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Cosecha de irresponsabilidad

Ha hecho correr mucha tinta, ociosa en buena parte, y hará correr mucha más, esperemos que al fin con provecho. Aunque la historia tan invocada termine acudiendo algún día a la cita, difícilmente será con aires de solemnidad celebratoria, porque difícilmente habrá algo que celebrar de tanta trascendencia histórica como la que algunos habían imaginado. No será por tanto una historia de hitos sino de meditaciones sobre acontecimientos vividos con improvisación y atolondramiento y celebrados con pompa y circunstancia cuando todavía falta la consistencia de la construcción que permanece. En buena parte, cabe ya adelantar algunos adjetivos sobre la peculiar filosofía de la historia que preside esta época declinante.

Se trataba, ante todo, de un proceso perentorio. Había que empezarlo ahora y terminarlo enseguida, sin pausas y en plazos precisos e improrrogables. Extraña paradoja para un recorrido de lentitud secular que de pronto se precipita, fuera ya de los tiempos históricos de los nacionalismos. Hay una cuestión de carácter, es cierto. Las nuevas generaciones que se han erigido en protagonistas del cambio no se sienten comprometidas con paciencia alguna. Al contrario, lo que quieren lo quieren ahora y en su totalidad, y creen que pueden quererlo y obtenerlo sin dilaciones. También hay una cuestión de oportunidad: las prisas se deben al temor respecto a la volatilidad de la coyuntura. Las crisis ?financiera, monetaria, institucional, migratoria, de fronteras, del Brexit? abrieron una ventana que muy pronto se cerrará sin remedio. Hay una causa para tanta velocidad, expresada por una fraseología política muy característica: ahora o nunca, tenemos prisa. La explicación es el carácter definitivo que se le presume al cambio de hegemonía. El propósito es hacer algo similar a una revolución, aunque la revolución de fondo, la auténtica, que es la que se da en las conciencias, ya se dé por hecha y se presente como una realidad indestructible. A partir de ahora solo se trata de acumular fuerzas, sabiendo que nada volverá a ser como antes. De ahí la irreversibilidad: puede que no sepamos a dónde vamos, pero seguro que no es el pasado. El autonomismo, el pactismo o el posibilismo no regresarán jamás, según requiere el dogma del catalanismo nuevo y plenamente emancipado.

Nada lo expresa tan bien como la metáfora de las pantallas pasadas, inspirada en los juegos digitales, propia de las generaciones más jóvenes. Por el momento la desmiente en los hechos el regreso a la reivindicación de la consulta ante el fracaso de la independencia perentoria programada para los 18 meses posteriores a las elecciones del 27S. Pero incluso este paso atrás, al igual que el paso al lado del líder carismático, o los numerosos percances, contratiempos y destrozos institucionales del soberanismo, quieren aparecer como circunstanciales y provisionales, pequeñas pausas o desviaciones previas a un renovado impulso en la recta final, un respiro para acumular fuerzas de cara a un proceso propiamente inmortal. Este es el argumento aceptado de las críticas a las prisas y los irrealismos formuladas desde dentro: como estas energías ya no se pierden, hay que seguir sumando fuerzas, con la firme convicción de que la cantidad terminará alumbrando el salto cualitativo. La independencia será un hecho por mero efecto de acumulación.

Todo esto no se entiende sin el carácter definitivo del proceso. Por extraño que parezca, que nos parezca, también los más jóvenes de ahora esperan algo definitivo y general. Y así lo supieron ver los más adultos sentados al volante, que respondieron al deseo de un futuro definitivo con el carácter ineluctable de sus propuestas, sus plazos y sus hojas de ruta. De una tacada cometieron dos pecados sobre los que deberán rendir cuentas. Mintieron. Y lo hicieron a sabiendas. Pecaron de tosco historicismo con un proceso inscrito en la esencia de una historia de desentendimiento sin remedio y de unas singularidades nacionales incompatibles que deberán culminar con la separación y la plenitud nacional.

Eran mentiras piadosas, o patrióticas. Lo hacían para seguir acumulando fuerzas, para recabar adhesiones al carro del triunfador. Un proceso que no fuera irreversible e ineluctable perdería mucho de su atractivo propagandístico. Nadie quiere verse apeado de la marcha ineluctable de la historia. Así es como se fabrica el monstruo hegeliano de una nación que obligatoriamente deberá encontrar un día al Estado que la está esperando en el momento quiliástico de la plenitud. Pero el determinismo anula la libertad y sin ella no hay ciudadanos con derechos y deberes. Que nadie espere cosechas de responsabilidad tras una siembra tan prolija en falacias y frivolidades.

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20 de junio de 2016
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Contar las guerras latinoamericanas en Oxford

¿Cómo se cuenta el horror, la muerte, la opresión, la paz y la concordia, desde la literatura y sin faltar a la verdad? ¿Cómo se cuentan las historias verdaderas de una región tan difícil de entender y tan fácil de amar como América Latina?

Esta semana (el 13 y 14 de junio) se llevó a cabo en el Wolfson College de la Universidad de Oxford un congreso sobre “Periodismo literario y guerra en América Latina”. Un puñado de estudiosos de la literatura, el periodismo y la historia discutimos amigablemente sobre las formas en que los conflictos de ese continente convulso y fascinante fueron y son contados desde la crónica del Sur y del periodismo narrativo del Norte.

Fueron unos días intensos, de pensar en hechos terribles pero siempre desde la ilusión. En Oxford me alegró mucho encontrarme con viejos y nuevos amigos y conocer sus investigaciones e ideas sobre un tema que me duele y me fascina.

Hace casi un año, cuando el profesor John Bak, de la Universidad de Lorraine en Francia, me propuso ser el orador principal (keynote speaker) de este congreso la alegría y la responsabilidad me abrumaron a partes iguales. John  es un gran profesor y organizador de encuentros en este mundo: de él fue la idea de fundar la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario (IALJS) hace 11 años, y él fue su primer presidente.

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En el congreso se habló primero de escritores extranjeros en América latina: la polaca Aleksandra Wiktorowska siguió los pasos de Ryszard Kapusinski, y el irlandés Maurice Walsh los de Graham Greene por el continente. Después, los españoles Juan Antonio García y Antonio Cuartero definieron y acotaron el género de la crónica, y el portugués Manuel Coutinho marcó sus complejas relaciones con los regímenes autoritarios del continente.

Pero la mayoría presentó y analizó la obra de uno o más escritores locales: los mexicanos Vivane Mahieux la de Martín Luis Guzmán; Liliana Chávez en la de grandes cronistas del continente como Rodolfo Walsh, Gabriel García Márquez o Tomás Eloy Martínez; Ignacio Corona los maestros de la “narcocrónica”.

La estadounidense Rebecca O’Neil se centró en la obra de cronistas salvadoreños, de Salarrué a las poetas de la cárcel; la murciana Margarita Navarro analizó el exitoso y discutido programa de televisión del colombiano Pirry; y el brasileño Mateus Yuri Psassos habló de los viajes de sus connacionales Fernando Morais e Ignacio Brandao a Cuba.  

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Yo hablé de una investigación que hasta ahora compartí en congresos y clases en Colombia, Argentina, Chile y Alemania. Lo llamé “De ¡Basta ya! a ¡Nunca más!: Cómo el periodismo narrativo latinoamericano cuenta las guerras regionales y ayuda a construir sociedades post-conflicto”.

Empecé contando que esta reflexión empezó cuando mi amiga y colega, la gran académica y profesora colombiana Maryluz Vallejo, me regaló el informe sobre el conflicto armado en su país, ¡Basta ya!, y lo comparó con el informe sobre los crímenes de la dictadura argentina, el ¡Nunca más! de 1985. Pero de ¡Basta ya! a ¡Nunca más! hay un largo trecho.

Para recorrerlo, tracé un camino de siete pasos desde el momento en que se grita, se exige, se decide terminar con la violencia hasta que la sociedad está lista para construir un futuro en el que las violaciones sistemáticas a los derechos humanos sean cosas del pasado. Y en cada paso, propuse géneros periodísticos, herramientas de periodismo narrativo, autores y obras que acompañan y apoyan ese proceso. Estoy muy satisfecho con el resultado y los debates que provocó.  

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Pero lo mejor, lo más importante, vino después, con la llegada de un viejo enemigo transformado en amigo, a quien no había visto nunca.

Hace muchos años que intercambio mensajes y noticias a la distancia con Chris Pretty, un veterano inglés de la Guerra de las Malvinas. Como muchos seguidores de este blog saben, yo participé en esa guerra en 1982. Era un conscripto de la armada y mi propia experiencia está recogida en mi libro Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007).  

Pues bien, Chris vio en Facebook que yo iba a Oxford, me propuso vernos, lo invité al congreso y después de las ponencias del lunes 13, él y yo hablamos de nuestra experiencia como soldados en la misma guerra en bandos rivales. Las peores batallas fueron en los últimos días de la guerra, del 12 al 14 de junio. Los días del congreso eran exactamente 34 años después de esa fecha.

Hace 34 años pudimos habernos matado, y ahora estábamos recordando los miedos, las locuras, los dolores de la guerra. Y explicando cómo nos empezamos a enviar cartas en los ochenta, cómo compartimos recuerdos y las maneras similares y distintas de sobrevivir, superar, crecer desde una experiencia común. Los profesores y alumnos nos hicieron preguntas. John Bak grabó nuestra charla. Sentimos que estábamos dando un paso importante en el camino de la reconciliación y el entender qué nos había pasado.

Siento que fue un broche de oro de la experiencia de Oxford. Para mí también fue fundamental y muy emotivo que mi hijo José Pablo haya aceptado mi invitación a venir conmigo en ese viaje, y que estuviera con nosotros en esas sesiones y en las noches de cervezas y risas.

De vuelta en Barcelona, los recuerdos se acumulan, hay muchos a quienes quiero agradecer. A John, a Chris, a José Pablo, al grupo estupendo de participantes y amigos. Y me queda el sabor dulce de una experiencia irrepetible. 

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19 de junio de 2016
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Maniobras

He contado en público repetidas veces la historia de uno de mis bisabuelos que apareció con las uñas clavadas en la tapa del ataúd cuando los enterradores se disponían a trocear embalaje y embalado para hacerle sitio a un nuevo ocupante del nicho. Pero ahora me llega noticia de que unos funcionarios, en la misma faena de esponjamiento, hallaron a un tipo que dejó escrito a lápiz un mensaje en el interior de su caja.

 

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19 de junio de 2016
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Horror sin venganza

La meteorología fue particularmente mala en Ginebra aquel 1816, el llamado año sin verano, debido a la masiva erupción del volcán Tambora. Llovía sin parar y los días parecían noches de enero. Un grupo de jóvenes románticos aficionados a los cementerios y a la vida en fuga se reunía en la casa que uno de ellos, Lord Byron, había alquilado a orillas del lago Lemán, Villa Diodati. “Cada uno de nosotros escribirá una historia de terror, propuso y su propuesta fue aceptada. Éramos cuatro”. Así lo resume Mary Shelley en la introducción a la edición de 1831 de su célebre obra surgida de dicho reto, un texto que conmueve por su hondura. Se lee como si hubiera sido escrito ayer, tocado por una belleza estoica, la que pudo enfriar una mujer de treinta años que a los veinticinco había perdido ya a su amado, el poeta Percy B. Shelley y a varios de sus hijos, y escrito una de las obras cumbres de la literatura: Frankenstein o el moderno Prometeo.
Nunca conoció a su madre, Mary Wollstonecraft –autora de Vindicación de los derechos de la mujer–, que murió tras el parto porque el médico no se lavó las manos al acabar de extraerle la placenta. Su padre fue el anarquista William Goldwin, quien, ahogado de dolor, llevaba a su hija al cementerio de St. Pancras a visitar la lápida de su madre. Mary aprendió a leer sobre tumbas. Cinco años después, Goldwin se casó de nuevo y Mary se convirtió en una especie de cenicienta, aunque destinada, según su padre, a grandes empresas. “Fui amamantada y criada con amor para la gloria. Ser algo grande era el precepto dado por mi padre; Shelley lo reiterará… Pero Shelley murió y yo me quedé sola”, escribió en su diario.
Tras aquella noche suiza, la precoz adulta de dieciocho años daría forma a la idea de un monstruo desgraciado en una profunda novela filosófica acerca de los límites de la ciencia y el progreso y la humana obsesión por el poder. 200 años después, sigue planteando un problema de absoluta actualidad. Y para terminar de convertirla en mítica, los espantos conjugados durante aquellas noches de tormenta devinieron en maldición. Borges escribió que “algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas”. Polidori se envenenaría a sí mismo con ácido prúsico, Shelley se ahogaría tras el naufragio de su Ariel sin llegar a cumplir los 30 y Byron no entraría en combate por la independencia de su amada Grecia, falleciendo en Mesolongi dos años más tarde. El resto es historia.
Frankenstein es una obra que permite lecturas poliédricas. Por un lado es la crónica de un tiempo donde la noche estaba llena de profanadores de tumbas y científicos hambrientos, pero también es una novela sobre la creación y la procreación: “¿Quién era yo, qué era? ¿De dónde venía?, ¿Hacia dónde iba? Eran preguntas que se me planteaban continuamente, pero que era incapaz de responder”, se preguntaba Frankenstein, pero bien podía parecer la voz de su autora, señalaba Elisabeth Rusell en el prólogo de una vieja edición en catalán, traducida por Maria Antònia Oliver (Llibres de l’Eixample).
En Suiza se celebra por todo lo alto el bicentenario. Incluso los actuales dueños de Villa Diodati –que alberga hoy la Fundación Martin Bodmer– la han reabierto con motivo de una exposición sobre Frankenstein y su autora. Nunca volvió a casarse, decía que el nombre de Mary Shelley debía figurar en su tumba. Y siempre declaró el afecto que sentía por su creación, “ya que fue el resultado de unos días felices cuando la muerte, el dolor eran nada más que palabras”. Cuentan que vivió con el corazón de su marido envuelto en la página de uno de sus poemas, Adonais. Los recuerdos tejieron su identidad.
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18 de junio de 2016
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Iain Sinclair en la carretera

Cuando estudiaba en Alabama viajé a Oxford, Mississippi, a conocer Rowan Oak, la casona de William Faulkner durante más de treinta años. Quería ver el lugar donde un escritor que admiraba había escrito sus grandes obras. Me sorprendió descubrir cuán chico era el escritorio donde trabajaba, leer en una pared el esquema de una novela (descifré: "SUNDAY... return to the grave, the body has vanished") y aprender que a veces, borracho y cansado, Faulkner simplemente se dormía en el piso.

Para quienes buscamos el aura de un escritor admirado a través de sus lugares privilegiados, el galés Iain Sinclair es una suerte de ejemplo excesivo; gran experto en las "mutaciones del inmutable Londres" -ver, por ejemplo, La ciudad de las desapariciones (2015)--, en su reciente American Smoke: Viajes al final de la luz (Alpha Decay), en impecable traducción de Javier Calvo, cambia de rumbo y emprende una excursión a los Estados Unidos de los escritores que le han enseñado a leer y ver (sobre todo la generación Beat). El viaje incluye desvíos al Vancouver de Malcolm Lowry y William Gibson e incluso al Blanes de Bolaño (que aparece aquí como lo que un escritor anglosajón entiende que es el chileno: la mejor reencarnación del espíritu Beat para este siglo).

Como cronista, Sinclair no está necesariamente buscando a estos escritores para que le entreguen una frase reveladora, la clave para comprender mejor su obra; cuando, por ejemplo, se desplaza a Lawrence, Kansas, para conocer a Burroughs, escribe: "Yo no necesitaba que el gran hombre dijera una sola palabra. Solamente quería la oportunidad de ver si existía en forma física antes de que dejara de existir". Lo que se encuentra en esta exploración "psicogeográfica" a través de grandes distancias y espacios "claustrofóbicos" puede ser el artista, o el lugar, ambas cosas (o ninguna): Sinclair quiere llegar a la cabaña de Lowry en Dollarton porque "la idea de que se tirara esde su embarcadero destartalado y se zambullera en el agua fría del Entrante de Burrard había sido más potente que mi lectura de Bajo el volcán".

La prosa de Sinclair está llena de matices, se retuerce en cada frase; conexiones inusitadas se despliegan, hay chisme y erudición al por mayor, y se asume mucho del lector: sabemos de los Beat, pero no tanto de Charles Olson y los poetas de Black Mountain, con los que comienza agresivamente American Smoke. Uno tarda en entrar en ritmo, pero cuando lo hace, no para; hay perfiles magníficos (Gregory Corso "caminaba de punta a punta de su cabaña prestada, inflando sus confesiones hasta convertirlas en jactancias"), coincidencias imposibles, proyecciones desaforadas ("Blanes, lo reconocí, era un buen lugar para escribir. Tenía un poco el mismo espíritu que nuestro Hastings inglés: descartado, mitificado, venido a menos") y también momentos de iluminación (el viajero Burroughs dice: "el lugar no es importante. Me he pasado la vida buscando variedades superiores de aburrimiento. Un tercio de lo que escribo viene de los sueños, de ninguna parte en absoluto").

Sinclair recuerda un par de frases de Julian Barnes: "¿Por qué la escritura nos hace perseguir al escritor? ¿Por qué no basta con los libros?" En su caso, la sospecha es que su fascinación con Kerouac y compañía es una forma de compensar la intensidad que le falta a su vida y a la de los escritores de su generación en el Reino Unido. Es una obsesión que al final del libro, después de tanto viaje, parece curada: "sus intensidades nunca serían mías". No importa: queda American Smoke, el fanático y maravilloso recuento de esa adoración.

   

(La Tercera, 12 de junio 2016)
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16 de junio de 2016
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Todos somos Orlando

Muchas explicaciones, pero pocas convincentes cada una por separado. Algunas, por insuficientes o parciales. Otras, incluso, por su carácter abiertamente perverso.

La matanza de Orlando es un objeto inasible al conocimiento lineal e instantáneo al que estamos acostumbrados. No hay una causa directa a eliminar ni responsabilidad única a dilucidar. De ahí que crímenes horrendos como este se ofrezcan como munición perfecta para su uso político o electoral más desvergonzado.

Es evidente que matanzas como esta solo se producen en un país como Estados Unidos, donde un terrorista, un desequilibrado o un asesino vocacional tiene mayores facilidades que en cualquier otro lugar para hacerse por un módico precio con armas letales especialmente diseñadas para matar a mucha gente en el plazo de tiempo más breve posible. La mente del asesino, suicida al fin, explica mucho y a la vez muy poco. Recordemos que Albert Camus consideraba el suicidio como el único problema filosófico serio. Una parte del misterio la resolverá la policía, pero hay otra que jamás se conocerá. Mateen se reivindicó a sí mismo como un soldado de Daesh, algo que confirmó un vídeo del propio califato terrorista. También lo era Larossi Aballa, autor del doble asesinato de una pareja de policías en la periferia de París.

Sin embargo, no parece que hayan sido matanzas perpetradas bajo instrucciones concretas, sino más bien inspiradas en la ideología terrorista. Encajan, como soldados de la guerra global entre el terror y occidente, en el propósito de separar a los musulmanes del resto de la sociedad, para que se sientan identificados con los terroristas y por la misma razón estigmatizados e incapacitados para integrarse y aceptar nuestras libertades y valores. Siendo obra de combatientes singulares y desconectados, también responden al momento militar, cuando Daesh está a punto de perder Rakka en Siria y Faluja en Iraq.

El ambiguo perfil de Mateen no permite conclusiones definitivas. Junto a islamistas radicales y homófobos, que predican todos los viernes contra el pecado, ha surgido en distintos países occidentales un islam tolerante y liberal, con mezquitas dedicadas a la comunidad LGBT, como ya hacen otras religiones. El asesino pudo ser un homosexual, homófobo por razones religiosas y arrepentido posteriormente de sus inclinaciones. Hay mucha homofobia en los países occidentales, pero la homosexualidad todavía es delito en 76 países, casi ninguno de ellos en Europa y las Américas --solo en las Antillas--de los que diez, todos musulmanes y buenos socios occidentales algunos, la castigan con la pena de muerte.

Todos fuimos Charlie en enero de 2015 y Bataclan en noviembre. Estaban en juego la libertad de expresión en el primer caso y la libertad de vivir y gozar de la vida en el segundo. Ahora es la libre elección de la propia identidad sexual y el derecho a su reconocimiento público lo que se ha querido asesinar en Orlando. Como con Charlie Hebdo y con el Bataclan, la condena compungida queda corta si a la vez no se defiende enérgicamente las libertades y los valores atacados.

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16 de junio de 2016
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La epidemia ‘selfie’

Omar Mateen, el asesino que disparó a quemarropa y acabó con la vida de más de cincuenta personas en un club gay de Orlando, era aficionado a las selfies. Observar sus autofotos produce la sensación de ver una escena pornográfica en el comedor familiar. En algunas posa con un mohín burlesco, en otras ladea la cabeza mientras se toca la barbilla y frunce los labios entre la chulería y la autocomplacencia. También ensaya frente a su propio objetivo una mirada indolente, propia del que se gusta demasiado, investido de esa seguridad que tan a menudo revelan las fotos de uno mismo y que poco tienen que ver con cómo somos. En una de las selfies tiene las pupilas fijas, semienterradas por el párpado superior: un maltratador de mujeres, homófobo y yihadista ahogado en su propia ceguera.
Nos paralizamos más de una vez ante las selfies de nuestros hijos, tan expuestos, cuando entrecierran los ojos y aprietan sus labios marmóreos acompañados de un par de dedos marcando cuernecitos. Es muy probable que le dediquen silenciosamente la foto a alguien, ya que una utilidad de la selfie es mandar subrepticiamente un mensaje. Ser visto y leído, pero sobre todo narrado, aunque lo que puede percibirse al otro lado nada tenga que ver con la realidad por muy real que parezca. ¿Qué hace alguien mirándose en el espejo del autorretrato? ¿Capturar las vistas metiéndose dentro de la foto para rubricar un momento excepcional? ¿Exhibir su vida social, sus hobbies, su intimidad de puertas adentro comiendo un arroz o pintándose las uñas de los pies? ¿O bien quieren reflejar su facilidad para divertirse? A menudo me pregunto si hace falta autorretratarse con tal frenesí, o más concretamente autopresentarse, autopromocionarse, como si además de vivir tuviéramos que hacer un spot de nuestra propia vida. Sin duda a la mayoría les divierte y les resulta placentero, aunque se contraiga su esfera privada de la que creen tener el control: aquellos que se exhiben en las redes eligen lo que muestran y lo que esconden igual que una pareja cuando se enamora y suele revelar una selección de lo mejor de sí misma: sus grandes éxitos.
Lo que hacemos en privado cada vez está más programado para ser compartido a fin de celebrar las apariencias, marcar un me gusta o lograr levantar el pulgar. Pero los que nos resistimos a inmortalizarnos constantemente sentimos una gran incomodidad ante quienes, infatigables, hacen monerías ante su propio objetivo, que luego acicalarán y colgarán en su Facebook para que “su mundo” se entere de que son felices y valientes y viajan contra las corrientes salvajes, haciéndonos olvidar que esa instantánea sólo es un disparo, un fugaz instante congelado entre las infinitas horas grises que suma cualquier vida.
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15 de junio de 2016
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Historias que siempre habrá que contar

En Honduras suelen circular listas de ciudadanos sentenciados a muerte,  defensores de la naturaleza, promotores de derechos humanos, sindicalistas, líderes campesinos, dirigentes políticos, y Berta Cáceres estaba a la cabeza de esas listas. Hasta que la mataron. Cerca de la medianoche del miércoles 2 de marzo de este año, unos asesinos a sueldo entraron a su sencilla vivienda del poblado de La Esperanza, en el departamento de Intibucá, y le pegaron tres balazos en el estómago. La sentencia había sido cumplida.

Tenía un huésped esa noche, el mexicano Gustavo Castro, director de una organización ambiental de Chiapas, quien había llegado a la Esperanza para dictar un taller de capacitación, y a quien también atacaron a tiros en el cuarto donde se alojaba, sorprendidos de encontrárselo allí, pues creían que su víctima se hallaba sola. Al verlo ensangrentado e inerme lo dieron por muerto, pero sobrevivió para contar la historia.

Berta Cáceres, era líder de la comunidad lenca, uno de los pueblos aborígenes centroamericanos de origen maya, asentados al noroccidente del territorio hondureño, fronterizos con El Salvador, donde también hay comunidades lencas.

Había logrado crear un vigoroso movimiento de defensa de estos territorios, y luchaba a brazo partido para evitar que se construyera la represa hidroeléctrica Agua Zarca en San Francisco de Ojuera. Está previsto que el embalse utilice aguas del río Gualcarque, que para los lencas han sido sagradas desde antes de la colonia. Nunca fueron consultados por el gobierno acerca del proyecto, según sus derechos.

En octubre de 2013, uno de los dirigentes del movimiento, Tomás García, había sido asesinado en el curso de una demostración popular reprimida por el ejército, y Berta, acusada de rebelión y tenencia ilegal de armas, fue condenada a prisión, aunque luego sobreseída provisionalmente.

Los lencas, bajo el liderazgo de Berta, lograron una victoria crucial cuando ese mismo año la transnacional china Sinohydro, la constructora de embalses más grande del mundo, se retiró del proyecto, igual que lo hizo el Banco Mundial. La compañía de capital hondureño Desarrollos Energéticos S.A. (DESA), dueña de la concesión, se quedó entonces sola.

En 2015, Berta recibió el premio Goldman, "el Nobel verde", y cualquier podía pensar que el renombre que ganaba la serviría de escudo; pero en Centroamérica hay que desconfiar de las reglas del sentido común: el premio la acercó más bien a la muerte. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos había ordenado al gobierno de Honduras que tomara medidas cautelares para protegerla, pero no lo hizo; y lo mismo ocurrió con otros diez ciudadanos, a favor de los cuales fue ordenada la misma protección, pero tampoco la recibieron nunca y terminaron asesinados.

Ante la dimensión del escándalo que trajo la muerte de Berta, el gobierno se vio presionado a actuar, y hasta ahora están siendo procesadas, entre autores materiales e intelectuales, cuatro personas: el mayor Mariano Díaz Chávez, de servicio activo en las Fuerzas Armadas; el capitán Atilio Duarte Meza, en retiro; Douglas Bustillo, que había sido guardia de seguridad en la represa;  y ¡bingo!, Sergio Ramón Rodríguez Orellana, gerente de temas sociales y medioambientales del proyecto de Agua Zarca. Hay un quinto implicado, Emerson Duarte, el hermano gemelo del capitán, en cuyo poder se encontró el arma con que fue cometido el asesinato.

En los informes sobre derechos humanos, Honduras aparece como "el país más peligroso del mundo" para aquellos que se consagran a la defensa de la naturaleza. Según la organización  Global Witness, 111 activistas medioambientales han sido asesinados entre los años 2002 y 2014: los que se oponen a la destrucción de la selva para convertirla en pastos y tierras agrícolas, los que luchan contra la minería que envenena las aguas y contamina mortalmente el aire, y los que como Berta Cáceres y tantos otros han tratado de impedir la invasión de sus heredades ancestrales, lo pagan con la vida.

Defender la tierra natal, la identidad entre seres humanos y naturaleza, y la relación sagrada entre la vida y el medio ambiente, se sigue pagando con la muerte. Otros muchos crímenes se han cometido desde entonces en Honduras, y las listas de sentenciados siguen vigentes, engrosadas cada vez por nuevos nombres que reponen a los de los ejecutados. La debilidad institucional y la corrupción favorecen el sicariato, y hacen crecer la impunidad.

El asesinato de Berta Cáceres puede parecer ya una historia vieja, pero vale la pena volver a contarla. Echarla  al olvido sería enterrarla a ella, y a tantos como ella, una y otra vez.

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15 de junio de 2016
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Que te como

Cuando era bastante pequeño, debía yo andar por los treinta, descubrí que algo tenido por normal y natural, era, en realidad, más raro que un perro verde. No había caído yo en que eso de que unos pueblos escriban de derecha a izquierda y otros de izquierda a derecha era un capricho inexplicable. Yo entonces militaba en el materialismo darwinista y estaba persuadido de que siempre ganaba la mejor opción para la supervivencia y la reproducción. Así que algo tan fundamental como escribir hacia un lado o hacia otro me dejaba perplejo. ¿Cómo no había prevalecido uno de los dos sentidos?

Más tarde hube de admitir que los procesos culturales no tienen ninguna relación con los biológicos. O muy poca. Vean el caso de los futbolistas, selección de machos que nadan en oro y se rodean de concurridos gineceos. Deberían ser modelos culturales para la juventud española. Bueno, a lo mejor sí: fraude, delito fiscal, dopaje, tongo y últimamente prostitución de menores. Los modelos culturales son caóticos y no tienen relación alguna con la ordenada, previsible y cruel selección natural.

Estas ocurrencias me iban asaltando durante la lectura de Un pie en el río, el estudio de Felipe Fernández Armesto sobre las rarezas evolutivas de la cultura humana. Frente a la sensata lucha por la supervivencia y la reproducción de la evolución animal, parece que culturalmente los humanos no luchamos por nada que no sea la constante renovación del capricho. En un rasgo de humor muy de Oxford (su universidad) Armesto asegura que el canibalismo es un buen ejemplo de antojo cultural humano, otra chifladura de la imaginación que nos define perfectamente. Por un momento me he asustado. Como se enteren los populistas, lo incluyen en su programa.

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14 de junio de 2016
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