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Para subrayar a Pedro Mairal

En una de sus tantas columnas felices -se encuentran en El subrayador (Libros del Laurel)--, Pedro Mairal escribe sobre un anciano que, a la manera de un Dios, se dedica a subrayar el periódico: "todas estas marcas en birome azul son como una lección de advertencia frente a los eufemismos, las frases hechas, los lugares comunes, y una manera de señalar diamantes escondidos en el barro"; Mairal no necesita leer el diario sino los subrayados del anciano. Leo La uruguaya (Emecé) --la última novela de Mairal--, y me tienta hacer lo mismo, para recalcar los aciertos y facilitarle el trabajo al siguiente lector de la novela. Al rato, desisto: descubro que estoy subrayando toda la novela.  

            Por ejemplo, subrayo: "Siempre me aterra esa cosa siamesa de las parejas: opinan lo mismo, comen lo mismo, se emborrachan a la par, como si compartieran el torrente sanguíneo". La uruguaya es la historia de Lucas y Catalina, una pareja que ya no es siamesa, y del encuentro arrebatador de Lucas con la uruguaya, una mujer que terminará de remecer sus escasas certezas. Una historia más de infidelidad, convertida en manos de Mairal en el punto de partida para una novela perfecta -la palabra no es una exageración--: no solo rasga en la intimidad de nuestras pulsiones repetitivas y turbulentas, también está muy marcada por lo social: en la Argentina populista de Kirchner, "época del dólar blue, el dólar soja, el dólar turista, el dólar ladrillo, el dólar oficial, el dólar futuro", las relaciones sentimentales se conectan a las fluctuaciones de la moneda de cambio; de hecho, la trama de La uruguaya, y su secreto mejor guardado, gira en torno a cómo conseguir un mejor cambio para ese dólar -yendo a Montevideo--, y en la tentación que significa ese dinero para los demás. Sin dólar blue, no hay La uruguaya.    

            Subrayo: "qué mujer más hermosa, qué demonio de fuego me brotó de adentro y se me trepó al instante en el árbol de la sangre. ¿Cómo te llamas? Magalí. Yo soy Lucas. Fuimos a buscar más cerveza". Magalí es la uruguaya, "una chica de armas llevar, presente y al choque, flequillo rollinga, el pelo mojado, mini de jean, remera floja sobre el corpiño de la bikini (soutien hubiera dicho ella), y descalza". ¿Es ella culpable o inocente de lo que le pasará a Lucas ese día en Montevideo? La escritura de La uruguaya, sutil, envolvente, transmite una sensación de éxtasis continuo -Mairal parece haber levitado cuando la escribía--, que se acrecienta con el misterio perturbador que esconde en su centro narrativo y que se despliega a medida que se desarrolla el complejo entramado de tiempos del relato.

Mairal no revela del todo el dato central, y en ese enigma uno queda colgado, buscando descifrar la solución en los gestos de un personaje. ¿Importa saberlo? Lo fundamental es precisamente su indecibilidad. Hay algo que no conocemos de la uruguaya y que contagia al resto de la novela: hay algo que no conocemos de Lucas, de sus relaciones con Catalina, de su vida de papá y de escritor. Al final se nos revelan cosas, pero Mairal lo hace con el guiño tramposo del jugador que ha apostado fuerte y ha ganado la partida: el misterio central es el de la condición humana.

            Subrayo: "Ojalá la muerte sea saberlo todo". Subrayo: "En la pausa antes de escuchar tu voz tuve la certeza de que te quería como te sigo queriendo y te voy a querer siempre, pase lo que pase". Subrayo: "Por el momento no queda más que imaginar".

(La Tercera, 7 de agosto 2016

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7 de agosto de 2016
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Heruta (Cheruta)

Eran las cinco de la mañana y me desperté. Puse el ordenador en marcha y traté de transcribir el sueño de la manera más fiel, con una sintaxis que en mí no era la habitual.

Publiqué el relato en http://ferrerlerin.blogspot.com.es/2016/08/cheruta.html y me quedó la duda de si existiría, en nuestra realidad, el nombre propio que tanto se repetía en el sueño. Existía, no como nombre de lugar pero sí como nombre de persona: http://hebrewname.org/name/heruta-cheruta 

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6 de agosto de 2016
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La verdad detrás de la verdad

Todos los filósofos han reflexionado en torno a ella: esa entidad elusiva, misteriosa, arcana, a la que damos el nombre de "verdad". Muchos se mostraron convencidos de su existencia con con mayúscula; la persiguieron afanosamente y llegaron a entregar sus vidas en su nombre: la Verdad como ideal o la Verdad como producto de la revelación divina. Otros tantos se conformaron, en cambio, con una versión más modesta, casi artesanal: la verdad de cada uno contrastada por fuerza, de manera sistemática, con la verdad de los otros. A partir de la relatividad y de la mecánica cuántica, incluso la ciencia ha tenido que acostumbrarse a estas verdades parciales, provisionales, fatalmente incompletas.

            Pocos creen, hoy día, que sea posible aprehender la Verdad. Ello no obsta, sin embargo, para que en todos los órdenes -y sobre todo en el ámbito de la justicia y de la vida pública- haya que empeñar todos los esfuerzos para perseguirla. Y, sobre todo, para desbrozar las mentiras que la oscurecen, la perturban o la anulan. Si el método científico -aplicado tanto a las ciencias duras como a la investigación policíaca- no garantiza que se llegue a la Verdad, al menos ha de ser capaz de eliminar las falsedades que se hallan en su camino. No es otra su meta: ir construyendo una verdad, sí, a partir de anular hipótesis absurdas, contradictorias, erróneas, malintencionadas.

            Si en todos los terrenos la búsqueda de la verdad es una tarea ardua y compleja, en el mundo de la justicia se torna aún más frágil, aún más delicada. ¿Cómo saber qué fue lo que ocurrió en un caso criminal cuando hay tantas verdades enfrentadas? ¿Cómo llegar a una verdad que "haga justicia"? Las versiones de los hechos serán sin duda contradictorias, los testigos siempre tendrán un punto de vista parcial -en el doble sentido de sesgado y fragmentario-, las pruebas difícilmente serán contundentes o irrebatibles, abogados y fiscales emplearán los argumentos más persuasivos para defender sus respectivas causas, y jueces y jurados estarán marcados por sus historias personales, su educación, sus prejuicios, sus miedos. 

            De allí la importancia de que la investigación se lleve a cabo con la mayor transparencia y con la mayor pulcritud. De que se valga de todos los recursos científicos. Y de que cualquiera pueda constatar la forma como se ha llevado a cabo una investigación. De todo ello depende, en el fondo, el resultado de un proceso: la "verdad judicial" que suplantará, en términos prácticos, a la verdad. La verdad judicial de la que dependerá el destino de todos los involucrados.

            Si se revisa la mayor parte de los casos criminales de los últimos años -con particular fuerza desde el inicio de la guerra contra el narco-, es posible constatar que uno de los mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la fase de la investigación. Del asesinato de Colosio a Ayotzinapa, pasando por miles de casos menos visibles, las autoridades pocas veces se preocupan por investigar los hechos, por construir la verdad a partir de pruebas y testimonios, por desvelar las mentiras y dar paso a hipótesis cada vez más sólidas. El método ha sido el inverso: casi siempre por motivos políticos, aunque también por simple incompetencia, la autoridad primero establece una verdad -su "verdad histórica"- y luego hace hasta lo imposible para que los hechos se ajusten a ella. Este es el origen de tantos vicios: la tortura sistemática, la falsificación de pruebas, la fabricación de culpables.

            El sistema acusatorio que ha comenzado a implementarse en México es un primer paso adelante: un modelo basado en la presunción de inocencia que, apuntalado en la oralidad y la publicidad de las audiencias, permitirá que la búsqueda de la verdad se convierta en un bien común. El sistema inquisitorial previo, con su vocación por el papeleo y el secreto, era el mayor obstáculo posible para acercarse a la verdad. Pero el nuevo sistema de justicia penal de nada servirá mientras no cambie drásticamente la lógica perversa que domina nuestras investigaciones policíacas. 

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4 de agosto de 2016
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La realidad de Pokémon Go

 
¡Tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! El bocinazo del auto que acaba de frenar bruscamente casi me rompe el oído. Y es como si me despertara. Recién ahora, después de salvarme por pocos centímetros de ser atropellado, es que entiendo que algo anda mal. O, mejor dicho, algo está funcionando diferente a como eran las cosas, y mi vida, antes de Pokémon Go.

Jamás habría cruzado una calle sin, al menos, mirar a ambos lados. La pareja que va arriba del Chrysler gris me hace gestos que parecen insultos. Por el lado mío caminan más peatones, pero nadie se detiene en la escena del frenazo, porque ellos van mirando sus propios teléfonos, buscando sus propios animales para atrapar o un gimnasio para combatir. Van, vamos, viviendo esta nueva vida que pasa en la realidad aumentada de las pantallas.

Todo esto ocurre en Kearny Street, llegando a Pacific Avenue, en San Francisco, California. Llevo un par de días dentro de la aplicación de la que todos hablan (especialmente los que nunca han jugado, y que se niegan a hacerlo), en la ciudad ícono de Pokémon Go. Aquí, en el lugar donde hace cuatro días se autoconvocaron nueve mil personas para jugar todos juntos. Y donde la policía sacó un manual especial para evitar accidentes. Y donde están las oficinas de Niantic, la empresa que inventó el juego. Y donde vive John Hanke, el creador de la aplicación y que a sus 49 años cambió el perfil del emprendedor digital. Aquí, en California, una vez más.

Desde que se lanzó oficialmente, el 6 de julio de 2016, el mundo no para de hablar de esta fiebre. Soy uno de los 21 millones de usuarios que, en estas dos semanas, bajamos la aplicación solo en Estados Unidos. Y he visto cómo, para tantas personas, la violencia racial en Dallas, los ataques terroristas en Europa, los últimos discursos de Trump, o las convenciones demócratas y republicanas, solo son parte de las últimas semanas en el juego más intrascendente y aburrido: la vida real.

No hay que ser William Burroughs para entender que la evasión es parte importante del sistema. Y que cada modelo genera su propia fuga. Es, por eso mismo, que siempre nos pueden atropellar. Con esto no quiero justificarme, pero el momento del bocinazo me pilla siendo uno de los pocos millones de usuarios que ya hemos llegado al nivel 9, muy cerca de pasar al 10. Y en la esquina de Kearny Street y Pacific Avenue, en el barrio chino de San Francisco, hay muchas pokebolas para conseguir y pokemones para atrapar y gimnasios para combatir.

Por eso iba tan concentrado caminando en esa dirección. Aunque también debo aclarar que, en la realidad-realidad, en esa esquina solo hay tránsito, turistas, comida china y una vista impactante del edificio Pirámide Transamérica. Nada más. Todo lo otro, las pokebolas, los pokemones, las pokeparadas y los gimnasios solo los podía ver yo, desde mi teléfono. Desde mi punto de vista.

-¡Pokemon Go! ¡Pókemon go! -me grita el chofer del Chrysler como un insulto. Y mientras le pido disculpas con gestos, siento que nunca me va a entender.

De pronto me parece que el mundo se ha dividido entre los que vamos o no caminando dentro de una pantalla.

 

-o- 

 

La primera vez que atrapas un pokemón sientes una sensación que nunca más volverás a sentir. Y, sin embargo, la seguirás buscando siempre. Cuando me cruzo con alguien que no ha probado el juego, envidio que todavía no haya vivido esa primera vez. Ese instante en que todo se vuelve tan raro, y donde sientes que todo está cambiado. Y para siempre.

Hasta antes de que me encargaran jugar Pokémon Go para este reportaje, no me había llamado la atención la aplicación. Tampoco la serie animada, que entiendo tiene generaciones enteras de seguidores y cuyo nombre se armó con un hibrido inglés entre pocket ("bolsillo") y monster ("monstruo"). Ni siquiera sospechaba, como ahora lo sé, que mucha gente que camina a mi alrededor mirando el teléfono lo hace cazando criaturas de una realidad paralela.

No te vayas a enviciar. Eso me dijeron varias personas distintas, cuando comenté que tenía que entrar al juego para escribir una historia. No te vayas a enviciar, me repitieron.

Antes de jugar, hay que bajar la aplicación. En mi caso, no resultó sencillo, porque si bien estoy viviendo en Estados Unidos, mi teléfono seguía teniendo la facturación en Chile. Es decir, para el sistema, seguía viviendo en Santiago y no tenía disponible la app.

Cambiar la facturación es algo fácil, te dicen todos, pero ciertamente no lo es. Tuve que entrar a unos tutoriales de YouTube, equivocarme un par de veces, antes de poner todos los datos de mi casa en Palo Alto. Algunos de los críticos del juego reclaman que la aplicación te pide demasiada información personal, y puede ser cierto. Aunque no más de la que ya te pidió Apple, Facebook o Google. Nuestros datos hace tiempo que perdieron su mayor valor: ser nuestros.

Cuando se abre el programa por primera vez, aparece una advertencia que es necesario aprobar. "Recuerda que debes estar alerta en todo momento. Presta atención a tus alrededores". Y aunque uno diga que vale, que está de acuerdo, lo olvidas al segundo. La ansiedad te empuja. Solo volverás a acordarte de los riesgos cuando estén a punto de atropellarte.

-¡Hola! Soy el profesor Willow.

El profesor Willow es un dibujo de un científico loco que te da la bienvenida. Y sigue.

-¿Sabías que este mundo está habitado por criaturas llamadas pokemones? Se pueden encontrar pokemones en todas partes.

Las letras van apareciendo a lo ancho de la pantalla.

-Algunos corren por el campo, otros vuelan por el cielo, algunos viven en la montaña, otros en el bosque y otros, cerca del agua... He pasado toda mi vida estudiándolos y analizando su distribución geográfica. ¡Genial! ¡Estaba buscando a alguien como tú para que me ayudara! Ahora elige el estilo que quieres para tu aventura.

Esa es la declaración de principios del juego.

De ahí tienes que elegir un color de ropa: selecciono el rojo que viene por defecto.

Después te pide que te inventes un nombre: JuanPokemon está ocupado. JuanPokemono está ocupado. CazaPokemonos está libre.

Ya tengo mi ropa, mi nombre y he sido recibido por el profesor Willow. Ahora la pantalla me dice: "¡Usa tu cámara para encontrar Pokémon en el mundo real". Habilito la cámara, y ya está todo listo. Ahora, hay que empezar a caminar.

En un segundo la pantalla me advierte que hay un pokemón a dos metros de la puerta de mi casa. Salgo a buscarlo, sin dejar de mirar la pantalla, y en ese momento ocurre por primera vez. Sobre un matorral, al que apunto con mi celular, aparece un pokemón. Es naranjo y amarillo y se llama Charmander. Si miro por el lado de la pantalla, no veo nada. Si miro por la pantalla, Charmander está saltando. Es muy raro. Es como una vida paralela. Le tiro una bola y lo atrapa al segundo intento.

Desde esa vez, esa parte de la casa pasó a ser el lugar donde conseguí mi primer pokemón virtual. Nadie más lo entenderá.

 

-o- 

 

La única vez que había atrapado a un pokemón de la vida real fue a Karol Dance, el rey de los pokemones. Fue hace cuatro años cuando Karol entró a mi -entonces- oficina, sin saber que le ofrecería escribir. Y aunque en un momento lo dudó, porque no tenía experiencia, salió convencido de que podía hacer una columna semanal en el diario hoyxhoy. Al principio hubo críticas ("¡Qué columna más pokemona!", era la más repetida), pero la sección se impuso y se mantiene hasta hoy.

Atrapar pokemones en la realidad aumentada es distinto. No es necesario convencer a nadie, y la pantalla te va diciendo adónde está el próximo destino. Eso me pasó después de atrapar a Charmander, uno de los 151 pokemones de la primera temporada. La pantalla me dijo que a media cuadra de la casa, en la Rohr Chabad House, había una pokeparada. Al pasar recibí cuatro pokebolas. La mayoría de los vecinos no entiende qué hace esa gente pasando por ahí mirando el celular tantas veces al día.

Esa primera tarde caminé buscando monstruos de bolsillo hasta que se hizo de noche. Ya estaba completamente oscuro cuando entré a buscar pokeparadas en Stanford. La universidad estaba vacía, salvo por los estudiantes que viven adentro. Y ahí, en mitad de esa oscuridad silente en modo Stephen King, fue que por primera vez vi a uno, y luego a otro, y tres más. Personas caminando como zombis, en mitad de esa negrura, con la cara iluminada por la pantalla. Estudiantes de Stanford siguiendo, por distintos caminos, una nueva pokeparada o un gimnasio donde pelear.

-¿Buscas lo mismo que yo?

-Sí.

-Allá hay un gimnasio, y hace poco me dijeron que cerca de la rotonda está lleno de pokemones.

-Por acá por Escondido también encontré varias pokeparadas.

Dentro de los defensores, dicen que jugar Pokémon Go ayuda a la gente con depresión, a hacer amigos y conocer nuevas personas. Finalmente, siempre llegamos a la misma historia: pertenecer.

Dentro del mundo real, Chile tiene el récord de ser el único país del mundo con una tribu urbana llamada "Los pokemones". Si bien la serie se estrenó por primera vez en 1997, en Japón, por el 2000 apareció un grupo de jóvenes que se vestían con colores y peinados raros, que no tomaban alcohol, y que mezclaban la música del reggaetón y la cumbia. El castillo de esta generación fue el programa Yingo. Y el rey de los pokemones, Karol Dance.

 

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Cazar pokemones en San Francisco son palabras mayores. O, por lo menos, así se siente cuando uno se baja del tren y ya ve a muchos jugadores compulsivos que vienen de ciudades vecinas a darse una sobredosis de cacería. No te vayas a enviciar.

En el centro de la ciudad la realidad paralela se nota a simple vista. Una vez que uno forma parte del universo de Pokémon Go, se desarrolla una suerte de antena para detectar a otros jugadores. Y ahora es más fácil detectarlos, porque muchos llevan un cargador externo para la batería del teléfono.

El gran peligro de este juego no es, como dice la policía de San Francisco, que te atropellen o te asalten o te entre un virus al teléfono. El gran peligro para los jugadores es quedarte sin batería, porque la energía del celular se consume muy rápido. Y cuando se acaba hay abstinencia. Si haces una jornada larga, de cuatro horas caminando (en las cuales puedes subir tres niveles sin problema), no alcanza ni siquiera el cargador extra. Por eso es común ver en los Starbucks a gente que se toma un café largo para cargar baterías y seguir cazando. Cuando los enchufes del café están llenos, cosa que ocurre con frecuencia, se puede hacer una fila por energía o caminar hasta el próximo enchufe disponible.

Las oficinas de Niantic están en el 2 de la calle Bryan, casi abajo del Puente de la Bahía, a pocas cuadras del puerto de San Francisco. El edificio es blanco, bajo, moderno y con varias oficinas. Es una empresa pequeña para los estándares de Silicon Valley y apenas ocupa las oficinas del segundo piso.

La entrada está cerrada con seguridad inteligente y hay cámaras que bordean todo el edificio. Entrar es imposible y, desde el boom del juego, la seguridad ha aumentado. Las entrevistas individuales con Hanke están suspendidas, y solo se le puede escuchar en conferencias abiertas, como el último domingo, en San Diego. Ahí, el creador del juego fue la estrella de la Comic-Con en esa ciudad. Fue recibido entre vivas y aplausos por los asistentes, y aprovechó de anunciar en una breve conferencia de prensa que el juego no tiene desarrollado ni 10 por ciento, y que habrá Pokémon Go para varios años más.

Pese al anonimato del edificio donde funciona Niantic, en la puerta hay un pequeño grupo de fans que se divierten en lo que todos nos divertimos: cazando pokemones. Pero, esta vez, adquiere un gusto especial, porque los atrapamos en el edificio donde se inventó la aplicación. Estamos mezclando las dos realidades.

Caminar por San Francisco atrapando estos monstruos de bolsillo tiene esa particularidad. Por ejemplo, guardé el pantallazo cuando mi teléfono dice que mi primera victoria en un gimnasio fue en el que queda en las oficinas de Firefox. O cuando te cuentan que el 20 de julio pasado se reunieron nueve mil personas convocadas espontáneamente por Facebook para jugar juntos. O cuando pude pasar al nivel 5, en plena Market Avenue, estaba en la misma esquina donde grababan una nueva serie para Netflix con un equipo de tres personas.

Al llegar al nivel 5, que permite entrar a los gimnasios, debes elegir uno de tres equipos. Yo me sumé al equipo azul. Según algunos comentaristas de juegos, si ya pasaste al nivel 5 y entraste en los gimnasios, estás atrapado por la aplicación. No te vayas a enviciar.

No puedes jugar arriba del auto o del tren, porque el GPS se bloquea si pasas los 30 kilómetros por hora. Puedes hacerlo arriba de una bicicleta, aunque ahí el riesgo de accidente aumenta. O en skate, como en un video viral donde se ve cómo la policía de Miami detiene a un jugador de Pokémon que iba muy rápido arriba de su tabla.

Hay quienes prefieren ir de cacería con audífonos, aunque a las pocas horas corres el riesgo de sentir la música del juego en tu cabeza sin parar. Monotemática. Y quizá la sigas oyendo aun cuando hayas apagado el teléfono y estés intentando dormir.

La idea que John Hanke repite es que el juego es para caminar y conocer gente. Y lo dice sin estridencias. Por algo el creador del juego no es el típico niño genio que triunfó en Silicon Valley, y eso también es una particularidad de esta historia.

Hanke tiene 49 años, en los 80 era un nerd, durante el primer boom de las punto-com dejó su trabajo para hacer un MBA en la Universidad de Berkeley. El 2005, desarrolló Google Earth, se casó, tuvo tres hijos, llegaba a su oficina en San Francisco en bicicleta. El 2010, creó Niantic, que no era la primera empresa que armaba. Entre diciembre de 2015 y febrero de 2016, con las primeras maquetas del juego, consiguió que Google, Nintendo y Pokémon pusieran 25 millones de dólares en el desarrollo del juego. Formó un equipo de cuarenta personas, a las que entrevistó personalmente. La primera semana de julio lanzó Pokémon Go en Estados Unidos, Nueva Zelandia y Australia. El resto es historia que el mundo no para de contar.

Ha declarado que estaba seguro de que al juego le iría bien, y que armaron una estructura para el éxito, pero que jamás pensaron que el furor sería tanto. Quizá no calculó la cantidad de consumidores de evasión que estaban esperando una nueva dosis. Hanke lo plantea de otra manera. Su argumento es que, desde ahora, dejamos de ser receptores pasivos para ser los protagonistas de un mundo híbrido entre la realidad y el plano virtual. Donde "la diversión consiste en salir de casa".

Pero las noticias no se detienen, y cada día hay nuevas. Ya se sabe que no se podrá cazar estas criaturas en sitios como el campo de concentración de Auschwitz en Polonia, el United States Holocaust Memorial Museum en Washington y el National September 11 Memorial en Nueva York. También se sabe que hay millones en juego, que se han disparado los valores de Nintendo, de Niantic, de Pokémon. Que hay accidentes, robos y todo tipo de noticias que se multiplican velozmente, porque generan tráfico.

Al cierre de esta historia, Pokémon Go todavía no llegaba oficialmente a Chile. Mi teléfono me anunciaba que había llegado al nivel 11 y tres personas me preguntaban si en estos cuatro días de jugar ya me había enviciado.

Al finalizar este encargo como Caza-Pokemonos, me enfrento a la pregunta que estos cuatro días no me quise hacer. ¿Seguiré jugando después de haber terminado esta historia?

Creo que lo decidiré mañana, cuando despierte de esta realidad.

 
 
 
 
 
Publcado en la revista SÁBADO. 
 
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3 de agosto de 2016
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