El editor catalán Jaume Vallcorba, creador de la estupenda editorial Acantilado, falleció a los 64...
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El editor catalán Jaume Vallcorba, creador de la estupenda editorial Acantilado, falleció a los 64...
Loles Vidal era el alma de la Torre del Remei: un delicioso palacete modernista que la familia Albó encargó al arquitecto Freixa a primeros de siglo como casa de veraneo, con el fin de atenuar los estragos de un desengaño amoroso que padeció una de las hijas. Desde que lo regentara en los años noventa junto a su marido, el gran chef de Martinet, Josep M. Boix, se erigió como el centro neurálgico de la Cerdanya, esa comarca con forma de cazuela, según Josep Pla. El Remei es un hotel donde se come muy bien, con lago, ermita y unos inabarcables jardines que al atardecer se difuminan desde el verde violento hasta una neblina lechosa que recubre el bosque de los tilos. Juan Carlos I, Margaret Bush, Aznar, Querejeta, Indurain, Néstor Luján -que vivía allí la mitad del año- Eduardo Mendoza, Javier Marías (que paseaba estos días entre las apreciadas secuoyas) han recalado aquí. Loles Vidal murió el pasado 21 de julio. “No quiso ceremonia, no quiso darnos dolores de cabeza, ni necrológica siquiera”, me cuenta Josep Maria. Elegante y firme, digna, inteligente, en abril decidió que no habría más quimio. Le pidió a su hija y a sus nietos que regresaran a Estados Unidos; no son tiempos para quedarse en España. La pubilla de la armería Vidal de la Seu, una de las mejores maîtres de España, defendía los canelones de toda la vida y el estómago en calma. Se levantaba al salir el sol y se sentaba a tomar café bajo un castaño centenario. Elegía la soledad-palabra, no la soledad-sentimiento, como compañía junto a sus perros, Lluna y Boira. “¿Los lugares preferidos de Loles en La Cerdanya? El Remei -responde Josep Maria-, esto la llenaba por completo. No salía de aquí si no era para ir a Barcelona o a París”. Años noventa. Desfile de Chanel. Pocos invitados españoles. Una mano en el hombro: es ella y su pelo travieso; ella y sus botines de punta; ella y su interpretación afrancesada del zumo de naranja. El sin ti será una soledad solitaria. A los cinco días después de la muerte de la mestressa del Remei, se casaba la hija de Carles Vilarubí -marido de Sol Daurella, presidenta de Coca-Cola y una de las empresarias más poderosas; en verano sube en bicicleta la collada de Toses-. Pujol acababa de inculparse, y se desconocía aún hasta qué extremo marcaría la agenda del verano. “Que se vayan a Alemania él y sus hijos”, musitaban algunos invitados de la crème catalana, incluso quienes escuchimizaban los vínculos que durante años mantuvieron con “casa nostra”. En la Cerdanya, la burguesía catalana suele veranear durante la segunda quincena de agosto, después de haber salado su piel en las aguas de la Costa Brava o de Menorca. “El fenómeno de la tercera residencia”, me cuenta Julia Otero, que veranea en la zona. Muchas familias catalanas hacen doblete entre l’Empordà y la Cerdanya. Desde Narcís Oller con su Pilar Prim, hasta Ramon Casas o el propio Gaudí se sintieron atraídos por el magnetismo que rodea el lago medieval y el club de golf de Puigcerdà. Hará unos treinta años, se empezó a poner de moda subir de Pedralbes a Bovir. Dicen que Josep Lluís Núñez -que posee uno de los más impresionantes miradores de la zona- puso a la Cerdanya en el mapa empresarial de Catalunya. Entre la sierra de l’Albera i les Gavarres, entre el mar y la montaña, se extiende la sociabilidad catalana del veraneo. Ahí están los caminos de tierra que esconden residencias descomunales, invisibles desde fuera, como marca la proverbial discreción autóctona. En el ya clásico Mas Torrent, Antoni Vila Casas, el empresario que vendió Prodesfarma, se convirtió en mecenas y forró de buenos cuadros l’Empordà y organiza una cita cada verano. Lo que antes era el Big Rock de Palamós, ara lo es el Simpson de Llafranc -el watching people- aunque el agosto del who is who barcelonés -que no cabe en el artículo- frecuenta tan solo las cenas privadas. Se invitan entre ellos, como en el juego de la oca: de Aiguablava (Duran i Lleida, este año huésped de Enrico Letta, o Antoni Brufau) a Fonteta (Josep Esteve, Luis Conde, Sixte Cambra, Joan Verdaguer) o a Fontanilles (Emili Cuatrecasas), a S’Agaró (Albert Costafreda), a Llafranc (Josep Creuheras) o a Tamariu (Maria Reig)… Las páginas amarillas vips están inflacionadas. Aunque el 25% de la propiedad de la urbanización La Gavina es rusa y ucraniana. Ahí luce el simbólico hotel, este año de fiesta porque las hermanas Ensesa han reabierto la histórica Taverna del Mar que reingresa en el mapa gastronómico mediterráneo. Casas escondidas entre las rocas y casas soñadas, como la que en los sesenta le encarga Romy Schneider al arquitecto de moda en la Costa Brava, Prats Marsó, espinilla romántica que utiliza Màrius Carol para arrancar Un estiu a l’Empordà. “El suquet de peix de Portabella no ha sido sustituido como tal, acaso por la vendimia y el civet de Luís Conde”, cuenta Albert Arbós, periodista y autor de un viejo e interesante libro sobre Tarradellas, La conciencia de un pueblo. Entre l’Empordà y la Cerdanya, los burgueses ilustres que reciben suelen decir que no quieren nombres, sino amigos. En las noches refrescadas por el agosto otoñal, a menudo nombres y amigos intercambian los papeles. Y sin dress code ni fiestas de la espuma, se evidencia una vez más que la política también es para el verano.
(La Vanguardia)
En los talleres de escritura creativa enseñan que las novelas deben arrancar con una historia vistosa, emotiva, trepidante y capaz de enganchar al desprevenido lector. Si consigues eso, dicen los maestros, después puedes hacer un poco lo que quieras con los tiempos narrativos, los escenarios donde transcurre la acción y el, la o los narradore(a)s, siempre que tengas la precaución de no perder por el camino la atención del lector.
Colum McCann conoce bien la norma porque lleva años enseñándosela a futuros escritores en una universidad de Nueva York. Y en Trasatlántico cumple escrupulosamente con sus enseñanzas y abre la novela con el relato novelado del vistoso y trepidante, aparte de histórico, vuelo que en 1919 realizaron los pilotos británicos Arthur Brown y John Alcock, quienes partiendo de Terranova a bordo de un bombardero Vickers modificado, llegaron a Irlanda y se convirtieron e los primeros en atravesar el Atlántico sin escalas. Ante la enormidad que se proponían hacer los dos aviadores pasa casi desapercibida la importancia de la intervención de una periodista de Terranova y su hija fotógrafa, quienes les entregan una carta con el ruego de que la echen al correo cuando toquen suelo europeo. Esa carta acabará dejando un levísimo rastro que salta y enlaza épocas, continentes, personajes y circunstancias sin aparente relación pero que exigen una colaboración activa del lector para elaborar el relato total.
En el caso de esta novela, McCann tuvo que hacer frente a dos condicionantes de índole muy diferente pero que a la postre se han demostrado decisivos. El primero hay que atribuirlo al éxito furibundo de su novela anterior, Que el vasto mundo siga girando (2009) que le valió fama, fortuna, premios prestigiosos y efusivos elogios a escala mundial, pero que le causó de paso un problema muy común en los autores de éxito repentino: cómo escribir otro libro que sea tan bueno como el anterior sin que parezca una copia, o lo que es lo mismo, cómo satisfacer las expectativas creadas. El segundo condicionante no tenía nada que ver con las servidumbres de la industria editorial y en cambio era de orden estrictamente literario: a diferencia de lo que les pasa a otros muy admirados escritores irlandeses tipo Elisabeth Bowen, John Banville o, sobre todo, Colm Toibín, Colum McCann no es un escritor fácil e imaginativo y que de cualquier cosa se inventa una novela. Él es un fanático de la investigación previa y de la precisión, y si describe un viaje en barco en los años 30 del siglo pasado, los trajes de ellos y ellas, las nomas sociales de trato según el interlocutor sea ella o él, las bebidas y los aperitivos, las músicas que se oyen en el barco o el trato con la servidumbre están milimétricamente reflejados, con la particularidad de que esa minuciosidad en el detalle a veces tiene una importancia decisiva en el desarrollo de la trama, como es el caso de la ya mencionada carta que atravesará por vez primera el Atlántico por los aires, aunque es más significativo aún un detalle mínimo que se describe en el capítulo II, íntegramente dedicado a la visita, asimismo histórica, que el ex esclavo y abolicionista norteamericano Frederick Douglass realizó a Irlanda en 1845. Aunque el visitante lo viera todo desde la seguridad de los círculos ilustrados y socialmente acomodados que financiaron su viaje, la situación en Irlanda era espantosa, y si ya de por sí era espeluznante el espectáculo de miseria y degradación que ofrecían las calles, se estaban produciendo los primeros pero inequívocos indicios de la hambruna que les iba a costar la vida a dos millones de personas, aparte de que también se estaba consolidando un sentimiento antibritánico que terminaría con la secesión de la República de Irlanda y una guerra civil en Irlanda del Norte que ha llegado a nuestros días. Y sin embargo, pese a que el desgarro social es evidente, lo decisivo para el relato es la brevísima relación del abolicionista con una criada adolescente que sirve en casa de su editor irlandés, y que se limita a unos pocos intercambios de palabras y a un apretón de manos que el ex esclavo intercambia con toda la servidumbre antes de seguir viaje. Ese gesto de fraternidad, y la imagen de hombre que ha sabido conquistar su libertad, son decisivas para la criada, que de pronto concibe la de otro modo inconcebible idea de escaparse a América en busca de una vida mejor. Debido a lo imperceptible de ese momento mágico en la trayectoria de una insignificante fregona, el lector debe hacer un esfuerzo considerable de reconstrucción para relacionarla muchos años y muchas páginas más tarde con una madre coraje que participa como enfermera en la Guerra de Sucesión americana porque, dice, quiere estar cerca de su hijo de diecisiete años que se ha apuntado como voluntario no para luchar contra los estados esclavistas del sur sino para luchar. Sin más. Una vez que le entreguen el cadáver de su hijo, la madre coraje da un giro a su vida y tras casarse con un suministrador de hielo, tener seis hijos con él, perder a su marido y a dos de los hijos mayores, terminará viviendo con su hija pequeña, que andando el tiempo se convertirá en una periodista de cierta fama en Terranova, momento en que el relato enlaza con la carta y sigue encarnado en la voz de la hija fotógrafa, etc. No es una novela redonda, equilibrada y de una calidad uniforme. Ni mucho menos. Pero McCann a ratos entra por derecho propio en el Olimpo de los grandes narradores irlandeses que tantas historias fascinantes les quedan por contarnos.
Trasatlántico
Colum McCann
Traducción de Marta Alcaraz
Seix Barral
Heródoto de Halicarnaso fue explorador, viajero, cronista, reportero, narrador literario, y periodista, y por la fuerza de la necesidad, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólogo, pues al poner pie fuera de las fronteras conocidas se veía en la imprescindible necesidad de comportarse como un descubridor obligado al registro de todo lo visto y oído.
Todos estos géneros, que juntó en Los nueve libros de la historia, llegaron a desarrollarse a través de los siglos, y a separarse, cada uno en su propio camino; pero el periodista polaco Ryszard Kapuściński volvió a enhebrarlos en el siglo veinte en el hilo de la narración literaria para crear un género híbrido, novedoso y atractivo, que marca los propios pasos de Heródoto. Y creando un nuevo género, repite el genio narrador del periodista que es Heródoto, que al contar lo que ve y lo que oye, lo hace con virtud literaria.
En los tiempos de Heródoto no era posible discernir entre historia y narración. Ni siquiera era posible separar la fábula del relato que cuenta asuntos reales, con lo que la distancia entre verdad y mitología se vuelve nula. Heródoto, igual que Homero, vivió un mundo compuesto de realidades reales y realidades imaginarias. Se cree lo que se cuenta, y el narrador se pone como testigo presencial de los hechos, o acude al dicho de terceros frente a los que se obliga a tomar distancia, en busca también del sello de la veracidad, que proviene de la duda, por contrapuesto que parezca.
Frente al vacío y la oscuridad que representan lo desconocido, el amor a la verdad objetiva ha sido siempre un deber, y la imaginación una tentación: la rigurosidad en la selección de los datos, y la libertad de suponer. Era cosa sabida y aceptada entonces, que no pocos de los reyes descendían de los dioses del Olimpo, menudo problema a resolver para un cronista de verdades.
Heródoto probó que se necesitaba curiosidad para el oficio. Esa curiosidad, igual que para Kapuściński, no podía ser saciada sin echarse a navegar, y a andar. Lo extraño comienza más allá de las fronteras. El viajero mira, y escribe lo que mira. Heródoto recorrió a los treinta años las islas y la tierra firme de la Hélade, la Cólquida, Babilonia, Macedonia, Siria, Egipto, Libia, Cirene, Fenicia, Mesopotamia. Todo lo que era el mundo de entonces, conocido para muy pocos, y por tanto exótico. Se ganaba la vida dando conferencias sobre sus viajes, contando lo que había visto y oído. En Atenas le pagaron una vez diez talentos por una de esas conferencias.
Son dos mundos distantes, el de Heródoto y el de Kapuściński. Distantes en el tiempo, más de dos milenios, y distantes en las percepciones de la realidad, un abismo de civilizaciones. Kapuściński anota que en la escritura de Heródoto no hay ni comas, ni puntos, ni párrafos, ni capítulos. Un rollo infinito de papiro de trazos continuos, que contiene Los nueve libros de la Historia.
Cuando Kapuściński explica las razones del por qué Heródoto se siente en la necesidad de viajar por el mundo, nos dice que lo hace dominado "por una especie de hambre de conocimiento, impelido por una fuerza mayor, tan impetuosa como indefinida. A lo mejor tenía una mente inquisitiva por naturaleza, un cerebro que no cesaba de alumbrar miles de preguntas que no le dejaban vivir, despertándolo en las noches", nos dice en Viajes con Heródoto, su libro de 2004, en el que sigue las huellas de aquel.
John Vidal es el editor del exquisito e influyente suplemento de medio ambiente de The Guardian desde 1995. Además, es autor de un libro importante para entender las luchas entre grandes empresas contaminantes y los que osan criticarlos: McLibel – Burger Culture on Trial (1998).
Hoy quiero hablares de Vidal, un maestro a la distancia, y de su libro, un modelo de investigación apasionada.
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Yo lo conocí en 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Compartíamos con cientos de periodistas la enorme sala de prensa de la conferencia de la ONU. A mí me tocó poner mi vieja computadora (donde escribía en Word Perfect) al lado de la mucho más moderna de John. En esa época él ya era pelado y en su cabeza bullían conocimientos y lecciones. Se me reveló como un maestro humilde, serio pero con sentido del humor, enamorado de su trabajo y deseoso de compartir lo que sabía con jóvenes reporteros del otro lado del mundo.
Me impresionó entonces su forma de contar como nadie los tejemanejes y las luchas sordas que eran muchas veces lo más importante de las decisiones en Rio: luchas por el control político y económico, por dinero, por influencia. Se hablaba de medio ambiente pero cada burócrata apoyaba a sus países aliados y su bloque ideológico en vez de atenerse a consideraciones ambientales.
Y aún más me impresionó lo que hizo una vez acabado el encuentro: pasó dos semanas con los sin tierra del empobrecido nordeste de Brasil, acompañándolos en su marcha para pedir tierra que cultivar.
Su crónica de esa marcha muestra las desigualdades de un país inmenso con mucha tierra cultivable en pocas manos, donde se desaloja a los indígenas de bosques ancestrales que son el pulmón del mundo y se hacinan millones en las favelas y los arrabales de las grandes ciudades.
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Hace poco volvió a Brasil a seguir un tema que muchos otros medios tratan en sus páginas de economía: la plantación masiva de caña para producir bio-fuel.
En The Guardian, su sección Greenwatch es monitor permanente a las últimas noticias, las que los otros tratan pero que aquí tienen un ángulo ambiental y profundo, y las que escapan a los otros medios. Y es un permanente diálogo con los científicos, las ONGs, los funcionarios públicos de varios países, y especialmente los lectores.
El blog personal de John Vidal, una parte central del suplemento online de medio ambiente en The Guardian, sigue de cerca sus viajes, sus encuentros y sus ideas. Para todas estas partes de la edición digital de su suplemento, usa las últimas tecnologías, así como todo su equipo. Una de las herramientas más útiles es un podcast de audio, donde habla con los lectores e incluye segmentos de entrevistas.
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Así surgió el único libro de Vidal: en 1990, el equipo de abogados de la corporación McDonalds llevó a juicio a la camarera de bar Helen Steel y al cartero desempleado Dave Morris. Los acusaban de distribuir un panfleto de seis páginas en la puerta de uno de los McDonalds de Londres. Stell y Morris eran voluntarios en una organización ecologista. El panfleto se llamaba “Lo que está mal en McDonalds”.
Los abogados alegaban que el panfleto contenía mentiras y exigía en compensación 120.000 libras esterlinas, poco más de 150.000 euros a los dos voluntarios. Poco después de comenzar el juicio, los responsables de comunicación de McDonalds se dieron cuenta de que podía traerles problemas. Era evidentemente la lucha de un Goliat corporativo contra dos pequeñísimos Davides. El jefe del equipo de abogados de McDonalds ganaba 1.500 dólares al día, más de lo que Morris y Steel ganaban en un mes.
Les propusieron a los jóvenes desechar los cargos si se desdecían de sus acusaciones. No hubo acuerdo.
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A medida que avanzaba el juicio, la comunidad de militantes ecologistas, pro derechos humanos, por la solidaridad con el tercer mundo y partidos políticos de izquierda comenzaron a juntar fondos para pagar los gastos legales de los acusados, cuyo presupuesto era ínfimo.
John Vidal fue el primer periodista que vio que este juicio era mucho más que un caso de difamación contra una empresa, y que además podía marcar una nueva época en momentos en que se empezaban a armar las campañas que con Internet y las redes sociales proliferaron en la siguiente década. McDonalds contra Steel y Morris era un símbolo de la lucha de los ciudadanos y consumidores por hacer oír su voz, y de las grandes corporaciones por callarlos y aplastarlos.
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El juicio duró siete años, y se convirtió en el más largo de la historia judicial británica. Finalmente, el juez declaró a los acusados parcialmente culpables, porque no pudieron demostrar que McDonalds dañaba el bosque lluvioso, que su comida producía cáncer y que provocaba el hambre en el Tercer Mundo, como afirmaban algunos ítems del folleto. Por esto, fueron obligados a pagarle a McDonalds la mitad de lo demandado (60.000 libras o 90.000 euros).
Pero el juez sí consideró probado a lo largo del proceso que la compañía explotaba el trabajo infantil, ponía en riesgo la salud de los consumidores, trataba con crueldad a los animales, y tenía una política de muy bajos salarios y prohibición ilegal de sindicatos en sus restaurantes. Por esto, Morris, Steel y sus defensores lo consideraron una victoria moral.
Al día siguiente de que se leyera la sentencia, imprimieron un nuevo folleto con las acusaciones que el juez había aceptado, y se pusieron a distribuirlo en la puerta de otro McDonalds. Nunca pagaron la multa, pero la empresa no los presionó. Decidieron que ya habían tenido suficiente publicidad negativa.
El libro de John Vidal muestra todas las caras del activismo ambiental en un caso emblemático. Como él cubrió el juicio desde el comienzo y trabó una relación estrecha con los acusados, el libro está lleno de datos, anécdotas, historias y de la modesta épica de la militancia ambiental. Se convirtió en Gran Bretaña en una especie de manual para la lucha no violenta contra las injusticias contra el medio ambiente y los derechos humanos.
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Aunque es domingo, hoy seguro que John Vidal estará investigando, escribiendo, twiteando, contando, denunciando. Por la magia de Internet puedo seguir sus pasos. Siempre innova, siempre mira hacia adelante. Pero también nos sigue enseñando con sus grandes logros del pasado.
Hoy quise detenerme en su libro amoroso y lento contra la comida desangelada y rápida.
Tras un accidentado periplo desde que zarparon del puerto de Leith, en el este de Escocia -a fin de no ser avistados por sus vecinos del sur-, las cinco naves al mando del capitán Thomas Drummond por fin recalaron en la desembocadura del río Darién el 2 de noviembre de 1698, en la zona más tórrida de Panamá, a fin de instalar la primera colonia escocesa en territorio americano, a la que bautizarían como Caledonia. Temiendo un ataque de los españoles de la Nueva Granada, Drummond ordenó construir un fuerte que resguardase la bahía, erigido bajo la invocación de San Andrés, y en torno al cual habría de establecerse la capital, Nueva Edimburgo.
Puesta en marcha por el financiero William Paterson bajo el ejemplo de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, la Compañía de Escocia a duras penas había conseguido el apoyo del parlamento, mientras que el rey Guillermo II -a la sazón también soberano de Inglaterra- había decidido no involucrarse para evitar un conflicto con España. No obstante, en medio de la crisis que azotaba al país desde hacía décadas, Paterson despertó la codicia de sus pares, quienes no dudaron en aportar 400 mil libras esterlinas (unos 60 millones de dólares actuales) con la idea de controlar el jugoso tránsito de mercancías entre el Atlántico y el Pacífico -el mismo principio que, al cabo de dos siglos, impulsaría a Estados Unidos a apoyar la independencia de Panamá.
Desprovistos de agua y pertrechos, y diezmados por la malaria, 300 colonos escoceses (de los 1200 que habían llegado) se vieron obligados a abandonar la bahía de Caledonia en julio de 1699 sin saber que una segunda expedición había partido de Leith con otros mil hombres. Cuando éstos arribaron a Panamá en noviembre, Nueva Edimburgo se hallaba en ruinas, devorada por la selva. Tras reconstruir el fuerte de San Andrés, los escoceses fueron atacados por las tropas españolas, que a la postre consiguieron su rendición incondicional a principios de 1700.
El "esquema del Darién" tendría profundas repercusiones: aunque Escocia e Inglaterra compartían monarca desde que Jaime IV heredara el trono de su prima Isabel I en 1603, las dos naciones conservaban sus propias instituciones políticas. Humillados y en quiebra a raíz del desastre de Panamá, a los escoceses no les quedó más remedio que aceptar los términos impuestos por los ingleses para incorporarse al Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda conforme a la ley de unión de 1706.
Desde entonces, y hasta que en 1999 fue reinstalado un parlamento local con poderes limitados, Escocia fue gobernada directamente desde Londres. Las reivindicaciones nacionalistas, sin embargo, nunca cesaron, amparadas en la poderosa cultura del país -en especial su legendaria tradición musical y literaria de raíces gaélicas- y, cuando en 2011 el Partido Nacional Escocés de Alex Salmond se hizo con la mayoría del parlamento, éste no dudó en exigir una consulta sobre la independencia. Tras una tensa negociación, el gobierno conservador británico de David Cameron aprobó la celebración de un referéndum el próximo 18 de septiembre.
En estos días de húmedo verano, en Edimburgo y Glasgow no parece hablarse de otra cosa: mientras quienes optan por el sí a la independencia no se cansan de exhibir el déficit democrático ante la baja representación escocesa en el Parlamento de Buckingham y de referirse a la riqueza petrolera del mar del Norte que podría beneficiarlos, los partidarios del no señalan los desequilibrios económicos de la región, su dependencia de la Unión Europea y el aislamiento que sufriría un país formado por poco más de cinco millones de habitantes.
Si bien las encuestas muestran un rápido crecimiento del sí, éste parece haberse estancado en torno al 40 por ciento de los votos. Aun así, más allá del resultado, el referéndum se presenta como un avance mayúsculo en el seno de la Unión Europea. El destino de otras regiones, de Cataluña al País Vasco y de Córcega a la Padania parecería depender de lo que ocurra en esta lluviosa zona del norte de Europa. Aunque es muy probable que los escoceses prefieran quedarse en el Reino Unido -con competencias ampliadas-, otros países podrían aprender mucho de la experiencia. Mientras en España el gobierno de Mariano Rajoy se ha negado de plano a una consulta en Cataluña, la apertura de Londres muestra que quizás la mejor forma de contener el nacionalismo sea permitiendo que los ciudadanos discutan y decidan libremente su futuro.
Twitter: @jvolpi
En el vuelo de Madrid a Jerez de la Frontera abundan las familias numerosas que parecen parientes de los Domecq, con más hípica que química en sus formas. Ellas tensan sus colas de caballo y les enderezan las perlitas a las niñas; ellos van con mocasines blandos y ansia de rebujito. También lucen las hippijas o las pijipis, aprovisionadas de canastos y raybans rumbo al hotel Hurricane de Tarifa, la meca del windsurf. En las filas de atrás se agolpan los buenos salvajes que siguen bajando a Cádiz como robinsones y que en ningún otro lugar del mundo serían tan bien recibidos, igual que los perroflautas que dormirán bajo el cielo raso en los acantilados de Caños, junto al Faro de Trafalgar, con sus pipas, guitarras y rastas. Al llegar a Jerez, el sol cae aplastado y taurino. A medida que se avanza por el autovía hasta el parque natural de los Alcornocales, los toros conforman una estampa plácida; apenas se mueven, acariciados por las garcillas, mitad garzas, mitad cigüeñas, que les lamen las garrapatas. El azul atlántico asoma de repente, como tiene que ser, desde la loma de Vejer de la Frontera. Marismas, pastelerías árabes, y flores fragantes entre las rocas. Abres la ventanilla, esnifas la brisa y entiendes el verso del poeta andaluz Vicente Núñez: “la vida no tiene más ideología que el olor”. En el tramo de costa que va del Cabo de Trafalgar a Punta Camarinal, la ruta de los atunes, se esparcen los pueblos marineros de rumba lenta que, antes incluso de los fenicios, han practicado el arte de la pesca de la almadraba. El atún aquí es una religión. Y sus sacerdotes sustituyen el palabrerío gourmet por morrillos sin homilía. La máxima autoridad en la materia es Ángel León y los veraneantes más exquisitos van en romería a Aponiente, su restaurante en El Puerto de Santa María que tras el cierre de El Bulli, se ha convertido en el nuevo templo de la experiencia gastronómico-escolástica donde, entre otros platos, se extasían con el chorizo marino o los chips de piel desgrasada de morena. Parques naturales en apenas cincuenta kilómetros de naturaleza desbordante y playas protegidas por ser zona militar, han representado la gran coartada antiladrillo. Conil, Véjer, Zahora, El Palmar, Caños de Meca y sobre todo Zahara de los Atunes componen el litoral de la Janda. “Veraneando en las playas de Cádiz”, rezan los pies de fotos de las revistas del corazón con Hugo Silva, Hiba Abouk o Francisco Rivera. El fenómeno zahareño estalló a primeros de los noventa. Para algunos afilados cronistas se convirtió en “el lounge de la socialdemocracia”, o en “la Marbella roja”. Había un buen cartel de artistas progres con casas de ensueño en la sierra Camarinal, más conocida como “la montaña de los alemanes”, ya que allí se refugiaron muchos nazis después de la Segunda Guerra Mundial antes de huir a Sudamérica. E incluso Franco les regaló terrenos. En verdad quienes llegaron primero fueron los señoritos de Jerez y Jaime Mayor Oreja, de la mano de Javier Arenas y la familia Landaluce, mucho antes que Aitana Sánchez Gijón e Imanol Arias lo pusieran en el mapa del artisteo. La actriz y su madre Fiorella hallaron pureza y dunas. Apenas había locales. Los Sánchez Gijón abrieron el chiringuito La Gata, en la playa de Zahara, y Aitana trasladó el decorado de la obra de teatro La gata sobre el tejado de zinc caliente a pie de arena. La otra cara de la Janda es el paso del Estrecho, los tres millones de autos magrebíes cargados como mulas que a mitad de agosto bordean el Cabo de la Plata. Las redadas anuales representan otro clásico: la de este verano, con 50 detenidos, incluye a dos policías y varios empresarios. Nadie quiere hablar. El trapicheo de hachís lo capitanean mujeres con bata floreada y delantal: “de algo hay que vivir en invierno”, dicen. “Esto es la gloria. Aquí no hay farolas, ni paseos marítimos, ni vallas. Es salvajismo puro”, dice Mariola Orellana, agente y mujer de Antonio Carmona. Los Carmona viven entre Madrid y Miami -triunfando y preparando nuevo sello discográfico- pero cada verano reciben a los amigos en su casa de madera de El Palmar: Carmen Machi, el clan Flores, Piedi Aguirre,hermana de Esperanza… En los chiringos actúan La Negra, Kimi-K y Lion Cortés con su Gipsy Evolution: los jóvenes han cambiado el pesar doliente por el flamenquito electrónico. Las jams y los cameos son continuos: Wyoming, Carles Benavent, Raimundo Amador, Diego Carrasco, Jerry González, cajones, congas y saxos. En El Cortijo de la Plata se han grabado varios discos, incluso David Byrne se prendó del litoral gaditano, cuenta Lala Obrero, directora artística de Solas. La oferta es tan exquisita como surrealista: allí vi los primeros kilims sobre la arena de la playa; alcancé la gloria con unos “pulpos a la escandalera” en el Ramón Pipi -un antro de pescadores-; escuché en la playa a Antonio Vega y su chica de ayer; caté caldos con Álvaro Palacios y José Andrés en el Antonio, y me sentí tan aterrada como rebautizada en las aguas salvajes que tanto gustan a los de Bilbao. Pero esa rizada idea de la libertad no sería lo mismo sin el viento. Entre el Levante y el Poniente: el uno calienta y el otro enfría, hasta despeinar el paisaje.
(La Vanguardia)
Cuando uno vive en un hotel el tiempo se detiene. Las toallas siempre están secas y bien dobladas, la cama hecha, el minibar lleno, los envases del champú repuestos y el jabón nuevo. Nunca quedan huellas de lo que uno mismo hizo el día anterior. Viviendo en la habitación 54 descubrí eso acerca de la vida real: gastar jabones y champús es una manera de ir mirando cómo pasa tu tiempo.
Y así como en el hotel uno no avanza, tampoco hay espacio para volver a atrás. En las paredes no puedes colgar cuadros, ni pósteres, ni calendarios, ni fotos familiares, ni diplomas que hablen del pasado. Todo es un extraño, placentero y adictivo limbo. Tus vecinos cambian, en promedio, cada tres días. Los recepcionistas te comienzan a hablar de sus vidas, aunque guardan silencio cuando saben que no quieres conversar. Las mucamas te miran desde la complicidad de quien se encarga de volver tu vida siempre a cero. En el ascensor muy pocas veces te cruzas con la misma persona dos veces. En las mañanas, en vez de despertador tienes una llamada telefónica (todavía recuerdo el "Meneses, ya son las nueve").
Nos gustan los hoteles porque en ellos podemos intentar ser otra persona y en otro lugar, sentenció Julio Ramón Ribeyro. La fantasía de tener una casa nueva, con aventuras nuevas, en una ciudad nueva, hasta que llegue la hora de volver a la vida real. Ahí está, precisamente, el peligro. Quedar atrapado. No poder salir. No poder volver.
Hace diez años me quedé atrapado en el Hotel España de Buenos Aires, en la calle Tacuarí, en el número 80, en la habitación 54.
El primer hotel en que viví fue el Cisneros de Barcelona, en la calle Aribau, en el número 54, en la habitación 503.
Había salido de Chile para escribir historias y viajar. Me matriculé en la Universidad Autónoma y usé la ciudad como centro de operaciones. El hotel era la solución más práctica. Siempre lo es, hasta que descubres que ya no puedes salir.
El año pasado me tocó viajar a Barcelona y, nuevamente, me hospedé en Aribau 54. Pero todo era distinto. Después de que viví en el Hotel Cisneros, y en medio del boom económico e inmobiliario de toda España, el edificio fue vendido, remodelado por completo y se transformó en un exagerado hotel boutique de la cadena Cram. Con la llegada de la crisis, los precios de las habitaciones del Cram pasaron a ser ridículas, y desde entonces siempre tiene vacantes.
Pero cuando todavía era el viejo Hotel Cisneros y vivía ahí, comencé a armar una lista de los tipos de personas que habitaban en el hotel. Me los iba encontrando siempre, en el buffet del desayuno, entre turistas que llevaban bloqueador y bikini si era verano en Cataluña, o abrigo y gorro de lana si era invierno. Un ejercicio que luego seguí en los otros hoteles donde viví.
Mi lista de personas que viven en hoteles decía así:
El separado. El amor es egoísta, igual que tú. Tu mujer te acaba de expulsar de casa, o te auto-expulsaste del partido. Te parece un retroceso volver donde tus padres y tus amigos no tienen espacio. O vives en otra ciudad y todo círculo de contención está muy lejos. Bueno, entonces, nada mejor que irte a vivir a un hotel esperando a que el chaparrón emocional pase. Eso puede significar, en términos inmobiliarios, que el hotel es un refugio mientras buscas un departamento para reiniciar tu vida de soltero. O un aguantadero hasta que las cosas se tranquilicen y regreses al hogar.
El inmigrante. Decidiste empezar una nueva vida. Llegaste a la gran ciudad a cumplir todos tus sueños y fantasías, pero no conoces a nadie y necesitas un campamento base donde iniciar tu escalada. Por cierto, a los pocos días te das cuenta de que La vida es bella no es otra cosa que una vieja película italiana. Entonces, sin darte cuenta, descubres que instalarte es más complejo de lo que esperabas y que necesitas demasiados papeles (que todavía no tienes) para conseguir un espacio propio. Los hoteles, en cambio, sólo te piden esos papeles verdes que llevan la palabra dollar y un número en las esquinas.
El artista. Te compraste todas las leyendas que mezclan el hotel con una vida sofisticadamente maldita. El golpe final fue cuando llegó a tus manos un ejemplar de Hoteles literarios, de Nathalie de Saint Phalle, y te convenciste de que la mejor manera de sacar adelante una obra (literaria o musical o pictórica) era encerrarte en las cuatro paredes de un hotel de ciudad grande. Al poco tiempo te diste cuenta de que no avanzas en tu propósito creador, pero para ese momento ya llevas casi un año viviendo en un hotel y ya te acostumbraste. Si en el piso de abajo vive un joven violinista que se quiere comer el mundo es probable, como me ocurrió en el Cisneros, que todas las mañanas te despierte el alarido de sus cuerdas por los ensayos matutinos.
El empleado. Te han hecho creer que eres un engranaje clave en el funcionamiento de la compañía. Tu empresa te trasladó de ciudad de un momento a otro, convenciéndote de que esa mudanza es sobre todo "estratégica". Regresas a casa los fines de semana si no estás muy lejos; los fines de semana largos, si estás a una distancia más lejana; sólo para vacaciones, si te separa un mar de tu familia. No sabes hacer nada por tu cuenta. Como la empresa corre con los gastos y el recepcionista es tu amigo, las compañías que subes los jueves te las anotan como llamadas de larga distancia. En unos meses, tu familia no entiende por qué te pones tan feliz el domingo en la tarde, cuando debes volver al hotel.
El jubilado. Estás solo y tienes dinero. No quieres ser de aquellos ancianos que se van a vivir a las clínicas porque todavía te sientes joven. Por entregarte al plan de hacer una minifortuna, no te casaste ni tuviste hijos ni hermanos (o tuviste todo eso, pero lo fuiste perdiendo uno a uno, como un asesino serial). Trabajabas bien y la jubilación te alcanza para un cuarto de hotel. Te revitaliza encontrarte con gente joven y feliz en el desayuno y la cena, porque en los hoteles la mayoría de la gente que pasa está contenta, siguiendo la máxima de Ribeyro de estar viviendo otra vida y en otro lugar. Pese a que ya pasaste los 70, llevar una vida de hotel te mantiene en carrera. Jamás irías a un sanatorio para la tercera edad para rodearte de pura gente parecida a ti.
El mercenario. Vas donde hay dinero, o donde te contratan para ganarlo. No te importa pasar largas temporadas en una casa de arriendo, como podría llamarse a un hotel. Eres un entrenador de fútbol que dejó el país y la familia por un proyecto deportivo, o un músico internacional que vive de gira, o un matutero profesional. En este último caso, puedes tener como morada fija varios hoteles al mismo tiempo, todos repartidos a lo largo de la ruta por dónde mueves tus contrabandos. Muchos representantes de jugadores usan esta modalidad de radicarse en hoteles europeos los meses de las temporadas de fichajes, cerrando contratos en el lobby, antes de emigrar como golondrinas al próximo destino de la cadena del negocio.
El desarraigado. Lo intentaste dejar mil veces. Probaste con novias con departamento, con alquilar un piso compartido o llegaste a pensar en la casa propia. Cuando estabas por dar el paso de la estabilidad, tuviste que cambiar de ciudad y partir de cero. Cuando miras tu vida hacia atrás descubres -a veces con horror; otras, con cierta simpatía- que las únicas raíces que conservas son las de tus muelas. El hotel, como ese territorio paralelo, donde pasan miles de turistas al año. Viajeros en plan de vacaciones que, muchas veces, la mayoría de estas veces, nunca se dan cuenta de que en ese mismo edificio donde ellos están una temporada desconectados de su realidad hay gente que vive, que ha hecho ahí su casa, y que ha transformado a estos veraneantes en sus vecinos temporales.
El Hotel España de Buenos Aires era una solución práctica. Había arreglado un buen precio por temporadas largas y, como frecuentemente estaba viajando a otros lugares, si me iba mucho tiempo me guardaban mis maletas en la bodega. A la vuelta, como siempre, pedía la habitación 54, en el último piso, con balcón grande, vista a las cúpulas y antenas de la Avenida de Mayo, baño con ventana y tina. Si estaba ocupada la 54, pedía una en el mismo piso, y esperaba hasta que la dejaran y me pudiera mudar ahí.
Me había ido de Chile pensando en viajar y escribir historias por el mundo, y el proyecto resultaba. Lo que no sabía era que terminaría viviendo en un hotel. Porque uno no elige vivir en un hotel: termina viviendo en ellos.
Para darle una suerte de estabilidad a la trashumancia, en cada nuevo viaje comencé a buscar hoteles con el mismo nombre. Si volvía a Chile, por ejemplo, me quedaba en el Hotel España de calle Teatinos. Pensaba que, aunque llevara la vida de periodista portátil, había logrado cierta estabilidad. Podía despertar en ciudades distintas, pero el llavero del hotel y las toallas siempre dirían: Hotel España.
Amigos, conocidos, comenzaron a contarme de otros hoteles España en distintas ciudades. Sentía que en todos lados había una sucursal de mi proyecto. Cuando descubrí que llevaba tres años viviendo en el Hotel España de Buenos Aires, hice ese plan para abandonarlo. Recorrer todo Latinoamérica, del sur hasta México, quedándome en hoteles España. Una suerte de despedida antes de una vida.
En el Hotel España de Buenos Aires había vivido Rafael Alberti; el Hotel España de Guatemala era una cárcel para indocumentados que Estados Unidos capturaba en el mar de Centroamérica; el Hotel España de Cuba había sido demolido; el Hotel España de Perú era para mochileros; el Hotel España de Chile había sido remodelado. De ese viaje publiqué un libro llamado Hotel España, que podría definirse como un manual para intentar dejar la vida de hotel.
Los hoteles pueden ser peligrosos. Y no lo digo sólo porque puedes elegir estos lugares de paso para terminar con la vida, como fue el caso de Sid Vicious, de los Sex Pistols, qué se mató en un hotel de Nueva York. O de Cesare Pavece, el escritor italiano que se despidió de este lado en el cuarto de un hotel de Turín. Son peligrosos porque no los puedes dejar.
La aparición de Hotel España fue la contradicción máxima. Me obligó a una gira por 7 países y 27 ciudades distintas en poco más de tres meses. Una sobredosis de hoteles a los que llegaba justamente para hablar de dejar esa vida.
Fue en medio de ese recorrido que descubrí que el daño ya estaba hecho. La marca se había tornado imborrable. Vivir en hoteles es, finalmente, como cualquier adicción. Es probable que ya lo hayas dejado atrás, que sea tema del pasado, que te vayas a un departamento, que armes un hogar, que tengas un trabajo estable, que intentes tener una familia, que sientas que por fin lo lograste, pero siempre, en algún momento, aparecerá un hotel en tu camino. Están por todos lados. Y ahí, una vez más, sentirás la tentación de dejarlo todo y meterte a vivir en unos de esos lugares donde el tiempo se detiene y los jabones siempre están nuevos.
Publicado en la revista Domingo de El Mercurio
Cabe preguntarse: ¿en qué disciplinas como la mecánica cuántica pueden aportar a nuestro intelecto un enriquecimiento de tal magnitud que sea posible hablar de promesa filosófica? Basta quizás recordar que somos seres naturales y que en consecuencia una trasformación relativa a nuestra percepción de las estructuras básicas de la naturaleza implica una modificación de las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos. La mecánica cuántica se ocupa del comportamiento de las partículas elementales, y si tal comportamiento se revelara no obedecer a reglas que habíamos supuesto inviolables tendríamos todo el derecho a interrogarnos críticamente sobre el peso que ha tenido en la configuración de nuestra subjetividad el conjunto de las mismas. Hay incluso razones para pensar que nuestra subjetividad ha sido algo más que sobredeterminada por la interiorización de tales reglas, y que en realidad no habría sujeto fuera de las reglas mismas.
Obviamente hay ya un animal humano ante de que, por ejemplo, el sentimiento de alguna forma de localidad haga a un niño renunciar a la esperanza de tener influencia sobre lo que no está a su alcance. Mas es difícil considerar que ese animal humano para el cual la localidad aun no impera es ya un ser humano plenamente actualizado. Ya he señalado que los principios son equivalentes a las orteguianas ideas que somos y no a las ideas que, como seres ya previamente constituidos, podríamos eventualmente llegar a tener.
Por eso confrontarse al problema de la prioridad ontológica entre los postulados cuánticos y los principios que han determinado nuestras concepciones de la naturaleza (en un espectro que va cuando menos de Aristóteles a Einstein) supone literalmente confrontarse a lo que somos. Extremo en el cual el problema de la metafísica se revela indisociable del problema fundamental, el problema antropológico, la cuestión del ser del hombre.