

Negros nubarrones se ciernen sobre Bruselas, la capital de los 28 que si nada ni nadie lo remedia serán pronto 27. La costumbre desde los tiempos fundacionales era avanzar de crisis en crisis. Crisis y construcción europea eran casi sinónimos. Las crisis eran el combustible con el que se alimentaba la poderosa caldera que hace funcionar la fábrica de la Unión.
Esta vez no es así. Esta vez no es una crisis, sino varias crisis. O mejor todavía, una maraña de crisis que se enredan y retroalimentan una a otra. La fiscal, bancaria y financiera todavía vigente, que se ha convertido en el paisaje sobre el que actúan todas las restantes. La de seguridad en las fronteras Este y Sur, en Ucrania y en Oriente Medio. La llegada de los refugiados a centenares de miles como consecuencia, primero por el Egeo, ahora por el Mediterráneo. Los golpes del yihadismo en el corazón de las ciudades europeas. El ascenso de los populismos que desestabilizan los sistemas de partidos. Los brotes de xenofobia y de racismo. Y para postre, la apoteosis de la insolidaridad europea que es el Brexit.
Es la policrisis, ha dicho Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión, como si dar con la palabra significara dar con la solución. ¿Avanzaremos ahora de policrisis en policrisis? ¿O habrá que cambiar de método, abandonar el tradicional incrementalismo de los pequeños pasos, y cortar el nudo de la policrisis de un tajo tal como hizo Alejandro Magno?
De momento, nada de lo que se ve y se oye en Bruselas permite pensar en una novedad de tal calibre. En el fondo, nada gusta más que la inercia. Sobre todo, no resolver nada: business as usual. Sí, los 27, reunidos en Bratislava el 16 de septiembre, aunque han convocado un ejercicio de reflexión sobre su futuro para marzo próximo, 60 aniversario del Tratado de Roma, han exhibido a la vez y una vez más su incapacidad para dotar a la unión de una estrategia compartida. Nada de ambición. Nada de visiones de futuro. Cada uno de los 27 socios, sus gobiernos, sus parlamentos ?incluidos los regionales, como el de Valonia--, sus ciudadanos, todos a lo suyo, a sus vetos, sus bloqueos, sus referéndums, sin importarles mucho ni poco el destino común y las consecuencias de la ausencia de solidaridad, de espíritu de familia y de proyecto compartido. Como sonámbulos que avanzan resueltos hacia el abismo.
La dirección de la nave la marca ahora la agenda más genuinamente nacionalista de los países de Visegrad (Chequia, Eslovaquia, Hungría y Polonia), con sus argumentos contra la inmigración y los refugiados y sus prejuicios racistas y xenófobos de cristianos viejos y blancos. La talla moral de esta Europa la marcan Orban y Kascinski en vez de Walesa y Havel, en perfecta sintonía con Theresa May y Donald Trump. Y eso se nota en Bruselas, donde la desorientación y el pesimismo se han instalado en las instituciones europeas, a la defensiva ante el Brexit y propensas a los ejercicios de autoflagelación y de duelo, plañideras incluidas, por la Europa perdida que no fue y que ya no será.
La concesión del Premio Nobel de Literatura de este año a Bob Dylan ha turbado a muchos, porque la Academia sueca abre sus puertas a los cantantes de música popular. Ya había roto sus cánones tradicionales el año pasado, al premiar a la periodista Svetlana Alexievich, lo cual asombró también a no pocos, y quisiera empezar mis reflexiones por este rumbo, el periodismo como género literario, antes de entrar a las canciones, también como legítimo género literario.
La extrañeza vino en aquel caso de que no se premiaba una obra de ficción. La Academia dijo de Svetlana que "su obra polifónica es un monumento al valor y al sufrimiento de nuestro tiempo"; y esa obra, de verdad polifónica, está compuesta de páginas en las que se relatan verdades, reportajes maestros que no tienen nada que ver con la imaginación, como es regla en el periodismo.
Y ahora, las canciones. ¿Por qué un músico, un cantante pop, un rockero? Es como si el olimpo de los dioses de la literatura se rompiera a pedazos ante una profanación semejante. Pero la decisión no es el fruto de un capricho, ni de una provocación. La secretaria permanente de la Academia, Sara Danius, al anunciar el premio declaró algo que me parece fundamental: "Si miramos miles de años hacia atrás, descubrimos a Homero y a Safo. Escribieron textos poéticos hechos para ser escuchados e interpretados con instrumentos. Sucede lo mismo con Bob Dylan. Puede y debe ser leído".
Tampoco improvisa cuando dice que "Dylan es un gran poeta en la gran tradición de la lengua inglesa desde William Blake en adelante, un creador que ha mezclado la música popular del blues del Delta y el folclor de los Apalaches con el simbolismo de Rimbaud, además de reinventarse de forma continua y construir una nueva identidad". Para muchos es una forma desconcertante de distinguir a la literatura de los Estados Unidos, ausente de los premios Nobel desde la extraordinaria novelista Toni Morrison, galardonada en 1993.
Y para que quedemos aún más claro de la seriedad de esta decisión, otro de los académicos, Per Watsberg, afirma que Dylan es "probablemente el más grande poeta vivo". Y estamos hablando de la misma entidad que en los últimos treinta años ha puesto en su lista de premiados a Joseph Brodsky, Octavio Paz, Derek Walcott, Seamus Heaney y Wisława Szymborska.
Ciertamente, la poesía, en sus origenes, fue cantada en los atrios, en las plazas y en los mercados, y sus versos relataban historias de héroes y dioses, viajes, batallas, amores y tragedias. Salman Rushdie, que permanece con justicia en las quinielas del Premio Nobel, dice que Bob Dylan "encarna la condición del aeda, esa figura fundamental de la cultura antigua griega que fundía en su persona poesía, música, baile, canto, teatro, artes plásticas".
Por siglos la poesía siguió siendo cantada, un cantor acompañándose de un instrumento de cuerdas, y por eso tiene un metro, un ritmo, una cadencia. Los bardos, juglares, trovadores, son los poetas errantes que seguirán cantando la poesía, creándola y recreándola. No tenían enfrente un micrófono, ni sus canciones se grababan en discos, pero quienes los escuchaban guardaban en la memoria letra y melodía y podían recordarlas y repetirlas. Música y poesía. Volvemos a lo mismo cuando oímos a Paco Ibáñez, a Joan Manuel Serrat o a Amancio Prada, cantar a los poetas que leemos a solas.
Y es aquí adonde quería llegar. Aunque con ruidos disonantes, las puertas de la legitimidad poética se abren con esta decisión a la poesía popular cantada en todos los idiomas. Las letras de las canciones que lo merezcan, empezarán a entrar en las antologías de poesía, como debe ser. El Premio Nobel para Bob Dylan ayudará a borrar ese doble rasero que hipócritamente hemos inventado, el de exaltar la poesía escrita y despreciar la poesía cantada, tangos, boleros y baladas, aunque nos conmueva y lloremos al oírla.
Ya Jorge Luis Borges nos había enseñado que no debe ser así. Escribió letras de milongas a las que Astor Piazzola puso la música. Hay poesías de Rubén Darío que pueden ser cantadas como tangos, o como boleros, pues tienen la medida justa para eso.
En adelante debemos hablar de las poesías de José Alfredo Jiménez y de Alfredo Le Pera, de Homero Expósito y Álvaro Carrillo. Es un largo viaje a través de los milenios, de la cítara a la guitarra. Por primera vez, un rapsoda recibirá el Premio Nobel con la guitarra en bandolera.
La escritora española Dolores Redondo ganó el premio Planeta 2016 por la novela Todo esto te daré....
En muchos de los textos aquí presentados he insistido en el peso de una tesis (defendida entre otros por Erwin Schrödinger): el fundamento mismo de la disposición de espíritu que caracteriza al científico reside en asumir el doble postulado según el cual la naturaleza es inteligible y la intelección es en sí misma neutra en relación a su objetivo. Cabe incluso decir que esta es la base del optimismo gnoseológico, pues obviamente el científico presupone la concordancia de la razón y las cosas, pero quedaría fuertemente desmoralizado si pensara que inmediatamente después de ser observadas... las cosas ya no pueden ser como eran antes de que el apuntara a desvelarlas, es decir, que nunca podrán ser aprehendidas tal como son en sí.
Una cosa es constatar regularidades en la escena de los fenómenos naturales y otra cosa muy diferente es considerar que las mismas tienen soporte en algo que está tras ellos y los determina, garantizando así que tales regularidades no son accidentales. Cuando esta convicción se impone, surge la interrogación: ¿en qué consiste ese substrato?
Se aventura de entrada la hipótesis de que se trata del "agua". El agua de Tales no es exactamente nuestro H2 O, sino más bien esa liquidez en la que todo lo aparentemente sólido parece a la postre destinado, pero en todo caso, comparada a algo como los números (en los que algunos verán el auténtico fundamento), sigue siendo próximo a lo que los sentidos pueden reconocer como familiar.
Agua u otro elemento, en la búsqueda del substrato la percepción sensible juega un papel primordial. El hombre espontáneamente acepta lo que sus sentidos le presentan. Y sólo llegar a desconfiar de los mismos si algo por así decirlo grave acontece (por ejemplo el recuerdo de haber sido víctima de una alucinación, o-como el Discurso del Método se indica- el recuerdo de haber tomado por verídicas las ficciones oníricas). Si se llega a pensar que los sentidos no son disociables de la imaginación o del razonar estamos en un lío. En cualquier caso, el hecho de que tras la percepción de los fenómenos naturales situemos algo como el agua refleja aun un grado de confianza en lo sensible.
Anaximandro comparte con su maestro Tales argumentos suficientes para dar peso a la hipótesis de que el poder generador radica en el agua. Pero también tiene argumentos en contra, y estos acaban pesando más. Y (como el físico Carl Rovelli ha enfatizado) esta diferencia respetuosa respecto a lo que el maestro sostiene es como la marca del espíritu científico. Anaximandro está atento a la necesidad natural, no a lo que Tales ha aventurado con toda honradez sobre la necesidad natural. No hay diferencia alguna respecto a la actitud de Einstein ante Newton: el proyecto de dar cuenta de la naturaleza hace superflua (e incluso perjudicial) la hipótesis de un espacio y un tiempo absolutos, y por eso se elimina, sin por ello poner en tela de juicio la grandeza del físico británico.
Sin embargo, pasar de constatar que por doquier hay agua y cosas que se hacen liquidas, a sostener que todo es agua, es dar un enorme salto, que los sentidos no pueden dar por sí mismos y en el que interviene decididamente el intelecto. Pero hay otro paso aun más cargado de consecuencias, a saber: efectuar efectivamente la reflexión que precede; percatarse de que sólo el intelecto da testimonio de la afirmación según la cual todo es agua. En ese momento el objetivo de nuestra interrogación ha cambiado. Hemos dejado de indagar en la naturaleza a fin de interrogarnos sobre el ser que tiene esa capacidad de indagación.
Un indicio de la nueva situación se encuentra confrontando alguno de los fragmentos de Heráclito que más dolor de cabeza han dado a los intérpretes[1]. En la dificultad misma de discernir si lo invariante tras la multiplicidad de lo que acontece es el fuego o es el verbo, tenemos un indicio de que la frontera entre lo que concierne a la physis y lo que concierne al sujeto que reflexiona sobre la physis se ha hecho porosa. Heráclito es ya un reflejo de ese momento en el que la ciencia de la naturaleza ya ha perdido su autonomía, es decir: siguiendo sus propios meandros ha desembocado en otro asunto.
Y aun hay un paso más, pues una cosa es asumir la inevitabilidad de la perturbación de la percepción sensible por el entendimiento y otra cosa muy diferente es considerar que no se trata del entendimiento propio, sino del entendimiento común o coral. Por un lado cabe decir que tenemos en este paso simplemente una suerte de corolario de la disposición científica, que obviamente sólo asume una proposición si hay acuerdo sustentado en la objetividad. Pero el fragmento de Heráclito está asimismo poniendo de relieve la necesidad de considerar por sí mismo lo que da soporte a la ciencia, ese logos del cual la ciencia es sólo una modalidad. El logos hace ciencia cuando dice que todo en la naturaleza es fuego, pero el logos está dejando de hacer ciencia cuando afirma que, en definitiva, todo es logos.
Nótese bien que la hipótesis del fuego como la hipótesis del agua puede o no ser confirmada por los fenómenos naturales, y en la medida en que no se de tal confirmación la ciencia consignará el desacuerdo y precisamente por ello avanzará. Mas cuando se trata de proposiciones referentes al logos mismo la naturaleza no es ya terreno de confrontación, la naturaleza en modo alguno legisla.
La ciencia natural se ha convertido en un ámbito entre otros del problema que al logos se plantea. Ámbito sin duda privilegiado, pues del mismo surge la interrogación que lleva a la filosofía; ámbito sin embargo ahora superado por otras interrogaciones relativas esencialmente al hecho mismo de interrogar y en última instancia al estatuto del sujeto que interroga.
Desde el punto de vista algo más que historiográfico cabe pensar que ese deslizamiento hacia posiciones que sitúan al logos mismo en el centro de la interrogación tiene un momento clave en la radical novedad (casi provocación para Aristóteles) que había supuesto la hipótesis pitagórica, según la cual las determinaciones numéricas son lo que realmente se halla en la base de la physis. Pues desde luego no es lo mismo decir que, en última instancia, todo se reduce a fuego que situar tras los entes naturales ( fuego incluido) esa cosa literalmente inasible por la percepción sensorial que es el número. Que la justicia, el bien y en definitiva todo el orden de la polis sea número es desde luego algo ya bien singular, pero que además legisle tratándose de la physis, parece situar al nomos, la ley, en la fuente misma de la ananké, la necesidad. Ciertamente el orden temporal es inverso, pues la potencia del número se habría revelado primero en esa cosa física que es el sonido musical, pero ello no cambia mucho la cosa. Lo esencial es que, sometida al número, la necesidad natural no es autónoma; no depende ciertamente de los dioses, y tampoco de hombre alguno en particular pero, está de hecho sujeta a ese logos que es matriz del número y ante el cual, según el fragmento de Heráclito, cada uno de los hombres es sordo, aunque de hecho al mismo se reduzca todo su entender.
"Los que al hablar buscan adecuarse a lo inteligible han de buscar aquello en que todos coincidimos...[2] Sin embargo resulta que "En lugar de seguir lo inteligible que marca el logos, la mayoría vive como si tuviesen sabiduría propia - idian fronesin[3]
Es difícil encontrar dos intérpretes que estén de acuerdo en qué quiere decir el pensador, con razón o sin ella denominado "el oscuro". Pero no parece artificioso aventurar que cuando menos está denunciando la vacuidad del que toma su inmediata percepción del mundo como incuestionable. Esa persona debería prestar atención al hecho de que estas sus evidencias muy a menudo no coinciden con las del vecino. Otro fragmento hace decir a Heráclito que los que están en estado de vigilia poseen un solo mundo en común, mientras que los que duermen penetran cada uno en su propio mundo. Las razones de esta suerte de vivencia onírica parece ser en primer lugar la confianza en los sentidos (puesto que estos son lo que directamente se contrapone al logos) pero también en una contaminación por estos sentidos del logos mismo, logos extraviado en los problemas individuales y las ilusorias vías de posible solución.
En cualquier caso Heráclito toca aquí dos aspectos absolutamente indisociables, la sospecha escéptica, la duda sobre lo que parece ser y la búsqueda de algo que parezca asentado. Lo común nos interesa, pero no lo común de lo cual sólo unos cuantos participamos (y que puede ser mero resultado de que compartimos un espejismo, o que hemos sido inducidos a creencia sin fundamento) sino lo común que realmente es incontestable. ¿Y cómo accedemos a lo común? Pues quizás mirando el trabajo de los sabios observadores que hemos venido considerando, y ver qué hacían de hecho cuando creían estar atentos a lo que la naturaleza indica.
[1] "Este mundo el mismo para todos, no lo generaron los dioses ni los hombres, sino que ha sido siempre, es y será un fuego eternamente vivo, que se alimenta de manera reglada y también con mesura se apaga." (D.K B 30).
"Este verbo aunque verídico, deviene siempre incomprensible para los hombres, tanto antes de que lo hayan escuchado como cuando lo escuchan por vez primera. Aunque todas las cosas acontecen en conformidad a este verbo, no parecen los hombres apercibirse de las palabras y los hechos tal como los expongo, cuando proceden a distinguir su naturaleza y decir lo que son. Pues los otros hombres son tan incapaces de aprehender aquello que hacen cuando están despiertos como de retener en la memoria aquello que han hecho dormidos" (D. K. B 1).
Presento una versión del segundo fragmento, atribuido a Heráclito por Sexto Empírico, haciendo abstracción de las controversias filológicas que ha suscitado. Concretamente la planteada ya por Aristóteles (Retórica 1407b) respecto al término siempre (aiei), que puede ser atribuido a los hombres siempre incapaces, o a la eterna veracidad del verbo. Asimismo sin mucha seguridad, tomo partido por pensar que el que habla se identifica al logos cuyo mensaje escapa a todos los demás. Una cosa es decir que lo invariante tras la multiplicidad de lo que se muestra en la naturaleza es fuego, y otra cosa es decir que lo que mueve los hilos es el logos. Que sea el mismo pensador el que haya dicho ambas cosas, no significa que esté hablando desde idéntico lugar. Lo primero lo dice desde la posición del que busca explicar aquello que tiene explicación y es eventualmente rebatible (que la hipótesis se revele verdadera o haya que sustituirla por otra es lo que forja la historia misma de la ciencia); lo segundo lo dice desde la frágil posición del que se convierte en vehículo del decir mismo. De ahí quizás la dificultad de distinguir si habla Heráclito del logos o está hablando el propio logos.
[2] DK,B, 114
[3] DK,B 2
En una época de lucidez y confusión, de clarividencia y ofuscación, de euforia y tristeza, se subidas y bajadas, conocí a Leopoldo en persona, si bien ya había leído todos sus libros y lo admiraba como poeta. Lo trajo a mi cuarto de París un amigo común y esa misma tarde nos fuimos de copas por los bares del barrio Latino.
Leopoldo se hallaba como en un puente oscilante entre su locura pasada y la que aún estaba por llegar, y caminaba de una manera flotante, como si no tocara el suelo. Todo el mundo lo miraba y por una razón bien simple: llevaba un traje azul marino que acababa de comprar en unos grandes almacenes, pero iba descalzo.
El discurso que exhibía ante nosotros no podía ser más delirante pero, como siempre ocurría en él, tenía destellos de una clarividencia que helaba el corazón. Una tarde me dijo:
-Solo he cometido un error en esta vida: no haber matado a mis padres.
Yo, que había visto la película El desencanto, comente:
-Juraría que ya los has matado.
-Sí –contestó él-, los he matado simbólicamente, pero nunca fui capaz de degollarlos como Jack el Destripador.
Tras lo dicho, se echó a reír con esas carcajadas sepulcrales y escandalosas que parecían emanaciones del infierno de Dante. Coincidíamos en gustos literarios, venerábamos a los mismos maestros: Lacan, Deleuze, Foucault, y nuestra relación en París fue perfectamente fraternal. Nos reíamos mucho. Una tarde, acabábamos de pasar por la Librería Española cuando Leopoldo sacó de un bolsillo de su traje azul marino una cajetilla de cigarrillos que olían raro.
-¿Quieres uno? –dijo tendiéndome la cajetilla-. Son cigarrillos de tabaco mezclado con mi propia mierda, y está más que probada su naturaleza medicinal. Si te fumas uno, cesarán de inmediato todas tus enfermedades mentales, si es que las tienes. Los he elaborado con mucho mimo pensando en mi propia madre, cada vez más esquizofrénica.
Me limité a decirle que de momento no los necesitaba, pero que si más tarde tenía problemas mentales graves, no dudaría en acudir a él y probar sus pitillos mentolados.
Años después, ya en España, reanudamos nuestra amistad. En una ocasión le invité a un ciclo de conferencias en Pamplona sobre el exilio y la locura, al que también asistió Roberto Bolaño. Leopoldo iba a ser el último en compadecer y le pedí a Bolaño que permaneciera unos día más en Pamplona para conocer a Panero y ayudarme un poco a controlarlo. A Bolaño le bastó con observar a algunos fans de Panero, que se habían reunido en un soportal a fin de recibir todos juntos a su ídolo, para poner pies en polvareda. Como el mismo Bolaño confesó más de una vez, los fans de Panero provocaban más pavor que él.
Recuerdo que tras su intervención, Leopoldo se puso a orinar en un jardín japonés. Varios niños miraron asombrados su verga. Llevo conmigo muchas más anécdotas parecidas o todavía más extravagantes, pero desvelarlas ahora me impediría homenajear su asombrosa, desnuda, impura, excelsa y amarga poesía, llena de iluminaciones a lo Rimbaud y de un humor tan lacerante como asesino. Leer a Panero es siempre sumergirse en un horror que te alivia por su misma desnudez. Él iba casi siempre enmascarado, él te miraba siempre desde alguna de sus máscaras, a veces trágicas, a veces cómicas, pero en su poesía se desnudaba de verdad, porque era una poesía hija de iluminaciones súbitas, a menudo muy dolorosas.
Los que hilvanaban sarcasmos a su costa, los que proclamaban que todo en él era una pose y que ni estaba loco ni su poesía merecía demasiado la pena, eran injustos con él, y por descontado que no lo habían tratado ni se habían acercado de verdad a sus libros. Leopoldo vivía en un mundo abismal. Bastaba con pasar un día entero con él para entrar en su infierno y percibir sus verdaderas dimensiones. En el trato con él había que ser de una prudencia exquisita y tener mucho cuidado con sus reacciones y sus palabras. Podía herirte de verdad, como sólo él sabía hacerlo. Los que lo trataron lo pueden decir, como lo podemos decir todos los que tuvimos el extraño y vertiginoso honor de ser sus amigos.
Montaigne se burlaba de los pensadores enmascarados bajo un falso semblante pálido y repelente; la filosofía "no predica otra cosa que fiesta y buen tiempo", y según él "nada hay más alegre, más airoso, más divertido y casi diría que retozón". Pero el mismo hombre, en el ensayo titulado ‘La soledad', escribe también sobre esa trastienda de la intimidad donde conversar estoicamente consigo mismo, "tan privada que no tenga cabida ninguna relación o comunicación con cosa ajena; discurrir y reír como si no tuviésemos mujer, hijos ni bienes, ni séquito ni criados, para que cuando llegue la hora de perderlos, no nos resulte nuevo arreglárnoslas sin ellos" (cito por la traducción de J. Bayod Brau, Acantilado, 2007).
La paradoja de un carácter tan agudo, tan cultivado y profundo, tiene en los ‘Ensayos' la vía de escape del humor ("mi estilo es por naturaleza cómico") y la franqueza inaudita sobre el propio organismo y sus dolencias, sus vicios, sus inconsecuencias y manías. Y siendo cierto que otros antes que él se trataron a ellos mismos como materia confesional y auto-reflexiva (notablemente Séneca en sus cartas y San Agustín en sus escritos biográficos, leídos ambos y citados con profusión por Montaigne), la novedad del llamado señor de Eyquem es que no hay en sus textos la voluntad de educar, dar ejemplo o enderezar una vida de errores. "Yo no enseño, yo relato", algo que ratifica, de manera original, hablando como si hablara no él sino su libro, en la advertencia ‘Al lector' que lo abre, y en la que, aparte de anunciar que su único fin al escribirlo es doméstico, remacha que "no he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria".
La fiesta de leer a Montaigne es que nunca cansa y nunca deja de alumbrar, tanto al mencionar sus cálculos intestinales, sus flatulencias y sus retortijones ("Gracias a la generosidad de los años, he trabado intimidad con el cólico"), como al fundir la erudición con el sarcasmo, como al exclamar en su epígrafe sobre ‘La semejanza de los hijos con los padres': "¡Qué desgracia carecer de la facultad de aquel soñador de Cicerón que soñó que abrazaba a una muchacha y se encontró con que había expulsado su piedra entre las sábanas! Mis piedras me quitan todas las ganas de muchachas".
Humanista y hedonista, aristócrata y monárquico, católico y escéptico, Montaigne se asemeja, en el espejo de sí mismo, a todos nosotros, incluyendo a los que menos se parecen a él. Hay una universalidad que su obra expresa sin excluir a nadie; basta con padecer y tener angustias, sentir deseos y no poder consumarlos, tomarse las cosas a la ligera, incluso las más graves, para pertenecer a la banda de los que Don Francisco de Quevedo, su primer gran admirador en la cultura española, llamaba "los montañistas".
También fue un extraordinario bricoleur de los saberes antepasados. De un modo que anuncia y sin duda inspira el de Walter Benjamin, Montaigne actúa como trapero de los residuos sublimes o veleidosos dejados desde la antigüedad por muchas voces en varias lenguas. El cuerpo de sus innumerables citas da forma a su alma, y las mil quinientas páginas de los ‘Ensayos', esa novela del yo, sirve de recuento de cómo la conciencia se fue creando y, a la vez, de programa de una filosofía futura y narrativa en la que no cabe frontera ni disimulo.
Curiosamente, ahora advierto una asombrosa continuidad entre escribir poemas y pintar, al punto de que, en buena medida, no aprecio sensaciones diferentes.
Aunque sí, desde luego, se expongan como formaciones distintas al terminar. Pero ¿al terminar?
¿Cuándo se termina un cuadro o un poema? Unas veces se ve claramente su conclusión pero, en otras, hay obras que no obedecen dócilmente a nuestra voluntad. O, mejor dicho, que no se dejan manipular (ni inspirar) más.
En ese momento, como si poseyeran autonomía, se plantan y defienden su vida propia.
Este cuadro ("Firma azul") se comportó hace meses de este modo y cuando alguien me comenta que lo ve inacabado siento ganas de indicarle que vaya y se lo pregunte a él. Yo, desde luego, no me veo autorizado para añadirle nada más. Ni me atrevo.