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En la ruina de las batallas perdidas

En 1983 grabé con aquél arcaico sistema de vídeo una larga entrevista a Federica Montseny. La produjo el profesor Jaume Sureda para el archivo de historia oral de la universidad balear. Federica, la primera mujer ministra, sindicalista, escritora, había llegado a Palma invitada por los estudiantes de la Facultad de Derecho para participar en un debate que tuvo lugar en el Teatro Principal. La conversación con Federica Montseny fue el día antes en una de las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras, en el edificio de Son Malferit.

La anciana y longeva Federica conservaba su legendario vigor, una memoria nítida y una rara conciencia sobre el pasado, el curso de la historia y la marcha del tiempo. No me hablaba como la mujer tantas veces derrotada.

Antes de la primera pregunta recité un fragmento del relato que el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger dedica a los republicanos y anarcosindicalistas exiliados en Toulousse. En la más española de las ciudades francesas, los héroes de las mil batallas perdidas, subsistían con sobriedad, haciendo de su austeridad el sustento de una insobornable independencia. Sin rencor ni odios ideológicos, ni banales ejercicios de nostalgia, vivían en modestas viviendas sin televisor, pero con libros. Pertenecían a una generación que dio a la cultura y a la educación la más alta consideración moral. Reverenciaban a Don Quijote y en cada una de sus casas conservaban la obra magna de Cervantes. Me extendí citando los elogios de Enzensberger por los viejos compañeros de Federica, pero el homenaje no la conmovió. Recelando de la mitografía y avisada de lo que encubre el embellecimiento del pasado. Como si el reconocimiento al abnegado idealismo de aquellos hombres no fuera más que otro modo de redactar su epitafio.

Lo recuerdo ahora que la televisión francesa ha emitido un documental sobre Federica Montseny, “L’Indomptable”, dirigido por Jean-Michel Rodrigo. Allí aparecen fragmentos de mi entrevista a Federica y me cuenta el documentalista, Javier Campillo, bibliotecario del Instituto Cervantes en Toulousse, que no hay en los archivos ninguna otra intervención tan larga y completa como la que entonces quedó grabada y custodiada.

Le comento a Juan Luis Cebrián, el día que presenta la novela de Fernando Schwartz en la Embajada de Francia, acompañado por un locuaz y simpático embajador, que al recordar a los españoles maltratados por la Historia (los judíos, los moriscos, los republicanos…) siento una desagradable sensación de amarga melancolía. Los que conocí en mi adolescencia se distinguían por una singular generosidad vital, ajenos al instinto sectario que hemos visto fructificar en la política y en la prensa. Su extraña autonomía personal encarnaba un estilo de vida, una filosofía –en efecto, un anhelo de sabiduría- más que una doctrina para la predicación y la conquista del poder. Probablemente, mis recuerdos sean los restos deslavazados de un legado que hoy no podemos comprender.

Nuestro avaro y celoso país de infinitas sectas, enemistado con el pasado y rival de su futuro, poseído por una feroz disputa consigo mismo. Este país nuestro, intratable, presto al chantaje, y a la infamia, militando siempre en la trinchera de enfrente, consiente de mala gana que los Reyes de España se vayan a Francia a homenajear a los héroes de La Nueve. La valerosa compañía de españoles, los primeros en entrar en Paris y arrancar a las tropas alemanas su rendición.

 

 

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6 de junio de 2016
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La realidad tiene granos

La fotografía se titula Monzón: tres hombres y un rickshaw avanzan bajo la lluvia intensa que peina la imagen de gotas inclinadas hasta empaparla, logrando una pátina de irrealidad. Uno empuja, los otros tres van atrás y miran a la cámara con sonrisas fotogénicas. A su alrededor, los colores raídos, el reflejo de los charcos en el asfalto y unos precarios techos de plástico sirven de subtexto: estamos en India. La instantánea es para algunos perfecta, para otros tediosa, pero parece capturar una escena cotidiana que al tiempo ilustra la variada amplitud del mundo. Su autor, Steve McCurry, es uno de los fotorreporteros más prestigiosos del mundo, un clásico de National Geographic, autor de aquel icónico retrato de una niña afgana que deslumbra a través de su mirada esmeralda. Pero McCurry quita y pone. El crítico de The New York Times, Teju Cole, disparó la primera flecha: “Sus fotografías son perfectas y aburridas. Y esa perfección sólo se puede conseguir orquestando la imagen”. De hecho, lo hacía: eliminaba personajes molestos para la composición, borraba un puesto de fruta que descentraría la mirada y reencuadraba ratón en mano. El célebre autor se justificó: “Yo no soy un fotoperiodista sino un contador de historias. Tomo mis imágenes con un sentido estético de la composición”. Algunos de sus colegas han sacado la Biblia del oficio: su deber es informar, guiados por la ética informativa, nunca recrear; además McCurry nunca antes había renunciado a su faceta de reportero gráfico, aunque hoy, a tenor de sus palabras, se sienta un artista llamado a recomponer el desorden real.
Domina la creencia de que el mundo suele ser más espectacular visto en fotos; de ahí que hoy Instagram anime a competir en singularidad, emotividad y pose. También explica esa creciente neurosis por fotografiar el instante como si tuviéramos que documentar la vida, en lugar de vivirla a conciencia. ¿Acaso porque causa más placer coleccionar y editar nuestras propias fotos que disfrutar de nuestros propios actos? Con frecuencia se admiran imágenes cuya magnificencia no suele corresponderse con la literalidad del instante, como si el ojo no pudiera acostumbrarse a la fealdad. Ni siquiera a la trivialidad que documentan tantas de esas instantáneas. No está solo McCurry manipulando la realidad en pos del efectismo. Las imágenes de los miles de inmigrantes que siguen huyendo de Siria y buscando refugio en el Viejo Continente se estampan de bruces en una Europa soliviantada que sigue utilizando el Photoshop sin lograr iluminar una fotografía cada día más oscura y desenfocada. Las versiones de una misma imagen se multiplican, varían entre ellas, borran defectos, abrillantan una luz que nunca existió, como si esta ideología del cortar y pegar resumiera una omnipotente ilusión humana: quitarle los granos a la realidad.
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6 de junio de 2016
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Enfermedades de la civilización

El otro día volví a ver un reportaje en la televisión sobre una mujer que pesaba más de cuatrocientos kilos y que permanecía inmovilizada y aturdida.

Cuando era muy joven, descubrí con asombro esa clase de gordura en mi primer viaje a América. Entonces la gordura mórbida no existía ni Europa, ni en Asia, ni en África, aunque seguro que sí existía en Australia, esa mala fotocopia de América de Norte.

La mujer de la que hablo usaba pañales como un niño muy grande, como un niño gigantesco. Había regresado a la infancia. Su figura me conducía a la anoréxica. Ambas conforman los dos polos de un mismo sistema y en los dos casos se trata de un problema con la fase oral-anal

Los anoréxicos quiere regresar a la época anterior a la pubertad: quieren "recuperar" sus cuerpos de niños, y los obesos quieren regresar a la fase de la lactancia casi continua, cuando los bebés se convierten en tubos que absorben y excretan: quieren volver a la inmovilidad de la cuna.

 

Ambos han perdido la línea, en el más estricto sentido de la palabra: han perdido la figura, la postura, la forma misma del cuerpo. En el caso del anoréxico se ha perdido la figura por evaporación, y en el caso del obeso por acumulación de materia.

En el primer caso, el cuerpo parece una pluma, en el segundo una tumba. El cuerpo del anoréxico se presenta casi exento de agua (se trata de un cuerpo seco y enjuto hasta el extremo), en cambio el cuerpo del obeso mórbido es un túmulo de líquidos retenidos, de líquidos descompuestos que van envenenando la sangre y van creando un campo abonado para la gangrena.

La sociedad que nos representa no parece tener buenas relaciones con el cuerpo. Los dos extremos señalados son buena prueba de ello, pero también lo son los obsesionados por el culto al cuerpo. Ningún sacrificio extremo es bueno, y los adictos al gimnasio están tan alejados de su propio cuerpo como los anoréxicos y los que padecen de obesidad mórbida.

Y mientras tanto los especialistas en salud física van dando consejos estúpidos desde la prensa sobre cómo alimentarse con cordura o qué hacer para perder kilos o ganarlos.

Nunca van a la raíz de la enfermedad. O mejor: nunca se dirigen con mirada clínica a la enfermedad invisible en la que se apoyan todas las enfermedades visibles.

Les da miedo esa profundidad sin cuya exploración no hay cura posible.

 

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6 de junio de 2016
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Empieza la rectificación

Esto se acaba. Esta historia no da más de sí. La hora de la rectificación ha llegado y todos, incluidos los ideólogos mas entusiastas, han empezado a plegar velas. Uno de los ideólogos del proceso se pregunta por el lugar de Mas. Nadie sabe qué hacer con el rey destronado. Otro se adentra en la autocrítica que tanto ha faltado a lo largo de esta inacabable marcha hacia ninguna parte. Ahora reconocemos que la superioridad moral y la autocomplacencia empequeñecen la mirada colectiva, irrealista y ciega sobre todo ante las propias inmoralidades. También que la transferencia de todos los defectos sobre España, como única responsable de nuestros problemas, ha hecho el resto. Un poco tarde para tan atinadas reflexiones.

La idea de la violencia ha hecho su trabajo, es evidente. La revolución de las sonrisas y la ruptura democrática y pacífica han tropezado con su rostro más hosco. Voces bien serias, desde dentro del propio campo soberanista, lo venían advirtiendo desde hace tiempo. No es tan solo el problema de los métodos violentos, cuya sola apelación imaginativa a través de los okupas amigos de la CUP aleja a la gran masa de los votantes. Antes está la cuestión del principio de legalidad, es decir, el Estado de derecho, las libertades y los derechos civiles individuales.

Atender a la legalidad no es un capricho reaccionario e incluso franquista. La democracia sin ley es demagogia y conduce a la dictadura. Lo que está en juego no es el principio de autoridad ni la contundente consigna burguesa de ley y orden, sino la regla de juego que a todos obliga y a todos defiende de la arbitrariedad. Sobre todo a los más débiles. Si son los okupas los que dictan la ley, habrá un momento en que alguien más fuerte dictará la suya. Por eso el rupturismo conduce históricamente a la dictadura de uno u otro signo.

Los pacíficos y amables dirigentes del proceso habían imaginado un inexplicable camino de tranquilas rupturas, pequeñas fracturas de la legalidad o incluso una decantación pacífica y casi imperceptible desde la legalidad actual hasta otra que surgiría nueva y limpia, catalana claro está, lista para ser adoptada por todos y constituir el Estado propio inmaculado. Estos planes --fraguados en las masías de l'Empordà y en los chalés de la Cerdanya durante los largos fines de semana de los días tórridos de agosto que preceden a las grandes jornadas patrióticas del Once de Septiembre-- han tropezado ahora con las tentaciones expropiatorias de las segundas residencias que la CUP no ha tenido rebozo en exhibir como argumentos de apoyo a la negociación de los presupuestos con Junts pel Sí.

El peor escenario se ha hecho realidad. La CUP es quien controla la agenda política. Con apenas unas centenas de agitadores congregados en Gràcia consigue poner en jaque a los gobiernos municipal y de la Generalitat, secuestra el foco mediático, impugna la autoridad de las fuerzas del orden catalanas e impide la aprobación de los presupuestos en el Parlament. Sin su voto no hay presupuestos y sin presupuestos no hay algo digno de llamarse gobierno.

La CUP aprieta las tuercas porque con tal experiencia ha sacado hasta ahora grandes réditos. Sin ir más lejos, los contenidos rupturistas de la declaración del 9N y la cabeza de Artur Mas. Ahora ha conseguido poner al gobierno contra las cuerdas y someterlo a un dilema endiablado y demoledor, entre dar por roto el acuerdo de estabilidad parlamentaria o ceder y continuar sometidos al chantaje permanente, algo que una persona tan autorizada como Pilar Rahola considera como ?dos opciones letales para el proceso?.

La tentación es mantener intactos los planes secesionistas en la línea reafirmada ayer por Puigdemont en la entrevista concedida a EL PAÍS. Esto significa que, más pronto que tarde, con presupuestos o sin ellos, habrá disolución del Parlament y que esta se disfrazará y explicará como una nueva forma de paso plebiscitario hacia el Estado propio. Hay otro camino, como es el de buscar una nueva geometría de alianzas parlamentarias, cambiar así la mayoría en el parlamento catalán para aprobar el presupuesto, gobernar de nuevo, restaurar la unidad civil y política catalanista y aprovechar los nuevos espacios de acuerdo y de alianza que se han abierto en Madrid y en las comunidades valenciana, balear y aragonesa con los socialistas y las nuevas izquierdas.

No significa enterrar nada, sino meramente cambiar el ritmo, cargarse de paciencia y acomodarse, finalmente, a la dura y tozuda realidad. El problema es saber si hay alguien con el coraje personal y la autoridad política para dar este paso que muchos querrán interpretar como una rendición, aunque no lo sea.

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6 de junio de 2016
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Absolutamente moderna

Patti Smith puede hacer lo que sea por una taza de buen café, incluso viajar a Veracruz en busca de los granos que le recomendara William Burroughs. Adora perderse en cafés íntimos, donde se sienta a repasar su cosmogonía mental bajo la premisa de que la imaginación puede llevar a cualquier parte, no tiene fronteras ni límites. Libre. Como su mítico álbum debut, Horses, que ahora cumple 40 años. Superviviente de toda una generación que no pudo sobreponerse a sus utopías, Smith supo recogerse, enarboló su propia teología y se puso a rezar, exaltó el arte más elevado, crió a sus hijos, y nunca dejó de componer ni de susurrar versos filtrados por la luz.
Smith es un mito que no envejece. Sigue despeinada a conciencia, igual que en los años 70 cuando posaba en ese hotel que tanto la enamoraba por su densidad: el Chelsea. “Era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo. Yo deambulaba por los pasillos al acecho de sus espíritus, vivos o muertos. (…) Muchos habían escrito, conversado y sufrido en las habitaciones de aquella casa victoriana. Muchas faldas habían lamido aquellas desgastadas escaleras de mármol”, escribe en su primer y celebrado volumen de memorias Éramos unos niños (Lumen), en las que desgrana su despertar en las artes y la vida de la mano de su íntimo, el fotógrafo Robert Mapplethorpe.
Ella no nació realmente el penúltimo día de diciembre de 1946, sino el día que robó las Iluminaciones de Rimbaud en una librería de su barrio. Siempre ha sido su máxima inspiración. ¿Cómo no iba a ser una poeta libertaria siguiendo los pasos del “primer punk rock kid”, como lo definió en la inauguración de una exposición monográfica en Madrid hace ya casi una década? Los amores adolescentes nunca se olvidan, y ella ha confesado que se enamoró del rostro ensoñado del poeta y de sus versos rabiosos con sólo 16 años. Igual que él, dejó su ciudad y una vida odiosa –había empezado a trabajar en una fábrica tras acabar el instituto debido a los problemas económicos de su familia– con 20 años para buscar su arte en la gran manzana. En su maleta llevaba vaqueros, los discos de Dylan y los versos de Rimbaud. Su particular Verlaine fue un joven hermoso y sensible, Robert Mapplethorpe, quien se convirtió en compañero, amante, cicerone y pigmalión entre la creatividad, la ternura y la tormenta. Él financió su primera maqueta. La que Lou Reed –al que la canción le puso los pelos de punta– le puso a Clive Davis, presidente del sello Arista, que la contrató inmediatamente. Así se convertiría en la primera artista surgida de la new wave que firmó un contrato con un sello grande. En un momento en el que el rock buscaba cantantes sexis, ella, con su aspecto andrógino y su luto riguroso, con sus letras líricas, su ruido y su furia, iba a romper todos los esquemas y fórmulas. Ahora que se cumplen cuatro décadas de aquel imprescindible Horses, lo recupera en directo y visita Madrid, donde actuará en las Noches del Botánico. Acaba de salir su segundo libro de memorias, M train, cincelado por su prosa preciosista que oscila entre el ensueño y la realidad trazando un paisaje de aspiraciones e inspiraciones creativas –de la Casa Azul de Frida Kahlo en Coyoacán a las tumbas de sus admirados Genet, Plath, Rimbaud y Mishima–. Te atrapa como una tela de araña. Ella misma lo ha explicado: “Es lo que sentí. Simplemente me subí en un tren y emprendí la marcha”. Eso sí, tomó la precisa distancia entre la oscuridad y la luz. Patti Smith es una buscadora del lenguaje de los dioses menores que protegen el verdadero arte.
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4 de junio de 2016
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Muhammad Ali y el luminoso perfil de David Remnick

Murió Muhammad Ali, el boxeador que cambió para siempre la forma de vivir y entender las relaciones étnicas, de clase, el lugar de la valentía y la coherencia en la vida pública, el saber cómo estar en el mundo. En Estados Unidos y en todas partes. Murió un gran hombre. Por suerte, a lo largo de su  vida y su carrera, Ali como personaje y como símbolo fue tratado por algunos de los mejores escritores de su tiempo, de Norman Mailer a Truman Capote y Gay Talese. Para mí, el mejor libro sobre el gran luchador es Rey del mundo de David Remnick. Esto es parte de lo que escribí sobre ese libro en el capítulo sobre perfiles en Periodismo narrativo. El legado de Alí seguirá viviendo, en parte, en las grandes obras que inspiró.    

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Rey del mundo, de David Remnick, el actual director de la revista New Yorker, relata algunos aspectos de los orígenes, adolescencia y ascenso de Cassius Clay y apenas se interesa por los últimos 30 años de la vida del campeón.

Se centra en tres años determinantes, de 1962 a 1965, en que Clay se convirtió en Alí, en que Alí se convirtió en “bocazas”, en líder de los rebeldes musulmanes, desertor contra la Guerra de Vietnam, preso, libre y finalmente aclamado por multitudes como el mejor boxeador de todos los tiempos y símbolo de la lucha por los derechos civiles.

Para pintar al rey, Remnick presenta el mundo que lo rodea, los Estados Unidos de los sesenta, explica la forma en que este mundo lo creó y la manera en que él, como muy pocos más, contribuyó a forjar ese mundo. Cobran vida en estas páginas los tremendos cambios que se estaban produciendo en las calles, las universidades y las salas de redacción, las complejas relaciones entre blancos y negros, entre hombres y mujeres, entre cristianos y musulmanes, entre viejos y jóvenes periodistas.

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De hecho, en las primeras 100 páginas Alí casi no aparece. Remnick moldea con delicadeza los dramáticos perfiles de los dos boxeadores que lo precedieron en la corona mundial de los pesos pesados. Por un lado, Floyd Patterson, el paradigma del negro bueno, sumiso y respetuoso de su lugar en una sociedad racista. Por el otro, Sonny Liston, el negro malo que a los blancos les encantaba odiar: ex-presidiario, analfabeto, violento, incapaz de hilvanar dos frases seguidas y pura fuerza en el ring.

Las dos peleas en las que Liston destrozó a Patterson son analizadas por Remnick con la precisión y la elegancia de un buen crítico de teatro. El autor se convierte en periodista del pasado para recrear la vida alrededor del cuadrilátero: los mafiosos que manejaban a Liston como a una marioneta, los periodistas deportivos (blancos) que le adosaban metáforas del reino animal, el apoyo político del presidente Kennedy a Patterson.

Desde estos dos estereotipos y la sociedad que los necesitaba surge con claridad la revolución Clay: un negro nuevo, incomprensible para las generaciones anteriores. En el momento en que surgen Los Beatles y Malcolm X, aparece en el mundo del boxeo un rebelde con causa, un “bocazas” simpático y fanfarrón, que rechaza el modelo de la sumisión y también el de la rabia salvaje. Cassius Clay era su propio tipo de hombre, fuera de cualquier encasillamiento, en permanente reinvención de sí mismo.

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Remnick entrevista a decenas de testigos presenciales, desempolva diarios de la época y relaciona hechos del deporte, de la política y de la cultura para iluminar al lector poco afecto al boxeo y despertarle un irrefrenable deseo de seguir cada pelea como si fuera una batalla épica de aliento clásico.

En Rey del mundo asistimos a la Guerra de Troya desde el lado de los griegos y también del de los troyanos. Hemos leído descripciones y citas reveladoras que nos abren la mente de cada luchador. En cuanto suben al ring, podemos imaginarnos los golpes, el orgullo y el miedo desde los dos puntos de vista. Nos pone en la piel de dos hombres desesperados que se golpean en la cabeza con manos como mazos.

Rey del mundo tiene mucho de ensayístico, pero no es un ensayo. Es el relato de cómo el mejor boxeador de todos los tiempos transformó un país, una sociedad, un mundo. Ningún negro, ningún miembro de una clase o etnia oprimida se sentirá igual después del paso de Alí  - ligero como una pluma, potente como una maza - por este mundo.

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4 de junio de 2016
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Otro hápax

  

Quizá el más agradecido de mis oficios sea el de buscador de hápax. Hoy creo estar en condiciones de afirmar que he encontrado uno, el segundo en mi vida tras ‘carable’ http://www.elboomeran.com/blog-post/2454/17351/francisco-ferrer-lerin/predador/ y del que paso a dar informe.

 

El Romance de Tebas, ” Le Roman de Thèbes”, de mediados del siglo XII, contiene la forma ‘azoivre’ en una ocasión, y esa ocasión es única en todo el universo de la literatura francesa. Vocablo aplicado al onagro, al asno salvaje, équido poco documentado en Francia (una de las escasas citas es la del poeta franco-romano Venantius Fortunatus en el siglo VII), parece adaptación de las formas españolas ‘cebro’, ‘encebro’, ‘acebra’, dadas a un animal común en zonas esteparias de la península ibérica hasta ser extinguido por la caza en el siglo XVI. Por ejemplo, el místico murciano Abenarabi nos ilustra, a finales del XII, con una cita sevillana: “... iba yo de viaje cierto día en compañía de mi padre, entre Carmona y Palma, cuando topamos con un rebaño de onagros o asnos salvajes que estaban paciendo...”. La toponimia constata la extendida presencia de la especie: Cebreros (Ávila), Ensebras (Alicante), Oncebreros (Albacete), Vallcebre (Barcelona), Navacebrera (Cáceres), Cebrans (La Coruña), Acebrón (Cuenca), Cebreiros (Orense), Valdecebro (Teruel),  

 

Por cierto que las cebras africanas fueron así bautizadas por los expedicionarios y aventureros portugueses que a finales del siglo XV llegaron al Congo y Angola dada la semejanza morfológica y etológica con el cebro hispánico. 

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4 de junio de 2016
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Sistema de injusticia

Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la  obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.

            Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.

            Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.

            Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.   

            Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.

            Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.

            Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.

 

Twitter: @jvolpi Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la  obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.

            Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.

            Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.

            Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.   

            Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.

            Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.

            Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.

 

Twitter: @jvolpi 

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3 de junio de 2016
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¿Hecatombe?

Que cada vez se lea menos no es sólo un quebranto para lo libreros y los editores sino un grave desaliento para los escritores. ¿Cómo no prever por tanto que poco a poco se creará menos literatura (sobre todo de la buena) y en el ya absoluto fracaso comercial del ensayo se pensará menos o no se pensará en nada que requiera tiempo y profundidad?

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2 de junio de 2016
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El Boomeran(g)
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