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La pareja

Tener una pareja suele ser una bendición puesto que la solidaridad y la compañía curan de casi todo. Pero, efectivamente, puede convertirse en una maldición si la relación se pervierte, y sea por desentendimiento o por avidez  la interacción va dañando a cada uno y los transmuta en sus peores figuras humanas.  El mal y el bien se relacionan tan estrechamente que con pasmosa facilidad hay quien promueve lo mejor o lo peor de uno mismo dentro de la relación. Si es mejor estar solo que mal acompañado el refrán alude al dolor que una torcida compañía puede imbuirnos mientras la soledad, siendo indeseable, puede comportarse  sin embargo como una cicatriz muy bien cosida y en cuyo interior, aún no siendo felices plenamente, se consigue una consistencia que, con  tiempo y la costumbre, deriva en paz. Hay innumerables gamas de bienestar entre estar benéficamente  acompañado a sentirse podrido en soledad pero es indudable que la pareja, ese artefacto potente y cimero, es un factor decisivo para decidir el color de la combinación entre dos. Del negro al blanco, del violeta al amarillo, del azul al rojo. El cuadro de una relación es un módulo removible que de prestar felicidad naturalmente  llega, mediante inesperadas luces, a constituirse en un demacrado tormento para el indefenso corazón.  

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2 de diciembre de 2014
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Asuntos metafísicos 75: Prioridad ontológica de la diferencia sobre la identidad

Formularé una pregunta clásica: ¿cabe una multiplicidad meramente numérica, es decir, sin notas diferenciales que suponen desigualdad?  Remontémonos una vez más a Aristóteles:  En el nivel de las especies la respuesta es negativa, pues referirse a especies   supone precisamente considerar la diferencia cualitativa en el seno de un género. Hombre y caballo se distinguen en el seno de la animalidad entre otras cosas porque el primero posee la nota racional, de la que el segundo carece. Pero Aristóteles sostiene que hay un dominio en el que en cierto modo hay distinción sin diferenciación cualitativa, pues para el Estagirita las polaridades cualitativas mediante los cuales podemos a distinguir a Sócrates de Calias (bajo-alto, feo- guapo, canoso- cabello negro, etcétera) son contingentes y en consecuencia carentes de peso ontológico.  De ahí su tesis de que no hay ciencia de los individuos y que la ciencia como determinación de diferencias esenciales acaba  allí dónde conseguimos distinguir a una especie de otra especie. Esta contingencia de los rasgos diferenciales cualitativos tratándose no de la especie sino  del   individuo supone que, a la hora de referirse a éste, lo único importante es exactamente lo que la etimología dice: indiviso respecto a sí mismos y dividido respecto a todos los demás (por decirlo en términos de Francisco Suarez) es decir la definición misma de uno. Si hay individuos hay multiplicidad meramente cuantitativa cabría decir respondiendo a la pregunta.

Mas,  ¿cual cual sería el soporte de esta  pluralidad meramente cuantitativa? ¿Dónde se despliega la discreta pluralidad  de los individuos? En  el continuo espacial o temporal sería la primera e inmediata  respuesta. Dos individuos presentes difieren en el espacio, mientras que el presente Sócrates que se dispone a tomar la cicuta difiere del Sócrates maestro del joven Platón en el tiempo. Pues bien, Leibniz vendrá al traste con esta concepción. Lejos de admitir que la diversidad de posiciones en el espacio y el tiempo basta para distinguir a una realidad de otra, Leibniz nos invita a considerar la posibilidad de que sólo se den tiempo y espacio en razón de que las cosas de inmediato se distinguen por rasgos intrínsecos. O en otros términos: tiempo y espacio serían la expresión de la diferencia entre las cosas y jamás un marco previo y subsistente en el cual eventualmente las cosas pudieran venir a insertarse. Transcribo al respecto un  párrafo de los Nouveaux Essais sur l'entendement humain (XXVII).

Un texto de Leibniz.

"Es necesario que además de la diferencia de tiempo y de lugar haya un principio de interna distinción, y aunque haya varias cosas de una misma especie es cierto, sin embargo que no hay cosas absolutamente similares: así, aunque el tiempo y el lugar (es decir, la relación exterior) nos sirvan para distinguir cosas que no distinguimos perfectamente por sí mismas, no por ello las cosas dejan de ser distinguibles en sí. El criterio de la identidad y la diversidad no reside pues en el tiempo y el lugar, aunque sea verdad que la diversidad de las cosas se acompaña de la diversidad de tiempo y lugar que conllevan impresiones diferentes sobre la cosa. Ello por no decir que más bien son las cosas las que permiten discernir un lugar o un tiempo de otro lugar u otro tiempo, pues por ellos mismos son absolutamente similares, lo cual supone que no son substancias o realidades completas"

En suma: el tiempo y el espacio no precederían a las cosas. Las cosas no precederían a sus intrínsecas diferencias. Luego: el tiempo y el espacio no precederían a la diferencia entre las cosas. Y el texto citado se completa con un segundo en el que se explicita ya el principio de los indiscernibles:

"El principio de individualización se reduce en los individuos al principio de distinción del que hablaba. Si dos individuos fueran absolutamente similares e iguales y así (en una palabra) indistinguibles por sí mismos, no habría principio de individualizació; e incluso me atrevo a decir que en estas condiciones no habría distinción individual ni individuos diferentes"

Vemos pues que con Leibniz se da un enorme paso en la vía de la priorización ontológica de la relación diferencial sobre la entidad per se de cada cosa.  Sin relación diferencial intrínseca no habría  especies,  sostenía ya Aristóteles. Sin  relación diferencial intrínseca no habría tampoco individuos, viene a decir Leibniz.  Así pues, sin relación diferencial intrínseca no habría simplemente mundo, puesto que mundo no es otra cosa que orden, es decir precisamente sistema de relaciones entre géneros, entre  especies, en el seno del género, y entre individuos en el seno de la especie.

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2 de diciembre de 2014
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Antígona en Colombia, en Guatemala, en México

En Iguala, los padres buscan a sus hijos. No se resignan a que estén muertos: no han visto sus cuerpos mancillados. ¿Hay peor crimen que no dejar a los padres enterrar a sus hijos?

En Alta Verapaz, Guatemala, decenas de miles de indígenas claman para que los verdugos de sus hijos digan al menos dónde están sus cuerpos.

En un basurero en un barrio pobre y castigado de Medellín, Colombia, las madres exigen que dejen de tirar basura en La Escombrera, donde se sospecha que generaciones de asesinos, sicarios y paramilitares arrojaron cientos de cadáveres.

En España los ancianos hijos de los muertos y arrojados en las cunetas del franquismo piden, al menos, ver antes de morir los dulces huesos de sus padres muertos.

Hoy, en este mundo y este siglo, sigue brillando la tenue y persistente luz de Antígona, la llama de una justicia más fuerte que el más sangriento poder.

*          *          *

En la tragedia de Sófocles, Antígona era la hija que tuvo Edipo con su madre Yocasta, la que pasó su juventud acompañando al angustiado padre ciego por los amargos caminos del destierro.

Creonte, el sucesor de Edipo como rey de Tebas, se convirtió mientras tanto en un tirano, y los dos hermanos varones de Antígona, Etéocles y Polinices, se enfrentaron en el campo de batalla, el primero defendiendo a Creonte y el otro luchando por echarlo del trono.

En el feroz combate las fuerzas del tirano triunfaron, pero ambos hermanos perecieron. Creonte decidió dar “funerales de estado” a Etéocles y dejar a Polinices a merced de las aves de rapiña en el mismo campo de batalla.

La tragedia Antígona – representada de mil maneras en el teatro actual – es la historia de la valiente decisión de la hija de Edipo por cumplir con su deber de hermana: sepultar a Polinices, a pesar de que Creonte haya decretado la pena de muerte para quien homenajeara así a los “traidores”.

*          *          *

Antígona muere sobre el escenario proclamando su libertad de elección y su seguimiento fiel a una ley más poderosa que los dictados del mandamás: el amor filial. Para muchos esta es la base del pensamiento individual del ciudadano libre en la sociedad moderna. Aunque las consecuencias pueden ser graves, el personaje reivindica el derecho a cumplir con su propia conciencia irreductible.

Algo tan antiguo, tan “mítico” como quitar el derecho a las familias a enterrar a los muertos propios volvió a cobrar actualidad en los setenta con uno de los crímenes más abominables de las dictaduras del Cono Sur de América.

Las Madres de Plaza de Mayo de Argentina – que provenían de familias tanto ricas como pobres, de la izquierda más combativa y la más rancia derecha, que eran católicas, o judías, o ateas – se unieron en la exigencia más elemental: el derecho de las madres a que el Estado les entregue los cuerpos de sus hijos muertos, poder enterrarlos, hacer su duelo.

Por supuesto, detrás del atropello inhumano de la “desaparición” se adivinan todos los demás pisoteos.

¿Quién tiene derecho a jugar de esa manera con una de las ceremonias más antiguas y profundas de los seres humanos, el entierro de los “suyos”?

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Estoy trabajando en la formación de periodistas jóvenes de América Latina para que aprendamos juntos a contar las historias de las víctimas: los que no pueden ni empezar a llorar sobre las tumbas de los queridos que fueron secuestrados. En talleres de dos semanas, con periodistas de Argentina, Chile, Perú, Brasil, Colombia, El Salvador y Guatemala, producimos revistas con relatos de memoria histórica. Las llamamos El Retrovisor.

En las historias que traen los participantes en estos talleres de la Academia de la Deutsche Welle (DWA), encuentro un horror mayor que el ver el cuerpo de un hijo despedazado por la tortura: es no verlo nunca, es soñar cada noche con lo que le pueden haber hecho, es pensar sin razón y sin medida que podría estar vivo, y saber que no lo está, y sentirse culpables hasta por saberlo.

Escuchando y leyendo los testimonios de los familiares de los desaparecidos, siento que no habla el militante de tal o cual partido, no habla ni el credo ni la ideología. Habla la sangre mancillada. Habla, hoy más fuerte que nunca, Antígona.

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1 de diciembre de 2014
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Universitarios

Me ha llamado mucho la atención el eco que ha tenido la beca del profesor Errejón. En efecto, un amigo y conmilitón suyo le consiguió una beca sustanciosa (las hay regulares y las hay king size, ésta es de las buenas) tras convocar la ayuda de manera que sólo Errejón podía presentarse y presentóse y ganóla. Entre las bases y condiciones para acceder a la beca sólo faltaba añadir "que gaste gafas de pasta y cuyo apellido empiece con E".

    Pero ¿cuál ha sido el escándalo? Aquellos que conozcan la Universidad española desde dentro (yo he dado clases allí treinta años) saben que este procedimiento no es una excepción, sino la regla, la base misma de su funcionamiento. ¿Cómo creen que se elige a los titulares, al jefe de departamento, a los becarios, al decano, al rector? ¿No han oído hablar de la endogamia universitaria, de las mafias departamentales, de las cátedras hereditarias? En algunas ocasiones estas corruptelas se usan para mantener la coherencia ideológica o teórica de un departamento, lo que es hasta cierto punto comprensible, pero la mayor parte de las veces es simplemente el modo de mantener una clientela vitalicia.

Dicho sin farisaísmos, la universidad está tan corrompida como las finanzas, los partidos o los sindicatos: es una de las instituciones más corruptas del conjunto institucional español. Por esta razón la enseñanza española es la que recoge la más baja calificación en todo el conjunto europeo, un suspenso que se sucede año tras año con gran regocijo de los partidos políticos.

De hecho puede decirse que no hay auténtica competencia en la adjudicación de las plazas, en los tribunales de oposición, en los de tesis doctorales, y lo que es más grave aún, la nuestra es una universidad mineralizada, fosilizada, sin traslados, sin musculatura. Los profesores están atados a su plaza geográfica de por vida. Si a pesar de todo muchos de ellos realizan una labor admirable es gracias a una vocación férrea.

    Ahora bien, ¿han oído a Iglesias, a Errejón, o   a los dirigentes de Podemos en la sombra presentar un programa de limpieza del mundo universitario español? No lo verán. Están allí acomodados como Blesa y sus chicos en Cajamadrid. La universidad es su finca y nadie se atreverá nunca a limpiar esos establos. Los jefes de Podemos pueden lanzar a la calle cien mil individuos en media hora y colapsar una ciudad. ¿Van a decir algo sobre los funestos sindicatos estudiantiles? ¡Cómo van a hacerlo si ellos los controlan! También son ellos quienes deciden quién entra y quién no en su residencia. Cuando revientan actos no lo hacen por ideología (de la que carecen, aparte de un sumario castrismo-leninismo), sino para mostrar quién es el amo de ese mayorazgo. En los reportajes de aquella violenta irrupción en la conferencia de Rosa Díez se puede ver a los jefes y matones del actual Podemos, intercambiando órdenes como si fueran los falangistas de la Complutense de los años 30.

    Es un comportamiento análogo al de Mas y los separatistas, los cuales no se enfrentan al Estado para conseguir la independencia de Cataluña, que saben les arruinaría, sino para dejar claro quién manda en la finca. De modo que no se trata de ganar, sino de humillar al Estado. ¿Tribunales Supremos a mí? ¡Anda ya, españolito alpargatero! ¡Aquí mando yo, o sea, el Pueblo Catalán Carolingio! El comportamiento de los caudillos totalitarios es siempre el mismo, no queda nada por inventar.

    A mi no me escandaliza que Errejón se haya mercado un beneficio estupendo, sobre todo él, que no lo necesita porque es de familia acomodada. Lo que me llama la atención es que esta gente que conoce sobradamente la corrupción universitaria de la que se alimenta aún no haya dicho nada  relevante sobre la futura enseñanza en España cuando ellos manden, como no sean cuatro vaguedades idealistas del tipo "la universidad ha de estar al servicio de los pobres", ya conocen la música. Pero, ¿van a mantener el sistema tal y como está, con sus tribunales amañados y sus convocatorias a medida? ¿Qué haréis con las castas universitarias, camaradas? ¿Y con el feudalismo de las universidades primitivas, donde para ganar una cátedra de física cuántica lo importante es haber nacido en Vic? ¿Mantendréis el sistema de rectores como títeres decorativos? ¿Y los planes de estudio deformados departamento a departamento según el interés de la plantilla?

    Podemos es un partido de profesores universitarios, o lo que es igual, una quimera. Un profesor universitario es un funcionario aún más irresponsable si cabe. La libertad de cátedra le permite explicar al alumnado la vida de Lola Flores o las teorías de Kripke con igual protección estatal y sueldo. Puede fantasear hasta el delirio, por ejemplo reconstruyendo la Unión Soviética en clase, sin que nadie pueda decirle que eso no entra en el programa de Filosofía de la Ciencia. No obedece al menor control, excepto el de sus jefes de departamento (y tampoco mucho) lo que provoca unas relaciones serviles hasta la caricatura que en los estratos inferiores es de pura esclavitud. Un partido de profesores universitarios reproduce el mundo virtual de las aulas, con todos sus delirios y su onirismo, a escala estatal.

    Si ya la universidad española (sector humanidades) es como un cetáceo muerto, imagínense un país construido con los mismos mimbres. Un cementerio de elefantes. Y ratones.

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1 de diciembre de 2014
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Sidra con Rosie

A los cien años de su nacimiento Laurie Lee (1914-1997) continúa siendo  querido y, lo que es mejor, muy leído en Inglaterra. Cuando  en 1959 se publicó Sidra con Rosie se vendieron seis millones de ejemplares y Lee pudo dedicarse por completo a escribir cosas como Cuando partí una mañana de verano (1969) y Un instante en la guerra (1991), continuación del relato autobiográfico que empezó con este su agradecido recuerdo a Rosie. En España no goza de la popularidad de otros escritores anglosajones pero sigue siendo un valor seguro y Nórdica es la tercera editorial que apuesta por él, cabiéndole a Edhasa el mérito de jaber sido la primera (1986). Por su parte  la localidad granadina de Almuñécar ha recordado también la fugaz estancia del escritor británico durante el viaje que realizó a España justo antes de la Guerra Civil y cuyo relato está recogido en la continuación de sus memorias.

            En esta su primera incursión en el campo de la memoria Laurie Lee relata su infancia y adolescencia en la aldea de Slad, un lugarejo perdido en Glocersterhire y que él situó en el mapa para siempre. En su momento fue celebrado porque reflejaba, con una prosa excelente y que todavía hoy admira por su frescura y su aliento lírico, un mundo que ya estaba desapareciendo para siempre. El relato arranca con la brusca llegada del narrador, que tiene tres años,  a lo que va a ser su hogar durante los próximos veinte años: una casa enorme y destartalada, construida en una riera que pone en estado de máxima alarma a toda la familia cada vez que llueve con una cierta intensidad, y rodeada de un jardín exuberante, medio salvaje y repleto de peligros y maravillas. La minuciosa exploración de la casa y el jardín, y de los alrededores según se le vaya ensanchando el mundo al explorador, es un ejercicio que le marcará de por vida y que le servirá después para sentirse como en casa en un universo integrado por paisajes tan lejanos a su experiencia como puedan ser los de la España de antes y durante la Guerra Civil.

Aunque el libro empieza por donde suelen empezar los libros de memorias, por la más tierna infancia, a continuación el relato se desarrolla  en fragmentos temáticos en los que el tema y los personajes priman sobre la cronología. Son muy notorios los dedicados a la casa (con especial dedicación a la cocina), la escuela rural, las dos abuelas (rencorosas, adorables, geniales), la vida en el pueblo y sus habitantes según fuera verano o invierno o el dedicado a la madre, muy representativo de  la postura de Lee ante su propia vida: antes ha contado cómo de niño dormía en la misma cama que ella y el sentimiento de intimidad que él creía eterno se acaba el día que las hermanas se lo llevan con mimos y falsas promesas  al cuarto de los chicos “sólo por unos días”. “Nunca me pidieron que volviera a la cama de mi madre [dirá cuando años después escriba el libro]. Fue mi primera traición, mi primera lección del afable y despiadado rechazo de las mujeres”. Más adelante, cuando centre su atención en ella, el retrato es agradecido y cariñoso, pero hecho desde  esa lucidez que le fue otorgada sin quererlo cuando fue arrojado del lecho materno.

Y esta apreciación vale también para el resto de la memoria. Gloucesterhire  es hoy un lugar paradisíaco y muy buscado por los ricos que no quieren perder de vista a Londres, pero entonces era al mismo tiempo un agujero  miserable en el que el hambre visitaba todas las casas y en el que por consiguiente la vida podía ser despiadada. Y en este sentido es muy esclarecedor el capítulo dedicado, un poco como el resto del libro, a Rosie Burdock, la muchacha con la que bebió su primera sidra debajo de un carro medio oculto por el heno y con la que “sólo nos besamos una vez, un beso seco, tímido, como dos hojas que se rozasen en el aire”.

Antes de eso sin embargo, y al hablar de su propio despertar sexual, al abarcar con la mirada el pueblo entero ha dicho: “Se cometía [en el pueblo] la cuota correspondiente de delitos penales. El homicidio, el robo, el incendio premeditado o el estupro […] Se daban casos de incesto allí donde los caminos eran malos; se daban las usuales amistades entre hombres y muchachos […] la opinión local trataba a los transgresores con el silencio, las sátiras y los apodos […] pero su castigo quedaba confinado a la parroquia”.  Y ahí estaba, para probarlo, el puño del campesino al que robaban manzanas: los puñetazos dolían igual si, además de dejarle sin fruta pescaba a algún gañán solfaldando a una hija en el bosque, pero al menos el puño  “era muestro” y todo quedaba en casa.  

 

 

Sidra con Rosie

Laurie Lee

Traducción de José Manuel Álvarez Flórez y Ángela Pérez

Nórdica

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1 de diciembre de 2014
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Contra las tinieblas

Una náusea compulsiva, un hueco en el pecho, el ánimo desgajado. Eso es lo que siento ante las noticias de niños asesinados por padres o nuevas parejas de sus madres, además de una cruda incomprensión del mal radical. Porque este es el único nombre -ni desamor o desesperación valen- al acto de utilizarlos como armas arrojadizas en un conflicto de pareja. Me acerco a las noticias de menores víctimas de la violencia machista dosificando la información, precavida. Tengo que leerlas a trozos, no enteras de golpe, igual que me sucede ante las escenas violentas con menores en una película: antes me tapaba los ojos, ahora, sin complejos, le doy al off. Cómo vamos a entenderlo. Qué clase de piltrafa inhumana cruza el límite entre el bien y el mal dando muerte a lo que más debería proteger. Miro a los pequeños en clase de piano de mi hija pequeña, cómo se sientan tan gozosamente, aplastando las manos bajo los muslos y balanceando las piernas; o las carotas que se hacen cuando empiezan a aburrirse; su inocencia tan diáfana, y al tiempo el único espejo para que los adultos recuperemos uno de los primeros sentidos de la vida: todo parece posible. Dos niñas de 7 y 9 años fueron asesinadas por su padre en San Juan de la Arena, Asturias. La pequeña Argelys, también de nueve años, enterrada en un pozo junto a su madre, tras morir a manos de quien fue su compañero. Estas noticias llegaban en la semana en la que se celebra en el mundo entero el día contra la Violencia de Género. Desde hace tiempo se viene alertando acerca del peligro al que están expuestas las víctimas más débiles de estos conflictos: los niños, utilizados como pelotas de goma para ser lanzadas al corazón de quien ha enfurecido a la maltrecha autoridad. Save the Children calcula que, cada año, entre 100 y 200 millones de niños presencian escenas violentas entre sus progenitores/cuidadores. Muchos de ellos sufren daños físicos y psicológicos allí donde deberían estar más a salvo, y las secuelas les acompañan toda la vida al extremo de condicionar su vida adulta, incluso la decisión de tener hijos. Tanto reformar leyes y leyecitas, y ¿acaso se han tomado medidas extremas para proteger a los pequeños en un entorno violento? El programa electoral del PP incluía la incorporación de los niños a los sujetos activos que necesitan protección -en la actual ley figuran como población vulnerable que sufre de forma colateral la violencia contra las mujeres-, pero hoy por hoy maltratadores condenados, hombres violentos, siguen disfrutando de un régimen de visitas. ¿Cómo se puede obligar a abrazar a tu verdugo? ¿Qué perversión del amor familiar es esa? Todas las medidas son pocas frente a los filicidas que nos provocan esta náusea paralizante. Mientras, nuestros representantes andan entretenidos con sus sainetes de politicastros y picapleitos. Esto es urgente. (La Vanguardia)

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1 de diciembre de 2014
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Fausto, siglo XXI

Quizá ningún mito cultural haya tenido en Europa la fuerza del de Fausto para introducirnos en las vicisitudes del hombre moderno. Como sucede con los grandes mitos, surgió en el momento en que la época lo exigía y, luego, lleno de vigor simbólico, se extendió sobre los siglos posteriores. La primera noticia sobre el personaje literario la encontramos en el texto anónimo Faustbuch (El libro de Fausto), editado en Alemania en 1587. Pero solo cinco años después, ya encontramos una obra maestra dedicada al tema, no en alemán, sino en inglés: La trágica historia del doctor Fausto, escrita por el dramaturgo Christopher Marlowe, contemporáneo de Shakespeare y emparentado íntimamente con este en cuanto a poética e ideología. Fausto había brotado en el Renacimiento de manera necesaria, porque los tiempos renacentistas, repletos de rupturas revolucionarias, habían hecho imprescindible un arquetipo de esta naturaleza. Aunque su nacimiento fue en tierras alemanas y su bautismo de fuego literario en Inglaterra, lo cierto es que el mito fáustico, tal vez con otros nombres, hubiese podido surgir en cualquier lugar de Europa y, de hecho, tenemos héroes literarios parecidos en las literaturas polaca, francesa, italiana y española, como el protagonista de El mágico prodigioso,de Calderón, en este último caso.

Más allá de la literatura, el Renacimiento había dibujado los perfiles fáusticos a través de múltiples de sus impulsores decisivos. Basta recordar, por ejemplo, los nombres de Leonardo da Vinci, Paracelso o Giordano Bruno, el inspirador real, para algunos, del personaje que aparece en la obra de Marlowe. De un modo más general asociamos estos nombres a los ímpetus desatados por la revolución renacentista: un afán de conocimiento y una ambición sin límites para explorar tanto las fronteras del mundo como las de la condición humana. Frente al escenario centrípeto medieval, vertebrado por la física aristotélica y la teología cristiana, tan admirablemente expuesto por Dante en La divina comedia, las escenografías renacentistas son centrífugas, con el ser humano lanzado a una carrera, incierta y apasionante, en busca de sí mismo a través del cosmos. Fausto es, por excelencia, el mito que refleja la psicología del hombre europeo empeñado en aventurarse en paisajes ignotos y en transformar las imágenes de su propia condición. Alguien que hubiera vivido en el arco cronológico de Leonardo da Vinci (Leonardo mismo), entre mediados del siglo XV y 1520 -únicamente 70 años, por tanto- habría sido testigo de metamorfosis mucho más contundentes de las que estamos viviendo en la actualidad.

Este coetáneo de Leonardo habría sido espectador privilegiado de una triple destrucción del mundo tradicional cuyas consecuencias se expanden hasta nuestros días. De un lado, gracias a los descubrimientos geográficos, observaría la primera gran globalización del planeta, con el hombre habitando un "mundo conocido" diametralmente distinto al que había regido en Europa durante 15 siglos. De otro lado, como consecuencia de las transformaciones astronómicas, este contemporáneo de Leonardo habría nacido en un universo cuyo centro era la Tierra, habría crecido en otro universo que tenía al Sol como núcleo, y moriría con la sospecha de que, en realidad, el universo no tenía centro alguno, ni la Tierra ni el Sol, siendo ilimitado y acaso infinito. Pero si este hombre dirigía la mirada, no hacia el exterior, sino hacia el interior del cuerpo humano, se encontraría que cirujanos y artistas trataban la anatomía como si se tratase de la astronomía y buscaban en nuestro organismo estrellas en forma de músculos, nervios y vísceras. El genial cirujano-artista Andrea Vesalius (otro candidato para inspirar el personaje Fausto) trazará, por esos años, un atlas general de nuestra anatomía: La fábrica del cuerpo humano.

El coetáneo de Leonardo capaz de enfrentarse a todos esos nuevos prodigios se vería acompañado por poderosas armas de transmisión de los conocimientos. La imprenta, fulminantemente extendida por toda Europa en poco más de dos décadas, suscita furibundos debates mientras contribuye a la comunicación masiva de los recientes hallazgos, en una dinámica que tiene similitudes con nuestro Internet. Junto a la imprenta, la pintura renacentista, guiada por la innovadora composición en perspectiva, se ofrece como ventana abierta al mundo que va a exigir a la retina la contemplación sin prejuicios de la existencia. Este es el paisaje en el que toma forma Fausto y, también, como no podía ser de otro modo, su inseparable Mefistófeles. De hecho, desde el principio, Mefistófeles es tan inseparable de Fausto que forma parte de este, siendo al tiempo, como tentador, su afirmación desmesurada y su negación irónica. Fausto necesita a Mefistófeles porque este se erige en el espejo de sus aspiraciones y limitaciones, que son, a su vez, las aspiraciones y limitaciones del hombre moderno.

Así lo entendieron, en los siglos posteriores al Renacimiento, todos los autores que hicieron suyo el mito de Fausto, empezando por el más influyente de todos, Goethe, quien prefiguró con lúcida nitidez los afanes y angustias de la condición moderna. Goethe dedicó 60 años de su larga vida creativa a la escritura de su Fausto, y aunque en este prolongado periodo cambió varias veces el punto de vista, no se alejó nunca totalmente de los postulados renacentistas: Fausto como el hombre que busca con ansiedad aquello que, sabe de antemano, difícilmente encontrará. Los múltiples continuadores de la tarea de Goethe en el siglo XX -Paul Valéry, Fernando Pessoa, Thomas Mann, entre ellos-, sin romper con la tradición fáustica anterior, acentúan un clima de impotencia y absurdo que difuminan la claridad temeraria de las aspiraciones de Fausto. El Fausto de Valéry es el más irónico de cuantos se han escrito; el de Pessoa, el más rodeado por un halo de absurdidad y diseminación; el de Mann, el más trágicamente impotente para hacer frente conjuntamente a la creatividad y a la vida. No obstante, cada uno a su modo, son piezas valiosas para comprender en qué ha consistido la condición humana en el siglo XX.

Si me refiero a todas esas máscaras de Fausto es porque, recientemente, quedaron integradas en un curso que realicé en la universidad y que, al menos para mí, resultó de lo más aleccionador. Participaban en el curso estudiantes de media docena de nacionalidades distintas y de edades comprendidas entre los 25 y los 40 años. Después de seguir la trayectoria del mito de Fausto desde el Renacimiento hasta el siglo pasado se suscitó la cuestión, probablemente, más importante: ¿cómo sería Fausto en la actualidad, es decir, cómo es el arquetipo de nuestra época? Esta pregunta iba, naturalmente, acompañada por otra: ¿quién es, o qué es, Mefistófeles en nuestro tiempo?

Por las respuestas de los estudiantes, que en general poseían una gran capacidad autocrítica, podía deducirse que el Fausto de hoy día es un ser vacilante, ambiguo, que se balancea entre pesos contrapuestos. En el platillo de la positividad pesaba la flexibilidad, la falta de dogmatismo, la libertad en la toma de posiciones sin un adoctrinamiento previo, ni ideológico, ni religioso, ni político; en el platillo de la negatividad, por el contrario, pesaba un exceso de pragmatismo, una apatía difícil de superar, un agobiante utilitarismo de las sensaciones. De hacer caso a estas opiniones, el Fausto de hoy, el Fausto que somos, sería un ser inmerso en la contradicción, notablemente preparado para actuar libremente, pero imbuido de un espíritu apático que le hace desinteresarse por todo aquello que excede a lo inmediato.

¿Y quién o qué es Mefistófeles? ¿Quién o qué excita a poseer las sensaciones mientras aprisiona en la indiferencia pasional? Las respuestas divergían: el capitalismo consumista, o el totalitarismo de las nuevas tecnologías, o el hartazgo de los idealismos utópicos. Hubo una respuesta más sutil y misteriosa: Mefistófeles somos nosotros cuando renunciamos al conocimiento por la comodidad de la posesión.

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1 de diciembre de 2014
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Ribeyro, el hombre (in)visible

Alguna vez tuve los Cuentos Completos de Julio Ramón Ribeyro, en la edición de Alfaguara, y alguien me la pidió prestada y se quedó con ella. Me duele descubrir que esa edición agotada cuesta de cuatrocientos a setecientos dólares hoy, pero está bien que alguien haya querido tanto ese libro como para decidir no regresármelo. Es, pienso, uno más de los tantos indicios de la popularidad y la influencia de Ribeyro. Un hombre flaco (Ediciones UDP), el perfil revelador y entrañable del escritor peruano (1929-1994) que acaba de publicar Daniel Titinger, con edición de Leila Guerriero, te hace pensar en gestos desprendidos de ese tipo. Hay que seguir el ejemplo de un ser que parecía flotar por el mundo -un "fantasma"--, alguien lo más alejado posible de vanidades y ataduras. 

Para construir su libro Titinger se convierte en personaje. Asistimos a sus encuentros con gente cercana a Ribeyro como los escritores Guillermo Niño de Guzmán y Alfredo Bryce Echenique, con amigos de sus años parisinos y del tiempo de su regreso final a Lima y con familiares, entre los que destaca Alida de Ribeyro, candidata desde ahora a ingresar al selecto club de viudas literarias, "una mujer dispuesta a cortarle la yugular a quien pretendiera tocar el legado de su marido". Titinger ensaya una defensa de Alida: gracias a sus cuidados, su trabajo como marchand d'art y sus gestiones, Ribeyro se salvó de su "primera muerte" en 1973 (dos operaciones que le dejaron con medio estómago y de las que salió con un pronóstico de seis meses de vida) y tuvo luego la tranquilidad económica necesaria para escribir su obra. Sin embargo, los testimonios que acumula el libro son irrefutables: Alida es vista por el entorno de Ribeyro como desdeñosa y preocupada por comodidades materiales; no es, digamos, un personaje ribeyriano. 

Titinger es hábil para encontrar las anécdotas que ratifican lo que sabíamos de Ribeyro: era tan despistado que un día fue a un parque parisino con su hijo y volvió a casa olvidándose del niño; estaba tan avergonzado de su cuerpo flaquísimo y tasajeado por las operaciones que en Lima iba a la playa a la hora del crepúsculo; llegó a ser tan pobre en París que a veces no escribía su diario porque no tenía para comprarse un lapicero; era tímido y solitario, y quienes lo conocían por primera vez decían que "daba la mano sin fuerza, y luego parecía querer huir, desaparecer, esconderse".

Lo más revelador de Un hombre flaco, sin embargo, está en las anécdotas de los últimos años de Ribeyro, desde su regreso a Lima en 1992, que van a contrapelo de lo que sabemos de él (seguía casado, pero Alida se quedó viviendo en París). A ese Ribeyro le gustaba ir al karaoke y una vez ganó dos mil dólares en un casino; otra, en un almuerzo en Madrid, se desvistió delante de todos y se metió a la piscina en calzoncillos. En 1993 conoció a Anita Chavez, una "jovencita muy delgada y alta, de pelo negro y ojos encendidos", y se enamoró perdidamente de ella. Espoleado por la cercanía de la muerte, el hombre triste pudo al fin ser feliz.

Un hombre flaco traza magistralmente la vida de Ribeyro, desde los cinco años, cuando se descubre precoz escritor, hasta su viaje de estudios a Paris, siguiendo por los elogios a sus libros de "escritor sin boom" en los años sesenta y su consagración peruana a principios de los setenta y continental en 1994, al recibir el premio Juan Rulfo. En una de sus últimas presentaciones en Lima, hubo como doscientas personas que se quedaron fuera y comenzaron a gritar "Juan Ramón es del pueblo y no de la burguesía"; Ribeyro salió al balcón a saludarlos, conmovido. Por lo visto, el hombre que "hubiera preferido ser invisible" no tendría ese destino ni entonces ni ahora.

 

(La Tercera, 30 de noviembre 2014)

 

 

 

 

 

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30 de noviembre de 2014
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