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Ada Colau, imparable runrún

¿Qué verá al mirarse? Unas cejas pobladas, sin depilar, que le imprimen carácter; poca broma ante una mujer que no manipula el arco de sus cejas. Ada Colau tiene nombre de novela catalana y una mirada limpia. Hay algo en su rostro de mujer antigua, de pubilla de Terra Baixa o incluso una sobriedad risueña propia de aquellas 13 rosas republicanas. “Una mujer normal, muy normal”, le insistía a Albert Om en su programa El convidat mientras recogía la ropita tendida de su hijo. Parecía una escena del neorrealismo italiano, con su vestido moteado, doblando los pequeños calcetines del bebé que había en el tendedero. Pero ¿cómo va a ser normal Ada Colau a pesar de sus intentos por parecerlo? Se ha forjado un relato bien tejido: inquietud social desde niña, campañas antiglobalización de joven, angustia en casa por no poder pagar la hipoteca, estudios de Filosofía -a sólo un paso, dos asignaturas, de conseguir el título-, aunque acaso Colau lo asuma como una desacomplejada autodidacta que antepone el bagaje al título. No parece fortuito que estudiara Filosofía, bien consciente de la máxima de Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente”, y que se dedicara a la interpretación. Si la urgencia del desahucio no se hubiera convertido en cruzada, quién dice que no habría podido llegar a ser una Carmen Machi, provista de esas imágenes populares a las que recurre con frecuencia: “Es como mandar a un zorro a que cuide las gallinas”, o “conseguir el pan entero, no sólo las migas”. “Una ama de casa agradable”, me dice una peluquera rumana cuando le muestro una foto. “Una actriz”, opina su jefa. “Me recuerda a esa vecina comprometida con el bien común, luchadora, práctica, perseverante…, tanto que, al final, acaba resultando cargante y uno la evita en el ascensor”, opina un profesor de Ciencia Política. ¿Y en el pueblo? ¿Qué dirían en mi pueblo?: “Algo hombruna pero franca, valiente. Cuando sale en la tele un poquito pintada, está mucho mejor”. Es una política a la que los anglosajones denominarían single issue: si la sacas de las políticas sociales, su safety zone, su programa es una incógnita, aunque las encuestas le den la alcaldía. En época de bonanza líderes como ella, Manuela Carmena en Madrid o Pablo Iglesias no tendrían cancha para jugar con los bipartidistas mayores. De entre todos, Colau es quien respira una mayor cercanía, y, como la generación Podemos, sabe comerse una cámara vestida con su ropa de marca blanca. Hay un gesto que define su coquetería cuando se coloca el pelo por detrás de las orejas. Lo hace con las dos manos. No es la coquetería de una seductora, sino de quien quiere convencer, con un ansia de limpieza y la cara al descubierto, entregada al imparable runrún. (La Vanguardia)

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10 de mayo de 2015
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Juego de espejos

Pocas elecciones como las británicas permiten apurar hasta el límite el efecto de los espejos. En todas las imágenes que se han atisbado en ese mercurio electoral vemos algo de lo que nos puede suceder o ya nos ha sucedido, reflejos que confirman o desmienten esperanzas o temores. Desde La Moncloa, el espejo confirma el camino emprendido. Cuidado con los sondeos, porque se equivocan. El bipartidismo no se hunde. Los partidos emergentes quedan acotados. La economía manda: con crecimiento y creación de empleos no debieran darse derrotas del partido gobernante, sobre todo si sabe cortar los avances de la oposición como ha hecho Cameron. "Hay una cuestión muy simple en el corazón de este elección. ¿Quién quiere usted que mande en este país, la gente que ha ayudado a levantar nuestra economía o la gente que ayudó a destruirla?". Esas palabras del triunfador explican la mitad del resultado. La otra mitad es el temor esgrimido como un espantajo a una coalición entre laboristas y nacionalistas escoceses. Desde Barcelona, el espejo siembra más dudas que entusiasmos. Con 56 escaños sobre 59, el SNP no proclamará la independencia sino que intentará convertir el Reino Unido en una monarquía federal. Esa independencia es de izquierdas, con contenido social y europeísta y juega sus cartas con claridad y de frente. El espejo gira de nuevo hacia Madrid: Cameron piensa en una devolution a las cuatro naciones británicas, para que los escoceses no se vayan. ¿Alguien mira el espejo desde España? Bruselas debe hacerlo. Con este resultado, el referéndum que pregunte a los británicos si quieren salir de la UE está garantizado. Y sobre todo la negociación a cara de perro con los otros 27 socios para conseguir otra devolution, europea esta, que permita a los tories seguir dentro de Europa. Ahora el espejo regresa a Escocia: si Londres quiere irse, Edimburgo querrá quedarse. Puede haber un segundo referéndum de secesión si Reino Unido hace el suyo de salida de la UE. Se auguran negociaciones duras, a varias bandas, dentro y fuera. El mundo entero se mira en el espejo. Por el poder de la city, también por lo que queda del mito. Un ejército que todavía tiene garras. El derecho de veto en el Consejo de Seguridad. El arma nuclear que los escoceses rechazan. La corona y la lengua inglesa. Cameron ha triunfado, pero en el espejo la idea británica baja un peldaño más, y con ella la idea europea. Desde Pekín y Moscú, con luces largas, se atisban con fruición las líneas de una Europa fragmentada y débil. En Estados Unidos, por el contrario, preocupa que los británicos pierdan su condición de puente europeo, lugar donde reside la relación especial y privilegiada entre Washington y Londres. El espejo anunciaba un terremoto y lo que se ha producido es un terremoto, aunque algo distinto al que se esperaba.

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10 de mayo de 2015
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Lancha rápida

La alusión náutica del título admite diversas interpretaciones, pero el lector entiende de inmediato la precisión extrema del  calificativo “rápida” porque Renata Adler escribe (o al menos escribía cuando publicó Lancha rápida, 1976) en plan metralleta.  Parafraseando un poco su manera de contar las cosas, una página puede empezar con una reflexión (breve, por supuesto) sobre el neoyorquino medio y sus hábitos diurnos para pasar de inmediato a una pelea con sus hermanos (igual de breve y sin relación alguna con lo anterior)  y luego contar algo que le pasó en Baltimore que por una extraña asociación de ideas le recuerda el incidente con un caballo muy nervioso que pese a su poca pericia ecuestre se empeñó en montar durante un campamento de verano, empeño que le costó a una compañera la rotura de una pierna. Y aunque la autora no lo especifique claramente, deja entrever que se trataba de una niña bastante odiosa o sea que medio le estuvo bien empleado.

            Esa aventura veraniega, u otro suceso similar, bien puede enlazar de pronto con una situación desesperada que se le planteó en un aeropuerto egipcio cuando un grupo de turistas norteamericanos cuyo vuelo fue anulado ocupó a las bravas todas las plazas del avión que debía tomar la irreverente reportera de The New Yorker. Es perfectamente característico de esta autora el que no diga una sola palabra del motivo de su estancia en Egipto ni de las circunstancias políticas, sociales o bélicas que se daban en aquél momento y que en cambio cuente de forma muy detallada y bastante amena sus propias maniobras para camelarse a un piloto y viajar en la cabina de mando mientras el jefe de la expedición turística norteamericana, y promotor del asalto usurpador al avión de la Adler, se quedaba en tierra dándose a todos los diablos.

            Como no podía ser menos tratándose de un escrito (cuesta llamarlo novela por no malencaminar al lector desprevenido) publicado en los años setenta y por lo tanto en plena resaca de los diversos “sesenta y ochos” ocurridos en medio mundo, el tono general  es más bien descarado e irreverente pero sin faltar. Por aquél entonces Renata Adler se estaba erigiendo en una de las tres mujeres más leídas en Estados Unidos (las otras dos eran Joan Didion, que actualmente está siendo recuperada, y  Janet Malcolm, un tanto arrinconada en el limbo de las glorias pasadas a la espera de un regreso triunfal).  Esa fama le permitía llevar a cabo de una forma muy personal los encargos que su periódico le hacía. A lo largo de su dilatada carrera como reportera de mesa y enviada especial, Renata Adler trató temas tan variados como las guerras de Biafra o la de Los Seis Días, por descontado que estuvo varias veces en Vietnam y nunca volvió de allí convertida en una heroína para los brass boys del alto mando de su país. También estuvo en Selma (Alabama), cuando Martin Luther King llevó a cabo su histórico paso sobre el puente Edmund Pettus, una hazaña recientemente recordada por  Obama casi cuarenta años después.  Sus crónicas sobre la agonía de Nixon durante sus últimos años en la Casa Blanca debieron ser como una pesadilla para el presidente finalmente defenestrado. La recopilación de sus trabajos periodísticos eran publicados regularmente y contribuían a sustentar el prestigio de su autora. Por en medio, Lancha rápida (1976) fue un bombazo editorial que le valió numerosos elogios y la atención de la crítica, que habló de “una nueva escritura” y “un paso adelante en el arte de narrar”, y que años después todavía sería considerada como un ejemplo a seguir por gente tan poco dada al elogio fácil como David Foster Wallace.   

            Pero los espadachines, como los viejos pistoleros de la frontera o  los críticos tremendistas (aquellos que, aparentemente, no pasan una) están condenados a topar con alguien que tiene el gatillo más fácil o que es más hábil en la estocada, y están asimismo condenados a herir de muerte a quien no tocaba. El gran error de Renata Adler  fue reducir a escombros a Pauline Kael, una mujer que había guiado los gustos cinematográficos de al menos dos generaciones. Quien se maneje mínimamente con el inglés tiene en Google el famoso artículo de Renata Adler titulado The Perils of Pauline, un ejemplo de cañonazo periodístico riguroso,  documentado y argumentado hasta la saciedad, y en el que entre otras minucias ponía de manifiesto las preferencias sexuales de la crítica (sadismo, sumisión,  violencia, etc) así como las numerosas pifias cometidas durante sus comentarios cinematográficos.

Por aquellas cosas que pasan, Pauline Kael era muy querida del público y si Renata Adler se propuso destruirla lo consiguió, pero de rebote se buscó ella misma la ruina porque de pronto sus desplantes e ironías y sus bromas cáusticas dejaron de caer en gracia y desde la década de 1980 hasta la nueva aparición de sus obras, ya bien avanzado el presente siglo, ha vivido arrinconada y sin pena ni gloria. Pero a su regreso, con cerca de ochenta años, resulta que sigue llevando la misma trenza que tanta fama le dio cuando la fotografió Richard Avedon en la cumbre de su fama.

 

Lancha rápida

Renata Adler

Traducción de Javier Guerrero

Sexto Piso

 

 

 

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Bolivia, Chile y el mar

Entre los recuerdos más vívidos de mi adolescencia se encuentran las ceremonias cívicas por el día del Mar. Ese 23 de marzo, los alumnos de medio de los colegios privados y fiscales desfilábamos por las calles de Cochabamba, y terminábamos en la plaza Cobija, donde escuchábamos los discursos de las autoridades. Todos los discursos eran blandos, predecibles, pero había uno, el de Gaby del Mar, que destacaba. Gaby, siempre muy bien vestida en esas ceremonias y con una patriótica escarapela en el pecho, era presidenta del Comité Pro Mar Boliviano. Su furor con el tema del mar le había ganado ese apodo. Había que escucharla hablar desatada de los chilenos invasores, de la sangre derramada, y del hecho inevitable de que algún día, por la razón o la fuerza, volveríamos a las costas perdidas. Podíamos estar distraídos, pero cuando hablaba Gaby la escuchábamos. Descubríamos el poder de la retórica, la capacidad de un político para exaltar a la multitud. Terminado el discurso salíamos mejores, listos para el combate. Por suerte no había ningún chileno cerca, nos decíamos, porque nos la pagaría en ese instante. Todo volvía pronto a la normalidad --¿nosotros, por la fuerza? ¡Si en menos de una hora Chile puede tomar el Palacio Quemado!--, y de Gaby del Mar no volvíamos a saber hasta el próximo 23 de marzo. Nunca hubo otro líder regional que le tomara la posta, hubiera sido difícil.

Yo vivía en el barrio de la Recoleta e iba al colegio Don Bosco, a unos diez minutos caminando. En el camino cruzaba por el puente del Topáter y la estatua de Eduardo Abaroa, que a veces lucía polvorienta y otras brillaba con el fulgor de la pintura nueva. Abaroa apoyaba una rodilla en el suelo, tenía la escopeta levantada y estaba a punto de pronunciar la frase heroíca con que había pasado a la historia, cuando, defendiendo el puente del mismo nombre durante la guerra del Pacífico, gritó al intimársele rendición: "¿Rendirme yo? Que se rinda su abuela, carajo". Mis compañeros y yo nos preguntábamos qué significaba ser héroe; había tan pocos en nuestra historia que eso hacía aun más grande a don Eduardo. Curiosamente, en colegio nunca nos enseñaron nada de la persona detrás del retrato. Mucho después me enteré de que Abaroa era un empresario que había ido a Calama a arreglar asuntos privados, que ahí lo agarró la guerra, y decidió ofrecerse como voluntario y quedarse a pelear, aun sabiendo de la inferioridad numérica de las tropas bolivianas.

En el Don Bosco me impresionó mucho la lectura de un libro de un filósofo boliviano, Guillermo Francovich -hoy olvidado--, que hablaba de que uno de los mitos profundos de Bolivia era el del destino adverso, la sensación que se tenía de que, no importara lo que hiciéramos, las cosas nos iban a salir mal. Se recordaba el hecho de que hubiéramos perdido todas las guerras, incluso contra el Paraguay, que supuestamente debíamos ganar. La culpa de ese destino adverso -esto no lo dijo Francovich, lo decíamos nosotros en el colegio- la tenían los chilenos por habernos dejado sin mar. Éramos un país enclaustrado, en permanente crisis económica debido a que los puertos nos quedaban lejos, y sin una mentalidad abierta debido a esa mediterraneidad. No podíamos mirar más allá de nuestras narices, nos topábamos siempre con las montañas. Necesitábamos el mar. Era cierto que esa falta de acceso afectaba, pero no que de eso se dedujera que la usáramos como excusa para todos nuestros problemas. En eso imitábamos a nuestros políticos, que apenas se veían en un lío agitaban la bandera nacionalista y recurrían a Chile para unificar el país. Podíamos estar en desacuerdo en muchas cosas, pero en ese tema coincidíamos todos.

La culpa también la reservábamos para nuestras élites dirigentes, los gobernantes que no fueron capaces de construir un proyecto de nación incluyente, abarcador. Otro de los grandes momentos del imaginario popular es cuando el general Hilarión Daza, presidente de Bolivia, se entera en pleno carnaval de que las tropas chilenas han invadido el territorio nacional, y hace lo que todo buen dictador: decretar que continúe la fiesta y ocultar por unos días la noticia de la invasión. Perdimos la guerra por culpa de un presidente que quiso seguir en carnaval, decíamos. Una imagen demasiado acertada como para que fuera realmente verdad. En todo caso, es lo que queda: la guerra del Pacífico es para nosotros un presidente enredado en las serpentinas del carnaval y un héroe acordándose de la abuela de los enemigos minutos antes de morir.

Se nos inculcó un antichilenismo a medias. Chile era el usurpador, pero eso no implicaba que en colegio no nos hicieran leer a Pablo Neruda o a José Donoso. En el equipo de fútbol de mi ciudad, el Wilstermann, jugaban dos chilenos, Víctor Hugo Bravo y Abel Gangas. Luego llegó otro, Víctor Eduardo Villalón, que incluso se nacionalizó y jugó por la selección nacional (uno de ellos puso luego una sandwichería cerca de mi casa, se llamaba el Once y yo no sabía por qué; ahí descubrí los Barros Luco y los Barros Jarpa). No había contradicciones: Chile, la abstracción, era el enemigo a odiar, uno de los culpables de nuestro destino adverso, pero luego, en la cancha de fútbol, admirábamos a los chilenos que nos llevaban al título nacional, y a los quince años plagiábamos poemas de Veinte poemas de amor y una canción desesperada para nuestras novias. No faltaban los chicos de la clase media que querían ir a estudiar a Santiago, y tampoco los familiares con enfermedades serias que iban a hacerse ver a clinicas chilenas. Para los largos feriados, Arica e Iquique eran opciones viables; además, se podía ir por tierra.

Los primeros chilenos de los que me hice amigo fueron compañeros de universidad en Berkeley y escritores que conocí gracias a antologías y ferias del libro. Curiosamente -o quizás no--, el tema del mar no fue crucial con ellos; nunca hubo un intercambio agresivo de opiniones ni mucho menos. Es cierto que detectaba en algunos un amable sentimiento de culpa, que no les quitaba el sueño pero que tampoco tardaban en exteriorizar. Apenas sabían que era boliviano me decían que estaban conmigo, que les encantaría que Bolivia tuviera mar, aunque estaban conscientes de las dificultades, el sector conservador del país no cedería fácilmente. Viajé a Chile la primera vez a fines de los noventa, y sentí que tanto apoyo era sospechoso. Quizás decían esas palabras por quedar bien con el visitante. O quizás simplemente pensaban que sí, que no estaría mal solucionar un problema de tan larga duración. En todo caso yo nunca les eché en cara ni su apoyo ni su indiferencia a la causa marítima. Nuestra amistad discurrió por otros caminos. Siempre supimos que la historia estaba ahí pero que era más lo que unía que lo que nos separaba.

Yo pertenecía a una generación y a un país con baja autoestima, que veía el tema del mar con resignada nostalgia, el sueño del puerto propio como una utopía. Las cosas han cambiado desde entonces. Ahora Bolivia se siente más segura de sí misma, y asiste a los alegatos en La Haya convencida de que la razón y la emoción la asisten. Y recuerdo a un compañero en la universidad cuyo padre había participado en el equipo negociador por el tema del mar, en los años de Pinochet. Tenía mapas del puerto que Chile nos concedería y los colgaba en las paredes de su escritorio. Quería seguir la estela de su padre, y yo llegué a admirarlo, pero sospechaba que esos mapas solo serían parte de un atlas de países imaginarios. Tanto él como la gran mayoría de los bolivianos -entre la que me incluyo-- ya no creemos en el mito del destino adverso y preferimos culpar de nuestros errores a nosotros mismos y no a Chile. También pensamos que es hora de que el sueño del mar se realice.

 

(Qué Pasa, 8 de mayo 2015)
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8 de mayo de 2015
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Arabia Infeliz

Yemen queda muy lejos. Además es uno de los países más pobres de la tierra, en el último peldaño del índice de desarrollo humano de Naciones Unidas (el puesto 154 de 187). No hay otro más pobre en Oriente Próximo. También es un Estado fallido, donde la guerra civil tiene carácter endémico. Esos rebeldes houthis que han echado al presidente en ejercicio, Abdrabbo Mansur Hadi, llevan dando guerra desde 2004, siete años antes de las revueltas de la primavera árabe que echaron al anterior presidente, Ali Abdalá Saleh, y once antes de los actuales bombardeos con que intenta frenarles la coalición árabe dirigida por Arabia Saudí.

Lejano e indescifrable. No hay dos bandos en la guerra civil, sino tres: el tercero es Al Qaeda, enemigo jurado de los otros dos al que nadie combate ahora, ni siquiera Estados Unidos, que ha retirado su contingente de apoyo a los bombardeos con drones. Nada más frecuente que las reversiones de alianzas, que convierten al enemigo de ayer en el amigo de hoy. Los houthis se levantaron contra Saleh, su actual aliado, a pesar de que su líder de entonces, Hussein Al Houthi, perdió incluso la vida en los combates. Es incomprensible sobre todo desde Occidente. Desde Riad o Teherán está todo muy claro. Los saudíes y los iraníes combaten entre sí por fuerzas interpuestas para asegurarse la hegemonía sobre la región, dejando de lado al enemigo menor que más asusta en Occidente como es el Estado Islámico. Así sucede en Siria como en Yemen, casillas de un laberíntico tablero geopolítico en transformación, donde cada uno pone a prueba sus fuerzas, justo antes de un acuerdo nuclear con Irán que los saudíes, como los israelíes, preferirían que fracasara. El 26 de marzo, con los bombardeos saudíes sobre Yemen, empezó una desigual guerra entre uno de los países más ricos y poderosos del planeta, apoyado por una amplia coalición árabe, y la guerrilla que se ha apoderado de parte del país miserable que es su vecino. Con unos perdedores seguros, los yemeníes, que ya han sufrido 1.200 víctimas mortales, 300.000 personas desplazadas y un empeoramiento generalizado de las condiciones de vida, agua potable y acceso a la salud de gran parte de la población. En Oriente Próximo, como en todas partes, los errores de hoy son la semilla de las catástrofes de mañana. Además de pobre, Yemen es un país muy joven. El 63% de la población tiene menos de 25 años. Su tasa de fertilidad es de las más altas de la región, de forma que sus 24 millones de habitantes de ahora llevan camino de duplicarse como mínimo a mitad de siglo. Esos son ingredientes excelentes para fabricar carne de cañón dispuesta para cualquier cosa: guerras abiertas o inacabables campañas terroristas. Aunque está a escasa distancia de la opulencia de Dubái o Abu Dabi, Yemen es todo lo contrario de la Arabia Feliz, el nombre que le dieron los romanos.

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7 de mayo de 2015
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Ser Dios es demasiado fácil

Se dice que el que sabe más de lo que ha aprendido es un genio. Pocos se merecen ese atributo como Welles, que fue tan genial que acabó renunciando a su propia genialidad, como Shakespeare cuando se refugió en su pueblo, donde únicamente escribió su árido testamento. Eso solo lo hacen los que ya están más allá del yo y del otro. También más allá de toda forma de ilusión.

Renuncian a lo que el destino les dio de más valioso. Están más allá del valor y más allá de toda valoración.

Ya se han cansado de delirar. Sienten, como César, que se ha acabado la comedia, y ni siquiera animan al público a aplaudir.

Al hablar así pienso en el Orson Welles de la última época, y también en el Orson Welles errando por Europa.

En su versión de la obra maestra de Cervantes, Welles concibe un don Quijote catatónico que va recitando sus discursos por la inhóspita llamara. Son discursos que se pierden en la nada mientras el caballero avanza hacia ninguna parte. Se trata del Quijote más existencialista jamás concebido.

Seguramente el mismo Orson se vio así más de una vez, como un charlatán errabundo buscando fondos para sus películas y sus banquetes.

Regresó a América para hacer de payaso. Fue otra forma de despojamiento. Pero antes había dejado tras él el mejor cine de todos los tiempos, no se sabe muy bien de qué manera. Welles lo intentó explicar con una simple frase: “Dirigir es la cosa más fácil del mundo”. Sí, también Valéry pensaba que “ser Dios es demasiado fácil”.

 

¿Arrogancia? No, más bien parece la humildad fundamental de la ironía desinflando la cansina vanidad del arte. 

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7 de mayo de 2015
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