theparisreview:
?My ambition at the moment is to seduce all those readers who detest what they think are my ideas. They are the readers I wish to keep.? Norman Mailer interviews Norman Mailer.

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?My ambition at the moment is to seduce all those readers who detest what they think are my ideas. They are the readers I wish to keep.? Norman Mailer interviews Norman Mailer.
“Ahora todo desaparece antes de reaparecer de forma fragmentaria”, ha dicho Modiano en una rueda de prensa en Estocolmo.
Supongo que se refiere a Internet, donde todo desaparece, como devorado por un Moloch de boca de tiburón, y luego vuelve a aparecer en forma de fragmentos que ya no va a unir ni Dios.
Aunque me pregunto si eso no ha ocurrido siempre. Pensemos en alguien que muere. Tras el duelo, nos olvidamos de él. Luego vuelve a aparecer en nuestra mente, pero en forma de recuerdos aislados más o menos significativos y al mismo tiempo sin significación, porque la memoria es menos racional de lo que parece.
Sí, ocurre siempre, pero dándole la razón a Modiano (un escritor que me hipnotiza y que al mismo tiempo siempre me deja insatisfecho), puede que ahora mismo ese proceder esté llegando al paroxismo, y aún faltaría lo peor, pues el paroxismo sería el momento anterior al último (Baudrillard).
Volvamos a la idea inicial y cerremos el ciclo: primero algo desaparece en las fauces de Internet, luego Internet lo vomita en forma de fragmentos, y luego esos fragmentos desaparecen diluidos en la inmensa papilla digital. Punto final.
En mis inicios profesionales, y justo después de haberme ensoñado con Nueve semanas y media o El corazón del ángel, un suplemento dominical me envió a Miami para hacer un reportaje. Por azar, en el hotelito art déco donde recalaba, me crucé con Mickey Rourke. Ocupaba una habitación vecina a la mía, y tal fue el impacto que mandé más de un fax a las amigas regocijándome de mi afortunado insomnio. El hotel pertenecía a un marielito, un simpático cubano aficionado al boxeo que se ocupaba de organizarle la carrera pugilística a un Rourke que bajaba a desayunar en albornoz. Ahora, más de 25 años después, aquel sex symbol despeinado que nos descubrió junto a Kim Basinger una nueva forma de disfrutar de las fresas con nata, es otro hombre más al que logré entrevistar. Hace unos días, sesentón tatuado, la cara ya suficientemente desecha, se arrastraba sobre un ring ruso para agrandar su ego, o su deriva, gracias a un combate amañado. Nada más puedo añadir, excepto que la foto que me hice con él y que amplié a tamaño póster descansa en algún rincón del desván junto al recuerdo de su susurro al despedirse: “Take care”. La decadencia de los mitos -efímeros o portentosos- es un asunto que hincha de superioridad a las personas que hacen gala de su sensatez. Los cuartos oscuros en los que conviven la locura con la creatividad, o la autodestrucción con la presión del éxito, no merecen demasiada reflexión en una sociedad que se mide por resultados y titulares. En general, la liga de hombres excesivos causa más rechazo que compasión, a diferencia de la femenina; “muñecas rotas” les llaman, declinando su fragilidad en contraste con la masculinidad aguerrida. Lars von Trier, tan buen cineasta como (auto)publicista, acaba de confesar que sin su botella diaria de vodka -acompañada de otros aditivos- no sabe cómo podrá volver a ser creativo: “Estoy sobrio, se acabaron mis buenas películas”. Y uno piensa en las desgarradoras escenas de Melancolía, que la crítica entera aplaudió al margen del estado mental en el que fueron alumbradas. Es incómodo reflexionar sobre el hecho de que muchas de las grandes obras de la literatura fueron escritas bajo el efecto de las drogas, o que bellas composiciones musicales, de la lírica al jazz, surgieron de la mano de un instinto de muerte. El trágico peaje de la excepcionalidad es una evidencia. Nuevas investigaciones confirman ahora que el suicida Marco Pantani se encerró voluntariamente en un hotelucho de Rímini con 100 gramos de cocaína. Los ingirió hasta reventar: incluso trataba de tragar el polvo dentro de una hogaza de pan. “Deshechos humanos”, dicen quienes prefieren elegir el paraguas del malditismo para hallar una explicación acerca de las vidas trastocadas, en lugar de reconocer la complejidad que nos habita y examinar la suya. Porque hay pocas vidas geniales, pero también pocas vidas vulgares.
(La Vanguardia)
Es llamativo el alto número de novedades literarias que abordan temas distópicos y post-apocalípticos. Reseñamos dos de ellas e intentamos contextualizarlas para darles un poco de sentido.
Aquí.
Al menos en dos ocasiones asistí a las vistas orales en el Palacio de Justicia de París en que se juzgaba a Santi Potros. Los corresponsales españoles esperábamos a que el ujier abriera la sala junto a los familiares del etarra, mujeres y niños fundamentalmente. Todos conocíamos los crímenes horribles que se le imputaban y teníamos la noticia reciente del atentado en Hipercor, que costó la vida a 21 personas, hirió a 41 más y abrió una desgarradura con una parte del mundo nacionalista catalán que había osado votar a Herri Batasuna, la marca política de ETA, en las elecciones europeas celebradas pocos días antes. Treinta años después, no tengo más remedio que recordar mis sentimientos respecto a aquellos años en que asistí a muchos juicios y vistas de terroristas, no tan solo españoles. Tiempos duros, muy duros, sobre todo porque empezaban a saberse algunas cosas sobre los asesinatos del Gal. Tuve ocasión de ver al entonces secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, un par de veces en la embajada español, en las que recibió a los periodistas y respondió a sus preguntas con palabras vagas y cara de póquer. Recuerdo un par de indagaciones que tuve que hacer en una armería, cerca del Hotel Lutetia, de donde había salido una pistola utilizada por los asesinos de etarras. Y la clara sensación de que entre París y Madrid había una perfecta sintonía respecto al trato que merecían los etarras refugiados en Francia. Mis sentimientos respecto a los etarras eran ambivalentes. Me parecían unos repugnantes asesinos, pero me quedaba hipnotizado por sus miradas duras y frías y sus rostros tensos y pálidos de tanta reclusión. Me producían una profunda pena, un dolor sin redención posible por el efecto de los asesinatos perpetrados en las propias vidas de aquellos jóvenes soldados perdidos en el combate bajo banderas impresentables. Tan terrible como los asesinatos ordenados por ETA son las muertes morales provocadas por la organización al convertir a esos jóvenes incultos y fanáticos en muertos vivientes, gente que solo sirve para matar a otros y para morir ellos mismos como seres humanos en nombre de esa patria tan malentendida que quieren salvar, preservar o enaltecer. Mis sentimientos no eran compartidos por todos mis colegas. Los había que les tenían por héroes del Movimiento Vasco de Liberación, la denominación que utilizaría Aznar años después, y los había que consideraban indispensable la guerra sucia para terminar con el santuario que allí habían establecido y conseguir una actitud menos complaciente de lo que había sido hasta entonces, a rebufo del antifranquismo, por parte de la policía y los jueces franceses. Participaban de esta actitud algunos de los que algunos años después se convirtieron en debeladores de las ilegalidades y crímenes del Gobierno socialista. Todo esto ha regresado a borbotones a mi mente cuando he visto las imágenes de Santi Potros en libertad, tantos años después, cuando casi ya le había olvidado y había olvidado mi vida parisina de corresponsal, y tanto el etarra como yo mismo nos acercamos a la vejez irremediablemente. Han pasado 30 años, la guerra fría terminó hace tiempo, bajaron la persiana los regímenes que sufragaban las actividades de ETA, el terrorismo europeo ha pasado felizmente a la historia, la propia organización violenta vasca ha dejado de matar y un nuevo terrorismo inaudito mata y muere desde hace una década con una generosidad siniestra e inexplicable. Y mientras tanto, Santi Potros ha seguido todo este tiempo en la cárcel. Este asesino convicto ha pasado en reclusión los que debían ser los años mejores de la vida. El rastro de muerte que ha dejado en su itinerario miserable no tiene perdón, es verdad, y entiendo que los familiares de quienes vieron tronchadas sus vidas por su causa sigan viendo con repugnancia esas imágenes de sus parientes y amigos que le reciben al quedar en libertad. No hay patria que merezca eso. Sobre todo tanta muerte y tanto sufrimiento de las víctimas. Pero tampoco hay patria que merezca la inmolación de las vidas de los asesinos, tipos que han desperdiciado su vida por nada, o en todo caso por una causa que merecía ser servida de una forma bien distinta, pacífica y civilizada; auténticos muertos vivientes. Los catalanes pudimos cerrar esos caminos en cuanto se abrieron. Solemos recordarlo solemnemente cada vez que se habla de ETA, pero sería mejor que no nos regaláramos en la complacencia. Estos caminos también existieron entre nosotros. Y algunos todavía osan reivindicar la memoria de quienes los practicaron. En la violencia de la transición, que la hubo, pesan gravemente algunos asesinatos, como los del empresario José María Bultó y del ex alcalde de Barcelona Joaquim Viola y su esposa, que realizaron los militantes independentistas del Exèrcit Popular Català con bombas lapa pegadas al pecho de sus víctimas. Fueron los primeros pasos que condujeron a Terra Lliure, el intento más serio de organizar una ETA catalana, donde militaron centenares de jóvenes que luego se pasarían a partidos independentistas legales, pacíficos y ahora triunfantes. Hay una memoria selectiva que prefiere no mirar a los ojos del horror de aquellos tiempos y del mal moral que lo acompañaba. Según decía Jorge Semprún, esta tragedia del terrorismo, que todavía suscita el desgarro y el dolor de quienes conservan vivo el recuerdo de sus acciones, es el rastro más persistente del franquismo en la vida española.
Si tuviera que describir la clase de función estructural que desempeña el narrador de esta novela iría dando vueltas hasta encontrar un término capaz de expresar la condición de “omnipresencia invisible”. Y lo explico, ya que por fortuna nadie me pide que pierda el tiempo buscando ese absurdo término.
En cierto modo, Pronto seremos felices podría tomarse por un libro de relatos porque los personajes y las peripecias que les ocurren constituyen narraciones cerradas en sí mismas y alguna de ellas incluso podría ser eliminada sin que el lector tuviera la sensación de que le están siendo ocultados unos datos esenciales para entender la historia en su conjunto.
Y sin embargo, gracias sobre todo a los recursos narrativos (unos recursos, o imaginación, o sabiduría o como quiera que se llame esa mejoría claramente perceptible en cada nueva novela de Ignacio Vidal Folch) el lector va construyendo por su cuenta un universo perfectamente estructurado y reconocible, y en el que una serie de personajes aman, luchan, triunfan, fracasan, sueñan y cometen traiciones o llevan a cabo actos heroicos más o menos como ocurre en todos los universos literarios de los autores grandes.
Esa unidad se logra, en gran parte, porque la acción está ambientada en diversas capitales del Este de Europa (Praga, Sofía, Bucarest e incluso en los Cárpatos) y porque los sucesos tienen lugar justo antes o después de la caída del Muro de Berlín. Pero es algo mucho más sutil que un alegato anticomunista o la crónica de un derrumbe anunciado.
El verdadero nexo de unión, el eje vertebrador que pasa de una narración a otra creando una inesperada continuidad estructural es ese narrador omnipresente que pregunta, escucha, atesora datos y que a veces incluso interviene en el curso de los acontecimientos, pero siempre desde una discreción rayana en la invisibilidad. Prueba de ello es que al final, y después de haber estado presente en todas y cada una de las páginas del libro, el lector apenas sabe nada de él: que es español, que está en los países del Este comprando y vendiendo cosas imprecisas, que ocupa un puesto no demasiado relevante en una empresa radicada en Madrid y poco más. Su nombre apenas se menciona una o dos veces y siempre de pasada. También se sabe que mantiene relaciones más o menos profesionales con hombres de negocios locales y relaciones sentimentales con diversas damas, por lo general muy atractivas, pero de las que no se da un solo dato que un caballero no daría. Por ejemplo acerca de lo que ocurre en los dormitorios, por favor, qué vulgaridad.
La relativa unidad de tiempo y espacio, el también relativo exotismo de los escenarios y la peculiar idiosincrasia del narrador permiten a Vidal Folch prescindir de servidumbres tan poco agradecidas como son la verosimilitud o la creación de climas creíbles y dedicarse de lleno a lo que de verdad interesa, es decir, las narraciones humanas, los recursos de cada cuál para salir adelante en situaciones adversas, la capacidad de adaptación (o no) a unas circunstancias inimaginables pocos años atrás o los pactos consigo mismo para sobrevivirse al día siguiente. Y la tipología es muy variada: la secretaria fiel, la bella flor de invernadero que sobrevive inexplicablemente a la demoledora maquinaria socialista, el genio cinematográfico que ve cortada su carrera por la censura y al que la recién recobrada libertad de expresión le llega cuando vitalmente ya se le ha terminado la vena creativa, o los emprendedores de nuevo cuño, uno que sabe adaptarse a las nuevas reglas de juego y se hace riquísimo y otro que no acaba de entenderlas y también se hace riquísimo pero acaba en la cárcel. Hay de todo.
Y conste que a pesar de la aparente frialdad que podría colegirse de la distancia que muchas veces adopta el narrador frente a los sucesos de su entorno, hay secuencias espeluznantes, como la ejecución del conducator Ceacescu y su esposa contada a través de un reportaje emitido una y otra vez por la televisión mientras los diferentes miembros de la familia se dedican a hacer la comida, a limpiar el polvo o a ir al baño, exactamente como se hace aquí cuando llega un bloque de anuncios vistos hasta la saciedad. O la progresiva caída en desgracia de una camarada, veterana de los primeros fervores revolucionarios, que se va viendo postergada por los nuevos gestores post Muro de Berlín porque éstos la acusan, precisamente, de haber sido demasiado fiel (¿llegó incluso a denunciar a sus compañeros?) al viejo régimen. No sé si es un valor añadido o no, pero las novelas de Ignacio Vidal Folch no se parecen en nada a las que más vienen triunfando últimamente.
Pronto seremos felices
Ignacio Vidal Folch
Destino
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A finales de noviembre, el azúcar glaseado de la pre Navidad se esparce sobre las ciudades, que adquieren factura de parque temático, ansiosas por coronar edificios con estrellas de diez puntas y abovedar las calles con guirnaldas de luces. Lo mismo se instalan pistas de hielo en los Campos Elíseos (junto a puestos de charcuteros de Alsacia o de zapatillas de peluche) que idean inquietantes escaparatismos en edificios emblemáticos, incluidos los muñecos diabólicos que cantan villancicos en las vitrinas de Bloomingdale’s, Harrod’s o nuestra Cortylandia, que viene a ser una mezcla del almibarado mundo Disney y los Electroduendes de La bola de cristal. Justo entonces, cuando se empiezan a congelar besugos y langostinos y a pensar perezosamente en el plan de fin de año, el Club de las Benéficas Damas salen de su madriguera sacudiéndose el letargo otoñal. Lo hacen con brío y espíritu filántropo, el mismo que en Madrid popularizó la denominación de origen, castiza donde las haya, “rastrillo”. Con la laca bien puesta, los botones dorados del blazer y, cómo no, los caritativos delantales con los que servirán los garbanzos del cocido, las buenas damas adquieren un considerado protagonismo. Además de sus generosas aportaciones, algunas poseen una arrolladora ascendencia, como la infanta Doña Pilar, tan borbona y aguileña, campechana hasta el extremo de reírse de la exigua pensión que le ha quedado, aunque con una larga lista de amigas fieles que van de la santísima trinidad del PP: Ana Botella, María Dolores de Cospedal y Esperanza Aguirre -todas de casual look, con pañuelos hippilondos y jeans- a Agatha Ruiz de la Prada, Vittorio & Luchino, Carolina Herrera o la familia de las rubísimas presentadoras Campos. Los otros rastrillos, mercadillos o ahora pop-ups navideños nunca podrán batir al pedigrí y la retranca del de la Infanta Pilar, que a veces ejerce de escéptica señorona y otras de alegre familia olímpica. Hace unos días declaraba a ABC, al preguntarle por Juan Carlos: “Con tantas señoras en un mismo sitio los señores como él se repuchan un poco”. Repuchar. Ese es el verbo recastizo. Después del Rastrillo, muchas de las benéficas damas viajan a Londres repuchadas en los asientos de Vueling e Easy Jet junto a legiones de turistas que se deleitan escuchando los cascabeles británicos y viendo a los diabólicos muñecos de Harrod’s en acción. Mientras, en Downing Street, David Cameron y su ministro de Economía acaban de anunciar un nuevo impuesto que gravará con un 25% los pingües beneficios en el Reino Unido de gigantes llamados Google o Amazon, expertos en desviar “artificialmente” sus ganancias a latitudes más indulgentes. 1.000 millones de libras en los próximos cinco años gracias a una medida que podría haber salido del programa económico de Podemos, aunque aquí, en cambio, nadie ha chistado acerca del llamado “impuesto Google”. La flema azucarada se extiende sobre las ciudades e invita a la tregua; pronto los relojes se ralentizarán, y los últimos días del año parecerán el año entero. Pasión napolitana Pocas veces un personaje responde tanto a su nombre: Pronuncias “pinosagliocco” y visualizas a un personaje hiperactivo, con afilada velocidad en la mirada, rizos napolitanos, ambición por ser el primero y desafío permanente. Este productor musical, que en el 92 inventó la fusión entre la Caballé y Freddie Mercury para cantar Barcelona, recala de nuevo en la Ciudad Condal. Lo mismo declina en soul que en flamenco, transita de Ibiza a NYC, colecciona ideas, dedica fiestas a sus amigos. Una de las mejores cosas que pueden decirse de él es que se ha casado dos veces con la misma mujer, la gran Lorena Giavalisco. Hoy nos ofrece a un Elton John más en forma que nunca, con banda de rock y sus dedos cortos al piano, en el Palau Sant Jordi. Congelar el gesto En Madrid, desde la terraza de la cadena SER sobre la Gran Vía, se dice: “¡Ah, mira, como los tejados de Antoñito López!”. Dotado notario de lo cotidiano que es capaz de proyectar con tanta familiaridad como extrañeza, Antonio López practica un hiperrealismo con sombras. En el retrato de la Familia Real, un acontecimiento veinte años después de iniciarlo, destaca el gesto exacto de sus personajes: La tensión en el rictus de Felipe VI, la franqueza de Juan Carlos, la magnánima y a la vez cercana sonrisa de la reina Sofía, la mirada esquiva de la infanta Elena, hasta el impostado aplomo de su hermana. El cuadro parece avanzar lo que luego vino, o lo que se presentía tras las sombras proyectadas. Rentrée à deux Hace algo más de dos años que cerraron las puertas del Elíseo a sus espaldas y algunos les daban por muertos políticamente. Quienes les creían mera carne de prensa rosa se equivocaban: Paris Match ha dedicado su portada al comeback del tándem Sarko-Bruni tras la victoria de Nicolas en las primarias de la UMP, apoyado por su activo más seductor: Los ojos rasgados -de profundísimo azul- sobre los pómulos XXL de su mujer, su aura intelectual y sus melosos susurros guitarra en mano. De hecho, en el reportaje del histórico semanario es ella quien lleva la voz cantante. En diciembre subastará partituras manuscritas y lanzará nuevo single en una atípica campaña que también demuestra el error de los que no creen en la nueva política.
(La Vanguardia)
El estado de la Unión es una de las más genuinas ceremonias de la vida política estadounidense. El presidente pronuncia cada año ante las dos cámaras del Congreso un discurso en el que ofrece a sus conciudadanos la agenda legislativa, junto con un balance y unas orientaciones generales sobre la marcha del país. El objetivo central es la fundamentación de una idea obligada: el estado de la Unión es excelente. Estados Unidos tiene el privilegio de ser imitado tanto por los amigos como por los adversarios. No hay país donde no se haya instalado una forma u otra de ceremonia similar. La Rusia poscomunista ha seguido el mimetismo, en su caso adaptado a la relevancia que tiene la jefatura del Estado en el país de los zares y los dictadores bolcheviques, tal como hemos visto este pasado jueves. Como en Washington, en Moscú también asisten los parlamentarios, junto a las altas jerarquías del Estado, pero la ceremonia no se celebra en la Duma, sino en el Kremlin, acompañado de todo el boato tradicional. Y como en casi todos los países, el acto contiene un mensaje de afirmación y de orgullo nacional, que este año viene a justificar nada menos que la primera modificación unilateral y violenta de fronteras que se ha producido en Europa desde el final de las guerras balcánicas y a coincidir con el peor momento de la economía rusa desde la crisis de los noventa, posterior a la disolución de la Unión Soviética. A los europeos nos interesa ahora mismo tanto o más el estado de la nación de la Rusia de Putin que el estado de la Unión de Obama. Con Washington las relaciones son estrechas y claras, mientras que con Moscú son distantes y confusas. Rusia se ha zampado Crimea y amenaza con llevarse otro bocado de Ucrania, pero a la vez es la principal compañía del gas europea, un socio inversionista considerable, un mercado para nuestros productos, y también un agente internacional imprescindible para estabilizar Oriente Próximo o frenar el arma nuclear iraní. Es socio ineludible y a la vez un vecino amenazante que quiere derecho de veto sobre todo su antiguo imperio. No sabemos si estamos al borde de una nueva guerra fría o de inventar un nuevo tipo de relaciones a la vez de cooperación y enfrentamiento. Después de escuchar a Putin, no cabe decir que Rusia se halle en buen estado. Su economía está entrando en recesión, el rublo cae por la pendiente y su industria petrolífera, 40% de los ingresos, sufre los devastadores efectos de unos precios declinantes. Todo ello debilita a Putin dentro de Rusia y enerva sus reflejos revanchistas y añorantes del pasado perdido de puertas afuera. El mal estado de Rusia es también malo para Europa, que no ha sabido encontrar la distancia y la forma exacta con que debe seguir tratando a este vecino a la vez peligroso e imprescindible.