Javier Fernández de Castro
El lector que le pida a un libro una historia bien contada, y mejor aún si de paso le informa (aportando datos y reflexiones pertinentes) y le entretiene (me refiero a que no hay mejor pasatiempo que disfrutar con el uso de una prosa culta, precisa y a poder ser elegante) verá colmadas sus esperanzas con el último libro de Javier Marías.
La historia, los personajes, las circunstancias, los ambientes y hasta la localización geográfica son perfectamente reconocibles porque, como si dijéramos, son marca de la casa. Y ahí está ese continuo tejer y destejer de los acontecimientos que se desarrollan ante los ojos del lector en una suerte de flujo continuo pero no unívoco ni homogéneo: algo que de entrada parece una evidencia irrefutable puede pasar de inmediato a ser una ilusión, un equívoco o una falsa apreciación según surgen nuevas evidencias, ahora de nuevo irrefutables, o bien las de antes quedan matizadas por la conciencia reflexiva de un narrador sabiamente apostado en un lugar tan privilegiado que casi parece un prestidigitador. Hoy puede ser hoy aunque también puede referirse a ayer porque el testigo habla desde su hoy de ahora pero refiriéndose a unos hechos ocurridos en un pasado relativamente lejano, y en el transcurso de ese lapso el narrador es el mismo de entonces pero cambiado, pues de joven fue testigo y en parte actor de unos hechos que al ser contados cuando ya es un adulto su visión, su percepción de los comportamientos de unos y otros o lo que perdura de ellos ha cambiado y por lo tanto también han cambiado los hechos en apariencia inamovibles, y lo mismo da que fueran actos de amor, de odio o de indiferencia, y que se cometieran con intención de durar o no: todo está sometido a la acción del tiempo, al paso del tiempo, que es uno de los ejes fundamentales sobre los que se asienta la evidencia de que estamos asistiendo al comienzo de lo malo. Pero vaya con el tiempo. De pronto, en plena acción, todo se detiene y el discurrir reflexivo del narrador puede llevar a Shakespeare o a Faulkner, y al regreso todo puede seguir como antes o no porque los personajes tienen su lógica y también evolucionan y pueden aprovechar el parón para solventar sus propios asuntos, aunque bien pueden haber permanecido inmersos en su propia desgracia.
Curiosamente, en la página 191 hay una intervención que describe esto que estoy tratando de exponer pero de forma más escueta y acertada que yo. La reflexión se centra en la juventud y la infancia, siempre en busca de modelos de comportamiento, y de pronto, acudiendo a la maestría de Hitchcock, dice el narrador: “[…] en aquellas películas hay largos tramos en los que nadie abre la boca y no hay ni el más leve diálogo, en los que sólo se ve a gente ir de un lado a otro y sin embargo el espectador mira la pantalla imantado, con creciente intriga y zozobra sin que para ello haya a veces la menor justificación objetiva. Es la simple observación la que nos crea la zozobra y la intriga. Basta con posar la vista en alguien para que empecemos a hacernos preguntas y a temer por su destino”.
Obviamente, la búsqueda de similitudes entre las películas del maestro del terror y esta novela requiere cambiar la pantalla y el espectador por las páginas de un libro y un lector, y también requiere matizar lo de que la zozobra pueda ocurrir sin la menor justificación objetiva. Se está narrando la deriva del matrimonio de Eduardo Muriel y Beatriz Noguera, y cuando arranca dicha deriva el matrimonio es ya “una larga e indisoluble desdicha”. Paralelamente a la mutua y atroz destrucción de ambos esposos, el narrador recibe el encargo de investigar un acto imperdonable cometido en el pasado por un tercer personaje, el prestigioso pediatra Jorge Van Vechten. Todo ello transcurre contra el fondo de la tan elogiada Transición desde el nefasto y rencoroso franquismo a una democracia que nació lastrada por la consigna de no ajustar cuentas bajo el supuesto de que ganar el futuro era más importante que reabrir viejas heridas y pedir cuentas por unos desmanes que si fueron cometidos durante la guerra pues mira, con las guerras ya se sabe, pero que por desgracia se perpetuaron en una sañuda e implacable persecución a los vencidos que duró hasta el último de los cuarenta años de gobierno de Franco. El paralelismo, y las diferencias, entre el perdón y el olvido al pasado a escala nacional y personal es obvio y mientras parece que en la novela “nadie abre la boca y no hay ni el leve diálogo” la tragedia del matrimonio Mariel, los desmanes del pediatra y los yerros o aciertos de un joven narrador que lo ve todo desde la distancia del adulto son toda una constante lección moral sobre el amor y su pérdida, los extremos de la abyección y la capacidad de humillar e infligir dolor, la posibilidad, o no, del perdón y los insondables circuitos por los que se mueve el deseo. Para contar todo eso las posibilidades expresivas de la narración son llevadas por Javier Marías hasta el límite de manera implacable y sin concesiones. Nadie ha dicho que la vida haya de ser justa y amena todo el tiempo, pero tampoco ha dicho nadie que preguntarse por el destino de nuestros semejantes no vaya a ser un viaje fascinante y plagado de emociones, incluso sabiendo que con toda probabilidad, en lugar de un final feliz será el principio de lo malo.
Así empieza lo malo
Javier Marías
Alfaguara