Javier Fernández de Castro
Al poco de instalarse en una pequeña población de New Hampshire, después de haber pasado veinte años en Inglaterra, Bill Bryson reparó en la presencia de un pequeño sendero que se internaba en el bosque. Al hacer una primera investigación supo por un cartel que en realidad se trataba de un tramo del mítico sendero de los Apalaches, una salvajada para caminantes que partiendo del estado de Maine, en el norte de Estados Unidos, llega hasta Georgia, en el sur, después de recorrer 3.600 kilómetros en un sube y baja continuo por esa cadena montañosa que recorre el país a lo largo de la costa Este. Eso es lo que Bryson llamará después Un paseo por el bosque.
Nada más saber dónde tenía puestos los pies, y con la sola evocación de las montañas que habría de afrontar si se aventurase a coronarlas (las Blue Ridge, las Smokies, las Catskills o las Grand Mountains, todas ellas evocadoras de grandiosas hazañas senderistas), Bryson sintió lo que el naturalista John Muir definió como una necesidad ineludible de “echar una hogaza de pan y una libra de té en la mochila y saltar la valla del jardín de atrás”.
Los preparativos de la estrambótica travesía son hilarantes y al mismo tiempo ofrecen un panorama del viaje terrorífico, y ahí está el caso de los muchachos que acamparon en el sendero y fueron atacados por un oso negro. Ambos se subieron a un árbol cada uno y el oso fue a por el que tenía más cerca, trepó, sujetó a su presa por un pie y la arrastró hasta el suelo para devorarla. Los expertos dicen que si te ataca un oso debes abrir los brazos y erguirte al máximo mientras pegas unos alaridos susceptibles de atemorizar al animal. El problema es que al hacer eso puedes encolerizarlo y recordarle que existes, y en ese caso subirá al árbol y tras arrastrarte al suelo por un pie procederá a devorarte como hizo con el segundo excursionista, por querer socorrer a su amigo dando gritos.
Aparte de los osos la suma de peligros en el camino resulta tan inquietante, sobre todo para quien trate de hacerlo solo, que Bryson mandó una invitación a todos sus amigos para que le acompañaran, dándose el caso de que nadie respondió salvo el incombustible Katz, un tipo pasado de forma, gordo como un tonel y cuya máxima esperanza (por otra parte harto improbable) era que al final de la jornada hubiera un establecimiento de venta de dunkins donuts para atracarse hasta no poder más y así pasar dulcemente los malos tragos del camino.
Los preparativos para equipar a Katz son igual de hilarantes, lo mismo que las primeras jornadas cargando con unas gigantescas mochilas llenas hasta los topes de cachivaches y unas vituallas que luego van tirando sin ton ni son, sólo por el gusto de quitarse un peso de encima, y nunca mejor dicho. Y no digamos nada de los pintorescos personajes (la gordinflas, el enterado, los egoístas, los encargados de los campings y refugios) que les van saliendo al paso.
Como es habitual en los libros de Bryson, cuando no pasa nada relevante o el paisaje no es especialmente sugestivo, esgrime la documentación atesorada antes del viaje y que se traduce en noticias abrumadoras. Y ahí está el Servicio Nacional de Parques, que en contra de lo que pueda parecer, es el principal deforestador de Estados Unidos cabiéndole el triste honor de ser el principal constructor de unas carreteras forestales que benefician sobre todo a las compañías madereras que han comprado derechos para arrasar bosques a los que antes no se podía acceder y que por lo tanto en toda su existencia nunca habían escuchado el retumbar de un hacha.
Pero también hay momentos deslumbrantes, como la descripción del estado de Virginia visto desde las montañas con sus boques y llanuras verdes, los valles recoletos y los pueblecitos diseminados por tanta hermosura. De repente el lector se solidariza con el profesor Muir en su deseo de cargar la mochila de pan y té y huir saltando la valla del jardín trasero. Cualquier cosa con tal de ver eso que Bryson describe con tanto entusiasmo.
Por desgracia, cuando los dos esforzados y ahora más estilizados excursionistas llevaban recorrido poco más de la mitad del camino previsto, Bryson hubo de regresar a la civilización para promocionar un libro (del que según él se vendieron lo menos sesenta ejemplares) y a Katz le habían ofrecido un trabajo interino en Canadá que no podía rechazar. Y Bryson vuelve pero el camino ya no es el mismo si faltan los ronquidos de Katz en la tienda de al lado o sus gritos de júbilo al divisar a lo lejos un puesto con el equivalente local de los dunkin donuts. Y no es que esta segunda parte no sea interesante o que la documentación recogida para amenizar lo que resta de camino sea menos veraz y divertida. Es que falta algo que va más allá de Katz y que a lo mejor se llama entusiasmo o capacidad de sorpresa o lo que sea.
EL consuelo es que mientras tanto el relato del viaje ha sido formidable y el lector ha tenido el privilegio de caminar con el mejor Bryson.
Un paseo por el bosque
Traducción de Pablo Alvarez Ellacuria
Bill Bryson
RBA