Joana Bonet
La ropa recién comprada trae un olor a nuevo: la asepsia del plástico, el soplo del ambientador, su garantía de virginidad. La liberas de las hojas de fino papel, blanco o negro, según la delicada tradición de proteger la prenda hasta su despertar en la realidad, pero, al desplegarla, la satisfacción del estreno dura un instante: cordeles, plásticos punzantes, imperdibles o, en la costuras, rematadas con hilos superglue, un surtido de etiquetas te amenazan. De cinco a doce he llegado a contar entre la de la marca, la de la talla, la del número de serie y la de la composición y el modo de lavado. Concluye, en la nuca o algún otro punto estratégico, el obligado made in Camboya, Corea o China, exceptuando el lujo, aunque no todo sea el made in France de Chanel o el made in Italy de Prada.
Entiendo que las personas hábiles pueden considerar nimio el acto de enfrentarse a ellas, que en cambio tan engorroso resulta para los compradores torpes que emprenden una relación de creciente enemistad con ellas. Si son expeditivos, se proponen meterles la tijera de raíz, más allá de la línea de puntos para que no quede un filo cortante que te recuerde su presencia, pero en más de una ocasión acaban dañando la prenda y abriendo una brecha tan sólo suturable con un remiendo antes de ser estrenada. Los más conservadores pasan días soportando una rugosidad en el cogote, la cintura o los flancos, hasta que acaban por aborrecerlas. Desde hace un tiempo, es cada vez más difícil dar con una camisa que no esconda una baraja de ellas como manual urgente de idiomas. Los gigantes que han globalizado el low cost utilizan un fino poliéster a fin de que abulten menos, mientras que los dioses del denim divierten a su clientela con cadenas metálicas y etiquetas que parecen entradas de un concierto hasta el extremo de que más de uno creía que iban con el modelo.
La periodista Rebecca Willis se preguntaba recientemente en el suplemento Intelligent Life del diario The Economist por qué unos vaqueros deben ir acompañados de 700 palabras. “Son útiles hasta cierto punto, pero cuando la etiqueta de un jersey que cuesta 29,99 libras reza ‘sólo limpieza en seco’, uno ya sabe que es sólo para que en la tienda en cuestión puedan decirle ‘se lo advertimos’ si lo mete en la lavadora y sale del tamaño de Barbie”, escribe. Esas gavillas de etiquetas representan legalidad y conciencia tranquila: que la prenda ha pasado controles éticos y de calidad, a fin de digerirse sin culpas su etiqueta made in Bangladesh. Aunque habría que calcular cuánta mano de obra barata necesita cada etiqueta, y cuánta letra precisa en verdad un vestido, con independencia de sus centímetros.
(La Vanguardia)