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Días alucinantes con Leopoldo María Panero

Por 18 de octubre de 2016 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Jesús Ferrero

En una época de lucidez y confusión, de clarividencia y ofuscación, de euforia y tristeza, se subidas y bajadas, conocí a Leopoldo en persona, si bien ya había leído todos sus libros y lo admiraba como poeta. Lo trajo a mi cuarto de París un amigo común y esa misma tarde nos fuimos de copas por los bares del barrio Latino.

Leopoldo se hallaba como en un puente oscilante entre su locura pasada y la que aún estaba por llegar, y caminaba de una manera flotante, como si no tocara el suelo. Todo el mundo lo miraba y por una razón bien simple: llevaba un traje azul marino que acababa de comprar en unos grandes almacenes, pero iba descalzo.

El discurso que exhibía ante nosotros no podía ser más delirante pero, como siempre ocurría en él, tenía destellos de una clarividencia que helaba el corazón. Una tarde me dijo:

-Solo he cometido un error en esta vida: no haber matado a mis padres.

Yo, que había visto la película El desencanto, comente:

-Juraría que ya los has matado.

-Sí –contestó él-, los he matado simbólicamente, pero nunca fui capaz de degollarlos como Jack el Destripador.

Tras lo dicho, se echó a reír con esas carcajadas sepulcrales y escandalosas que parecían emanaciones del infierno de Dante. Coincidíamos en gustos literarios, venerábamos a los mismos maestros: Lacan, Deleuze, Foucault, y nuestra relación en París fue perfectamente fraternal. Nos reíamos mucho. Una tarde, acabábamos de pasar por la Librería Española cuando Leopoldo sacó de un bolsillo de su traje azul marino una cajetilla de cigarrillos que olían raro.

-¿Quieres uno? –dijo tendiéndome la cajetilla-. Son cigarrillos de tabaco mezclado con mi propia mierda, y está más que probada su naturaleza medicinal. Si te fumas uno, cesarán de inmediato todas tus enfermedades mentales, si es que las tienes. Los he elaborado con mucho mimo pensando en mi propia madre, cada vez más esquizofrénica.

Me limité a decirle que de momento no los necesitaba, pero que si más tarde tenía problemas mentales graves, no dudaría en acudir a él y probar sus pitillos mentolados.

Años después, ya en España, reanudamos nuestra amistad. En una ocasión le invité a un ciclo de conferencias en Pamplona sobre el exilio y la locura, al que también asistió Roberto Bolaño. Leopoldo iba a ser el último en compadecer y le pedí a Bolaño que permaneciera unos día más en Pamplona para conocer a Panero y ayudarme un poco a controlarlo. A Bolaño le bastó con observar a algunos fans de Panero, que se habían reunido en un soportal a fin de recibir todos juntos a su ídolo, para poner pies en polvareda. Como el mismo Bolaño confesó más de una vez, los fans de Panero provocaban más pavor que él.

Recuerdo que tras su intervención, Leopoldo se puso a orinar en un jardín japonés. Varios niños miraron asombrados su verga. Llevo conmigo muchas más anécdotas parecidas o todavía más extravagantes, pero desvelarlas ahora me impediría homenajear su asombrosa, desnuda, impura, excelsa y amarga poesía, llena de iluminaciones a lo Rimbaud y de un humor tan lacerante como asesino. Leer a Panero es siempre sumergirse en un horror que te alivia por su misma desnudez. Él iba casi siempre enmascarado, él te miraba siempre desde alguna de sus máscaras, a veces trágicas, a veces cómicas, pero en su poesía se desnudaba de verdad, porque era una poesía hija de iluminaciones súbitas, a menudo muy dolorosas.

Los que hilvanaban sarcasmos a su costa, los que proclamaban que todo en él era una pose y que ni estaba loco ni su poesía merecía demasiado la pena, eran injustos con él, y por descontado que no lo habían tratado ni se habían acercado de verdad a sus libros. Leopoldo vivía en un mundo abismal. Bastaba con pasar un día entero con él para entrar en su infierno y percibir sus verdaderas dimensiones. En el trato con él había que ser de una prudencia exquisita y tener mucho cuidado con sus reacciones y sus palabras. Podía herirte de verdad, como sólo él sabía hacerlo. Los que lo trataron lo pueden decir, como lo podemos decir todos los que tuvimos el extraño y vertiginoso honor de ser sus amigos.

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Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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