Javier Fernández de Castro
Pese a que, cronológicamente, Cada día es del ladrón fue la primera aparición pública de Teju Cole, tanto en España como en Estados Unidos esta narración breve se ha publicado después de Ciudad abierta, una novela que en realidad fue escrita cinco años más tarde. Lo que ocurre es que Cada día es del ladrón salió al público en 2007 en una editorial nigeriana llamada Cassava Republic y pasó totalmente desapercibida salvo para unos pocos críticos que además de hablar maravillas de ella pronosticaron que ese desconocido principiante no tardaría en escribir una gran novela. Y, en efecto, en 2012 Random House publicó en Estados Unidos Open City (Ciudad abierta), que no tardó en recibir toda clase de elogios y premios nacionales e internacionales, aparte de ser traducida a media docena de idiomas (uno de ellos el castellano, en el mismo 2012 y a cargo de Marcelo Cohen por cuenta de Acantilado).
Ocurre sin embargo que, en el sutil y muy calculado proyecto literario que Teju Cole parece haber concebido, y que se basa en la milimétrica y muy pensada construcción del personaje narrador, el orden de lectura de sus novelas es muy importante. [Quien desee informarse bien acerca de la importancia capital que tiene el orden en que se presentan ante el lector los sucesos que conforman la biografía de un personaje de ficción tiene a su disposición el inigualado ensayo de Rafael Sánchez Ferlosio titulado Las semanas del jardín recientemente reimpreso por Randon Housse dentro de las Obras Completas editadas por Ignacio Echavarría]. En las dos novelas publicadas hasta ahora por Teju Cole, el narrador es Julius, un joven médico de nacionalidad norteamericana y origen nigeriano que pasó su infancia y toda su etapa escolar en Nigeria para después viajar a Estados Unidos con el objetivo de estudiar medicina. En Cada día es del ladrón, Julius pide unos días libres en el hospital de Nueva York donde trabaja para viajar a Nigeria.
El problema es que en cierto modo quienes ya hayan leído Ciudad abierta estarán jugando con ventaja frente al lector inocente que abre el presente relato y se limita a acompañar a Julius al consulado de Nigeria en Nueva York para sacar el visado que le permitirá entrar en el país africano de sus antepasados. Allí asistirá a la primera toma de contacto del joven norteamericano-nigeriano con una lacra que le habrá de perseguir (y lo que es peor, determinar) durante todo su viaje: la corrupción, entendida ésta como medio de vida a escasla nacional.
En un primer momento podría interpretarse que en Cada día es del ladrón se cuenta el choque brutal de la sensibilidad de un “negro civilizado” contra la realidad de una nación que llegó a poseer una cultura tan desarrollada como la de cualquier país europeo de la época pero que ha visto arrasados todos los valores y conocimientos heredados de sus mayores por la universalización del único referente seguro y reconocible por parte de todos, el dinero, y de ahí la presencia asfixiante y omnipresente de la corrupción.
Sin embargo, y reitero el calificativo de sutil, el proyecto de Teju Cole va mucho más allá de la denuncia de una práctica execrable. Tanto en la presente novela como en Ciudad abierta el narrador deambula por las calles de la ciudad (Lagos ahora, Nueva York más adelante) describiendo con ecuánime circunspección los encuentros, las conversaciones y las situaciones que le salen al paso. “Escribir”, les decía acertadamente Antonio Muñoz Molina a los lectores de El país al hablarles de una novela llamada Open City que en aquel momento todavía no estaba publicada en castellano, “es caminar, imaginar, recordar, escuchar, mirar”. Y al referirse a la técnica utilizada por Teju Cole para llevar a cabo esa operación decía:” "La naturalidad es tan perfecta que hace falta mucha atención para apreciar el artificio que la hace posible”.
Y aquí es donde surge otra vez la cuestión del orden de presentación de los acontecimientos que conforman la imagen de un personaje. Por poner un ejemplo, durante el deambular de Julius por las peligrosas calles de Lagos, unos familiares y él son asaltados por unos matones que les exigen una mordida indecentemente elevada y gratuita a cambio de no hacerles daño. Y de pronto, en el momento más inesperado, Julius se compara con un diapasón que vibra por una desconocida pulsión de violencia. “No aguanto más la violación, el capricho, el ambiente de desesperación. Si atacan, me digo, les parto el cuello. Me considero pacifista, pero ahora quiero sangre, herir, incluso que me hieran. Enloquecido por la situación, y por la necesidad de que acabe, ya no me conozco”.
Esta reacción, normal en un joven que se siente acorralado, alcanza su máxima significación para quienes ya han leído Ciudad abierta y saben por tanto que quien así habla es un hombre educado y muy refinado, defensor de los derechos fundamentales y altamente sensible a las cuestiones raciales. Y que encima de saberse excluido incluso en una ciudad tan multicultural y aparentemente integradora como es Nueva York, le duele terriblemente verse tratado ahora en Lagos “como un blanco” al que se puede explotar impunemente. Se entiende que se desconozca cuando se descubre a si mismo deseando que haya sangre, y que es capaz de herir y ser herido. Pero se podrían poner muchos ejemplos más en favor de leer a Teju Cole siguiendo el orden ideado por él para su proyecto. El relato crece en intensidad al tiempo de ir abriendo posibilidades expresivas muy notables.
Cada día es del ladrón
Teju Cole
Traducción de Marcelo Cohen
Acantilado
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