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Música para películas: de servicial a protagonista

Partituras como las que John Williams compuso para las sagas de La guerra de las galaxias y Harry Potter, o la de Howard Shore para El señor de los anillos ya se han convertido en bandas sonoras de nuestra imaginación y nuestros recuerdos personales. Nos atacan en nuestra pantalla de computadora, en la publicidad de la tele, en los móviles y los videojuegos: las buenas melodías cinematográficas se nos meten bajo la piel y nos conectan con la historia de nuestras emociones.

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Desde principios del cine sonoro, la banda de sonido fue considerado un elemento fundamental de la identidad, el mensaje, el tono y la capacidad de comunicar de las películas. De hecho, el sonido entró a las grandes salas de cine cantando, con Al Jolson , la cara tiznada de negro y manos enguantadas de blanco, entonando “My Mammy” (El cantor de jazz, 1927).

De entretenimiento, la música del cine pronto pasó a arte. El primer gran “compositor para el cine”, Sergei Prokofiev, trabajó codo a codo con el director Sergei Eisenstein en el montaje de Alejandro Nevsky (1938) e Iván el Terrible (1943), y en ambas películas hay escenas que son verdaderas coreografías donde el montaje danza con la orquesta.

Mucho celuloide ha pasado desde entonces, el cine se ha convertido en una de las más importantes industrias del mundo globalizado y las bandas de sonido se han vuelto objeto de comercio y de culto en sí mismas. Las fabulosas ventas así lo atestuguan: cuatro discos de bandas sonoras (El guardaespaldas, Fiebre del sábado noche, Purple rain y Titanic) han superado ya los 10 millones de dólares en ventas.

Hasta las tradicionales marchas nupciales de Mendelssohn y Wagner se vieron desplazas en los casamientos por la canción de amor de Titanic, My heart must go on de Celine Dion.

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La música de películas ha llegado incluso a las salas de conciertos. Varias orquestas sinfónicas, de Nueva York a Costa Rica y de Buenos Aires a Medellín, incluyen en su programación sesiones de música de películas. Ya es común que de vez en cuando Beethoven, Mozart y Brahms cedan protagonismo a John Williams (E.T., La guerra de las galaxias, Parque Jurásico), Jerry Goldsmith (Patton, Chinatown, Papillon) o Elmer Bernstein (Los siete magníficos, El gran escape, La edad de la inocencia).

Recuerdo un precioso concierto, de hace una década, en el que la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC) programó un homenaje al gran compositor italiano Nino Rota, cuya música está indisolublemente asociada a las mejores películas de Federico Fellini (La strada, La dolce vita, Amarcord).

Cuando la orquesta interpretó el célebre tema de amor de El Padrino de Francis Ford Coppola, la sala entera se vio invadida por el recuerdo de la gran película y por la contradictoria mezcla de atracción y repulsión que produce el personaje del capo mafioso interpretado por el inmortal Marlon Brando.

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Esa es la magia de la gran música para películas: nos transporta al corazón emotivo de la historia que vimos en el cine sin necesidad de recordar la trama o las imágenes del filme. Es emoción pura. Si la película es romántica, épica, triste o hilarante, la música nos lleva a sentirnos melosos, tristes o divertidos. Nos acerca al centro de nuestros sentimientos; al hacerlo, se convierte en la banda sonora de nuestra propia vida.  

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9 de septiembre de 2014
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Recuerdo de Francisco Pastor

Ese hombre de maneras suaves y risa queda era un comerciante en piedras duras. La paradoja me hizo gracia cuando, al poco de tratarle en tanto que galerista de arte, lector fino y escritor de versos, él mismo me habló del negocio familiar, que le llevaba con frecuencia desde Novelda a Carrara; más que la belleza de los mármoles, le apasionaba el pensamiento de un verso o el trazo de una mano de artista en un lienzo. El 14 de agosto, ha hecho ya dos años, murió mi amigo alicantino Francisco Pastor, Paco para quienes le queríamos, aunque la noticia me llegó por mensaje escrito un mes más tarde, visitando, en una coincidencia conmovedora, una maravilla renacentista de reciente apertura pública en Venecia, el Palazzo Grimani del Campo Santa María Formosa, y estando yo en aquel momento ante unas mesas de ‘pietre dure' que a Paco le habrían entusiasmado aún más que a mí.

 

Le conocí en una de las primeras ferias de ARCO, junto a su esposa Elena Escolano y su gran amigo Gonzalo Fortea, sentados los tres socios en su stand madrileño de la Galería Italia; Paco estaba leyendo, pasmado, ‘Centuria', el estupendo libro de novelas en miniatura de Giorgio Manganelli. Siempre me pareció relevante en ellos la conexión italo-alicantina, aunque alguna vez, para responder a su afilada ironía, yo les traía a colación su pueblo natal: bien asentada ya la galería, lo siguiente tenía que ser fundar una "escuela de Novelda" como grupo de presión literaria. Creo que no me hicieron caso.

Seguí frecuentándoles en los años posteriores, en Madrid y en Alicante, donde la galería desempeñó un papel trascendental en la difusión del arte contemporáneo español y europeo. Tuve ocasión de ver, en mis viajes filiales, que en los años 1980 y 90 eran constantes, muchas exposiciones de calidad, aunque para mí la más memorable fue la que organizaron con la obra plástica de Juan Benet, quien tuvo siempre a los "tres italianos" en gran estima. En las salas de la calle Italia 9 el novelista madrileño expuso, por vez primera en público y conjuntamente, las marinas bélicas que pintaba con más celo que arte los domingos y los ‘collages' surrealistas, estos, a mi juicio, de verdadero interés y resonancia literaria. Benet, más que de Max Ernst, seguía en ellos el impulso de quien fue amigo y mentor suyo, Alfonso Buñuel, el genial hermano pequeño del cineasta Luis; los collages de Alfonso son, aunque menospreciados, de lo mejor que se hizo en el surrealismo español de los años 1930/40. Benet vino al ‘vernissage', bromeamos todos sobre el estilo ‘pompier' de sus acorazados al óleo, se vendió muy poco, o quizá nada, pero Paco, Elena y Gonzalo hicieron posible en Alicante ese ‘violín de Ingres' pictórico del creador del mundo narrativo de Región.

Gonzalo Fortea, que falleció a finales de 2009, era un autor de ingeniosos cuentos fantásticos, publicados los primeros, ‘Corazón frío', en Tusquets. Paco, también tentado por la prosa, fue ante todo poeta, si bien los mármoles, la galería (que cerró definitivamente coincidiendo con la muerte de Fortea) y la vida familiar entre las formidables mujeres de su entorno, Elena y las tres hijas nacidas del matrimonio, llenaron su larga vida, en la que nunca dejó de escribir. Pero como ya hemos dicho que era hombre dulce y flemático, tampoco se preocupó de ‘hacer carrera' poética. Su obra publicada comprende un largo poema unitario, ‘La distancia más corta' (que salió en las legendarias Publicaciones de la Librería El Guadalhorce, Málaga, 1979), ‘La palabra y otros silencios', editado por Rosa Regàs en La Gaya Ciencia (1981) y un último poemario más breve, ‘Animal incorporado' (Aguaclara, 2010). Al libro malagueño le precede un prólogo de José Hierro, quien dice que "en medio del camino de su vida, Francisco Pastor empieza a sentir la necesidad de mostrar, como una luna humana, su cara oculta". Y llama en efecto la atención que en la poesía de Paco la mirada incisiva y el sesgo melancólico luzcan como sombras de un temperamento que era tan claro y vivaz.

Tuve ocasión de pasar una tarde con Elena y Paco Pastor, éste ya enfermo, en su casa alicantina frente al puerto. Algo débil pero como siempre de buen humor, Paco se interesó por unos manuscritos inéditos que me había encomendado tiempo atrás. Le dije la verdad: no había encontrado salida, en los tiempos presentes, para su delicada y honda escritura. Pero las palabras escritas permanecen, editadas o inéditas, como queda en nosotros el recuerdo de ese hombre que alegraba la vida de los demás.

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9 de septiembre de 2014
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Asuntos metafísicos 64: Escollos para un Proyecto de Ontología.

Es recurrente la pregunta de los filósofos sobre su propio quehacer, sobre  cuáles son  los asuntos de los que la filosofía ha de ocuparse, sobre  si difieren o no de  aquellos de los que trata la ciencia y, en los casos  de intersección, sobre cuál es la forma específica de abordaje. He hablado de la cuestión aquí en varias ocasiones, lo cual no quiere decir que haya encontrado siquiera un esbozo de respuesta.  Decía en las columnas que preceden que  la filosofía se halla abocada a asomarse a múltiples disciplinas que, por vocación concentran su esfuerzo en un dominio particular,  y apuntaba a que  ello supone para el pensamiento filosófico  un doble peligro:

En primer lugar  la dificultad para superar realmente las cuestiones técnicas, pues  sin ser especialista en materia alguna el filósofo debe  necesariamente  alimentarse de muchas, lo cual   puede simplemente abrumar. La dificultad se agrava por el hecho de  que, aun de alcanzarse cierta  competencia,  en una exposición filosófica los aspectos técnicos  no pueden aparecer desde el origen, y menos aun cabe empezar con esos guiños que se hacen mutuamente los eruditos. El filósofo ha de  arrancar hablando  en términos profundamente cargados de sentido, que ha de combinar  de manera simplemente razonable, expresándose, al menos de entrada, en lenguaje común pero a la vez intentando la intrínseca equivocidad de éste  no haga del discurso una bruma.

El segundo peligro viene de la posibilidad de que la dificultad misma de resolver los vericuetos técnicos haga olvidar la matriz. La filosofía no es nunca esa  inmersión en los átomos del conocimiento (que sólo la especialización en un  sector  posibilita), sino más bien la tentativa de evidenciar el peso de tal conocimiento puntual a la hora de poner sobre el tapete el acerbo común que nos permite decir que hay un mundo. Por dar un ejemplo que aquí ha tenido gran peso: el esfuerzo por adentrarse en ciertas complejidades matemáticas  de la mecánica cuántica podría hacer olvidar que la cuestión del ser de las cosas es lo que  conduce a un filósofo al  interés por esta disciplina. 

Un tratado de ontología sustentado en la reflexión contemporánea (científica, pero no exclusivamente) supondría la superación de ambos escollos: las alforjas bien repletas de datos  convertidos en instrumentos,  y la cuestión del ser  como horizonte permanente que les  confiere nuevo sentido. De nuevo algo más fácil de decir que de llevar a cabo. Sin embargo, el obligado  reconocimiento de los propios límites que  no ha de impedir  a  nadie  seguir en el intento, mediante  "estudios", literalmente ensayos, como esos croquis  que se hacen en pintura o esos esbozos de composición musical, susceptibles  (sólo susceptibles) de traducirse en obra propiamente dicha.

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9 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Germán Marín y la basura de la historia

Cada vez que llego a Santiago pido que me recomienden libros que no podría conseguir en otros países. Así, invariablemente, en cada visita, he ido adquiriendo libros de Germán Marín, un autor sugerido por amigos de diverso perfil y todavía secreto en América Latina. Una década atrás adquirí Carne de perro; luego vinieron Ídola y Basuras de Shanghai; en el último viaje, El Palacio de la Risa. Cada país tiene sus autores secretos y a veces es difícil entender por qué algunas obras circulan mejor que otras (de Bolivia apunto un nombre: Jesús Urzagasti; de México, Inés Arredondo; de Uruguay, Felipe Polleri). En el caso de Marín, creo que ya es tiempo de no quedarnos con el secreto.

            Para mí, la mejor puerta de entrada al mundo de Marín ha sido El palacio de la risa (1995), una novela que me ha sorprendido por los paralelismos que se pueden trazar con el Nocturno de Chile (2000) de Roberto Bolaño. Tanto Marín como Bolaño utilizan una casa particular reconvertida en centro de torturas de la dictadura de Pinochet como escenario para hablar del destino fracturado de la gran familia chilena: no hay distancia entre lo privado y lo público, el Estado golpista se ha inmiscuido en la vida de sus ciudadanos, es esa misma intimidad. En esa fusión de espacios, hay poco espacio para la lealtad, para la resistencia.

            En el caso de Marín, el relato de la decadencia de la lujosa Villa Grimaldi, desde su construcción a mediados del siglo XIX hasta su rebautizo burlón como El Palacio de la Risa y su posterior apropiación por parte de la dictadura, es el de la decadencia del país, una broma pesada de la historia: "Villa Grimaldi era la casa de Chile, donde nadie dejaba de reírse, ni de día ni de noche". La prosa elegante de Marín, de frases con complejas resonancias alegóricas, va cargando de significados esa degradación presente y no asumida, pues el país vive en un presente celebratorio, incapaz del enfrentamiento con la memoria y los recuerdos traumáticos: "Yo no venía del extranjero, sino del pasado, el que al parecer nadie quería, pues, de acuerdo a lo que había captado, aquel tiempo ya no representaba nada en la vida actual de los chilenos".

Hay en El Palacio de la Risa, a un nivel más básico de la trama, una intriga por resolverse, un intento de entender qué pasó con Mónica, una pareja del narrador, si es que son ciertos los rumores acerca de su complicidad con la dictadura. A un nivel simbólico, el narrador que regresa a país y va en busca de esa casona en la que pasó días felices durante la infancia propone su viaje como un acto de restitución. Ante la actitud colectiva de esconder la infamia, el narrador prefiere, en su viaje al corazón del trauma, el enfrentamiento con la verdad, por más que este termine llevándose por delante el mundo idealizado por la nostalgia; así la casona "impóluta" del recuerdo es devorada por "la pesadez corrupta e indecible de la basura".

Los últimos dos capítulos son maravillosos por su descarnada y a la vez poética crudeza. Para enfrentarse a lo atroz, hay que hacerlo así, con los ojos bien abiertos. "La literatura no es, si se observa, por completo inútil", dice el narrador al pasar, pero podemos entender estas palabras como el punto de partida para una poética: en Marín, la novela es el discurso crítico, necesario para una sociedad, que indaga en nuestras abyecciones -las privadas y las públicas--, que hurga en las heridas, que se niega a pasar página y celebrar reconciliaciones huecas.             

 (La Tercera, 7 de septiembre 2014)



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8 de septiembre de 2014
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Piloto automático

No es la señal de que ha terminado un tiempo ingrávido, con la suerte echada al sol y los dedos pegajosos de helado. Ni siquiera que vuelvan las rutinas, algunas de las cuales esperamos impacientes pues nos ocupan de falsas urgencias. Sólo hace falta observar el ritmo desenfrenado que ha adquirido la actualidad a partir de septiembre para concluir, una vez más, que el tiempo es invento. Pujol soltó su bumerán antes de que se abriera el cielo de agosto, panzudo y laxo, justo cuando nos disponíamos a tomar distancia de la realidad, cosa que hay que hacer al menos dos veces al año. Hubo estupor, indignación, decepción, ingenuidad y tristeza, sentimientos que se anclaron a las boyas y flotaron haciéndose los muertos. En su letargo, se insuflaron de vigor para reaparecer con las uñas bien afiladas justo cuando los periódicos aumentan el número de páginas. Una calma sostenida, irreal, que, justo cuando los colegios inician su limpieza a fondo, reventaría sus costuras. No sé bien si hemos vuelto o nos han devuelto a la rutina. Hace años que el libre albedrío ha sido puesto seriamente en duda por la neurociencia. Activada de nuevo la maquinaria del sistema, parece que no hay tregua para seguir pensando, o mejor, creyendo en las musarañas. El jaleo diario, incluso en los pueblos, disipa la somnolencia y la promesa de encontrarse a uno mismo. Y los propósitos se van aguando, al mismo ritmo que el bronceado, porque tampoco estaban antes en nuestras vidas, y ya íbamos tirando. Aún más determinados que de costumbre por la teoría y la práctica económicas -el precio del dinero cae por los suelos; como ya sabíamos en vacaciones, Francia entra en recesión…- una onda expansiva invita a tomar conciencia. Se trata del mindfulness, como se denomina ahora a la capacidad de tener conciencia plena sobre el presente. La indulgencia va en los genes: dicen que en el espejo nos vemos mejores de cómo somos gracias a un mecanismo de supervivencia. Pero también el pánico está inscrito en el ADN. “Incluso cuando en apariencia las cosas van bien, tengo la sensación de estar en el filo mismo de la navaja, entre el éxito y el fracaso, entre justificar mi existencia y revelar que no merezco estar vivo”, escribe Scott Stossel en Ansiedad (Seix Barral), una narración lúcida y divertida de su lucha vital contra el gran mal de nuestro tiempo. El ruido mental abstrae y aísla. Conectamos el piloto automático para que dé órdenes al cuerpo sin enterarnos. Sobran las coartadas con las que podemos envolver nuestra impotencia. Decimos “no puedo con esto, o con lo otro” pero nos las vamos arreglando, como le sucedió a Stossel, que acabó rentabilizando su ansiedad con un best seller. Puede que de todos los propósitos, el más sensato sea el de seguir viviendo algunos días como si fueran de agosto, porque, más que un mes, agosto es un estado mental, desocupado y pleno, acaso el único mes del año en el que no nos hace falta el piloto automático.

(La Vanguardia)

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8 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Esos incómodos futuristas

  No hay momento adecuado para ver una exposición de los futuristas. La más ambiciosa en mucho tiempo, la del Guggenheim en Nueva York --con más de 350 cuadros y objetos reunidos--, la vi hace un par de semanas, cuando llegaban noticias de enormes cantidades de muertos por guerras en Palestina, Siria, Irak, Ucrania. Casi a la entrada me encontré con una frase del manifiesto de Marinetti, publicado en 1909: "La guerra es higiene". Como otros artistas del período, Marinetti sentía que la sociedad europea estaba "enferma" -el vocabulario biológico estaba de moda- y creía que la guerra sería un modo "terapeútico" de apurar la renovación de ese cuerpo en ruinas. El desastre que significó la primera guerra mundial probó todo lo contrario.

Es inevitable, entonces, la incomodidad que tenemos con los futuristas. ¿Qué hacemos con ellos? Por un lado, artistas geniales, como lo muestra el Guggenheim, capaces de moverse en múltiples terrenos, pioneros de tendencias que hoy son parte del paisaje artístico, como el trabajo con el diseño y la publicidad, o las performances y happenings; por otro, consistentemente equivocados en sus ideas, misóginos que abrazaban la causa fascista y dedicaban cuadros a la exaltación de los triunfos bélicos y al poder de la tecnología al servicio de la violencia.

De esa incomodidad se aprovechó Roberto Bolaño al crear al personaje de Carlos Wieder en Estrella distante: en el contexto del Chile más duro de la dictadura de Pinochet, este aviador neofuturista escribía poemas fugaces de elogio a la muerte en el cielo. Si la vanguardia clásica trataba de acabar con la distancia que existía entre el arte y la vida y hacer que este fuera parte de la cotidianeidad -muchos futuristas se enrolaron en el ejército italiano durante la primera guerra mundial--, resulta perversamente lógico que Wieder una su producción artística con su ideología fascista y presente una muestra de fotos de mujeres torturadas y asesinadas por sus propias manos.

En los libros de historia del arte, el futurismo termina con la primera guerra mundial y palidece ante el empuje del cubismo y el surrealismo. La exposición del Guggenheim presenta una historia más larga y compleja, y dura hasta 1944, año de la muerte de Marinetti. De la primera generación destacan las dinámicas esculturas de Boccione, que intentaba lo imposible: capturar el movimiento en una estatua. La segunda y casi desconocida generación recibe un lugar importante y descubre a dos artistas de pronto actuales: Fortunato Depero, con su obsesión por los autómatas y su fascinación por la publicidad (sus diseños originales para Campari le dieron su sello de distinción a la compañía), y Benedetta Cappa, esposa de Marinetti, cuyos murales en el edificio del correo en Palermo apuntaban a un futurismo más cósmico y espiritual.   

Los curadores del Guggenheim muestran qué hacer con los futuristas: contextualizarlos, no eludir sus aristas más polémicas, apuntar sus limitaciones, presentar qué de ellos trasciende a su período histórico y nos habla hoy. Queríamos consignarlos al sótano maligno del siglo XX. Pues no, son más que eso. La exaltación de la guerra y la casual misoginia ya no cuelan, pero, ¿no estamos hoy tan enamorados como ellos de la velocidad de nuestras máquinas?

 

(Qué Pasa, 4 de septiembre 2014



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7 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El valor de la cultura

El Fondo de Cultura Económica. Fundado en 1934 por un grupo de intelectuales encabezados por Daniel Cosío Villegas. 80 años después, es la editorial más importante de América Latina. El Festival Internacional Cervantino. Creado en 1972, en Guanajuato, donde veinte años atrás se comenzaron a escenificar los entremeses de Cervantes dirigidos por Enrique Ruelas. 42 años después, es el festival de música y artes escénicas más importante de América Latina. La Feria del Libro de Guadalajara. Fundada en 1987 por el entonces rector de la Universidad, Raúl Padilla López. 28 años después, es la feria del libro más relevante de la lengua española.

            Tres instituciones modélicas. A las que habría que añadir otras tantas. Canal 22, que empezó a transmitir en 1993 a iniciativa de un grupo de intelectuales. Un espacio televisivo único en el ámbito hispánico. El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Instituido en 1989 y, pese a las críticas, uno de los sistemas de apoyo a la creación más amplios y eficaces del mundo. Y otras tantas que comienzan o perfeccionan su andadura. Todos estos organismos fueron creados durante la época en que el PRI era el partido hegemónico, pero, gracias a los esfuerzos de la sociedad civil y de numerosos intelectuales, políticos y gestores que pensaban más en el futuro de México que en su beneficio, consiguieron eludir su control para convertirse en auténticos pilares de la cultura -de la cultura universal. Si bien a lo largo de su historia no han dejado de verse sometidos al capricho de los gobernantes en turno, o de sus directivos, han resistido los más severos embates -piénsese en el despido fulminante de Arnaldo Orfila del Fondo- y jamás han dejado de cumplir su función: llevar la fuerza de la cultura no a las clases privilegiadas, sino a ese sector de la población que ha sabido abrirse paso hacia nuestra incipiente clase media gracias a su voluntad de superación.

            Quienes en estos días han pedido la desaparición del FCE porque en teoría sus subsidios sólo benefician a los más ricos no comprenden que, si nuestros índices de lectura son bajos, lo serían mucho más si careciéramos de él. Quienes más se benefician de los libros del Fondo -la mayor parte de los cuales jamás serían publicados por editoriales privadas-, igual que del Canal 22 o el Cervantino, son justo esos jóvenes que, sin demasiados recursos, se abren por primera vez al arte y la cultura. Justo aquellos que, a la larga, se convertirán en los más severos críticos de los males del país -y de esas instituciones. Lo que no acaba de entenderse es que la cultura no es un bien suntuario, diseñado para entretener a unos cuantos privilegiados, sino un instrumento de transformación social e individual que debe estar al alcance de todos.

            Desde hace milenios, la cultura ha sido subsidiada en todo el orbe de una forma u otra. En la antigüedad, por la gracia de mecenas y príncipes. Y, en nuestros días, por dos modelos en cierto sentido equivalentes: el uso de recursos públicos (el sistema francés extendido a América Latina) o bien las donaciones que, en virtud de las ventajas fiscales que se les otorgan, realizan los más ricos en países como Estados Unidos. Ni el Met ni el cine de arte europeo, ni la Filarmónica de Berlín ni las pequeñas editoriales francesas, ni el Louvre ni el Festival de Edimburgo sobrevivirían ciñéndose a puros criterios del mercado.

            Si algo nos enseñó la Gran Recesión de 2008 es que dejar que los mercados se autorregulen es el camino directo a la catástrofe. Y si ello ocurre en el mundo financiero, aplicar este criterio al mundo del arte sería todavía más grave. No: ni las editoriales ni las galerías ni los festivales ni los productores audiovisuales privados podrán garantizar la pluralidad que se alcanzan cuando el Estado alienta estos ámbitos en aras del interés público. Ello no quiere decir, por supuesto, que éste se adueñe de esos sectores -el camino directo al autoritarismo y la censura- sino que equilibre los efectos del mercado, estimulando a aquellos creadores, gestores e instituciones que desaparecerían si quedaran al arbitrio de la libre competencia. Los mexicanos podemos renegar sin fin, legítimamente, de la banalidad o la corrupción de nuestros políticos y administradores. Pero, si de algo podemos sentirnos orgullosos -y basta escuchar a cualquier observador latinoamericano para entenderlo a cabalidad- es de nuestras mejores y más sólidas instituciones culturales.

 

Twitter: @jvolpi



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7 de septiembre de 2014
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Setenta años con la fórmula ideal

El ideal llega cada miércoles a los quioscos desde hace setenta años, debidamente hilvanado con bodas de ensueño, mansiones coloniales con amplias balaustradas y posados de lujo con personajes siempre dispuestos a empezar “una nueva etapa”. Dice Karl Ove Knausgard, con su escritura deshollinadora e irritante, en Un hombre enamorado (Anagrama) que “antes de Dostoievski, el ideal, incluso el ideal cristiano, siempre era puro y fuerte, pertenecía al cielo, a aquello inalcanzable para casi todo el mundo. La carne era frágil, la mente débil, pero el ideal inquebrantable”. Hasta que el ideal bajó a la tierra a posar para los fotógrafos y celebrar “la espuma de los días”. Así definió el primer ¡Hola! una pareja enamorada que vivía en Barcelona: El periodista palenciano Antonio Sánchez Gómez y su mujer, Mercedes Junco Calderón. Inquebrantable ha permanecido su ideal de felicidad, cuidadosamente diagramado por sus editores, capaces de captar el mundano vaivén que ha ido sustituyendo las barbacoas por las estatuas de Buda. La amabilidad almirabarada y los buenos sofás han conformado la fórmula de un tipo de couché rosa que, desde aquella primera portada, mitad figurín mitad ecos de sociedad, no ha podido ser emulado por ninguno de sus efímeros competidores. Para algunos despistados es aún una revista de peluquería, periodismo tout court, pero no existe voyeurismo capaz de idealizar la fama y de retratar la vanidad como el suyo. No podían encontrar, como celebración de su longeva vida, mejor ejemplo del ideal del siglo XXI para sus veinte millones de lectores en sus 30 ediciones que la boda de Brad Pitt y Angelina Jolie, en exclusiva mundial. Lo que la marca Apple significa en tecnología, la empresa Brangelina lo representa en Hollywood. Una leyenda contemporánea, carismática, multicultural, sin publicistas. Ellos mismos controlan su imagen: se plantan ante la homofobia, la violencia sexual o los abusos en los campos de refugiados. Su historia narra el encuentro entre un chico listo que iba para periodista (pero lo dejó semanas antes de graduarse para conquistar Hollywood con trescientos dólares en el bolsillo) con la hija de Jon Voight, de infancia oscura y belleza amenazadora. Hace sólo diez años llevaba colgado al cuello un frasquito de sangre de su marido, Billy Bob Thornton, pero un día Lara Croft dio paso a la Embajadora de Naciones Unidas, con camiseta ajada trascendiendo su filmografía de bajos vuelos. De sobra son conocidos sus comienzos adúlteros, pero su inteligencia semiótica -cuando ella regresaba de Camboya, él visitaba a niños enfermos de sida en África- ha podido con todo. Esta semana la originalidad barría a la excentricidad en una boda familiar (pocos se casan con seis hijos en primaria que dibujan los bordados del velo y se parten de risa en la ceremonia). Aún y así, todo parecía real, incluso el amor: luz blanca, pieles rosadas, y una conjura contra la sarnosa envidia. En este mundo desajustado, los cuentos de hadas sólo son encantadores si tienen fotogenia. El peso del apellido La hija de los Kirchner, con la misma nariz del padre, le pidió prestado el Facebook a la presidenta de Argentina para replicar informaciones publicadas en La Nación sobre su vida de lujo en Nueva York. En el mensaje abunda en todo tipo de detalles -incluido links- sobre la residencia de estudiantes donde habitó mientras estudiaba cine. “Lo que sí merece algunas reflexiones es cómo gente de presunto ‘nivel intelectual’ se ocupa de mentir y fabular sobre una chica de entonces, apenas 19 años. No es que me guste estar contando mi vida personal, pero ¿qué querés?”, lamenta Florencia, que añade que su pecado es ser hija de sus padres. La penalización por apellidos es un asunto que ocupa a las masas resentidas: hay que pagar el impuesto. Todopoderoso “A lo grande”, esa parece ser la fórmula del éxito de Amancio Ortega. Cada semana aparece una noticia de los metros ganados por sus Zara & cía. Edificios emblemáticos en las millas de oro, desde la Quinta Avenida hasta el paseo de Gràcia resumen su estrategia: Tratar el low cost como alta costura. Esta semana, orquestada por el dandy chic Eric Yerno, se ha inaugurado su nueva tienda-bandera de Massimo Dutti en la calle Serrano. Durante años, en la fábrica de Arteixo, con lavabos mixtos, una empleada que hoy es una célebre estilista le pedía dentífrico prestado a un señor con el que coincidía cada sobremesa. Sólo al cabo de dos años supo que se trataba de su jefe. Bajo perfil, altos vuelos. Un genio del lujo “Existe un lujo antes de Carcelle y otro después de Carcelle”, dijo el dueño de Printemps, Paolo de Cesare, cuando se anunció hace dos años que Yves Carcelle abandonaba la dirección de Louis Vuitton y pasaba a regir su propia fundación. En veinte años había conseguido convertir una marca de maletas artesanales en la quintaesencia del lujo contemporáneo. Siempre dio luz verde al talento: apoyó a diseñadores como Marc Jacobs y a artistas que, como Takashi Murakami, dotaron de innovación y aspiración a la firma. Un parisino simpático que se sentaba en el suelo con los periodistas y husmeaba pasión e ideas bajo las sillas. Fue un genio del marketing sin voluntad de serlo.

(La Vanguardia)

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6 de septiembre de 2014
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