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La hora de los ?assistants?

Cuando los profesionales de élite empezaron a cambiar a sus secretarias hipereducadas por un assistant con dos másters, tres idiomas y un “sí” permanente en su sonrisa, el neologismo trajo dudas y resistencias, habituados como estábamos a la asistenta, que a su vez había sustituido a la criada. Porque el mero apoyo secretarial fue usurpado por la tecnología, y la creciente competitividad requería otro tipo de colaboración basada en tres ejes: preparación, criterio y solvencia. El nuevo liderazgo, más horizontal y menos engolado, instauró otra idea acerca de las formas del poder que los gurús de Palo Alto se encargaron de exhibir con sus mesas redondas y sus videojuegos en la oficina. Así fue como muchas secretarias quedaron restringidas para los peces gordos, necesitados de sus primores, mientras que los assistants iban escalando posiciones al lado de profesionales de éxito como una especie de apuntadores o spin doctors júniors prestos a desarrollar estrategias además de reforzar anímicamente a sus jefes si se les fundía alguna bombilla. Los primeros que se presentaban como asistentes de un diseñador, arquitecto o empresario tuvieron que barrer complejos demostrando que, si bien su puesto conllevaba alguna orden de tipo doméstico, la suya era una posición de confianza y privilegio. Casi tan ocupados como si fueran ellos las estrellas, con un alto nivel de presión y una diversificación de tareas que van desde ayudar a hacer los deberes de los hijos hasta la documentación de una ponencia, el assistant ha ido ganando poder de influencia y sacando la patita del pedigrí, hasta el extremo de ocupar el foco. Ahí está Hollywood, sin necesidad de guión, donde los assistants de Lady Gaga, Naomi Campbell, Lindsay Lohan o Claire Danes se encargan de airear trapos manchados: desde tener que dormir con ellas cogiéndoles la mano, hasta encender velas de azucena a su paso, o recibir un telefonazo en la cara. Tanto es así que dos jóvenes mallorquines -Brais Vilasó y Xim Ramonell- decidieron explicar el fenómeno de la moda desde esa “segunda línea” y empezaron a editar una revista de moda llamada Assistant, en la que en lugar de ir a por los grandes se ocupan de buscar a sus manos derechas: jóvenes que saben mucho más de lo que cuentan y que aprenden de sus jefes cuán esquivo y peligroso es el éxito. “Ser asistente no es tanto ser el segundo como el siguiente. Ser una máquina de absorber, y en el momento justo dar el salto”, señala Vilasó. Primero hay que construir la confianza y, progresivamente, hacer valer las buenas ideas propias, hasta que un día, el jefe se da cuenta de que quien de verdad manda es su assistant, y tiene dos ­opciones: despedirlo o cederle el paso. (La Vanguardia)

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10 de junio de 2015
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Cuidado con ese escritor infinitamente delgado

Ahora que vivimos en la edad de la grasa, resulta estimulante acordarse de aquel escritor “infinitamente delgado” llamado Kafka, y volver a explorar un poco sus alucinantes creaciones.

Entrando en materia, confieso que he leído con placer el relato de Jesús Marchamalo Kafka con sombrero. A través de tan solo treinta páginas vamos viajando por la vida de Kafka y sus momentos fundamentales, guiados por un narrador que destila un humor muy fino y una sana ausencia de patetismo, sin por eso dejar de mostrar verdadero amor hacia el autor de Praga.

Como indica Marchamalo, la vida de Kafka parece estar presidida por “la frialdad austera y silenciada de la muerte”, de la muerte que él mismo experimentó en una clínica para tísicos y de la que conocieron sus hermanas en los campos de exterminio. Kafka llegó a pesar cuarenta y cinco kilos, como el “artista del hambre” de uno de sus relatos, y empezaron a circular sobre él muchas leyendas, como les ocurre a todos los escritores que inauguran una época. De algunas de ellas se hace eco el relato de Marchamalo, que me ha animado a revisar un poco la obra de Kafka. Tras hacerlo he sacado las siguientes conclusiones:

Hay en Kafka mucho de fabulista, y a veces la fábula se impone a la narración, como ocurre en La metamorfosis, novela con la que Kafka supo resucitar de forma original y sorprendente las antiguas fábulas de animales. Es el regreso de Esopo, pero de un Esopo agobiantemente existencialista.

En otras novelas Kafka nos presenta un poder muy deshumanizado, desplegando ampliamente los tres elementos de la deshumanización: el hermetismo, la autosuficiencia y la atomización. Recordemos El proceso. Ahí el poder es tan hermético que está más allá de toda comprensión, y es tan autosuficiente que no precisa del apoyo de nada ajeno a su propia estructura, lejana, muda, absoluta. Lo mismo ocurre en El castillo. Y ese poder lo atomiza y lo desarticula todo: es un poder que no permite al individuo hacerse una idea general del mundo.

Nadie ha desplegado mejor que Kafka la geografía de la incertidumbre y el caos, nadie nos ha colocado de forma tan paradójica y tétrica en el hombre de nuestro tiempo, que ha visto la muerte de Dios y la descomposición de la idea de destino, y todo con cierto humor. Siempre se oyen risas en los pasillos del extravió, y a veces sus novelas pueden leerse como una disparatada diversión.

Cuando lees a Kafka en la adolescencia te lo tomas de forma demasiado trascendente, y sólo en la madurez descubres que es un gran humorista, sobre todo en algunas de sus narraciones breves. Pocas veces me he reído tanto como cuando leí El topo gigante. Un cuento que acaba en su punto más culminante, y que tiene que acabar ahí porque está sujeto a una tensión que no se puede prolongar, como ocurre en más de un cuento de Carver.

Y Kafka inauguró como quien dice nuestro tiempo y nuestro ámbito: la incertidumbre y el caos. Alegra que la mejor narrativa esté siempre conectada con otros espacios del saber, en contra de lo que suelen creer los que ven la literatura como un territorio autosuficiente que se nutre de sus propias heces. Los relatos de Kafka, por ejemplo, parecen anunciar el principio de incertidumbre del físico Heisenberg, si bien con cierta antelación, ya que Heisenberg formuló su célebre principio en 1925, y para entonces Kafka llevaba un lustro en el país de los justos.

Se supone que las narraciones sirven para ordenar el mundo. Kafka consiguió que sus narraciones sirviesen para desordenarlo. A menudo sus relatos no tiene final porque no pueden ni deben cerrarse. Cerrarlos supondría enmarcarlos en un orden y caer en la tentación de la certidumbre. Por alguna razón, Kafka no cayó en esa tentación en la que es tan fácil caer.

Un hueso duro de roer: Kafka es la escritura de la no consolación.

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10 de junio de 2015
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Las ciudades del sol

La carretera que lleva desde Santa Cruz de la Sierra hasta la frontera con Brasil se extiende por la planicie en una recta infinita, como tirada a cordel, y el paisaje salteado de campos de soya me recuerda al de Nicaragua. Los cerros son raros, apenas uno o dos en la distancia cuando bajo un cielo nublado nos acercamos a nuestro destino que es San José de Chiquitos. La explicación es que chiquitos pasaron a ser llamados los naturales de la región a la llegada de los colonizadores debido al exiguo tamaño de las puertas de sus chozas, y así fue bautizada también su lengua.

La Chiquitania, el mítico territorio de las misiones de los padres jesuitas que comenzaron a establecerse en Bolivia a finales del siglo diecisiete, obra iniciada en Paraguay y en los territorios fronterizos de Argentina y Brasil. Una utopía que vio su final cuando Carlos III decretó la expulsión de los miembros de la orden de los territorios de la corona española en 1767, con lo que las poblaciones indígenas de las reducciones se dispersaron o cayeron en la servidumbre.

Hay una banda sonora que llevó en la cabeza mientras nos acercamos las goteras del pueblo, la que Ennio Morricone compuso para la película La Misión de Roland Joffé; y lo mismo me persigue la imagen con que el film se abre: el misionero jesuita atado a una cruz que va dando tumbos entre las aguas embravecidas, hasta despeñarse por el torrente de la catarata del Iguazú, sometido al martirio por los indios guaraníes.

También ronda mi cabeza el largo poema La arcadia perdida de Ernesto Cardenal, donde describe con admirada meticulosidad la vida y organización de las misiones, separadas unas de otras por centenares de leguas, entre selvas y páramos: "En las oscuras selvas del Paraguay/Por esas avenidas iban y venían los indios con poncho y boina/Niños de doce años tocaban con el arpa melodías de Bolonia/Máquinas hidráulicas extraían el agua de los ríos/Cada reducción con inmensas huertas..."

Hay quienes las califican de una "teocracia socialista", organizadas bajo un modelo paternalista de premio y castigo. En todo caso, una singular experiencia de evangelización de infieles y de colonización comunitaria como no se vio en ninguna otra ocasión en América, sobre todo tratándose de territorios remotos e inaccesibles.

La vida primitiva de quienes eran atraídos a las reducciones por los jesuitas sufrió una transformación radical. Siguieron hablando sus lenguas originales, que fueron respetadas, y aprendieron a trabajar en comunidad en la agricultura y en diversos oficios artesanales e industriales, para su propia manutención y el beneficio de las misiones, que llegaron con el tiempo a ser muy ricas, y por tanto envidiadas y codiciadas.

Beneficiaban azúcar y hierba mate, fabrican tejidos de algodón, lo mismo que muebles y joyas, y tenían fundiciones de bronce y estaño, además de procurarse sus propias armas. Y una de las ventajas que los indígenas encontraron en las reducciones, es que podían defenderse de ser tomados como esclavos por las bandeirantes que incursionaban desde el territorio de Brasil.

Una utopía como la de Campanella o Tomás Moro, que también se parecía al sistema de las sociedades comunitarias prehispánicas. Un modelo que atendía a la redención de los indios que de otro modo irían al infierno, viviendo como antes vivían en la poligamia y entregados al culto de dioses falsos. La doctrina salvaba sus almas, pero la organización comunitaria proveía a sus cuerpos, y también a sus espíritus.

Sino que lo diga la música. Los aborígenes aprendieron en las misiones el arte del canto, a tocar los instrumentos europeos, arpa, vihuela, violín, viola, y también a fabricarlos con gran destreza. La evangelización encontró un vehículo propicio en las artes musicales, y en lo hondo de los montes empezaron a resonar las más complejas piezas renacentistas y barrocas, de Arcangelo Corelli a Händel y Vivaldi.

Los padres jesuitas eran maestros músicos y quedan centenares de piezas de su autoría, aunque anónimas, que pudieron ser preservadas a lo largo de los siglos por el celo de los indígenas; y así mismo enseñaban a componer: en los festivales chiquitanos se ejecuta una ópera, obra de uno de aquellos discípulos nativos.

Y también eran arquitectos y maestros constructores, como lo demuestran sus soberbios templos como este de San José de Chiquitos, de espléndidos altares barrocos recubiertos de pan de oro, que admiramos durante un recorrido nocturno. Al pie del altar mayor, la Orquesta San José Patriarca compuesta de niños y adolescentes, nos obsequia con un impecable concierto.

El pasado no muere. La dirige el maestro francés Antoine Duhamel, y sus pequeños músicos tocan con brío piezas de Purcell, de Haydn y de Mozart. El método de aprendizaje proviene del que ha desarrollado en Venezuela el maestro José Antonio Abreu para la red de orquestas Simón Bolívar.

Al final del concierto le pregunto a una de las ejecutantes, que andará por los doce años, cuánto tiempo toma aprender a tocar un instrumento. "Toda la vida", me responde con aplomo, "en música nunca se deja de aprender".

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10 de junio de 2015
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Paseos por Berlín

Franz Hessel, nació en 1880 en Stettin (Pomerania), aunque los años decisivos de su formación los pasó en Berlín. En 1900 se trasladó a Múnich, donde estableció una fecunda relación con Stefan George, y a partir de 1906 alternó prolongadas estancias en París con visitas frecuentes a su ciudad de adopción, Berlín, fundamentalmente en su calidad de traductor y colaborador externo de la editorial Rowolt. Fue un hombre extremadamente discreto y poco dado a la presencia pública, hasta el extremo de que su figura podría estar hoy casi olvidada fuera de los círculos más eruditos de no mediar dos circunstancias perfectamente ajenas a su quehacer intelectual. En 1920 escribió Romance en París, una novela que pasó sin pena ni gloria hasta que en 1953 François Truffault la llevó al cine y la hizo mundialmente famosa bajo el título de Jules et Jim. Hessel había muerto doce años atrás en el más completo anonimato, pero incluso de haber estado con vida hubiese renunciado con firmeza pero sin estridencias a esa fama vicaria. Si detrás de Jules estaba él mismo, Jim escondía al crítico Henri-Pierre Roché, un amigo de Hessel que mantuvo con la entonces esposa de éste, Helen Grund, el sugestivo mènage à trois  que tanto llamó la atención en la opinión pública del momento y que, es de suponer, tantos matrimonios debió de pulverizar cuando las esposas se avinieron a encarnar el papel que con tanto donaire llevaba Jeanne Moreau en la película. El otro momento de fama le llegó de refilón ya bien entrado el siglo XXI cuando su hijo Stéphane publicó un libro/manifiesto que iba a tener incalculables consecuencias entre los jóvenes asqueados de la sociedad de su tiempo: ¡Indignaos!

                El aspecto más notable y provechoso de las estancias de Hessel en París fue, de un lado, el profundo conocimiento y complicidad que llegó a adquirir con la ciudad y que luego podría aplicar al recuento de sus paseos por  Berlín. Pero más decisiva aún iba a ser su amistad y colaboración con Walter Benjamin,  con el cual llegó a traducir al alemán una gran parte de En busca del tiempo perdido, de Proust. Ambos vivían de lleno el bullente París de los Años Veinte, cuando la pintura, la música, la literatura y, cómo no, el pensamiento, estaban recibiendo unas corrientes de extraordinaria creatividad e inventiva. La Primera Guerra Mundial había sido una verdadera hecatombe para Europa y era imperativa la búsqueda de  vías con las que cimentar los nuevos tiempos.

                Benjamin y Hessel estaban inmersos en esa búsqueda de horizontes nuevos y,  cada cual a su manera, eran muy conscientes del papel que les correspondía jugar. En la práctica, Benjamin se inclinó por retroceder hasta el Segundo Imperio y situó, en la figura de Baudelaire, el nacimiento de la modernidad metropolitana. En este sentido es fundamental un pequeño texto titulado “El pintor  de la vida moderna”, en el que el poeta francés destacaba la peculiar mirada del “paseante” (el flâneur) capaz de descubrir, interpretar y revitalizar el paisaje urbano. A diferencia del viajero clásico ( y sobre todo en contra de la peor versión de éste, el turista) el flâneur no deambula por las calles en busca de monumentos, lugares emblemáticos o símbolos universales que denoten la inmutable trascendencia de la ciudad. Para Benjamin, el flâneur ha tenido que reeducar su mirada y darle la capacidad de percibir síntomas, huellas, presencias antiguas y esencias (que tanto pueden ser olores como colores o sonidos) capaces de articularse en forma de un discurso personal, inédito e irrepetible, pero al mismo tiempo reconocible y asimilable por parte del lector.

                Aunque Hessel era menos teórico que Benjamin, casi al mismo tiempo de publicar Paseos por Berlín escribió un pequeño ensayo titulado “El difícil arte de pasear” en el que exponía sus ideas sobre el ejercicio del paseo y que, resumiendo mucho su posición, podría expresarse diciendo que el flâneur es el guardián del genius loci, el hombre que recorre las calles sin un propósito definido y, mucho menos aún, una idea preconcebida. Por mal que le miren los atareados ciudadanos, por sospechosa que sea la presencia de un desocupado que husmea los rincones sin interés aparente o que importuna a los residentes con sus preguntas y precisiones, el paseante se impregna lentamente de las sorpresas que le brinda el azar.

                En la práctica, Franz Hessel tradujo ese afán por merodear en un libro delicioso. Muchas de sus observaciones y noticias son de los Años Veinte, y desde entonces la capital alemana ha sufrido convulsiones tan poderosas como el ascenso de la pequeña burguesía que nutría las filas del partido Nacional Socialista y el arrasamiento de la sociedad judía, o convulsiones tan arrasadoras como los bombardeos de la Segunda Gurerra Mundial y la posterior (y actual) reconstrucción a base de planes muchas veces faraónicos. Y sin embargo, aunque el Berlín del que habla Hessel poco tiene que ver con el actual, el libro es una joya repleta de pequeños hallazgos  (esos hombres-anuncio con carteles que dicen: WALTERCITO, EL CONFORTADOR DE ESPÍRITUS CON UN CORAZÓN DE ORO…EL CAÑÓN DEL ÁNIMO MÁS FAMOSO DE BERLÍN…), la detallada descripción de los diferentes talleres artesanales reunidos en un antiguo almacén (cómo se fabrica y decora un marco de espejo, por ejemplo) o detalles curiosos, como el comentario a la “próxima” inauguración del famoso templo de Pergamon. Como le ocurre al París de Leon Paul Fargue, el Berlín de Hessel es la experiencia de toda una vida y habla de él como hablaría de su familia, o de su casa. Y la narración resulta apasionante y entrañablemente cercana.

 

Paseos por Berlín

Franz Hessel

Traducción de Manolo Laguillo

Errata Naturae

                 

 

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9 de junio de 2015
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Peregrinaje

En el extremo norte de la isla de Mallorca, rebasada la Atalaya de Albercuix, se abre la bahía de Formentor y su célebre hotel. Hoy el agua amaneció rizada por una discreta brisa que arrugaba la superficie lo justo para que no reflejara la dramática roca que los marinos llaman Puig del Águila. Aquí Adan Diehl construyó a principios del siglo pasado, cuando sólo era accesible por mar, un hotel heroico. Se conserva asombrosamente intacto, pero el inmenso jardín ha ido creciendo durante los últimos 80 años.

Le pido al jardinero, Cristofol de Sa Pobla, más conocido como Tofolet por ser el más bajo de los cuatro cristofols que trabajan en la casa, que me acompañe en un peregrinaje botánico. Pasamos la gravilla de flores azafranadas, la jacaranda lila, el limonero y el granado, los temibles pinchos del árbol de la lana, el ceibo cresta de gallo, los nísperos y palmitos, cruzamos los arcos de trompetas moradas y llega la cascada de flores. Los carnosos lilium rojos y amarillos, las espesas buganvilias, las daturas rendidas a la tierra, los hibiscus, y así hasta alcanzar la enorme escalera cuyos 50 tramos te lanzan sobre el mar. La sábana azul resplandece y los rizos vítreos bailan como miríadas de insectos encendidos.

Aquí se bañaban los dioses y también aquellos nórdicos de pálida carne cuyas vidas cuenta con tanto arte María Belmonte en su libro sobre los peregrinos que bajaron hasta el Mediterráneo buscando un mundo empapado de sangre y semen. Los que aborrecieron de la metafísica y cuyo cerebro se fundió anegado por la luz. Muchos de ellos duermen bajo matas de lavanda, de orégano, de tomillo, en quebradas o en campos de amapola de Italia y Grecia.

Cruza ahora sobre esta página la sombra de una escéptica gaviota y lanza una carcajada en su honor

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9 de junio de 2015
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Nafarroísimo

Navarra deriva del vasco ‘nabarra’ (multicolor, abigarrado, variopinto, mestizo, mixto, jaspeado y todo en ese plan). En la antigüedad ‘navarros’ eran los de la comarca entre Deio y Urbasa, luego se juntaron con los pamploneses, y como mínimo ya para el año 1000 (sponda Navarrensis) el nombre se había generalizado  y aparece con su grafía actual de Navarra.
 
Naffarroa, en cambio, es un neologismo del clérigo calvinista Leiçarraga (1571), se trata de la transcripción toscamente fonética del francés ‘navarroi’. El clérigo se lo sugiere a Jeanne d’Albret la reina conversa: se trata de renombrar Navarra y convertirla al calvinismo, involucrándola en las guerras religiosas francesas del siglo XVI. Naffarroa fue un término ideado desde el fundamentalismo y el furor didáctico, y lo chistoso es que hablando en castellano funciona como santo y seña del converso vascojonado (uy perdón, quería decir vascojonudo, dícese del vasco con más conmilitones, y no vascojonado, dícese del vasco temeroso de no dar la talla).
 
Esto porque, con las elecciones, aquí en Navarra retumba el nafarroísimo. Navarrísimo fue el slogan del rancio calderete, Nafarroa es la estrella amarilla en la punta de la lengua.
 
Entretanto resulta que la única persona a la altura del momento político es la Chivite. Ha estado sensata en todo lo que ha dicho. Tendría que postularse la moza como presidenta de un gobierno navarro formado por independientes que no tuvieran ánimo didáctico, y el mínimo nafarroísimo posible, que cansa mucho, y doctrinarios no, bases fuera. No sé si le votarían de ninguna de esas dos facciones que entretanto la requieren para que les vote a ellas, pero al menos oiríamos algo político siquiera un rato.
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9 de junio de 2015
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Fiebre natural

La palabra natural, un mantra de nuestro tiempo, trae tanto frescor como púas. En el pueblo, antes de que llegaran los inspectores de Sanidad, veíamos matar animales de forma natural, sí, pero también cruel, y sólo la destreza de los matarifes y los posteriores faeneros, que se encargaban del mondongo, validaban el sacrificio. Estampas de un mundo antiguo en el que las abuelas parían con dolor en casa y las heridas se desinfectaban con aguardiente. Sin ir más lejos, mi madre, entre su primer hijo y el quinto y último, pudo comprobar las diferencias entre un parto propio de una sala de torturas y otro regado deliciosamente con la epidural, que bendijo con palmas. Cuando algunos de mis conocidos reivindican la vuelta a los orígenes -y no sólo la moda de cultivar un huerto propio, sino la decisión de montar un paritorio en la bañera o rechazar la medicación tradicional y sustituirla por el ayuno y unos jarabes de hierbas-, siento un vértigo bien diferente del de mi infancia, cuando el llamado “dolor a lo vivo” parecía un ritual obligado. Partidaria de suavizar las púas de lo natural en lugar de idealizar su frescor, me pregunto acerca de la liviandad con la que actúan quienes rechazan las vacunas contra virus y bacterias letales desde tiempos de Hipócrates, de las que gracias a la investigación médica nos hemos librado. Hacía casi 30 años que en España no se producía un caso de difteria, como el del niño de Olot -no vacunado- que está en la UCI de Vall d’Hebron. El premio Nobel de Medicina en el 2011, el doctor luxemburgués Jules Hoffmann, galardonado precisamente por su trabajo en el campo de la inmunología, afirmaba estos días que el movimiento contra la vacunación “es un crimen”. Y razonaba para apoyar tales palabras que las vacunas han salvado unos 1.500 millones de vidas en el mundo. Los recientes casos en Berlín o Nueva York de muertes por enfermedades superadas -como el sarampión- demuestran que seguir creyendo que no existe un riesgo real representa jugar a la ruleta rusa con los microorganismos infecciosos. La pseudociencia amenaza no sólo el sentido común, sino la conservación de la propia especie. Veamos si no la alarma (y la movilización popular) provocada en Galicia por la meningitis. Con el debido respeto a todas las personas, sean cuales sean sus creencias, y consciente del alivio de algunos métodos alternativos que combaten los excesos farmacológicos, entiendo que el bien común debe ser impuesto por encima de criterios personales, que dejan de ser inviolables cuando afectan a otras vidas. Cualquier suerte de creencia que no admite flexibilidad ni duda se envilece con su propio veneno fundamentalista. Pero en el caso de los que defienden lo natural por encima de todo, y desafían a la obligada profilaxis del progreso, una suerte de benevolencia se ha extendido como mermelada casera. Hasta que reaparece la difteria, en el túnel del tiempo. (La Vanguardia)

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8 de junio de 2015
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El pueblo y la capital

Puede tomarse por una perogrullada, pero el lugar donde se vive nos hace la vida. Nos la hace, la deshace o la modifica. Más aún: no somos los mismos en el pueblo donde nacimos y en la ciudad donde trabajamos. Un racimo de personas nos saludan en las calles del pueblo y más de uno nos detiene para mantener una conversación. En la capital, sin embargo, vamos de aquí para allá como partículas brownianas que salimos  o entramos en casa sin más compañía habitual que nosotros mismos. Así en los pueblos apenas hay tiempo de pensar en solitario por las calles y la experiencia se expande entre las peripecias que relatan los demás.

En la gran ciudad, por el contrario, el entorno es acaso tan populoso como mudo. No nos dice nada. Más bien nos tapona los sentidos y es en esa  tesitura en la que nos buscamos adentro la conversación. No hablamos nunca o casi nunca por las aceras y ese silencio se prepara para dialogar con uno mismo. Extrovertirse en el pueblo e introvertirse en la ciudad son  movimientos antagónicos que afectan tanto al alma como a la gesticulación, pautan el habla y la meditación. Es fácil deducir que los osos no son lo mismo en su medio natural que en un zoológico. El zoo está concebido  para exhibirlos y el oso no tiene prácticamente nada que hacer ni cazar. Solo estar de aquí para allá. Con ello se aburre o se ensimisma y de ahí el aire de tristeza de las fieras en su cautiverio. Habrá momentos felices en los que incluso el tigre parece  alegrarse  ante la visita pero de ordinario habita ese espacio hacinado para darse de bruces en él. Ni siquiera con sus iguales se sentirá realmente  acompañado puesto que la compañía  verdadera no se gesta  sino en la acción conjunta. O bien, somos mejores amigos de aquellos con quienes emprendemos algo común.  De esta complicidad se desarrolla un afecto amistoso con argumento, memoria y voluntad. Sin actividad conjunta la vida pierde mucho nivel y, al cabo, todos nivelados en la acción unida igual a cero nos desvanecemos  "abarrotados" en la jaula o en la gran ciudad.

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8 de junio de 2015
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