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Sabina en el Paradís

Ríe Sabina frente a un plato de jamón en el restaurante Paradís, recordando que Bélgica, cuando estuvo casi un año y medio sin gobierno, experimentó un considerable crecimiento, y que en Perú les fue mejor después de que Fujimori dimitiera por fax. Son cosas que se dicen con mayor determinación si te sientas en uno de los restaurantes preferidos de nuestros políticos, pegado al Congreso. Sólo en lugares como estos, donde se ha tramado tanta gloria, puede fumarse en los privados: la manga ancha así de madrileña es tan tremenda como rumbosa. Joaquín Sabina se ha hecho pintor. Presenta un lujosísimo libro-objeto dentro de una caja lacada: 2.100 euros el ejemplar. Todas las caricaturas se acaban rompiendo. Así son las cosas: el golfo del bombín negro, el de la ronquera vacilona, después de pisar incontables escenarios, rodar miles de kilómetros, vivir en Londres, reventar la movida, encender La Mandrágora, local mítico donde ejercía de nazareno tunante con Krahe frente a las crestas del Rockola…, después de todo eso, y de sobrevivir a un ictus y hace un mes a una peritonitis, entra en el catálogo de Artika, un Olimpo artístico español que ha editado a Goya, Picasso, Dalí, Chillida, Barceló o Plensa. Eso sí, el músico asegura que sus dibujos no son arte, como tanto ha repetido que sus canciones no son poesía. Es un intruso. Lo que dice haber sido en la vida. Dejó la coca y las noches en blanco hace diecisiete años; no necesitó ayuda. Nunca probó la heroína ??creo que por pueblerino, como por una intuición??. En los conciertos, para salivar mejor, chupaba sal, hasta que un día los músicos le dijeron: ?Colega, la gente se cree que es farlopa, y dice: ¡Mira qué mala educación!??. Cuando llegaba borracho a casa pintaba una puerta junto a la que hoy se fotografía. Bebe tequila recién operado del estómago, como el torero que se cura de una cornada, y mientras va pintando mujeres Lempicka, señoritas emparentadas con las de Matisse o Gauguin. Llama a sus dibujos garagatos ??un garabato doméstico, un animal de compañía??, y empezó a pintarlos hace más de veinte años, para quedarse mudo entre concierto y concierto. Sabina se ponía a garabatear culos con encanto, tan delicados como expresivos. Le fue encontrando propiedades curativas al dibujo ?además de protegerlo de las selfies? y los rotuladores se convirtieron en calmantes de la autoexigencia y el miedo escénico: ?Pintar es una cosa maravillosa porque está el papel en blanco y unos colores, y puedes mezclarlos como quieras. Y además no tienes que enfrentarte al público, no tienes al tendido del siete diciéndote: ?Arrímate más, cabrón?. Las palabras significan cosas, y en la pintura a veces basta con los colores y una mínima forma?. Sabina apura su tequila, se ríe de sí mismo y, entre sonrisa y nervio, habla con un aire de canción en la mirada que viene de lejos, del paraíso. (La Vanguardia)

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8 de febrero de 2016
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Un café con Antonio Socias

A mediados de los años setenta nos impresionaba la solemnidad con que las bellas artes hablaban de sí mismas pero gracias a algún don misteriosamente recibido supimos esbozar a tiempo una irónica sonrisa de desconfianza. No es que despreciáramos el mérito de los viejos maestros pero en su retórica –y en sus entusiastas imitadores- reconocíamos una sospechosa impostura. No pasó mucho tiempo antes de verles tratar con enojo nuestra precoz filiación cínica. Por más que nos correspondiera el turno de ponerlos en cuestión, no les pasaba por la cabeza la idea de consentir nuestra insolente manera de ver el mundo. Un desmesurado afán de respetabilidad les llevaba a imaginarse como el recambio de los viejos carcamales del siglo y fue esta pretensión la que alentó nuestra sardónica displicencia. Ahora, con la lección del tiempo aprendida, comprendo la dificultad que entraña enseñar a unos discípulos tan alegres como descreídos. Qué le vamos a hacer. La credulidad no fue una de nuestras cualidades. El misterioso don, lo supimos luego, se remonta a una de las corrientes filosóficas más subversivas que han atravesado la historia de la cultura. Fuimos escépticos con irritante intensidad y este espíritu nos procuró una excelente educación sentimental. Nuestra negativa a compartir la ingenuidad contemporánea nos hizo inmunes a las doctrinas que por entonces se expendían en el mercado de las creencias. Ya fueran estéticas, políticas, religiosas o musicales, la elocuencia de estas ideas fue acogida con una afilada suspicacia. Esta ironía nos salvó de la ingenua complacencia con que muchos transigían.

Es en el recuerdo de aquellos años de esplendor, en la iniciación compartida durante una adolescencia hecha de aprendizaje y fraternidad, en donde se encuentran algunas reveladoras claves de la trayectoria recorrida por Antonio Socias.

Su destreza como pintor, escultor y fotógrafo, el dominio adquirido en cualquier de las disciplinas que ha elegido para sus insólitas exploraciones del mundo, la libertad con que ha sabido deshacer sus logros artísticos, lo han convertido en uno de los artistas españoles más brutalmente implicado en la incesante destrucción de su propia obra.

El talento proteico, virtuoso, voraz, sarcástico y cruel enérgicamente desplegado tras las mutaciones del lenguaje emergente en cada época, le ha permitido manosearlo, elaborarlo y abandonarlo con la urgencia que exige su genio intransigente.

Desde sus primeros trabajos le he visto consumar una y otra vez el mismo ciclo.  Cuando se aposenta en un dominio artístico, cuando forja la inconfundible personalidad de sus estilos y ve reconocida su marca, se apresura a abandonar el estorbo de lo logrado.

Hay que entender el valor implícito en esta actitud de constante renovación. Es un desafío que muy pocos están en condiciones de aceptar. Renunciar a la singularidad de una obra hecha, dejar atrás lo laboriosamente conquistado y dirigirse de nuevo hacia el deshabitado horizonte, supone ejercer un supremo despojamiento.

Vivir abierto al reclamo de lo desconocido, a lo que uno debe dar otra vez de sí mismo en circunstancias inesperadas, sentirse atraído por lo que no existe, comprometerse con lo que llegará a ser, significa cumplir una de las más radicales exigencias del Arte.

El paso del tiempo ha dado a ésta búsqueda su exacta magnitud heroica. Antonio Socias se ha librado de la servidumbre impuesta por las expectativas de los demás y ha seguido el rastro de su poderosa intuición, de su despótico instinto de depredador de sí mismo. Quién sabe hasta dónde querrá llegar.

Después de contemplar su nuevo trabajo me apresuro a escribirle, con el asombro de siempre:

Con esta serie, Toni, inauguras una nueva mirada. Se nota de nuevo esa deliberada “confusión de las mentes” con que sacudes las certezas ajenas. Te deslizas una vez más por esa frontera en donde lo absurdo y lo doméstico se encuentran, se agreden y lesionan. Tu viaje a África maneja con maestría la potencia teatral, narrativa y metafísica de las imágenes pero provoca una perturbadora y sutil decepción. ¿Qué será?

Tu punto de vista en África es un ejercicio de estilo que destruye la distancia entre el fotógrafo y el mundo. Las visiones africanas que nos ofrece la industria cultural sustentan una narrativa retorcida por la cautela, los prejuicios y las ilusiones del viajero. Por un lado, ya se sabe, admira lo exótico y le encanta ser fascinado. Por otro, temeroso de lo que ve, recela y retrocede. Quiere atrapar lo que mira, pero no quiere tocarlo. Persigue una simulación aceptable de lo real, pero sabe que su presencia estropea la integridad de esa imagen exótica, primitiva, virginal. ¿Cómo sortear esta tensión?

Tu viaje es una parodia del género: la ilusión de ese fotógrafo invisible ha sido cancelada, ridiculizada. Tu obra es una confesión: estoy aquí. ¿Podría ser de otro modo? Las “personas” me sonríen o me repudian. No hay modo de impedirlo. Lo confieso. Debo tocar todo lo que veo. Este es el acuerdo entre mi ojo y el mundo. Lo que no pueda tocar, no existirá. No basta con ver, no es suficiente mirar. Hay que tocar. Aceptar el riesgo supremo de ser rechazado.

La indulgencia de los sujetos con los que te encuentras es sorprendente. También será perturbadora. ¿Cómo lo has conseguido? Nadie sabrá interpretarla. ¿Es un signo de tu poder personal? ¿Prepotencia, abuso, injerencia…? ¿O una sorprendente fraternidad entre desconocidos, en la plaza del mercado?

La construcción cultural de África llevada a cabo por Occidente, la elaboración de ese exotismo oriental que tan severamente desveló Edward Said, las emociones salvajes que ha pulido la literatura y el cine, ese vértigo ortopédico con que el viajero se paseaba por el otro mundo (la aventura impostada por la agencia de viajes), entra ahora en su fase de declive y con tu mirada levantas acta de un cambio sustancial. Los otros exóticos han entrado en nuestra vida y son ellos los que apoyan su mentón en tu mano. Es la gran migración que los trae a casa pero también la insurgencia de una voz propia, modulada por su memoria personal (no la especie, ni la tribu, ni el país, ni la religión, ni las costumbres, ni el folklore); y en ese recuerdo íntimo en cada uno de ellos reverbera insólitamente la experiencia de la fatuidad con que nos hemos hartado de nosotros mismos.

 A partir de ahora no habrá nadie a quién admirar. Ellos son lo que somos. Decepcionantes imágenes de lo poco que hemos llegado a ser. Hasta ahora nos han servido de consuelo, posibilidad remota de otra vida. Nos bastaba asomarnos a su  mundo de vez en cuando para obtener un consuelo necesario. Y sin embargo ahora son hombres en lugar de imágenes, se han hecho prójimos, semejantes, iguales. No van a servirnos como refugio mitológico de nuestras almas cansadas. Podemos darles la mano, conversar, aburrirnos con ellos. No serán la imagen idílica de la Humanidad ancestral, la inocencia custodiada en el primer origen del mundo. Ese caudal de estampas útiles a nuestro fracaso cultural se ha agotado.

Tu viaje a África, Toni, es la crónica de una transformación cultural pero no evoca lo que ocurre allí, entre ellos. Sino lo que sucede aquí, entre nosotros. La nueva mirada, a la que das forma precisa y elocuente, acoge a personajes inesperadamente semejantes a nosotros mismos. Ese yo tiznado de negro que sonríe en el espejo, en el reverso del mundo, lo ha dicho todo. Nunca antes había sido visto de este modo.

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8 de febrero de 2016
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Mayores y menores

Entre los libros más destacados del año pasado señalo ‘La ley del menor', de Ian McEwan, que, por encima de su gran calidad, ha supuesto, al menos para mí, la plena recuperación de uno de los tres novelistas vivos que más admiro y al que, obra a obra, nunca he dejado de leer. Entre ‘La ley del menor' (‘The Children Act', aquí publicada, como el resto de su producción, por Anagrama, en traducción de Jaime Zulaika) y su título de inicio, los cuentos de ‘Primer amor, últimos ritos', que yo leí asombrado por el descubrimiento cuando apareció en Inglaterra en el lejano año de 1975, viviendo yo entonces en aquel país, la narrativa de este casi exacto coetáneo mío ha sido uno de los mayores placeres, el más sostenido, el más estimulante, el más esperado, de mi experiencia de lector. Novelas como ‘Amsterdam', ‘Amor perdurable' y ‘Chesil Beach' figuran entre las obras maestras que, para mi gusto, ha dado la novela contemporánea.

    Ya antes de esa breve elegía de alta definición narrativa y atenuada evocación histórica que fue ‘Chesil Beach', McEwan, sin perder sus constantes, dio un giro con ‘Sábado', sintiendo la necesidad de entreverar en sus relatos cuestiones de fondo fundadas en una base científica o sociológica. Nada que objetar a ello, por supuesto, salvo la carga de minuciosa documentación erudita que últimamente hacía sus libros discursivos y argumentativos, lastrando hasta el fracaso ‘Solar' y buena parte de ‘Operación Dulce'. ‘La ley del menor' también parte de un nudo digamos social, e incluye en una nota final del autor los datos bibliográficos y casuísticos del marco legal en el que se inserta la historia de la juez de familia Fiona Maye, que ha de decidir si a un menor de edad enfermo de leucemia se le hacen forzosamente las transfusiones de sangre que le impedirán morir y a las que sus padres, testigos de Jehová, se niegan por su credo. Fiona Maye es un personaje rico en contradicciones y ambiguo, tanto como su propia vida, que, mientras ella trata de someter su dictamen judicial a su estricta conciencia legalista, ve cómo se desbarata en casa por el adulterio inesperado de su marido Jack.

     La gran diferencia entre este último libro de McEwan y los inmediatamente anteriores es que el entrelazado de la esfera privada y el marco moral nunca se hace en detrimento del hilo dramático, que alcanza aquí momentos de sublime fantasía, como, en el capítulo 3, el dúo de canto y violín que la juez entona en su visita al hospital con el muchacho enfermo, otro personaje que va creciendo poderosamente a lo largo de la novela, hasta adquirir la memorable condición de antagonista, perseguidor y voz reveladora de la honorable señora Maye. El último capítulo, magistral, lleva a un desenlace que sería imperdonable contar, en el que la música, la ley, los amores no dichos pero posibles, cuajan en una imagen de desolación optimista, de angustia tolerable.

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8 de febrero de 2016
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La ley de la narratividad

Cuando pasa por una buena época, el arrogante vive saturado de sí mismo en la plenitud de su yo, y está totalmente convencido de que eso va a durar. El presente es el tiempo de la arrogancia, y el presente es la eternidad, pero cuidado, es una eternidad muy breve.

Si examinas un poco el sistema moral de los arrogantes, puede que te encuentres con el vacío.

Cuando les oyes hablar, enseguida percibes que se creen especiales. Representan el idiota clásico: el adorador de su presunta peculiaridad, la mayoría de las veces insignificante. Los arrogantes a los que me refiero, que ante todo son idiotas, tienen en muy alta estima su supuesta particularidad.

No piensan en lo que dicen porque los guía la vanidad, pésima consejera. A tal punto no piensan en lo que dicen que ni siquiera cuando rebobinan lo que han dicho caen en la cuenta de que se han pegado un tiro en la pierna.

La arrogancia es coja y ciega. A lo largo de la vida he visto cómo muchos arrogantes se quedaron en la cuneta. Algunos no, porque fueron buenos estrategas y supieron ocultar su arrogancia bajo un manto de humildad. Una humildad podrida e instrumentalizada, diría alguien, la humildad del “bienqueda”: la diplomacia. Sí, de acuerdo, pero la diplomacia es ya una domesticación de la arrogancia.

Resulta grotesco pertenecer a un país empeñado en representar, una y otra vez en la historia, el grado cero de la diplomacia, dejando el campo abierto y abonado para el desarrollo de toda clase de arrogancias, algunas de ellas monstruosas. Resulta desmoralizador.

Desmoralizador y a la vez sorprendente, porque mientras los políticos exhiben actitudes arrogantes, el país sigue funcionando tranquilamente. El vacío de poder no lo detiene. Funciona automáticamente, como en realidad ocurre con todo sistema, a pesar de los pesares y sobre todo a pesar de los arrogantes.

Los vacíos de poder sirven para pensar en la inutilidad del poder, sirven para pensar en la inutilidad de la arrogancia, sirven para pensar en la estupidez

Los vacíos de poder son por eso mismo beneficiosos para la filosofía, esa disciplina tan denostada y cada vez más relegada a los suburbios del saber, y son beneficiosos para el ejercicio de la diplomacia y la humildad. En un sentido más perverso y a la vez más honesto podría decirse que son beneficiosos para el ejercicio de la ironía.

Sean más irónicos los unos con los otros, sean más sabios, señores de la guerra. Nadie les pide en este teatro que salgan a escena con puñales o que se rasguen las vestiduras hasta cuando no viene a cuento. Saben perfectamente que están en un teatro, en plena sociedad del espectáculo, y que la obra tiene que avanzar y no puede quedarse en un punto muerto. Sigan la ley de la narratividad. 

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8 de febrero de 2016
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Los fracasos de la plaza Tahrir

La primavera árabe de 2011 contó desde el primer minuto, justo al empezar la revuelta en Túnez, con la desagradable compañía de los profetas del desastre. Primero fue el escepticismo sobre los efectos de las protestas tunecinas, que mal podían derribar un régimen al que todos daban por estable y al que, por cierto, algunos como el Gobierno francés de Nicolas Sarkozy contribuyeron a sostener con el suministro de material antidisturbios hasta su último suspiro. Luego empezaron las frases lapidarias en las que los agoreros se pillaron los dedos: Egipto no era Túnez, decían tras la caída de Ben Ali, y de ahí que no pudiera caer el faraón Mubarak, piedra clave del statu quo en Oriente Próximo y de la seguridad de Israel. Cuando cayó, las profecías tomaron otros derroteros: visto que los árabes podían derribar a sus tiranos, seguro que no podrán construir regímenes democráticos. Por la razón fundamental de que la democracia no podía ser compatible con el islam.

De todo esto ahora hace cinco años. Las protestas empezaron el 25 de enero, declarado Día de la Rabia por la oposición egipcia, convocadas en buena parte a través de las redes sociales hasta llegar a la ocupación de la plaza de Tahrir de El Cairo, símbolo y epicentro de las libertades árabes. El 1 de febrero, el presidente Mubarak dio un paso atrás y renunció a presentarse de nuevo a las elecciones; el 4 fue declarado Día de la Partida por los manifestantes, y el 11 cayó el dictador, obligado a renunciar por el Ejército. Ahora la historia parece dar la razón a aquellos agoreros que ya despotricaban entonces. No hay que poner urnas, decían, porque ganarán los islamistas y terminarán dando el poder a los yihadistas. Hay que apoyar a los regímenes policiales porque lo que importa son la estabilidad y la seguridad y no la libertad y la democracia. El ?yo ya lo decía? se oye aquí y allí, en las capitales occidentales y en los países del Golfo.

Solo en un país, el más pequeño, se mantiene viva la esperanza. En Túnez se ha producido una transición democrática entera. La Constitución que se ha redactado y aprobado es la más liberal del mundo árabe y una de las más feministas. Cuestión crucial fue su carácter inclusivo y consensual; por cierto, como en la transición española. Y a pesar de todo, no está claro que vaya a terminar bien. La economía se halla maltrecha. El turismo no se ha recuperado desde 2011, sobre todo por los ataques terroristas ?en el Museo del Bardo, en la playa de Susa, contra la guardia presidencial?, que han ahuyentado a los extranjeros. Del Túnez profundo ha salido la mayor aportación de yihadistas al Estado Islámico: al menos 3.000, según algunas evaluaciones. Y el país se halla al borde de la explosión social.

La lista de los fracasos o de las lecciones políticas que se deducen de las revueltas va más allá de las ideas antidemocráticas de los monarcas árabes, y de sus protectores occidentales. Veamos algunas. Las redes sociales pueden servir para la ignición de las revueltas, pero no para organizar las transiciones, e incluso pueden trabajar en sentido contrario. Los jóvenes laicos y pro occidentales que protagonizaron las protestas pronto fueron barridos por la fuerza del islamismo, principalmente de los Hermanos Musulmanes, la poderosa cofradía panislámica que observó primero las revueltas desde la ventana, luego se hizo con la dirección y terminó tomando el poder por las urnas. El fracaso de los Hermanos, con su incapacidad de consenso, su pésima gestión económica y su idea de un islam político sectario e iliberal, es uno de los datos más trascendentes, porque alimenta el argumento que declara incompatibles islamismo y democracia.

No termina aquí el repertorio. Ahí está la maldición del régimen militar egipcio, más represivo ahora incluso que con Mubarak. Como todo golpista, el mariscal Al Sisi, que derrocó al presidente Mohamed Morsi, no ha limitado su represión al islamismo, sino que alcanza a toda expresión de pluralismo. Los militares echaron a Mubarak, tutelaron la transición y mantuvieron bajo vigilancia a los Hermanos Musulmanes en el poder hasta que la impopularidad de Morsi les permitió echarlo a él también con el beneplácito de la oposición laica y progresista. Al Sisi hizo con Morsi, que le nombró, algo similar a lo que Pinochet hizo con Salvador Allende en 1973. Ambos presidentes intentaron casar su doctrina, el marxismo del chileno, el islamismo del egipcio, con la democracia, pero no lo consiguieron y fueron derrocados por los mismos militares a los que ellos habían promocionado.

Tanta razón tenían las casandras como que el dominó que debía convertir, uno detrás de otro, a todos los países árabes en democracias ha terminado en una serie de estados fallidos y en guerras civiles: Libia, Yemen, Siria, que se suman a Irak, Sudán del Sur, Somalia y a las debilidades de Nigeria, Malí, Chad, lugares todos ellos donde acampan las huestes del califato terrorista, el Estado Islámico, último y perverso retoño de unas revueltas que empezaron orientándose hacia Occidente y han terminado dirigidas contra Occidente.

El fracaso en su dimensión geopolítica es occidental, de Estados Unidos y de Europa, que han soltado las palancas que tenían sobre la región y cedido espacio de maniobra a países como Arabia Saudí, Turquía o Irán. Las revueltas empezaron en una insólita atmósfera de posmodernidad tecnológica y prooccidental que suscitó muchas esperanzas, pero el resultado es una desoccidentalización que ha permitido el regreso del presidente ruso, Vladímir Putin, con su intervención en Siria, transformado parte de las revueltas en enfrentamientos sectarios y convertido a la Unión Europea en un sujeto pasivo de la crisis, incapaz de actuar sobre Siria y de gestionar la huida de su población hacia la Europa más rica.

Francis Fukuyama ha comparado la primavera árabe de 2011 con las revoluciones burguesas europeas de 1848, que también fracasaron y desembocaron en reacciones autoritarias (ver su último libro, Orden y decadencia de la política; editorial Deusto, 2016). El pensador, que acuñó la idea del fin de la historia, considera que la democracia solo pudo triunfar en Europa después de pasar un severo sarampión identitario, y más concretamente nacionalista, que en el caso árabe se expresa a través del islamismo. Esta idea le hace pensar que la democracia tardará todavía mucho tiempo en llegar a los países árabes que protagonizaron aquella primavera de 2011.

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8 de febrero de 2016
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Burgos

En plenos años cuarenta, cuando el afán oficial por labrarnos a todos un destino en lo universal ya había descendido notablemente, la Editorial Destino decidió abrir nuevos frentes de negocio y, entre otros, apostó por el turismo, un sector que entonces estaba aletargado pero que ya daba síntomas de ir a experimentar un crecimiento espectacular. 

 Dada la naturaleza del proyecto fue inevitable que  su promotor, el editor Josep Vergés, recurriese al autor estrella de la casa, el arisco e incombustible Josep Pla.  Y fue asimismo inevitable  que la colección empezase con sendas guías, la de Cataluña (1948) y la de  Mallorca, Menorca e Ibiza (1950). Por fortuna, además de facilitar la colaboración de dos de los mejores fotógrafos del momento, F. Catalá Roca y Ramón Dimas, Vergés concedió carta blanca en lo relativo al contenido y Pla correspondió entregando a la imprenta un texto que iba mucho más allá de las guías al uso porque combinaba el estilo de las guías de viaje clásicas con magníficas descripciones enriquecidas con aportaciones geológicas, geográficas,históricas o arquitectónicas, pero sobre todo impregnadas de una visión que traslucía una profunda relación personal (o sea pasional) con los paisajes que iban saliendo al paso en los sucesivos recorridos.

Sin ir más lejos, ante el mar de viñas que se abre a sus pies cuando se asoma al Penedés, Pla  comenta: “no hay ni un metro de tierra que no haya sido  objeto de una atención superior al esfuerzo meramente mecánico […] es un gran paisaje. No cae nunca en la elegancia, pero se mantiene en la solidez, en la utilidad, en la gravedad”. Y añade: “Es el paisaje eficaz para el establecimiento agrícola basado siempre en horizontes cerrados. Lo panorámico incita a la trashumancia. Lo limitado es agrario, precisa la sensación física de posesión”. Gracias a su estilo inconfundible estaba creando un género que todavía hoy, casi setenta años más tarde, continúa logrando que su lectura sea una inestimable delicia.

Posteriormente otros autores serían invitados a describir sus propios paisajes: J.M. Pemán, Andalucía; G. Gómez de la Serna, Castilla la Nueva; Dolores Medio, Asturias; Joan Fuster, El País Valenciano, y otra vez el propio Pla, Cataluña. Pero por desgracia sólo dos, Pío Baroja con El País Vasco, y Dionisio Ridruejo y su Castilla la Nueva, lograron estar a la altura del iniciador de la colección.

La Editorial Gadir  ha tenido la excelente idea de desgajar por provincias la guía original y si en 2012 publicó Segovia y en 2013 Soria, ahora acaba de poner en las librerías el tomo correspondiente a Burgos.  Por aquello del amor al terruño (Dionisio Ridruejo nació en Burgo de Osma, Soria, en 1912) es posible que  el capítulo dedicado a su provincia sea el más delicado y repleto de añoranza, pero Burgos, justo porque es el núcleo esencial de Castilla, y el que tiene una orografía casi tan complicada como su historia, es probablemente la entrega más interesante.

Muy sumariamente cabe hablar de dos zonas bien diferenciadas. Al norte, y todavía pegado a las montañas de Cantabria y Vizcaya, el Ebro domina un paisaje quebrado y repleto de sobresaltos que el río se ha visto obligado a horadar para abrirse paso hasta Miranda y regalarse con las risueñas ondulaciones de la Rioja. Recorriendo los sucesivos valles se entiende que los árabes no osaran adentrarse  en unos parajes propicios a la emboscada y el ocultamiento de personas y bienes. Desde lo alto de Frías, en cambio, el paisaje cambia sustancialmente. Aunque todavía aparecerán accidentes tan abruptos como la Sierra de la Demanda o los Montes Obarenes, predominan unos espacios tan abiertos y expuestos al peligro de los ataques árabes que su poblamiento exigió  la fundación de grandes monasterios que dieran cobijo y apoyo a los primitivos colonizadores. Y de ahí la persistencia de maravillas como la Cartuja de Miraflores o las Huelgas, pero sobre todo los monasterios de San Pedro de Cardeña y  Santo Domingo de Silos, tan íntimamente ligados al Cid Campeador y por lo tanto al nacimiento, fortalecimiento y predominio de aquella Castilla del “hacella y no enmendalla” que no iba a tardar en conquistar medio mundo. Son tierras dominadas por el Duero, que las atraviesa de Este a Oeste hasta abandonarlas a la altura de Aranda de Duero y Roa.

El autor eligió llevar a cabo un recorrido lógico, de Norte a Sur, que permite a quien se decida a seguirlo conocer de primera mano el desarrollo histórico de las diferentes etapas de este viaje ya fascinante de por sí pero que ve incrementada su fascinación por la insuperable prosa castellana que poseía Dionisio Ridruejo.    

 

Burgos   

Dionisio Ridruejo

Editorial Gadir

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6 de febrero de 2016
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Las chicas Mitford: excéntricas y perversas

Nadie como ellas lucía las perlas en sus cuellos de cisne, ni bailaba con John F. Kennedy con la espalda erguida y a la vez redondeada. Posaban frente a la cámara de Cecil Beaton con una mirada inquietantemente transparente y enamoraban a los lánguidos dandis de la Inglaterra post victoriana. Irreverentes y libertarias, estas aristócratas iconoclastas que resultaron políticamente extremas, las “chicas Mitford”, fueron tan famosas por su elegancia y sus amistades bohemias e incorrectas como por sus ácidas inteligencias que cargaron el humor como un arma: en su infancia novelesca ya lo utilizaban destrozarse verbalmente las unas a las otras. Las crónicas sociales dan fe de sus atrevimientos, sus excesos y escándalos. Además, bien se ocuparon de agarrarse a la inmortalidad dejando una detallada memoria de sus vidas azarosas, en las que volcaroncontradictorias paradojas y retratos mordaces. Esta semana Sotheby´s ha anunciado que el próximo mes de marzo subastará 400 objetos personales de la última superviviente del clan, la pequeña. Deborah, Debo, la undécima duquesa de Devonshire, fallecida en 2014 con 94 años. Fue íntima de JFK, de Lucian Freud y de muchos parlamentarios británicos. En ?Wait for me!? (¡Esperadme!), título de su contribución a la obra coral de la saga bautizada Mitfordiana, un género en sí mismo, contaba que al ser la pequeña se pasaba el día corriendo detrás de sus hermanas mayores. Tory recalcitrante ?aunque se declaraba apolítica?, en una ocasión, junto a su hermana filonazi Unity Walkiria, tomó el té con Hitler. En sus últimos años escribió manuales de jardinería. La familia espera recaudar un millón de euros, aventando sus cenizas en esa especie de liberación simbólica y económica. Ahí está volcado el contenido de la Antigua Vicaría de Edensor: un broche en forma de corazón asaeteado cubierto de diamantes que diseñó personalmente el duque para sus bodas de diamante o una primera edición de “Retorno a Brideshead” dedicada por el amigo de familia ?y pretendiente de Diana ? Evelyn Waugh. Las Mitford supieron representar con literalidad y alevosía su condición de ?excéntricas?. Algunas (Nancy, Diana y Jessica) escribieron deliciosos libros, que van de una autoficción avant la lettre a las memorias literarias; todas han sido objeto de innumerables biografías ?individuales y de grupo?, volúmenes de correspondencia y ensayos sobre sus obras, auténticos bestsellers. Sus vidas cruzadas contienen todos y cada uno de los elementos que conforman el terrible y creativo siglo XX: confrontación política (en la familia convivieron nazis, comunistas y aristócratas), la despreocupada alegría de la happy few, el fin de una estirpe. En España, la recuperación de la obra de Nancy por Libros del Asteroide ??A la caza del amor?, ?Amor en clima frío? y el resto de sus novelas parisinas? ha contribuido a acercar a esa ?agitadora del genio?, como la difinió Waugh. Su vida privada socavó grutas: enamorada de un homosexual, casada con un alcohólico, vivió años en una elegante y digna y miseria y acabó enamorando al al jefe de gabinete del General de Gaulle, Gastón Palewski, Encanto y malicia planean por sus vidas y obras, además de aventura. Diana sería encarcelada por Churchill por sus amistades fascistas, y se casó con e líder de los camisas negras Sir Oswald Mosley, mientras que Jessica colaboró con las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española.Unity, enamorada del Führer, trató suicidar pegándose un tiro en la cabeza con el revolver de pedrería que le había regalado Adolf, pero quedó en un intento de morir fatuamente in belleza. Ella misma / Cindy Crawford Que Cindy Crawford, con su lunar sobre el labio y su desenvoltura tan all american, cumpla 50 años significa que el umbral de la vejez se va espaciando. Aprovecha el aniversario para anunciar que ?se retira? porque, con lucidez, anuncia que está harta de reinventarse. En parte suena al anuncio del torero que al cabo de un par de años vuelve al ruedo, pintón y lucido. Crawford asegura que será fotografiada aún durante diez años más, pero no como modelo. Solo como ella misma. ¿Mainstrivismo? / Pussy Riot

Vuelven aquellas activistas juzgadas ?y condenadas a la cárcel? por vandalismo tras colarse en el altar de la catedral de Cristo Redentor en Moscú para gritar “Madre de Dios, echa a Putin?, como si no hubiera otros sitios más indicados para ponerse bravas. Y regresan melosas, cambiando el punk por el hip hop y los pasamontañas por las pestañas rizadas. En el clip incluyen un buen catálogo de horrores, pero el refinamiento se apropia de ellas y a Putin lo sacan en un cuadro. Diamantes pulidos / Ann Goldstein

Pocas veces sus nombres van en la portada, aunque, solo en nuestro país, son responsables del 30% de lo que se edita. Me refiero a los traductores. Ann Goldstein, 66 años, editora en el New York Times, es una de las pocas celebrities del sector. David Remnick, director de The New Yorker, la describe como una ?talladora de diamantes?; y visto que sus traducciones de la serie de novelas napolitanas de la misteriosa Elena Ferrante han vendido más de un millón de ejemplares en el mundo anglosajón mientras ella mantiene su delicadeza intacta. (La Vanguardia)

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6 de febrero de 2016
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3. Callar al yo

 

¿qué hacer, por ejemplo, con la chatarra de las formas?

César Aira, Artforum

 

En una entrevista reciente a Mar Gómez Glez sobre su libro La edad ganada (2015), que reseñé en Diario de lecturas el año pasado, la autora desgrana varias opiniones inteligentes. Entre ellas me ha interesado especialmente esta respuesta, que prueba sobradamente que hay numerosos mecanismos para esquivar los excesos de la literatura egódica, sometiendo al yo a un programado y exquisito silencio. Dice Mar Gómez:

 

'Este es un personaje poroso pero no vacío. La protagonista está construida por palabras (colectivas) aunque su esencia no quede definida por estas sino por los silencios (privados). Los silencios se convierten en una suerte de pequeñas resistencias. El de su nombre es el más evidente de todos ellos. El nombre que no se menciona, así como las edades que se obvian en la aventura de la protagonista o las propias omisiones de información clave en cada relato no están vacíos, y la mente lectora siente el silencio. Un sentimiento que a veces se traducirá en información o en palabras y a veces no, como cuando miramos a las nubes y podemos identificar una forma o varias, e incluso la mutación de éstas en un corto espacio de tiempo. La tensión entre lo personal y lo colectivo tiene que ver con esto. Lo personal tiene el impulso de escapar del molde de la definición, mientras que lo colectivo, en donde también se integra la protagonista, demanda esta definición. A medida que el personaje asume y entiende la artificialidad y maleabilidad del lenguaje adquiere mayor autonomía hasta llegar al último relato en donde se apodera de su propia realidad y no solo de su silencio.'[1]

 

Esta elegante forma de silenciamiento del egocentrismo, en aras de una escritura problemática respecto al sujeto y no subjetivamente problemática, me ha recordado la que sostiene Alberto Santamaría en Yo, chatarra, etcétera (El Gaviero[2], 2015), un poemario que ya desde el título nos anuncia que se convoca al yo sólo para irle quitando importancia a través de la deconstrucción y de la ironía. Santamaría, uno de los mejores teóricos jóvenes que tenemos, tanto en cuestiones poéticas como de arte, ha sufrido a veces en su obra creativa el problema de que su inteligencia crítica pesaba demasiado, de modo que la potencia intelectual de su discurso lastraba a veces el verso o le quitaba naturalidad. Su poética del contra-sublime, que ha explicado en diversas ocasiones y a la que volveremos en un futuro texto sobre poesía española actual, ya sufría la gravitación excesiva de un concepto teórico (el del sublime, al que además había dedicado su tesis doctoral y su primer libro, El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime), con lo que la teoría parecía "presidir" su lírica, en vez de canalizarla. Sin embargo, creo que esto ha cambiado, y veo en Yo, chatarra, etcétera claras señales de una evolución en su trayectoria y de una maduración en la voz. Sin abandonar su bien forjada poética, esta voz renovada encuentra ahora un camino para librarse de la teoría sin dejar de utilizarla, algo difícil para quien las maneja, pues construir una teoría lleva tantos años de una vida que se vuelve tan vivencial o vital como cualquier otro recuerdo personal o íntimo: "Adoro la teoría porque tengo miedo / de lesionarme"[3], dicen dos versos recientes de Mariano Peyrou. Del mismo modo que Peyrou, otro teórico irredento, Santamaría ha encontrado el modo de equilibrar en los poemas la fuerza de su pensamiento con la fuerza que debe irradiar el propio poema.

 

Santamaría quiere reflexionar sobre el yo, pero quiere hacerlo sin egodismo, como Mar Gómez Glez, para lo cual utiliza un arma que ha probado de sobra su eficacia durante los últimos siglos: la ironía, "la distancia irónica que he de conquistar en relación conmigo mismo"[4], en palabras de Gregor von Rezzori. Es una herramienta que Santamaría utiliza desde hace tiempo, pero que ahora cobra toda la potencia de sus posibilidades, nada baladíes, según Rosario Ferré:

 

'La ironía implica un proceso de desdoblamiento en el autor, durante el cual el yo se divide en un yo empírico e histórico, y en un yo lingüístico. En realidad, el don irónico se concreta cuando el primer yo del escritor, el yo formado por su experiencia en el mundo, toma conciencia de la existencia de ese segundo yo que lo constituye en signo, en materia de esa misma historia que está narrando. Esta experiencia de distanciamiento, de objetivación del yo histórico, es lo que le permite al escritor observarse a sí mismo (así como también al mundo) desde un punto de vista irónico y, a fin de cuentas, liberado.'[5]

 

Esta tensión entre dos yoes, uno empírico y otro lingüístico, o ficcional, o retórico, me parece especialmente útil para explicar el desplazamiento del sujeto poético de Yo, chatarra, etcétera. La dialogía entre el yo elocutorio y el real se empeña en borrar o desdibujar al segundo, insistiendo en el carácter ficcional del primero. En La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo (El Desvelo, 2015), el último ensayo publicado de Santamaría, encontramos algunas ideas que pueden conectarse con su libro de versos. El ensayo estudia cronológicamente los albores del Romanticismo, explicando sus conexiones con la Ilustración y aclarando las propuestas que venía a plantear a la Europa dieciochesca, a través de una serie de nombres (Hegel, Chateubriand, Schlegel, Moratín, etcétera). No podemos entrar ahora en un examen de lo que propone este sugestivo ensayo, pero sí nos interesa anotar algunas ideas del mismo que parecen dejar reflejos textuales en Yo, chatarra, etcétera (YCE en adelante): por ejemplo, la consideración, hablando del tratamiento del ingenio en Schlegel, de que "este ingenio trata de dar respuesta a esa posibilidad de re-inventar la vida cotidiana"[6], una propuesta claramente visible en su poemario: "Afuera, / contra la pared / de ladrillo, la bicicleta / que ella ha abandonado / crea un nuevo pensamiento / para un nuevo objeto" (YCE, p. 20), o también: "Estamos en el mundo para eso, dice ella mientras contempla el tono rojo de sus uñas sin esperar nada a cambio" (YCE, p. 58). Cuando comenta en su ensayo que Xavier de Maistre se centra en "los objetos cotidianos transformados en objetos de autoconocimiento" (La vida, p. 27), esa observación encuentra su traslación al poema: "una botella de plástico sobre la mesa: / la sabia mitología de un paisaje que nos contiene" (YCE, p. 15). Y, en otra visión plastificada, "ese trozo de plástico tardará cuatrocientos años en desaparecer. Sí, ese es el tiempo que permanecerán sobre la tierra mi basura y tus ideas antes de huir hacia la nada" (YCE, p. 59).

 

Es cierto que estos pasadizos que hemos hecho implican saltos temporales, pero nos invitan a asumir esa anacronía unas palabras del autor: "Fragmentación e ironía serán dos elementos clave, como espacios del discurso de ese romanticismo que logró abrir los márgenes de la ilustración, y que, sin lugar a dudas, puede servir para describir el presente, porque en el fondo no hemos abandonado el proyecto romántico, o al menos, deberíamos hoy repensar constantemente sus políticas sensibles"[7]. Creo que parte de esa tarea la lleva a cabo Santamaría, a través de una reevaluación de lo que es característico al discurso poético, reevaluación en la que creo ver ecos de la poesía de Wallace Stevens (YCE, p. 20, algunos títulos o los dos últimos versos de la página 25, que dialogan con "Metaphors of a Magnifico"), algo natural teniendo en cuenta que en El idilio americano Santamaría había señalado -vía Harold Bloom- a la poesía de Stevens como el punto de engarce entre el antiguo sublime y el contra-sublime perseguido. El modo de operar esa mutación también está explicitado en La vida me sienta mal, al hablar de Jean Paul: "lo sublime se ridiculiza hábilmente a través de la contraposición de elementos altos y bajos" (p. 73), algo fácil de localizar en YCE: "observamos, / sin hablar, a aquel que camina hacia el muelle / como si el mundo al que hubiese declarado su deseo / se mantuviera unido por un hilo / que sólo él pudiese manejar. / Le seguimos durante unos segundos. Cierra el paraguas." (p. 41). Como en la mejor poesía romántica, el sujeto poético de YCE está disuelto, y esta revuelta contra el yo está declinada majestuosamente en el poema "El regalo", que comienza con el yo elocutorio viéndose reflejado en el cristal de la ventana, para traspasar su imagen de forma inmediata y centrarse (descentrarse) en el paisaje detrás de ella. El egodismo queda trascendido, traspasado, y el sujeto lírico se dedica a mirar y recrear cuanto acontece más allá de su espacio íntimo: "sube la persiana: eso es el mundo" (p. 54). Callar al yo, he ahí la relevante lección a retener.

 

Otra dimensión interesante del poemario, en la que quizá pudiera haber (arriesgo) un intento de retorsión / reescritura / deconstrucción de Machado, es su vertiente geográfica o geolírica, pues comparecen citados una serie de paisajes castellanos, esparcidos en el camino entre Torrelavega y Salamanca (coordenadas vitales del autor), en los que también se intenta la puesta en almoneda del sublime espacial, asunto medular de El idilio americano. Santamaría parece optar aquí también por su ética de la proximidad y ofrece un retrato con máximo "zoom" de acercamiento, limitado a donde alcanza la vista y horro de cualquier idealismo identitario o nacional. Las tierras dejan de ser metáfora de algo y se limitan a ser ellas mismas, desvestidas de ulterior significado (o limitado éste a significados cercanos, personales, íntimos) y carentes de proyecciones noventayochistas. Esta desaparición de las correspondencias es una constante dentro de Yo, chatarra, etcétera, de forma explícita unas veces (p. 39) y oblicua otras, encontrando el posromanticismo irónico de Santamaría suficiente mensaje en el aquí y en el ahora de la experiencia narrada o recreada, según casos, en el poema. Se cancela el idealismo exterior para dejar paso a un Interior metafísico con galletas (título de su anterior poemario de 2012), preñado de humanidad y consciente de su dignidad discursiva. Porque, al final, "todo sucede en el lenguaje" (YCE, p. 21), y esa declaración, grande y humilde a la vez, permite una casa para el ser y un hogar más que habitable para el lector.

 

 

 

[Relación con el autor: muy cordial. Relación con la editorial: ninguna]


[1] Mar Gómez en Carlos Gámez Pérez, "Mar Gómez Glez: ‘No me interesa contar la historia de mi vida sino explorar literariamente ciertos instantes misteriosos de la experiencia'"; Suburbano, 14/01/2016, accesible en http://suburbano.net/mar-gomez-glez-no-me-interesa-contar-la-historia-de-mi-vida-sino-explorar-literariamente-ciertos-instantes-misteriosos-de-la-experiencia/

[2] Hace poco se ha difundido que El Gaviero, la editorial de Yo, chatarra, etcétera, dejará su actividad a lo largo de este 2016. Es una pésima noticia la desaparición de este sello, que durante casi dos décadas ha dado a conocer a jóvenes voces interesantes y que ha difundido poemarios valiosos y muy diversos. La poesía española, que pasa por un buen momento creativo, pierde a pasos agigantados libertad y variedad editorial, persiguiendo la pluralidad de voces en un espacio cada vez más concentrado en menos manos.

[3] M. Peyrou, Niños enamorados; Pre-Textos, Valencia, 2015, p. 28.

[4] Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 519.

[5] Rosario Ferré, "De la ira a la ironía, o cómo atemperar el acero candente del discurso", Sitio a Eros; Joaquín Mortiz, México, 1980, p. 193.

[6] A. Santamaría, La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo; El Desvelo Ediciones, Santander, 2015, p. 41.

[7] A. Santamaría, La vida me sienta mal, op. Cit., 57.

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6 de febrero de 2016
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