

El esfuerzo de vivir no acaba nunca y en ningún aspecto. Desde la salud a la profesión, desde la amistad a la traición, desde el amor al rencor, desde la suficiencia a la ruina, una continua sucesión de averías hace prácticamente imposible que en un momento suficientemente prolongado se redondee una felicidad sin fisuras. Por todas partes acosa la dura experiencia de seguir viviendo, Cabría ia alternativa de renunciar a este tormento que se tiene, como lugar común, como el bien por excelencia, pero algo potente le impide al ser vivo decidir morir. Para la mayoría, sin embargo, la supervivencia es igual a una interminable batalla contra los males que caen permanentemente de los cielos y contra las hirientes sacudidas que de continuo nos desequilibran el bienestar. ¿O es al revés? Probablemente no es el bienestar el estado de partida al que los acontecimientos subsiguientes dañan sino que se trata de hallarse de origen instalados en un malestar primordial y sobre el cual tratamos de aplicar remedios para que no sea tan insufrible su natural comportamiento. Parece esto pesimismo pero no lo es. Sería en todo caso altruismo. La otra cara que claramente estima el hecho de estar vivos como un esfuerzo que todavía impera contra la tentación de entregarse a la tranquilidad de la muerte.
Dice que ante el espejo ve a una mujer de 57 años con la historia que ello comporta. Y que de su rostro le gusta casi todo, también su cabeza por dentro. Respira el pálpito de la calle, bien alejada de los sillones verticales en despachos caoba, porque M.ª José Lecha es mujer de sentarse con las piernas cruzadas. Su olor preferido es a naranja y madera. Su planta, la retama; su color, aceituna; su canción, Cançó de fer camí, un poema de Maria Mercè Marçal. Define su estilo como “natural”, y no considera la política como un oficio. Lecha desprende las libertades anidadas en el pedaleo de asamblea y las movilizaciones plurales donde perroflautas, 15Mistas y demás nombres compuestos cuestionan la política con corbata. El ademán de Lecha es propio de quien no entiende de modas -ni quiere-. Desafía la hipermodernidad con sus camisetas de colores, la coleta que parece hecha sin mirarse en el espejo y sus gafas de pasta anaranjadas. Parece decir: “Lo que veis es verdad, aquí no hay dobleces ni caras B”, ni una imagen pública ni otra privada, aunque defienda a ultranza su derecho a la intimidad. Su compromiso social transpira bajo su fiel fular enroscado al cuello, con ese aire progre que le habrá ayudado a enfrentar protocolos melifluos en el hospital de Sant Pau. De su experiencia profesional habrá escuchado infinitas historias difíciles: “El dolor de los otros provoca empatía”, asegura. Si atendemos a su expresión, lo primero que se aprecia es que no abunda en tablas mitineras. No vende experiencia, sino convicción. Frente al discurso-rodillo habitual en campaña, ella a veces titubea, habla muy despacio -incluso demasiado para nuestros tiempos cardiacos-, y aun así comunica. Su tono es bajo, y ello contrarresta la radicalidad de su discurso, bien alejada del tópico de “la extremista dando gritos”. Pide más libertad en la calle -”las libertades que reivindico darían para llenar entrevista enteras-, incluso para quienes quieren vender su cuerpo. De las prostitutas ha aprendido “la dignidad en la exclusión”. Lecha creció en el barrio de Hostafrancs y ahora vive en Fort Pienc, popular en el mejor sentido de la palabra: “Que es peculiar del pueblo o procede de él”. Y no se cansa de repetir que huyó despavorida de una vivienda en la avenida Gaudí debido a la masificación turística que ahora combate políticamente. La suya es una política de boca a oreja, de escalera de vecinos y autogestión: de defensa de lo público y límites a lo privado. Una política reverdecedora, que recuerda aquella lección de Nietzsche sobre lo que en verdad importa de un árbol: la mayoría cree que es el fruto, cuando en realidad es la semilla. Pero las semillas arraigan difícilmente en el cemento. (La Vanguardia)
El economista francés Thomas Piketty se pregunta por qué no proceder con los griegos como procedieron los aliados con los alemanes en 1953, cuando perdonaron a Alemania su inmensa deuda y le permitieron ascender y convertirse en una potencia económica.
¿Acaso los errores que cometió Alemania para llegar donde llegó son superiores a los cometidos por Grecia en los últimos tiempos?, se pregunta Piketty. Respondamos por él:
Al perdonarle la deuda, los aliados también le perdonaron a Alemania la aniquilación industrializada y el haber ejercido el racismo hasta límites desconocidos, o hasta más allá de todo límite. Dígamoloslo de otra manera: le perdonaron una deuda infinita y además la nutrieron de dólares para que pudiese llevar a cabo su milagro. ¡Así es fascil resurgir de las propias cenizas!
¿Ahora resulta que la deuda infinita es más perdonable que la finita?
Sí, por más que nos asombre. La deuda infinita es tan excesiva que más vale anularla para no sucumbir al vértigo. En cambio con las deudas finitas puedes cebarte hasta lo indecible.
Alemania no se va a librar tan fácilmente de su mayor problema: siempre que exija algo a los otros, los otros le recordaran la deuda infinita que nunca pagó. Una deuda tan desmedida que fue necesario perdonar para poder olvidar un poco el horror, en realidad para poder soportar la vida.
El tedio y la costumbre son un enemigo peligroso y destructivo. Con Ramadi son ya tres las capitales de provincia, dos en Irak y una en Siria, que caen en manos del Estado Islámico (EI). Una vez en sus manos la capital provincial, la entera y extensa provincia sunnita de Anbar, en las puertas de Bagdad, está al alcance de los yihadistas, incluida la ya ocupada refinería de Baiji. Dentro de pocos días se cumplirá un año de la caída de Mosul, la segunda ciudad iraquí, y de la proclamación del califato, y nada parece alterar el pulso y la sangre fría de la comunidad internacional. A los jeques del Consejo de Cooperación del Golfo que asistieron la pasada semana a la reunión en Camp David con Barack Obama no les preocupan los avances del Estado Islámico en Irak y Siria sino el peligro que representa un Irán con industria nuclear y sin sanciones occidentales. Lo que preocupa a los países europeos mediterráneos son las oleadas de refugiados que llegan a sus costas desde Libia. Y lo que quita el sueño a los de la Europa septentrional son las amenazas de Putin y los avances de sus hombrecillos de verde en la cuenca ucrania del Donbas. Sí, hay una coalición de 60 países alrededor de Estados Unidos, unos para actuar solo en Irak, otro solo en Siria, algunos en ambas partes, con el objetivo de parar los pies al Estado Islámico. Pero de momento casi todo se limita a bombardeos desde el aire, de efectividad muy limitada a la hora de frenar el avance terrestre de las tropas del califato terrorista. Quizás sea cierta la noticia sin confirmar de que Abubaker Al Bagdadi, el califa autoproclamado, se halla herido gravemente y solo puede grabar mensajes de voz, pero tendría todos los motivos para hacer como Lenin en octubre de 1918, cuando arrancó a bailar sobre la nieve, admirado de que la revolución llevara ya un año de vida. El Estado Islámico ha sufrido muchas derrotas. Perdió la ciudad de Kobane, junto a la frontera turca. Ha perdido Tikrit hace pocas semanas. El pasado viernes sufrió el ataque fulgurante de un comando aerotransportado estadounidense en Siria, en el que perdió la vida su ministro del petróleo. Pero puede exhibir lo que más le diferencia de Al Qaeda, la organización matriz que ahora es también su competidora en la atracción de los yihadistas: mantiene e incluso administra un territorio con varias ciudades, tiene una cabeza visible a la que presenta como califa de todos los musulmanes, ha conseguido la obediencia de numerosos grupos yihadistas de todo el mundo y además resiste, dura, persiste. Incluso sus derrotas confirman el acierto político más que militar de su estrategia. Ha sido el ejército sirio de Bachar el Asad quien acaba de frenar al EI en las puertas de Persépolis. Solo las milicias chiitas, quien sabe si comandadas directamente desde Teherán, pueden frenarle en las puertas de Bagdad. El califato de Al Bagdadi se ha convertido en la punta de lanza sunnita de la guerra abierta contra los chiitas, en la que no hay ni un solo país sunnita, sea Egipto, Turquía o Arabia Saudí, que consiga disimular y ocultar a favor de quien apuesta en esta sangrienta y trascendental partida.
El nuevo sitio mexicano Horizontal me pidió responder a su cuestionario ¿Qué cultura defender? Aquí mis respuestas.
1. ¿Qué debe entenderse hoy por "cultura"? ¿Qué distinguiría a los productos y prácticas culturales de otros muchos productos y prácticas (mercancías, políticas públicas, actividades de la vida cotidiana, etc.)?
2. ¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre "alta cultura" y "cultura de masas"? ¿Por qué?
3. ¿Es necesario "defender" la cultura? ¿Se debe otorgar, desde el Estado y otras instancias, un tratamiento especial al campo cultural y sus actores?
4. En una cultura globalizada, ¿cómo conviven los circuitos locales, nacionales y transnacionales? ¿Hay todavía un centro y una periferia? ¿Qué agentes culturales predominan y cuáles son marginados? ¿Qué tipos de obras son favorecidas por la lógica global y cuáles son relegadas?
7. ¿Cómo concebir hoy las dinámicas de la recepción cultural? ¿Cuál es el papel del público?
Frente a las definiciones académicas -antropológicas, filosóficas, históricas, semióticas e incluso de corte literario-, lo que distingue a nuestra época es que, en términos comunes, la palabra cultura ha perdido cualquier especificidad y ha pasado a aplicarse casi a cualquier práctica humana ("cultura nacional", "cultura chilanga", "cultura cívica" o "cultura científica", aunque también "cultura del agro" o "cultura de la corrupción"). Convertida en un término comodín, ha perdido el valor que se le asignaba en el pasado, cuando se le vinculaba fundamentalmente con las humanidades y las bellas artes, prácticas a las cuales se incorporaron poco a poco la "cultura popular" y la "cultura de masas", hasta convertirla en un recipiente universal que apenas evoca cierta superioridad, vagamente relacionada con el "alma", el "espíritu" o la "mente", frente a manifestaciones más prosaicas: sólo con dificultades la cocina o el deporte se han sumado a sus contenidos, mientras que todavía hay quien se empeña en excluir de su ámbito a la tecnología y sus últimos productos (por ejemplo, los videojuegos).
En nuestro orbe neoliberal, cuyo epítome se encuentra en sociedades como la estadounidense o la británica, todas las prácticas y productos culturales son susceptibles de ser considerados bienes y servicios, y por tanto de incorporarse al mercado en una lógica que privilegia las reglas de la oferta y la demanda, así como la desregulación y la privatización, frente a la intervención estatal que fue la norma desde el Romanticismo hasta los años setenta del siglo pasado. Frente a esta tendencia, unos cuantos países se aferran a la visión anterior, en particular Francia con su "excepción cultural", así como las naciones que copiaron su modelo, como la mayor parte de América Latina y en especial México, cuyo régimen revolucionario se valió de la cultura como una herramienta fundamental para su afianzamiento ideológico. Pero se trata de eso, de excepciones, en un mundo que, desde Reagan y Thatcher, invita a reducir al Estado a su mínima expresión por considerar que en vez de impulsar la creación individual tiende a restringirla.
Esta idea del mundo ha propiciado que las prácticas culturales que logran ser autosuficientes, es decir, que se financian por sí mismas, sean las más visibles y las únicas que se consideran "exitosas". La cultura de masas o la cultura popular ya no dependen tanto de su valor -un parámetro severamente cuestionado en nuestra era "multicultural"- como de su extensión. "Popular" y "de masas" es tanto la ópera (o, a juicio de los puristas, esa falsificación de la ópera que se retransmite en las pantallas de cine) como el pop; tanto una gran exposición (el reciente caso de Yayoi Kusama en el Tamayo) como un novelista (Bolaño o Murakami); y tanto un blockbuster de Hollywood como una serie de televisión (el nuevo paradigma de nuestra era, como lo fue la ópera en el siglo XIX y el cine en el XX). La distinción entre alta cultura y cultura popular, tras la cual se filtraba un baremo aristocrático de calidad o sofisticación, ha perdido su eficacia. Alta cultura es hoy sinónimo de aquella que no llega a ser un auténtico producto comercial, o que lo es sólo para una élite muy restringida: la ópera y el ballet (en vivo), el jazz, el rock y la novela más "experimentales" y esas dos artes que en otro momento fueron consideradas las mayores expresiones de la humanidad y que hoy apenas sobreviven entre los mismos que las practican: la poesía y la nuevas obras de concierto que englobamos bajo la etiqueta de "música contemporánea".
¿Hay que defender a la cultura? Aquellas prácticas culturales que consiguen el favor del público -otros dirán: de los mercados- no necesitan defensa alguna. Más aún: en ocasiones, casi necesitaríamos defendernos de ellas. Si entendemos la cultura como un "ecosistema" (para evocar la polémica expresión de González Iñárritu), en efecto hay especies sumamente exitosas en términos evolutivos que no sólo han sabido adaptarse al ambiente, sino que no tienen empacho en devorar a las más débiles. Baste pensar en las majors de Hollywood y en su ansia por erradicar cualquier competencia, así como en las estrategias comerciales de los grandes conglomerados mediáticos -de Universal o Sony a Penguin Random House y Amazon- que buscan apoderarse de las mayores cuotas de mercado aun si ello representa aniquilar a sus competidores más pequeños.
¿Hay que defender la cultura? La respuesta es un decidido sí, siempre y cuando se trate de defender aquellas prácticas culturales que no podrían sobrevivir si dependiesen sólo de las leyes del mercado. Los ideólogos neoliberales insistirán en que se trata de una protección artificial y volverán al argumento de que, si no pueden sobrevivir por sí mismas, lo mejor sería dejarlas morir en paz: a fin de cuentas así se esfumaron la poesía épica o los valses de salón. El argumento resulta doblemente tramposo: si dejáramos que las puras leyes de la oferta y la demanda determinen todas nuestras prácticas culturales, condenaríamos a la extinción -o a la irrelevancia- a disciplinas artísticas completas e impediríamos que el público tuviese siquiera la capacidad de decidir y modelar sus gustos.
Se impone defender la intervención del estado en la cultura de la misma forma que en la economía. No se trata de volver al sueño estatista del pasado, pero los estragos de la Gran Recesión deberían recordarnos que, si cedemos ante los designios neoliberales, bordearemos irremediablemente la catástrofe. La lógica consiste en que el Estado recomponga -o ayude a recomponer- las deformaciones propiciadas por el mero juego de la oferta y la demanda.
La globalización propicia que la cultura mainstream -es decir, aquella que se sigue produciendo en el centro o que es asimilada por éste, y aquí me refiero en específico al mundo anglosajón- inunde todas las periferias; y, en contraposición, no sólo limita, sino que impide, que las periferias se comuniquen y tengan intercambios entre sí. Frente a esta realidad inevitable, también se impone que los Estados periféricos creen mecanismos que contribuyan a recomponer esta deformación auspiciada por la fuerza de los grandes mercados frente a los más débiles.
Los productos y servicios culturales no son como el resto de las mercancías o las acciones: su valor no es sólo económico -aunque también lo sea-, sino humano, puesto que es capaz de otorgar nuevos sentidos a los individuos y las sociedades en una medida difícilmente cuantificable. Los responsables de las políticas culturales tendrían que entender que el arte no es un simple entretenimiento -o no sólo eso-, sino un instrumento de transformación social e individual. Y que merece, por lo tanto, auspiciarse con los impuestos por su carácter de servicio público.
En efecto, se requieren subsidios y ayudas que, sin descuidar la transparencia o la rendición de cuentas, permitan que continúen existiendo la ópera y la danza; la música, el teatro y las artes visuales y la literatura "experimentales"; y, por supuesto, la poesía y la música contemporánea, lo mismo que los intermediarios que apuestan por ellas: editores, distribuidores, programadores, etc. Del mismo modo, vale la pena apoyar el trabajo de los artistas jóvenes, así como el de quienes se arriesgan a explorar nuevos caminos en aquellas áreas que resultan comercialmente viables, como el cine, la televisión, la creación multimedia o los juegos de video. No se trata de que el Estado mantenga a los artistas -desde luego no por largo tiempo y menos de manera vitalicia, como quisieran algunos-, sino de permitir que éstos puedan dedicarse, durante un tiempo razonable, a la creación obras que de otro modo no podrían llevar a cabo.
En el otro extremo de esta operación se encuentran, por supuesto, los "consumidores", es decir, los públicos de la cultura. La labor del Estado debería ser, aquí, todavía más enfática. Si la educación formal no se encarga de proporcionar elementos a los niños y jóvenes para que aprecien las distintas manifestaciones artísticas y culturales, de la poesía a las series televisivas y de la música clásica al cine, jamás tendremos un "ecosistema" propicio para la creación. Es allí, en la educación formal y en especial en la educación pública, más que en cualquier programa de fomento a la lectura o a las demás artes, donde el Estado tendría que valerse de todos sus recursos. Un sistema educativo pobre, en donde la cultura es vista como accesoria o como un mero entretenimiento, jamás dará paso a ciudadanos capaces de elegir conscientemente aquellas manifestaciones culturales que en el futuro estarán dispuestos a sostener con sus propios recursos.
En este sentido, tampoco hay que desdeñar los sistemas de mecenazgo privado presentes en otras partes, en particular en el mundo anglosajón: otra forma de que el Estado contribuya a la cultura consiste en otorgar beneficios fiscales claros a aquellos empresarios -o individuos- dispuestos a invertir en productos culturales. Las experiencias ya logradas con el cine y el teatro en México son la prueba de que esta alianza entre lo público y lo privado podría extenderse a otras disciplinas: pienso en áreas diversas de la música y la danza.
Por último, vale la pena señalar que los públicos que ya se interesan por la cultura son cada vez más sofisticados en sus búsquedas y cada vez más "interactivos". Exigen una retroalimentación constante, auspiciada por el nuevo entorno digital. Editores, programadores, curadores y funcionarios culturales, así como los propios artistas, tendrían que estar más conscientes de ello y aplicar los mismos razonamientos anteriores a la difusión y promoción de las diversas manifestaciones culturales.
5. ¿Cómo han transformado los medios digitales las nociones de "creación" y "autoría"?
En realidad la idea de "autoría" (y su derivado económico, la "propiedad intelectual") es una invención reciente: un paréntesis en la historia de la creación. Antes del siglo XIX, los autores no tenían empacho en utilizar las ideas de otros, incluso de modo textual, para enriquecer sus propias obras. En un contexto en donde las élites compartían la misma educación, estas citas implícitas se consideraban parte de un patrimonio común. No es sino hasta el advenimiento de la Revolución industrial que las ideas -y las creaciones artísticas- se incorporaron a una lógica de mercado, la cual implicó que, a falta de mecenas, sus inventores o creadores se esforzasen por vivir, e incluso enriquecerse, a partir de ellas. La revolución digital en realidad está poniendo en marcha prácticas que ya existían en otros momentos, sólo que potenciadas por los nuevos instrumentos tecnológicos. La colaboración entre distintos autores se vuelve más sencilla, lo mismo que la apropiación y mutación de las creaciones ajenas. Sin duda, el nuevo paradigma digital pone en cuestión la idea misma de autoría y la lógica de mercado asociada con ella.
No deja de ser un símbolo de las tensiones que se viven en nuestra era que, a la par de la voluntad de disponer de contenidos gratuitos en la Red o de la pasmosa extensión de la piratería, haya una suerte de obsesión por detectar plagios, considerados crímenes nefandos. Se trata, sin embargo, de tendencias que todavía se encuentran en proceso y cuyos alcances aún no alcanzamos a vislumbrar. Por lo pronto, seguiremos viendo este choque entre la dilución de la autoría y la fascinación por defender sus beneficios a toda costa.
6. ¿Cuál es la función de los agentes de mediación (críticos, curadores, editores, gestores culturales, etc.) en la cultura contemporánea?
Nos hallamos, aquí, frente a otra paradoja: por una parte, la multiplicidad de contenidos y la posibilidad de acceder a ellos con una facilidad inusitada haría pensar que los mediadores serían más necesarios que nunca para guiar al público (a los "consumidores") hacia las manifestaciones culturales (los "productos") en una oferta tan variada como caótica; pero, por otro lado, la noción misma de autoridad se ha desvirtuado a grados extremos, de modo que ya casi nadie hace caso a los intermediarios especializados (en particular a los críticos) y el público se deja llevar más bien por las opiniones consensuadas que alientan las nuevas plataformas digitales: las estrellas y reseñas en Amazon o Netflix, las recomendaciones en blogs y redes sociales y, entre los más jóvenes, las directrices de los nuevos gurús de YouTube. (Estudios recientes demuestran que por lo general estas reseñas anónimas o colectivas tienden a coincidir con los juicios de los críticos profesionales.) Por desgracia, a veces no resulta fácil distinguir la propaganda -controlada por los dueños o distribuidores de los contenidos- de las opiniones de los usuarios. En resumen, nos enfrentamos a un momento de transición, en el que algunos intermediarios tienden a perder toda la influencia que les quedaba (los críticos), otros conservan más o menos su mismo estatus (editores y programadores), y otros más se convierten en auténticas estrellas, desplazando con frecuencia a los propios creadores (los curadores de arte).
8. ¿Tiene el artista un compromiso político? ¿Qué compromiso? ¿Tienen efectos políticos las prácticas culturales? ¿Qué efectos?
La figura del intelectual comprometido o engagé, surgida a partir de Zola, cristalizada a mediados del siglo XX en figuras como Sartre, Camus o Foucault, y copiada desde entonces a lo largo y ancho de América Latina -aunque casi sin influencia en el mundo anglosajón-, ha sido otra de las víctimas del fin del socialismo real, el triunfo del neoliberalismo y la expansión de la democracia que se sucedieron desde los años ochenta de la centuria pasada. Durante las largas décadas en que los regímenes dictatoriales o autoritarios fueron la regla en nuestra región, éstos cumplieron un papel necesario como portavoces de los oprimidos y defensores de las buenas causas, a cambio de lo cual se les confirió un enorme poder simbólico -y real. En medios dominados por la censura, sus opiniones resultaban imprescindibles para oponerse al orden establecido. Hoy, la normalización democrática de América Latina, sumada al auge de las redes sociales, permite que cualquiera puede opinar sobre cualquier tema posible (aunque sin demasiada resonancia o con una resonancia efímera).
La extinción del intelectual público en América Latina, tal como lo hemos conocido hasta ahora, se vislumbra inevitable. Por un lado, las muertes sucesivas de sus principales figuras, de Octavio Paz a Eduardo Galeano, de Carlos Fuentes a José Emilio Pacheco y de Carlos Montemayor a Carlos Monsiváis, hace difícil suponer que pueda haber alguien capaz de relevarlos; y, por el otro, las nuevas condiciones políticas y sociales de la región hacen casi imposible que la influencia que llegaron a alcanzar pudiera ser retomada por escritores o artistas de las generaciones sucesivas.
En el panorama actual, no se exige ya a ningún escritor, artista o científico que se comprometa con causas sociales; opinar sobre asuntos de interés público se ha vuelto una decisión privada. Hay, pues, quienes siguen manifestándose y quienes, por el contrario, prefieren concentrarse en sus propias obras (lo cual supone ya una decisión política). Pero tampoco hay que llamarse a engaño: entre los escritores y artistas de las nuevas generaciones que celebran la muerte del intelectual público, al tiempo que presumen su distanciamiento de lo político, se cierne la ominosa sombra del neoliberalismo, uno de cuyos principales triunfos ideológicos consistió en convencer a los ciudadanos de desentenderse de lo público (de la "asquerosa política") para concentrarse en su "trabajo individual" (expresión utilizada una y otra vez por poetas y novelistas jóvenes). Pero, como bien nos hizo saber Barthes, no opinar también es opinar, y con frecuencia el silencio equivale a un tácito sostenimiento del statu quo.
Haber cumplido los 50, hace tan sólo dos décadas, marcaba a las mujeres a fuego; o mejor dicho, venía a ser algo así como el elixir de Lewis Caroll: las empequeñecía hasta hacerlas invisibles. Cualquier intento por validar su feminidad resultaba tan heroico como fuera de contexto, por lo que causaron sensación las pioneras que sortearon la edad sin perder cintura ni encanto, pero sobre todo habiendo alcanzado el poder. Hoy, cuando Hillary Clinton -que cumplirá 68- se presenta como candidata a la presidencia de EE.UU. o Aguirre y Carmena se disputan la alcaldía de Madrid sin ganas de jubilarse, las cincuentonas, hijas del baby boom se han plantado en la política con la misma naturalidad que sus colegas. Carina Mejías, que considera a Hillary uno de sus grandes referentes, sabe que la corrección es un grado, y que flaco favor le haría a su imagen si comportara alguna estridencia, porque ahí es donde suele hacer daño la tuitología. La imagen de las mujeres públicas continúa provocando comentarios de verdulería en los confidenciales, pero también en las tribunas. Trajes de corte ejecutivo al estilo Sheryl Sandberg -blazer y camiseta-, más pantalón que falda, apenas joyas, cara despejada, y los rictus precisos de la edad sin relinchos de botox. Una de las partes de su físico en la que más invierte es el cabello, con su melena mechada, de peluquería, que ha ido enrubieciendo,puede que para dulcificar el cartel o por cuestiones prácticas. Una mujer con aplomo, algo seca dicen algunos, estirada, que se muerde los labios, dicen otros. Ella encarna la moderación y la seguridad: “Arriesgar todo o nada no va conmigo”, ha dicho. Declara con orgullo que es hija de una familia tradicional -de padre militar y numerosa- y que ella misma ha constituido otra. Le pregunto qué entiende por ello, y sale por la tangente: “Una pareja con un proyecto de vida común”. Prefiere no autonombrarse feminista, “creo en la igualdad de oportunidades”. Su censura al burka fue una de sus grandes batallas. Su oferta política se basa en la prudencia, el legalismo -es abogada- y la experiencia -fue diputada en el Parlament por primera vez, por el PP, de la mano de Piqué-. Tranquilidad al frente de un buque que, ante todo, no quiere bandazos. Lo que me trae a la cabeza a Orson Welles, de quien se celebra el centenario estos días, que en El tercer hombre daba una taxonomía de la política: “Durante treinta años, bajo los Borgia, Italia sufrió guerras, terror, asesinatos… pero produjo a Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal: quinientos años de democracia y paz. ¿Y qué produjeron? ¡El reloj de cuco!”. Mejías podría ser una política suiza, cuya principal misión -dictada por su jefe, Albert Rivera- es la de aplicar detergente con lejía al cuco. (La Vanguardia)
Jesús Molongwa Bayi Bayi, egiptólogo de formación, ha presentado en la Universitat Autònoma de Barcelona, un trabajo de fin de Master en Filosofía bajo el título "El paradigma egiptológico como nuevo lugar del filosofar en África", tema que se propone ampliar en una tesis doctoral. En realidad ese lugar para la filosofía sólo sería "nuevo" por el hecho de haber sido perdido...y encontrado: reencuentro con el verdadero origen, es decir, restauración de la civilización del Bajo Nilo en un trono que nuestra tradición historiográfica, al menos desde Gomperz, otorga a la Anatolia jónica. De alguna manera cabría decir que los jónicos, Tales de Mileto en primer lugar, no sólo adquirirían en las fuente del Nilo su conocimiento, sino incluso la idea de necesidad natural que en estas columnas he considerado como la que marca la frontera que conduce primero a la ciencia y después a la filosofía
Mientras escuchaba las reflexiones de Jesús Molongwa me venían a la mente las palabras que, a decir de Platón, escucha Solón "el más sabio de entre los siete sabios" en la ciudad egipcia de Sais de boca de un sacerdote egipcio: "Solón, Solón, eternos niños sois los griegos, no es viejo el griego... Ninguna arcaica tradición oral ha podido inculcar en vuestras almas opinión fundada ni ciencia emblanquecida por el tiempo".
He tenido ya ocasión de evocar aquí las razones explicativas de esta supremacía de Egipto sobre Grecia:
Ambos países estás amenazados por inevitables catástrofes cíclicas que anulan la vida civilizada. La catástrofe no tiene el mismo peso cuando la provoca el fuego o cuando la provoca el agua, pues solo en el caso del fuego la destrucción es total. Pero aun tratándose de la calamidad causada por las aguas, hay una diferencia en la modalidad que adopta la catástrofe en uno y otro lugar, y esta diferencia tiene enormes consecuencias: la gravedad depende de si las aguas descienden torrencialmente o bien, como en Egipto, se trata del desbordar de un gran río. Pues en el segundo caso, en la llanura misma, aunque desaparecen las plantas, los animales y el hombre, se salvan los templos y las inscripciones que en ellos conservan la memoria colectiva. De ahí que, cuando las aguas descienden y los supervivientes en las cimas montañosas bajan a la llanura, restauran con ayuda de esa memoria escrita los cimientos de su civilización, lo cual hubiera sido mucho más difícil en base al contingente recuerdo subjetivo.
Así pues, mientras la catástrofe relativamente menor que supone el desbordar del Nilo preserva en Egipto lo esencial, en Grecia la torrencial destrucción cíclica hace que sus habitantes estén a intervalos condenados a empezar a cero.
Así pues la sabiduría de Solón tendría en Egipto algo más que matriz. ¿Sería también el caso de la ciencia y la filosofía de Tales? Simplemente carezco de competencia filológica o historiográfica para discernir con claridad en este fascinante asunto, y por ello mismo acompañaré con gran ínterés a Jesús Molongwa en sus investigaciones. En el interín me atengo a los pensadores griegos y retomo una pregunta de alguna manera elemental: ¿qué pasó para que la interrogación de Tales de Mileto o de Anaximandro relativa a cual es el elemento primordial del orden natural haya dado paso a una interrogación sobre el peso relativo de las facultades del sujeto humano en la configuración del orden físico? Traigo una vez más a colación la controversia entre el intelecto y los sentidos del texto que Galeno atribuye a Demócrito:
"Por mera convención nos referimos al color, y también por convención hablamos de lo dulce, por convención asimismo nos referimos a lo amargo; en realidad sólo hay átomos y vacío" aserta el intelecto. Mas al escuchar tal cosa los sentidos (aistheseis) responden al intelecto: "Pobre intelecto, pretendes vencernos a nosotros que somos las fuentes de tus evidencias. Tu victoria será tu derrota"
Los sentidos vienen a decir que al rebajar el peso de los mismos, al afirmar que lo único real en la naturaleza son los inasibles átomos y vacío, el intelecto sólo consigue vencer a su matriz, es decir la única fuente a partir de la cual cabe llegar a sus pretendidas evidencias. Sin duda el intelecto tendrá alguna respuesta, que a su vez levantará objeciones. Pero lo esencial es que la diatriba ha emergido, emergencia que es una de los rasgos definitorios de la filosofía.
¿Qué pasó, repito, en el seno de la física nacida en Jonia para que la cuestión del sujeto aparezca con una radicalidad que ya nunca será abandonada, y cuyos avatares se confunden con la historia misma de la filosofía? Pregunta tanto más relevante cuanto que la historia parece haberse repetido y desde hace ya más de un siglo la física misma se ha visto, casi por escrúpulo intelectual, forzada a abrirse a la interrogación metafísica, a retomar la polémica el texto de Galeno y de alguna manera también la cuestión trascendental de la Crítica de la Razón Pura, se decir: se ha visto obligada a pasar de la reflexión inmediata sobre la naturaleza a una reflexión sobre el ser que reflexiona.
De la misma forma que el espejo, como recordaba el neurocientífico Francisco Mora y citábamos en La literatura egódica, nos acostumbra varias veces al día a nuestro aspecto, evitándonos la áspera sensación de vernos envejecer de golpe, las redes sociales están permitiendo que nos acostumbremos de forma gradual e imperceptible al crecimiento o envejecimiento de las personas de nuestro entorno próximo. Las continuas fotos -propias o ajenas- que comparten nuestros amigos y contactos testimonian sus minúsculos cambios faciales, sus pérdidas o ganancias de peso, sus cambios de peinado, sus decoloraciones o alopecias, sus diminutas variaciones expresivas. Cuando me fui a vivir al extranjero y transcurrían los meses sin ver a mis amigos, al regresar les notaba muy distintos: multitud de pequeñas diferencias, casi inapreciables, creaban la impresión de una mutación en ellos, como si un primo o un mellizo hubieran usurpado su personalidad. Poco a poco esos amigos fueron abriéndose perfiles en la red, y subieron fotos de sí mismos y de otros amigos comunes; ver esas imágenes de pronto era como estar (visualmente al menos) allí con ellos, compartiendo sus microevoluciones faciales, las leves alteraciones de su rostro, su modo de encarar o arrostrar el tiempo.
Por ese motivo, cuando me reencontraba con ellos algo sucedía que era nuevo por completo, y es que una frase típica de los anteriores reencuentros había desaparecido, había dejado de pronunciarse: esa de cómo has cambiado.
Observar vuestra imagen, casi igual pero algo distinta cada vez, va actualizando vuestro perfil en mi memoria, haciendo vuestro yo de hoy indistinguible de los pasados, porque no hay transición ni cambio, sino deslizamiento paulatino entre etapas.
Acostumbrados a la percepción constante de las variaciones minúsculas, inmersos en este presente continuo en el que nada cambia, crecemos y envejecemos pensando que somos siempre los mismos.
La escritura de imaginación, lejos de ser una banalidad, abre perspectivas infinitas en la conciencia de los seres humanos.
Al imaginar personajes diversos, el escritor explora mentes diversas, y por tanto mundos diversos, necesariamente contradictorios, y a partir de allí pone ante los ojos del lector a una diversidad de opciones críticas. Y esa es la esencia de la escritura de invención, abrir espacios de cuestionamiento, provocar preguntas en lugar de dar respuestas, sin lo cual la libertad de pensamiento no es posible.
Leyendo novelas y relatos se pueden multiplicar las posibilidades del mundo real y alterarlas. Imaginar ese mundo de manera diferente, y de allí partir hacia una visión nueva pero siempre insatisfecha. Si algo enseña la imaginación es a sobrevolar fronteras, o a dinamitarlas. Abolir los empecinamientos ideológicos, renegar de los fanatismos políticos o religiosos, rechazar los nacionalismos exacerbados, todos los cuales tienen una naturaleza odiosa y destructiva, porque parten de la intolerancia.
La literatura, igual que el arte, es una escuela de libertad, y conviene sentarnos en sus aulas. Y también es una escuela de pluralidad, de respeto por las diferencias y por la heterogeneidad del mundo, que nos resulta más rico y atractivo cuanto más diverso. Pluralidad de pensamiento, pluralidad de credos, diversidad étnica, diversidad sexual. Diversidad de la palabra creadora.
Más allá de la tolerancia, las palabras deben ayudar a situarnos dentro del otro, a trasladarnos al espacio en que viven aquellos a quienes debemos aprender a conocernos mejor, y desde allí, desde su propia posición, buscar cómo entender el mundo. Es la manera de ganar la convivencia, y que sean las ideas, más que el odio y la discriminación, las que nos muevan hacia adelante. Esa es nuestra ética del siglo veintiuno.
Las palabras son nuestra herramienta y no debe haber límites para usarlas. Los periodistas y dibujantes de Charlie Hebdo pagaron el más alto precio, que es el de la vida, por la libertad de palabra, que incluye la irreverencia, la risa y el humor y el sarcasmo, por hirientes que puedan parecer. Pagaron el precio de no imponerse a sí mismo la censura ante la amenaza del terror fanático que parece regresar hoy desde las cavernas de la historia.
Hay quienes aún reprochan a los irreverentes de Charlie Hebdo sus excesos, su insolencia, su burla de los prejuicios religiosos, sus blasfemias, y aún su grosería y vulgaridad. Si se hubieran moderado, si hubieran sido más cautos, sino hubieran causado ofensa a sus asesinos, estarían con vida. O se les acusa de ser unos provocadores. Y algunos van todavía más allá al decir que no pueden rendirles homenaje, aún muertos, porque no se identifican con su anarquismo destructivo.
Todo esto acaba de debatirse en el Festival Voces del Pen Club de Nueva York, cuando Charlie Hebdo recibió el Premio al Coraje en la libertad de expresión, y quienes se opusieron al homenaje y se negaron asistir a la ceremonia, muchos de ellos escritores renombrados, acusaron al semanario de intolerancia cultural e islamofobia.
Pero un estudio publicado por Le Monde en febrero, demuestra que solamente un 2% de las portadas de la revista, examinadas a lo largo de diez años, se burlaban del Islam o de Mahoma, de una manera que un creyente de esa religión puede tomar por blasfemia. "Hay una distinción crucial entre la blasfemia, que ataca un sistema de creencias, y el racismo que ataca a la gente de esas creencias", escribió en el New York Times el crítico literario Adam Gopnik.
No hay que dejar de tomar en cuenta, tampoco, que hay diversas clases de blasfemia, que el poder considera trasgresoras y merecedoras de castigo: blasfemias políticas, blasfemias ideológicas, además de las religiosas.
Decenas de periodistas pagan con la vida en América Latina el precio de no callarse frente a los carteles que trafican con drogas y personas, ni tampoco frente al poder gubernamental corrompido por el crimen organizado; y no callarse es una manera de blasfemar. Los medios de comunicación siguen siendo reprimidos, y se inventan leyes para intervenirlos, o para acaparar el espacio cibernético, y someter a censura las redes sociales. También son maneras de castigar la blasfemia.
El poder, cuando no es democrático, quiere siempre el silencio. Y no acatar el silencio que se impone desde arriba siempre trae riesgos. Pero bajo el silencio la escritura no existiría como instrumento privilegiado de la libertad, ni existiría la invención, que nos hace aún más libres. Es lo que Erasmo enseñó a Cervantes, y Cervantes no enseñó a todos nosotros.