brillantemente administrado, que conviene no anticipar; pertenece a otra esfera de los valores humanos que hoy siguen amenazados, y hay dos o tres escenas en su final que tienen un poder de permanencia emocional en la memoria. Son las que unen la enfermedad con el fanatismo, el dolor con la culpa.  

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28 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La filosofía en el boudoir

Emmanuel Carballo, in memoriam

 

Cuando el viejo descubre a la mujer en el suelo, ultrajada y semiconsciente, no duda en ayudarla. Seligman la conduce a su casa, casi una celda monástica, la arropa en su cama, le ofrece un té y por fin le pregunta qué le ha sucedido. La joven, que se identifica con el nombre andrógino de Joe -acaso una referencia a la célebre prostituta vienesa Josephine Mutzenbacher-, se confiesa culpable de su desgracia, pero a continuación le dice al eremita que, si en verdad aspira a comprenderla, tendrá que escuchar su historia desde el principio, la cual se desplegará a lo largo de ocho capítulos y cinco horas de proyección.

            Nymph()maniac (2013), la más reciente película de Lars von Triers, ha sido vista como otra de sus provocaciones -en cualquier caso menos inconveniente que su desplante nazi en el último Festival de Cannes- o el episodio más endeble de su trilogía sobre la depresión, iniciada con Anticristo (2009) y seguida con la sublime Melancolía (2011), pero en realidad se trata de un denso y chispeante diálogo filosófico, a la manera de La filosofía en el boudoir del Marqués de Sade, que se vale de la sexualidad -del libertinaje, para usar el término de la época- para explorar las tensiones entre el conformismo del establishment y el poder destructivo de la revolución o, en jerga freudiana, entre el manto protector de la cultura y el desorden de las pulsiones individuales.

            Convertida en una suerte de Sheherezada hardcore, Joe (Charlotte Gainsburg, interpretada de joven por la modelo Stacy Martin) iniciará su relato con su iniciación sexual, a los quince años, a manos de un macarra que reaparecerá una y otra vez en su vida, Jérôme (un malogrado Shia LeBoeuf), quien la posee violentamente cinco veces: 3+2, según la fórmula que aparece en la pantalla. Al escuchar esto, Seligman (Stellan Skarsgård) no evitará señalar que los dos números corresponden a la sucesión de Fibonacci, sentando la pauta de sus conversaciones posteriores: mientras la narración de Joe se desliza de la farsa picante a la tragedia pornográfica, él no dejará de introducir referencias pictóricas, literarias y científicas para explicar -o moderar y controlar- la voracidad sexual de su protegida.

            Von Triers invierte los parámetros de Sade: si en La filosofía en el boudoir el caballero Dolmancé educaba a la virgen Eugénie en los placeres del libertinaje, aquí es la libertina Joe quien pervierte y alecciona al igualmente virgen Seligman -cuyo nombre significa no sólo feliz sino bienaventurado- en los desfiladeros de la ninfomanía. En cambio, no traiciona el espíritu del Divino Marqués al enhebrar, en tonos y formatos, que van de la comedia de costumbres a los episodios francamente "sádicos", las distintas posibilidades del desenfreno, ilustradas con las peripecias de Joe y puntuadas por reflexiones -a veces profundas, a veces pueriles- sobre los roles masculinos y femeninos, el lenguaje políticamente correcto o la libertad de expresión.

            En este juego, Joe siempre posee opiniones subversivas: le llama negro (nigger) a un emigrante africano, cuya lengua desconoce, porque "cada vez que se pierde una palabra la democracia pierde", o afirma que, si quienes tienen tendencias pedófilas pudiesen fantasear con ellas habría menos abusos reales (como en Sade, parecería que éstas son las auténticas opiniones de Von Triers). Del otro lado, Seligman no cesa de defender la tolerancia y la razón, y en su mirada nunca deja de advertirse un destello de empatía hacia la joven. Pero, si bien ella no deja de juzgarse con severidad, también asume con firmeza cada una de sus decisiones, desde su afirmación como "ninfómana" en un círculo de ayuda para adictos sexuales hasta el instante en que abandona a su esposo y a su hijo en busca de su propio placer (algo que Sade hubiese aplaudido a rabiar).

            En uno de los pasajes más explícitos de la cinta, Seligman absuelve del todo a Joe al afirmar que, si ella hubiese sido hombre, a nadie le habrían escandalizado su miríada de amantes o el abandono de su familia: ser mujer la hace revolucionaria. El típico "cuento moral" del siglo XVIII acaba también según los cánones, con una retorcida moraleja muy del gusto de Von Triers. Sin querer revelar la sorpresa -advierto sobre un posible spoiler-, baste decir que al final la cultura siempre resulta una máscara hipócrita y son los impulsos y el deseo quienes se acaban por imponerse aun si nos conducen a la muerte.

           

Twitter: @jvolpi

 

 

 



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27 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viaje musical por Francia e Italia en el s.XVIII

Charles Burney (1726-1814) fue organista, compositor y uno de los más prestigiosos historiadores de la música en la Inglaterra del siglo XVIII.  Según cuenta él mismo, le asombraba que la historia,  la arquitectura, la escultura o la pintura de Italia ofrecieran una inmoderada cantidad de tratados y  relatos de viaje. Y que en cambio no existiera una buena historia de la música en Italia pese a que “ese país encantador es el que ha influido en mayor medida sobre nuestra concepción de la elegancia y la excelencia, que son atributos propios de este arte”.  

            Dispuesto a poner fin a semejante escándalo, Charles Burney se dirigió a Dover el 5 de junio de 1770 con intención de atravesar Francia (Lille, París, Lyon), Suiza (Ginebra) e Italia (desde Turín a Nápoles y vuelta pasando por  centros musicales italianos tan señalados  como Venecia, Verona, Florencia o Roma). Su propósito al emprender tan largo y fatigoso periplo era “visitar las verdaderas fuentes y beber lo que mana de ellas, y de paso, también, por qué no admitirlo, satisfacer mi curiosidad”.

Sin embargo, en su ansia por atravesar el Canal y empezar a recopilar material y escuchar por sí mismo a los principales músicos e intérpretes, al llegar a Dover se vio obligado a posponer su salida durante un par de días debido a un olvido imperdonable. Cabe pensar: se olvidó los salvoconductos. O las cartas de presentación para las eminencias de cada ciudad. O quizá los avales para que los banqueros de cada parada le suministraran fondos. Pues no. Se había dejado la espada “el salvoconducto de un caballero en el Continente”. Obviamente, y salvo para lucirla en las recepciones de gala, no hará uso del arma en todo el viaje.

Al principio de su relato Burney asegura que siendo su  objetivo primordial la música “he querido dejar de lado otra  cosa que no estuviese relacionada con la música”. Y promete no dejarse distraer contemplando cuadros, estatuas y edificios. Pero quiá. Cómo pasar por Venecia, Florencia o Roma sin ver con sus propios ojos algunos de los prodigios que atesoran esas ciudades. Y encima si eres un hombre con un ojo excelente, sobre todo para la pintura.

 Pero hay más: además de una relación competente y de primera mano de la (ingente) actividad musical que le sale al paso, el lector recibe una avalancha de información acerca de temas tan variados como  los sistemas de transporte de viajeros, las carreteras y los paisajes por los que atraviesan o la calidad de las posadas y la calaña moral de los posaderos. Pero sobre todo una información detallada acerca de las costumbres de las clases altas y acomodadas, y en especial de los nobles y familias pudientes inglesas instaladas en suntuosas villas donde celebran  fiestas, merendolas, cenas y cotillones siempre adornados por la música, con una notable aportación (fundamentalmente canto) a cargo de las cultas,  cultivadas y siempre bellas anfitrionas de cada mansión.

Leyendo las andanzas de  Burney se advierte hasta qué punto la música era un arte vivo y un elemento vitalizador de la sociedad. Además de incontables solistas e intérpretes (profesionales o aficionados) Burney se relaciona con un ejército aún más numeroso de mecenas, editores, copistas, libreros, coleccionistas y melómanos que le ofrecen una información de primera mano acerca de la actividad musical del momento en cada ciudad y también sobre técnicas de ejecución, instrumentos musicales, las escuelas y conservatorios, etc, todo ello enriquecido por el excelente trabajo del traductor y autor de las innumerables notas, Ramón Andrés.

El libro tiene un peligro: resulta difícil acabarlo sin tener anotadas para su compra un gran número de piezas, muchas de ellas desconocidas pero de las que Burney habla con un entusiasmo contagioso. Por desgracia, piezas  como el Misere, de Allegri, será difícil escucharlas  en todo su esplendor, pues la audición canónica se hace en el Vaticano, la noche de Viernes Santo, a oscuras y con el papa y los cardenales tumbados de bruces en el suelo mientras resuenan las voces angelicales de unos coros que ensayan durante todo el año para la ocasión. De todas formas, y aunque sea en un humilde iPod, ese Miserere debe ser escuchado una y otra vez con la seguridad de que nunca producirá una sensación de saciedad.

 

Viaje musical por Francia e Italia en el s.XVIII

Charles Burney

Traducción y notas de Ramón Andrés

 

Acantilado     

 

 

 



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27 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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53. La crítica como videojuego

Hace algunos años, antes de saber nada acerca de teoría de videojuegos, me pidieron un texto para incitar a los adolescentes a la lectura. Entregué un texto titulado "La lectura como videojuego". Años después, con algo de teoría de videojuegos en la cabeza, entiendo que la idea, aun bienintencionada, no era demasiado venturosa. La intención era, como es lógico, enfatizar los valores lúdicos de la lectura y su condición de entretenimiento serio, que puede enganchar de la misma forma que cualquier videojuego; por desgracia, en mi ejercicio no consideré algunas especificidades evidentes de los juegos electrónicos. Por ejemplo, la lectura no es interactiva. Por más que se esfuerce la Teoría de la Recepción, la lectura del 99'9% de las novelas existentes hasta la fecha es un ejercicio lineal que se efectúa recorriendo todas las palabras en orden consecutivo, desde la primera de la página de apertura hasta la última palabra del fin (Rayuelas, oulipiadas y otras escasísimas excepciones aparte). El lector puede ayudar a construir el sentido, por supuesto, pero no la lectura, pues ésta tiene sólo un camino. El lector no "navega" la novela ni puede decidir moverse a su albedrío dentro del mundo normativo, quiero decir narrativo, y, por supuesto, tampoco puede cambiar el final (por lo común único). Ni siquiera hace falta referirse a la jugabilidad, otro elemento esencial a la experiencia de los videojuegos, para darse cuenta de que la metáfora no es extrapolable a la lectura.

 

Sin embargo, la crítica literaria sí puede funcionar, en cierto sentido, como un videojuego. En primer lugar, requiere de una inmersión en el mundo narrativo de la novela; una forma más profunda de sumergirse que la lectura y de diferente carácter. Leída por un (buen) crítico, la novela se descompone en grupos estructurales, en episodios o períodos narrativos, por los cuales el crítico-jugador puede moverse arbitraria y libérrimamente, pasando de unos a otros como si fuesen pantallas de un videojuego. En su ensayo "Error 1337", Stuart Moulthrop dice que la esencia del videojuego es la errancia; a su juicio, el jugador no sólo es un atorrante y un vagamundo, sino que es más que posible que la mayoría de sus movimientos o lecturas sean errados, fallidos, y no conduzcan a resultado alguno. Algo que no puede decirse de la lectura, donde todos los movimientos están pautados, por más que se mueva la imaginación mientras se lee, que es otra cosa. Y si hay algo profundamente literario es la errancia, la "amorosa erranza" a la que se refería -metapoéticamente- el Dante de La vita nuova; "errare y vagare son palabras clave de la correspondencia de Petrarca", recuerda Marc Fumaroli en La república de las letras, y Juan García Ponce escribió que "la errancia indefinida y perenne, mientras ella se conserva sumergida en su propio ser, parece ser el destino inevitable de la literatura" (Desconsideraciones, 1981). La crítica es una errancia dentro de otra errancia, el planeta que gira dentro de una galaxia que se desplaza, Jonás en la ballena, la taenia o solitaria que recorre el interior del caminante. La crítica consiste, en cierto modo, en tratar a cualquier texto como si fuera un hipertexto, al establecer marcas o pautas de lectura distintas de las imaginadas por el escritor, al dividir el texto en lexias inesperadas, al crear nuevas puertas de entrada y salida y conexiones remotas entre partes de la obra o palabras concretas de la misma. Cuando algún crítico explora la importancia de una idea o de un concepto en un libro de cualquier autor (la muerte en Lorca, el espejo en Borges, el vino en Baudelaire, el agua en Machado, la traición en Shakespeare, la culpa en Dostoievski, etcétera), cada mención a esas palabras o las alusiones a esos conceptos se convierten en hipervínculos dentro de la obra, que van redirigiendo el recorrido de lectura hacia los otros nodos, y que crean una dirección lectora configurada por una o varias secuencias alternativas a la establecida por el creador. La crítica es un recorrido libre a partir del libre recorrido creado por el autor en su escritura.

 

En segundo lugar, la crítica convierte al mundo narrativo estanco y cerrado en un mundo virtual por el que el moverse, y por ello aparece el elemento consustancial (Domingo Sánchez-Mesa) al videojuego: la jugabilidad. El crítico, armado con su panoplia de recursos analíticos, se apresta a sortear las trampas y situaciones difíciles planteadas por el diseñador del juego; intenta descubrir la información faltante ocultada por aquél, necesaria para superar las etapas y continuar el viaje; y, sobre todo, se propone jugar libremente en el mundo narrativo propuesto, sintiéndose libre de alterar sentidos y significados explícitos, mientras persigue el significado real y oculto de la obra -en el caso de que éste exista, claro está-, y es capaz de variar el fin o de establecer numerosos finales alternativos a la novela. Esto sucede cuando J. M. Coetzee lee Robinson Crusoe (1719) y arguye que es una novela sobre la libertad de elección y los límites de la verosimilitud narrativa, o cuando reelabora la obra robinsoniana en Foe, jugando con ella y retorciéndola hasta darle una lectura postcolonial (el escritor es una especie de crítico privilegiado cuando examina una obra ajena, según Piglia); o cuando Rousseau consideraba al clásico de Defoe un texto edificante, la única novela válida para educar a Emile en Julie ou La Novelle Héloïse; o cuando Jonathan Franzen juega al videojuego formulado por Defoe y valora su dimensión salvadora para la literatura y la capacidad de sobrevivir para contar un relato (algo similar plantea Claudio Magris cuando dice que "La robinsonada total, según Adorno, la escribió Kafka, en cuyos textos el hombre no es más que un náufrago sólo en una realidad inexplicable. No hay final para el naufragio, pero tampoco inicio. Así como Selkirk, el marinero náufrago en cuyas aventuras se inspiró Defoe, había encontrado en la isla a otro que había llegado antes que él, Will el Mosquito, casi todo Robinson encuentra en la isla a un predecesor o las huellas de su estancia"; Alfabetos. Ensayos de literatura). O cuando Michel Tournier elige el avatar de Viernes frente al de Robinson para contar la historia, y escribe Viernes o los limbos del Pacífico desde la perspectiva del salvaje. O cuando James Joyce vio en la novela de Defoe la Odisea inglesa. O cuando otros críticos juegan con el cuento de supervivencia hasta convertirlo en el relato prototípico del joven imperialismo mercantil británico, representado en un burgués adinerado que logra sobrevivir en una isla gracias a los objetos -las mercancías- que ha recuperado del naufragio. O cuando Cortázar -o su editor- decidieron, según explicase Enrique de Hériz, que podían saltarse pantallas del libro para abreviar su longitud o su vertiente salvífica. O cuando Paul Hunter abandona la consideración de realista atribuida a Defoe a principios del XX y lo convierte, mediante su modo metafórico de jugar a Robinson Crusoe, en un alegorista de la naturaleza cargado de puritanismo (Coetzee participa de ese rechazo del supuesto realismo defoano, by the way).

 

Todos los críticos o autores mencionados han jugado con la obra de Daniel Defoe, alterando la lectura tradicional, convirtiéndola en otra cosa, encarnando personajes diversos; el final de su peripecia por los mundos narrativos de Robinson Crusoe ha elegido deliberadamente un fin distinto, diferente en cada caso y, a su vez, diferente del marcado por Defoe. Las mejores novelas, como los mejores videojuegos, son las más jugables, aquellas que no se acaban nunca, las que resisten que los aventureros vuelvan una y otra vez a su pantalla de inicio, elijan el avatar de cualquiera de los personajes y vuelvan a vivirla, contarla o entenderla de cualquier forma, una y otra vez, una y otra vez, como adolescentes enganchados a su juego favorito.



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26 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Siempre hay margen para quien lo busca

Quienes daban por amortizado a Mahmud Abbas, el presidente de la Autoridad Palestina, han quedado con un palmo de narices. Probablemente no hay líder político en el mundo más débil e inerme. Su mandato está caducado. Sus 79 años no le permiten pensar en librar una batalla para presentarse de nuevo en caso de que pueda convocar unas elecciones. Lo que tiene entre manos es menos que un Gobierno regional europeo de un país intervenido por la troika. El suyo está ocupado militarmente, dependiente de la liquidez que le proporciona el ocupante y de las ayudas que le llegan de los donantes internacionales. No controla la franja de Gaza, bajo administración de Hamás, el partido islamista que ganó las elecciones parlamentarias en 2006. Nada ha conseguido desde que llegó a la presidencia, ni siquiera el pleno reconocimiento de Palestina por Naciones Unidas, tal como había prometido. Y, sin embargo, amortizado y sin aparente margen de maniobra, Abbas se ha sacado de la manga una iniciativa que a todos ha cogido por sorpresa. Del presidente palestino se esperaban dos iniciativas: o su renuncia e incluso la disolución de la Autoridad Palestina y la devolución de las llaves de Cisjordania a Netanyahu, o un paso más en la firma de acuerdos internacionales, hasta llevar a Israel ante la Corte Penal Internacional por su ocupación ilegal de los territorios. La ya muy próxima fecha del 29 de abril, día en que vencían los nueve meses de negociaciones de paz patrocinadas por el secretario de Estado John Kerry, hacía temer la inminencia de una de las dos opciones cuando Abbas ha salido con una tercera. Siempre hay margen político para quien quiere buscarlo. Esta es nada menos que la recuperación de la unidad palestina para la convocatoria de unas elecciones que devuelvan la legitimidad y el pleno funcionamiento a las instituciones. Una tal maravilla, imprescindible para que en algún momento se pueda firmar la paz, tiene el inconveniente de que solo se puede hacer gracias a la reconciliación con el islamismo intransigente de Hamás. Por más técnico que sea el Gobierno de unidad, para Israel es un desafío: no puede haber paz ni nada hay a negociar con quien le ha declarado la guerra eterna hasta su destrucción. Así que no hay que esperar al 29 de abril para terminar con las conversaciones de paz. Ya están rotas. Lo peor para Netanyahu, pero también para Obama, es que la iniciativa de Abbas les ha cogido por sorpresa. Los contactos permanentes, las giras diplomáticas y los servicios secretos han servido de poco. No es mérito tan solo del astuto dirigente palestino. La cocina de este acuerdo está en Oriente Próximo mismo, y más concretamente en los opulentos países del Golfo, lejos de los cocineros occidentales, cada vez más despistados e incómodos entre unos pucheros que ya no dominan.



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26 de abril de 2014
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Normales no, gracias

Normcore se denomina la tendencia emergente -o mejor dicho la no-tendencia- que refleja un creciente sentimiento antimoda, esto es: ser normal. Tengo serios problemas con este adjetivo cuando se utiliza fuera de contexto. De una “analítica normal” a una “persona normal” -que así es como muchos acaban definiendo al asesino que vivía en su escalera- hay un salto gigante, el mismo que media entre lo objetivo y lo subjetivo. Ocurre algo parecido con la muletilla “correcto”, en lugar del rotundo “sí”. Porque si el mundo fuera solo de los normales y correctos, sosos y anodinos, sin lugar para los arriesgados, excéntricos, neuróticos y visionarios, acaso no hubiéramos pasado de la edad del hierro. No vale resguardarse en la cautela y la mesura, sin la energía para cambiar lo inservible, experimentar, crear, incluso equivocarse, aunque la prudencia sea un grado. En el panorama literario, y fuera del universo superventas, triunfan las antítesis de “lo normal”. Ahí está ese fenómeno que nos ha enmudecido con su descarnada historia y su magnífica prosa: desde Noruega, Karl Ove Knausgard, en cuya mirada no se disimula tormento, testosterona, ni un poblado mundo interior, ha sacudido la impostura (y de paso a la crítica) con Mi lucha, el relato de su vida a cinco años de cumplir los 50. Seis novelas, 400.000 ejemplares vendidos en su país. La honestidad del relato, y su capacidad para apresar el diálogo interior, así como los ritos de pasaje, convierten a Knausgard en un nuevo deseado para legiones de lectores y también de mujeres que aún colman su imaginario de hombres intensos, difíciles y atormentados, en un doloroso masoquismo del cual difícilmente pueden abstraerse. Entre los literatos siempre ha habido perlas de intensidad: el engolado Henry-Lévy, el magnético Carrère, el libertino Beigbeder, el afilado Martin Amis o nuestro Ray Loriga. Diferente, polémico, atractivo y bebedor, con su Héroes arrastró a toda una generación que alargamos la adolescencia hasta extremos insospechados. Su foto ocupaba la portada: media melena, anillos, tatuajes y mirada desafiante, inaugurando el realismo sucio hispano. Una nueva forma de contar el mundo, un malditismo chic, con rock y tragos largos. Hasta que empezó a pagar colegios. Y dejó las drogas. Aunque el delirio de un camello convertido en tiburón estructura su última novela, Za Za, emperador de Ibiza, recibida, tras ocho años de silencio, con expectación y aplauso: “Sí, he perdido miedo. No me han matado, aunque me hayan dado mucho. Y eso es vital para seguir escribiendo”. La antinormalidad es más tendencia que el normcore. Pero cuidado: del deseo al tedio, ni el vuelo de un pájaro. ‘Avant la lettre’ “Regía mi vida por las reuniones del periódico, desde la primera a la del cierre; 34 años… He cambiado el ritmo de las mareas”. Así se expresaba en la fiesta de La Vanguardia el periodista más parecido a Ciudadano Kane que ha dado este país; el audaz, inteligente, perverso ínclito y cuantos adjetivos se antojen, Pedro ‘Jota’. Sorprendía verlo como “autor”, aunque La desventura de la libertad (La Esfera) sea su decimotercer libro. Ahora tiene otro brillo en la mirada, y el halo de venerabilidad que inviste a un exdirector con cartas en la manga. Recuerdo una cena en su casa, con Jaume Matas, Espe y Aute, sentados en sillas de lunas, corazones y margaritas de Ágatha Ruiz de la Prada. Osado dadaísmo, venenosa nostalgia. La estirpe Clinton El producto de las dos marcas personales más potentes del mundo, Bill y Hillary, ha anunciado la continuidad de la dinastía Clinton con su reciente embarazo, al tiempo que asume el mando en la fundación familiar. Aquella niña de piel gruesa (como ella misma reconoce en su cruzada contra los azúcares en los comedores escolares) ha abandonado los rizos por la queratina. También ha anunciado que no tiene ninguna duda: su hijo vivirá en un mundo comandado por jóvenes líderes femeninas. Superado el fiasco como comentarista política en la NBC, su carrera en el ámbito público despega: primero la campaña ‘Hillary for president 2016′, y quién sabe cuatro años más tarde… “Chelsea sabe más de todo que nosotros”, ha sentenciado Bill. Viernes milagro ¿Por qué la mayoría de mujeres, después de parir, habitamos un cuerpo extraño durante meses y las chicas del couché, como Elsa Pataky o Eugenia Silva, emergen de la maternidad como del programa operación bikini? Divina naturaleza que discrimina entre el postparto de matrona y el de sílfide. No es el caso, pero los más insidiosos aseguran que existe una práctica común en los partos de las más bellas: en camilla, pasan automáticamente de un quirófano a otro para aspirarles los sobrantes. Programamos los partos agenda en mano, idealizamos la maternidad como un cuento de hadas y nos exigimos recuperar la figura como si trabajáramos en un cabaret. Loco mundo absorto en lo accesorio en vez de arrodillarse ante la ternura. (La Vanguardia)

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26 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Moda revolucionaria

A todos nos cuesta tomar conciencia del desplazamiento de poder que se ha producido en el mundo. Le cuesta a Obama, que en 2012 declaró el pivote asiático como su prioridad en política exterior y hasta esta semana misma no dedicará una semana entera a cultivar las relaciones con sus socios del inmenso continente. Y nos cuesta a todos, principalmente a los europeos, cada vez más metidos en los aprietos de nuestras habitaciones interiores y menos concentrados en organizarnos, ya no para un futuro incierto, sino sobre todo para este presente tan delicuescente. Un buen ejemplo del laberinto en el que andamos perdidos lo ofrece la socialdemocracia, condenada una y otra vez en cuanto gobierna a la adopción de políticas ajenas, Tony Blair las de Margaret Thatcher, Manuel Valls ahora las de Angela Merkel. Su tragedia de fondo es que se ha quedado sin el sujeto histórico que le había dado sentido y fuerza. La clase obrera ha desaparecido. O mejor, se ha ido. Está en Asia, garantizando con sus bajos costes salariales el desproporcionado aumento de la riqueza de los últimos treinta años que proporciona la masiva deslocalización manufacturera. No es el único factor que ha contribuido al exagerado incremento del patrimonio de los más ricos, tan bien descrito por El capital en el siglo XXI, el libro de moda sobre la desigualdad del francés Thomas Piketty. La tecnología, la desregulación y la apertura de mercados son factores entrelazados a tener en cuenta. Lo están en la industria de la confección, que obliga a procesos de fabricación fulgurantes en respuesta a un negocio organizado a partir de una frenética rotación de la oferta, cada vez más adaptada a la demanda exacta de un consumo compulsivo. Los socialistas están en Europa, pero los obreros en huelga están en China. Ahora mismo 30.000 de ellos en las factorías de Adidas y Nike en las provincias de Jingxi y Guangdong protagonizan la mayor protesta de la que existe memoria viva, en exigencia de mejoras salariales e indemnizaciones en caso de despido. Quienes les emplean ya están llevándose los encargos hacia el sur, a Blangladesh, donde es posible alcanzar costes de producción todavía más bajos, gracias no tan solo a las ínfimas retribuciones, las más bajas del mundo, si no a las pésimas condiciones de trabajo, salubridad e incluso seguridad física. Hace un año se hundió en Dacca el Rana Plaza, un edificio agrietado y fuera de toda norma legal que producía para las multinacionales de la moda. Perdieron la vida 1.139 personas y otras 2.300 quedaron mutiladas o heridas. Solo una tercera parte de las indemnizaciones han llegado a las víctimas. Un grupo de ong's ha convocado para hoy una jornada de protesta en conmemoración de la mayor catástrofe de la historia del textil y a la vez cruel expresión de los males del capitalismo globalizado. Es el día de la Fashion Revolution, la moda revolucionaria. Las fábricas están en Asia, junto al pivote del mundo, pero la partida se juega en el escenario global, aunque a veces no queramos enterarnos.



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24 de abril de 2014
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El Boomeran(g)
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