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Amar el bien

Navidades y Reyes leyendo los diarios de Tolstói. La entrada del 17 de agosto de 1852 dice así:

“La disciplina es necesaria únicamente para los conquistadores. Para todas las personas existe un camino especial a lo largo del cual cada proposición se convierte en verdadera. Nada me ha convencido tanto de la existencia de Dios y de nuestras relaciones con Él como la idea de que las facultades dadas a todas las criaturas van de acuerdo con las necesidades que estas deben satisfacer. (…) La fe, según el nivel de evolución del hombre, refuerza su veracidad.”

Que la estructura y las capacidades de las criaturas —nosotros: humanos imperfectos— sean un testimonio de la existencia de Dios, hace que esa armonía sea suficiente para regalarnos la posibilidad de una conciencia mayor. En lo cotidiano, la conciencia se ha convertido en una simple función auxiliar que crea morales diversas y a conveniencia de cada uno. Poco a poco, van surgiendo nuevas religiones en forma de ideologías corrosivas que no presentan capacidad de ahondamiento. Una simple retahíla de palabras es más que suficiente. Nadie está a salvo de los dogmas actuales.

La Navidad debe haber perdido mucho desde la domesticación de la corriente eléctrica. Claro que no lo sé con certeza porque no me tocó vivir esa etapa, pero me hubiera gustado conocer esa felicidad antigua que supongo tan bella y a veces idealizo impulsivamente. Hoy, casi todos hablan de la Navidad como un estado de tensión familiar, objetos decorativos clónicos y estómagos a prueba de bombas. Dentro de la amargura, cada vez más personas repelen estos días. Nunca lo entenderé.

Al día siguiente, 18 de agosto de 1852, Tolstói escribe: “He aquí cuatro reglas que guían a los hombres. 1) Vivir para la propia felicidad. 2) Vivir para la propia felicidad haciendo el menor mal posible a los demás. 3) Hacer por los demás lo que te gustaría que los demás hicieran por ti. 4) Vivir para la felicidad de los demás.”

Amar el bien porque es agradable y útil.

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8 de enero de 2024
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Metamorfosis incómodamente familiares

 

Una de las abundantes frases memorables y memorizables de la magnífica novela En memoria de la memoria, de María Stepánova sentencia que “el entusiasmo como estado de percepción de la realidad ha quedado degradado, se lo ha echado a la basura y se ha convertido en propiedad de diletantes y marginales”. Recortar la cita me recuerda otro libro: El arte del saber ligero, por el repaso que su autor, Xavier Nueno, hace de la historia del libro como objeto destinado a fijar y almacenar el conocimiento. Escribe sobre lectores con tijeras, del debate entre acumular libros o descuartizarlos para quedarnos únicamente con su esencia. El entusiasmo de descubrir un lugar común, en el sentido más originario y positivo de la expresión: algo que deberíamos de saber todos.

El entusiasmo altamente contagioso de Laura Fernández acerca, incluso a los más reacios, a las delicias ocultas de la literatura fantástica, de terror o de la ciencia-ficción. Quien es abducido por la arrolladora prosa y la ilimitada imaginación sobre las que se alzan su escritura se instala en lugares comunes fantásticos porque tras el extrañamiento del diletante llega el reconocimiento de lo más real y verdadero.

No se me ocurre una mejor maestra de ceremonias para un encuentro con la escritora rusa Anna Starobinets (Moscú, 1978) y los desvelamientos que se producen en sus cuentos. Laura Fernández demuestra su idoneidad en el prólogo a la edición de La glándula de Ícaro. El libro de las metamorfosis que Impedimenta publicó el último otoño, con traducción de Fernando Otero Macías. El libro apareció en su versión original en 2013, y llega ahora a nuestro país después del éxito en 2021 de Tienes que mirar.

Starobinets, conocida como la Stephen King rusa, parte de situaciones que podrían ser recortadas con tijeras de un día cualquiera de cualquier contemporáneo nuestro y reconstruye el contexto y los acontecimientos sobrenaturales que han conducido hasta la escena seleccionada. En la mayoría de casos se trata de advertencias, porque la autora recurre a las metáforas propias de la literatura de terror para señalar la amenaza que siempre supone un poder incontrolado, ya sea político, científico, religioso, económico, cultural e incluso afectivo-amoroso.

La ciencia-ficción advierte de los posibles efectos de ir contra la naturaleza. Las consecuencias de inducir a quien tenemos al lado a extirparse una glándula vital para salvar lo que ya desde el principio parecía insalvable pueden ser desoladores, como se ve en “La glándula de Ícaro”. Algo parecido sucede con una obsesión movida por una ambición desmesurada en “Sity”, en el que un escritor quedará encerrado en la ciudad a la que tanto ansiaba llegar y comprobará cómo, a veces, que se cumplan los sueños resulta un castigo insufrible.

Por mucha que sea la desesperación, tampoco puede llevarnos a buen puerto la decisión de someter el talento y el entusiasmo –de nuevo– a una organización que promete fama, glamur y dinero a cambio de nuestra vida y nuestra mirada de espectador. En “El Lazarillo” encontramos un talentoso guionista condenado a permanecer en las butacas de una sala de proyección porque no controla su cuerpo, más propiedad de la organización para la que ansiaba trabajar que suyo.

Los cuentos de Starobinets son inquietantes porque en lo descabellado siempre hay un destello muy reconocible que nos advierte de que todo puede ser posible si se entiende el símil o la máscara. Como la de Gregor Samsa, todas las metamorfosis de este volumen acaban resultando incómodamente familiares. La esperanza y la fatalidad tiran de los dos extremos de la cuerda bien tensa sobre la que camina el lector. En "El parásito", la inocencia, la belleza y la pureza están en manos de la Iglesia y la ciencia. Pueden salvarnos y sacarnos de nuestra inmundicia, pero a cambio de nuestro cuerpo y de nuestra identidad –por no decir alma–.

Parece irremediable que el poder de las grandes multinacionales y los magnates sea pronto absoluto y que encuentren la inmortalidad. No habrán conseguido acabar con el hambre, las guerras o el calentamiento global, pero habrán puesto al alcance de todo el mundo los viajes soñados, la juventud eterna y el entretenimiento absoluto. En los cuentos de Starobinets siempre hay muchos personajes que se ilusionan con el progreso. Con frecuencia, en esa presunta ingenuidad reside la ironía y el humor que rezuma de las narraciones. Si Stepánova –también nacida en Moscú– denunciaba que el entusiasmo es hoy materia de basurero, en las narraciones de Starobinets, la esperanza resulta grotesca. No parece haber más destino que el horror, por lo que se hace necesario seguir las narraciones con cautela y atención para detectar en qué momento –seguro que lo hay– ha quedado descuidada la posibilidad de redirigir la historia y salvarla con entusiasmo y conservarla como hacían los lectores con tijeras.

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7 de enero de 2024
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Yo no olvido el año viejo  

En los años de mi infancia las celebraciones de diciembre en Masatepe se agotaban con la Nochebuena, y aunque el pequeño árbol de Navidad de material sintético sobrevivía hasta pasado el fin de año en una esquina de la sala, los 31 de diciembre nos íbamos a la cama antes de la medianoche, y me despertaba al estallido de los cohetes que sonaban lejanos, viniendo de los barrios indígenas de Jalata, Nimboja y Veracruz, mientras el resto del pueblo permanecía en silencio, y a oscuras.

O es que, quizás, de alguna casa donde celebraban -pereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas-  venía la música de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia “El año viejo”, cantada por el vocalista tapatío Tony Camargo, “Ay, yo no olvido al año viejo/Porque me ha dejao' cosas muy buenas/Mira/Me dejó una chiva, una burra negra/Una yegua blanca y una buena suegra…”, del colombiano Crescencio Salcedo, el campesino analfabeto que compuso otras joyas como “La múcura que está en el suelo…”, que fue a dar a la voz de Benny Moré, y “Se va el caimán, se va para Barranquilla…”, cantada por el inigualable  bachiller José María Peñaranda, que elevó las vulgaridades de palabra a la categoría de arte, baste recordar su célebre “Opera del mondongo”.

No se podía disputarle la preponderancia a la noche del 24 de diciembre en un pueblo pequeño, donde la tradición religiosa se imponía sobre las festividades profanas; y sobre todo en un hogar modesto como el mío, donde los recursos no alcanzaban para dos celebraciones rumbosas seguidas. Para la cena de Nochebuena un chompipe, el pavo indígena, de primacía tradicional en Nicaragua ante de la moda importada del pavo gringo, que se criaba y alimentaba a lo largo del año en el patio de la casa, y cuando iba a ser sacrificado recibía como gracias final un trago de ron que se le administraba como parte de la ceremonia ritual, abriéndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intención de hacer más llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.

Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa de hierro colado con horno y una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una rica mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicaragüense.

Se cenaba el último día del año en mi casa de Masatepe, pero temprano, y el chompipe dejaba paso a un humilde nacatamal, que para mí era igual de suculento, la masa de maíz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, papas, arroz, y otra vez las uvas y ciruelas pasas y las alcaparras de ultramar, en su envoltorio de hojas de plátano soasadas, y que en nuestra temporada de Berlín en los años setenta Tulita solía hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolviéndolos en papel de aluminio porque las hojas de plátano sólo era posible conseguirlas robándolas en el Botanischer Garten.

Entonces en Europa lo latinoamericano era todavía exótico, y los alemanes se fascinaban con los ardides del realismo mágico. Si ahora quisiéramos celebrar el año nuevo con nacatamales en Madrid, en este año tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de plátano son fáciles de conseguir a la vuelta de la esquina, en las tiendas de comestibles de los bangladesíes e hindúes de Lavapiés, o bien los nacatamales, clonados a la perfección por manos nicaragüenses, se pueden encargar a domicilio.

Pero regreso a mis viejos años nuevos. Las fiestas del 31 de diciembre fui a conocerlas en mis tiempos de estudiante en León, cuando me hice novio de Tulita y la acompañaba al baile de gala del club social, ocasión en que las jovencitas eran presentadas en sociedad y desfilaban de traje largo, del brazo de sus padres vestido de etiqueta, y yo disfrutaba de la fiesta mientras no sonara la orquesta, porque nunca aprendí a bailar mientras ella sí era una virtuosa en la pista.

De la época de Costa Rica, donde nos fuimos en 1964 a vivir después de casarnos y nos quedamos por doce años, no me queda memoria de los fines de año, porque para las vacaciones de diciembre volvíamos a Nicaragua y las pasábamos en Masatepe. Allí estábamos cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972, una sacudida subterránea de 30 segundos que dejó 400 manzanas de la ciudad arrasadas, primero por el sismo y después por los incendios, con 20 mil muertos y un número similar de heridos, y el éxodo forzado de la población entera.

Por su cercanía con la capital, Masatepe comenzó a llenarse de refugiados que llegaban a bordo de pick ups y camiones donde cargaban las pocas pertenencias que pudieron haber rescatado, y acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales sólo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebración navideña, ni tampoco de año nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurría congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia paseándose frente a las puertas.

Quizás un año nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor para ver la celebración de Puerta del Sol, y comerse mientras tanto las uvas que ya vienen en cajitas de doce unidades. Y quizás ser madrileño signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.

 

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3 de enero de 2024

Recreación de la máquina de descerebrar de Alfred Jarry

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Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos

El año que acaba ha traído la irrupción masiva de la llamada Inteligencia Artificial y ha reabierto el viejo debate sobre lo que es un ser humano en su evolución. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos

Cuando a finales del siglo XX se popularizaron los primeros teléfonos móviles, pregunté a Jorge Wagensberg, un científico con el espíritu burlón de un filósofo, si algún día la tecnología permitiría cumplir las fantasías milenarias pendientes. Por ejemplo, le dije, la Fuente de la Eterna Juventud o viajar en el tiempo. «La primera, tal vez —me respondió—, pero la segunda, no. Y  la prueba es que no vemos entre nosotros turistas del futuro». Reímos, y di por infalible su broma. Tardé años en plantearle una objeción: «si no hay viajeros del futuro—le planteé—, quizás es porque no habrá futuro… o viviremos una involución», y esta vez no nos reímos, ni hablamos de partículas cuánticas. El estado de ánimo global había mutado. Los finales de siglo suelen ser optimistas y las primeras décadas, pesimistas. Al menos desde la idea moderna de progreso. Los jóvenes finiseculares del XIX se afeitaron las venerables barbas patriarcales para recibir ilusionados el nuevo mundo anunciado por los inventos. Pronto llegó el desengaño. 

El siglo XXI nació con un boom de films apocalípticos, triplicando los surgidos por el espanto nuclear. En la competitiva colmena de abejas egoístas (Mandeville) incluso la reconstrucción de lo común está teñida de narcisismo colectivo ultra. La desconfianza se expande en amplios sectores de la población, que se sienten amenazados por una suerte de Gran Reemplazo en todos los ámbitos, desde el étnico al ontológico, desde el orden geopolítico a la vida privada.

Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados del barro por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma. 

Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano es una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.

El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.

[caption id="attachment_232098" align="aligncenter" width="508"] Johny Depp en el film Trascendence, el cerebro transferido a un computer[/caption]

Give me a soul!, give me a soul!

Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.

No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk pronostica que «la Humanidad será el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.

Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado. 

Tecnoliberticidas del pensamiento

A mí me preocupan también los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?,  ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir? 

Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesión de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.

No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.

 

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31 de diciembre de 2023

Portada de 'Lubianka', de Felipe Hernández Cava y Pablo Auladell. Norma Edit.

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Las entrañables

 

Los versos de José Jiménez Lozano y el cómic de Felipe Hernández Cava pueden ayudar a digerir el pavo, el besugo, la centolla o lo que sea que caiga en sus respectivos hogares

 

¿Son realmente alegres las fiestas navideñas? Por supuesto, y desde el neolítico, que es cuando empezaron a celebrarse los jolgorios del solsticio de invierno. Este año el solsticio cayó el día 22, de modo que estamos en plena celebración.

Y lo que se celebraba era nada menos que algo trascendental. A partir de esa fecha los días dejan de menguar y comienzan a ser cada vez más claros y soleados. Es, por lo tanto, el momento de comenzar a preparar la tierra, esa tierra petrificada por el frío, para sembrarla en cuanto sea posible.

No es extraño que la fiesta solar se hiciera coincidir con el nacimiento de un dios esencial para la agricultura como es el sol, pero con el cambio de las divinidades quiso la Iglesia de Roma que el viejo Helios se convirtiera en un recién nacido llamado Jesús e hizo coincidir el solsticio con el niño dios.

Eso en Roma, donde Helios había sido un dios de primera categoría. En Bizancio, en cambio, aquella parte del cristianismo que suele llamarse “oriental”, no lo aceptó, les pareció un capricho del obispo de Roma y ellos mantuvieron su fecha del nacimiento de Jesús el 6 de enero, es decir, el día de la Epifanía, al que, con su astucia habitual, Roma impuso el disfraz y la leyenda maravillosa de los Reyes Magos.

Comprenderán ustedes que en estas fechas lo propio es hablar de regalos y jolgorio. La tierra se despierta, los días crecen, nosotros hemos llegado vivos a otro año y podemos cantar aquello de “el año nuevo se viene, el año viejo se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más”. Como siempre, lo grandioso de la alegría es que podemos bailarla sobre nuestras tumbas.

Así que me voy a permitir regalarles dos títulos de libros que pueden ayudar a digerir el pavo, el besugo, la centolla o lo que sea que caiga en sus respectivos hogares.

El primero es para gente de corazón grande y abierto, humanos que aún buscan en la lírica lo que la prosa no les puede ya dar. Es una antología de José Jiménez Lozano, uno de los mejores escritores de la España de posguerra muerto hace pocos años. Se llama Señores pájaros (Pasos contados, con prólogo de Andrés Trapiello) y reúne 273 fragmentos o poemas, todos ellos dedicados a las aves, de las que Lozano era un fiel amante. En muchos de ellos las avecicas contrastan sus delicados perfiles con la nieve, porque Lozano vivía en un lugar frío y con muchos meses blancos. Así que no hay mejor lectura en estas fechas que un homenaje a lo más hermoso de la creación.

En el lado contrario me gustaría hablarles de algo infrecuente, un texto ilustrado, o sea, un cómic, si es que aún se llaman así. Este se encuentra en el lado opuesto, trata del mundo negro, de la maldad que a veces se apodera de algunos países y los destruye como la lepra. Su título, Lubianka, alude al gigantesco edificio bolchevique donde tenía su cuartel general la NKVD y la prisión anexa donde se torturaba hasta la muerte a los disidentes. No es que haya cambiado mucho, porque hoy es la sede del Servicio Federal de Seguridad, que viene a ser lo mismo. El autor del texto es Felipe Hernández Cava y los dibujos de Pablo Auladell (Norma Editorial). Cuenta la siniestra historia de un atroz suboficial que se dedica a la destrucción de la esposa de un gran poeta al que ya ha ejecutado. Podría ser una historia real, desde luego, porque conocemos casos muy similares. El arte del dibujante crea la atmosfera irrespirable de aquel régimen en el que asombrosamente siguen creyendo algunos ciudadanos. El texto de Cava, por cierto, recuerda con maestría el lenguaje que aún utilizan algunos de ellos que aún hoy tratan de someternos.

Entre el cielo y el infierno, bien está que elijamos una compañía que los muestre con buen pulso y gran corazón. No otra cosa hizo Dante.

 

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28 de diciembre de 2023
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Subrayado

Hoy he subrayado para el futuro. He subrayado para los que lean este ejemplar de la biografía de Anton Bruckner, la que escribiera Eduardo Storni Armanini. Me queda poco de vida y el destino de mi biblioteca es incierto. Dejando aparte algunos títulos de posible interés bibliófilo, que mis herederos ya deben de estar vendiendo, la práctica totalidad de los volúmenes irá a parar a manos de traperos y demás maleantes. Quizá, en el fragor del desconcierto de los mercadillos y tenderetes, algún avispado lector descubra esta irregular obra y comulgue con mis ideas, coincida con mis apreciaciones sobre el organista austríaco que, a su vez, no son especialmente amables con las del autor del libro. Voy a firmar los subrayados o, quizá, mejor, a estampar un exlibris. La vanidad se mantiene incólume en esta cruel postrimería.

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26 de diciembre de 2023

Derivas de Kate Zambreno.. Ed. La uÑa RoTa

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Kate Zambreno: miniaturas que encapsulan el mundo

La literatura fragmentaria se caracteriza por su engañosa simplicidad, pues no se rige por la mera acumulación de retazos. Es el arte de conjugar múltiples contradicciones: busca una unidad en medio de la dispersión, una continuidad en la intermitencia, una duración en lo efímero. Esta forma literaria puede compararse con la rítmica disposición de obras en una exposición de arte: una imagen seguida de un espacio en blanco, luego otra imagen... Si el comisario es hábil, cada cuadro puede experimentar lo que Brian Dillon, en Ensayismo, atribuye al fragmento literario: "cada pieza es autónoma, pero existe en un diálogo con lo que la rodea, y también es tarea del lector forjar esas conexiones". Son miniaturas que aspiran a encapsular el mundo entero, a la vez que se mantienen separadas de él.

Kate Zambreno (Mount Prospect, EE.UU., 1977) reincide en este género en Derivas y se sitúa en una constelación de autoras contemporáneos como Ernaux, Carson, Sudjic, Offill o Heike Geissler. Su libro, de inspiración autobiográfica, explora el proceso creativo en su sentido más amplio y exasperante, la soledad de nuestra era, la búsqueda de un silencio interior, el impacto del tiempo en el cuerpo y, sobre todo, el forcejeo para cumplir con un contrato editorial.

El manuscrito, que parte solo de un título y una idea nebulosa ("unas memorias sobre la nada" o "escribir sobre el presente, algo que se me antoja imposible"), se resiste a tomar forma y se le escabulle cada vez que intenta estructurarlo a partir de un montón de cuadernos garabateados, diarios, notas impresas, fotografías, citas, búsquedas en Internet o mensajes intercambiados con otras escritoras.

Además, Zambreno no limita sus indagaciones artísticas a la alta cultura y a figuras cruciales como Walser, Kafka, Wittgenstein, Akerman y Rilke, que podríamos considerar miembros honoríficos de este linaje, sino que también teje en su "deambular" elementos de la vida diaria que la afectan y sensibilizan, como una cazadora de texturas cotidianas: la menstruación, su mascota, la vecina, los chismes del mundillo literario, la inestabilidad económica, la absurda rivalidad entre mujeres, los paseos diarios, las pequeñas ansiedades y los desencuentros con su pareja. El "yo" se examina con tal detalle que llega a difuminarse, como el rostro en una obra de Francis Bacon.

Derivas es una reflexión sobre la dificultad de terminar un libro. La procrastinación, la sensación de vacío, y la vorágine de verse consumido por el desafío de hacerlo realidad, de trabajar a pesar de (o contra) uno mismo. En la segunda mitad, titulada hitchcockianamente Vértigo, ocurre lo inesperado: un embarazo. "Las escritoras que conozco que son madres me dicen que no podré escribir durante los dos primeros años", se lamenta. Y con todas esas batallas Zambreno engendra una obra envolvente. "Dame las exigencias del día. El cubo de basura, los vecinos, el vómito y la lectura lenta de Lispector. Me interesa mucho más", concluye.

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26 de diciembre de 2023
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Los anti-Mozart y el espíritu navideño

El ejercicio consiste en interponer una media distancia entre usted y los anuncios de turrones o embutidos igual que se hace con la lotería: sabemos que difícilmente nos tocará, pero compramos unos décimos porque “y si…”. Ya sabe, el condicional es la sal de la vida. Cuando en la tele anuncien perfumes prometiendo un irresistible atractivo, no desconfíe del todo, pues en Navidad la palabra inspiración se escribe con purpurina. Nos quejamos del derroche de cursilería y pensamos que nos tratan como a niños faltos de cariño, pero admitamos que ser adultos al cien por cien 24/7 resulta una auténtica tortura. Robarles un poco de ingenuidad a hijos, sobrinos o nietos es imprescindible a fin de digerir el azucarado menú.

Mientras las empresas del Ibex nos desean felicidad como si les importáramos más que un comino, pensamos lo mucho que nos ha costado madurar. Hemos atravesado estaciones de paso y atrapado vuelos de enlace con cierto gusto por la provisionalidad. Ese ir de aquí para allá, física y mentalmente, se reviste de una fuerza magnética gracias al modo condicional. ¿Y si hubiera algo mejor esperándonos? ¿Y si nuestros deseos estuvieran tatuados en una esquina del destino? Entonces, entre las cajas de mazapán y guirlache, emergerá el espíritu anti-Mozart, que nos dirá que no, que no hay nada verdadero, solo renglones torcidos de cinismo.

Mozart, a pesar de ser hijo de la pareja más bella de Salzburgo, salió escuálido, pero lo describen bondadoso y atento, un genio que se transformaba al piano. Busco información sobre la expresión anti-Mozart, que repite el protagonista de la recomendable serie Nada (Disney), y doy con un portentoso autor de vida azarosa: Alberto Laiseca, autor de Los Sorias, una monumental novela de 1.300 páginas. Ricardo Piglia la consideraba la mejor novela que se ha escrito en Argentina desde Los siete locos, de Roberto Arlt. Huérfano de madre, Laiseca confesaba que el maltrato de su padre lo empujó a los libros. El fantasma de la ópera le abrió el hambre y se puso a escribir “realismo delirante”. Borges se negó a leer uno de sus relatos, Matando enanos a garrotazos, por el mal gusto de elegir el gerundio.

Laiseca llevó durante trece años su manuscrito –que reescribió cuatro veces– en una bolsa de supermercado. En una ocasión, un ladronzuelo se la intentó robar, pero él forcejeó a tiempo y la salvó. Profesor de talleres literarios, una de sus perlas afirma: “Solo está vivo lo que es exagerado”. Fue un escritor de culto que dejó de serlo al aparecer en una serie televisiva de cuentos de terror. En el plató no se despegaba del cigarro bajo un ventilador de techo. Laiseca afirmaba combatir al anti-Mozart, siguiendo la idea de que Mozart es el bien absoluto, “pero el enemigo del bien no es el mal, sino el antibien”.

Indago a mi alrededor sobre los anti-Mozart, y mi amigo Ignacio me recuerda una anécdota revelada por Simon Leys en que se interroga acerca de la búsqueda de la fealdad, o del terror de la belleza. Contaba que en una cafetería, de repente, sonó el piano del compositor de Salzburgo y todo el mundo se mostró incómodo, paralizado. La gente dejó de hablar y un poso de disgusto planeaba sobre la barra y las mesas hasta que alguien cambió el dial. Enseguida regresó el ruido. Los presentes volvieron a ser los de antes, se relajaron y reanudaron sus conversaciones. En su acto evidenciaban que Mozart actuaba como una especie de agente distorsionador. Porque la belleza nos interpela y al tiempo nos aísla, pero lo fatal es perdérsela. Feliz Navidad.

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25 de diciembre de 2023
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Adiós Opera News

El correo electrónico me tomó de sorpresa. Era el editor de la principal revista de ópera de Estados Unidos, Opera News. F. Paul Driscoll, con la elegancia verbal que siempre acompañó su exquisito gusto en el vestir y su asombroso dominio de las voces y las historias del arte lírico, me decía que la revista cerraba. Que el directorio de la Metropolitan Opera Guild, la organización que maneja las actividades de los teatros del Lincoln Center en Nueva York, las temporadas del MET, las transmisiones en cines de medio mundo, las grabaciones, el templo de los melómanos de Estados Unidos, había decidido dejar de publicar una revista en la que yo llevaba colaborando más de dos décadas.
La crisis económica, la falta de auspicios públicos, la preferencia de los millonarios por otros espectáculos y diversiones, el desplome de las ventas de discos y videos, el envejecimiento de los públicos… la cosa es que mi amada revista desaparecía. Este mes salió el último número.
Los miembros de esta cofradía cultural, amante de una de las más antiguas bellas artes y de una disciplina que aúna canto sin micrófono, música orquestal y de cámara, teatro, escenografía, vestuario, y cada vez más video, proyecciones en vivo y las más variadas y actuales expresiones visuales, ya no tendrán su revista. A partir de ahora recibirán la pequeña revista Opera, la que durante muchos años fue la rival inglesa de Opera News.
A lo largo de más de 30 años de carrera periodística escribí en más de diez medios de cuatro continentes, en cinco idiomas, y de infinidad de temas. Pero Opera News era mi secreto, mi orgullo y mi refugio en tiempos oscuros. En sus páginas escribí regularmente durante 16 años, cuando vivía en España. Para pensar, armar, pulir y lustrar breves críticas en inglés me volví habitué de las creativas temporadas del Liceu y el Palau de la Música de Barcelona. Y me volví estudioso de la pluma de los grandes críticos del pasado, como George Bernard Shaw y Hector Berlioz, y los del presente, como Alex Ross, Anthony Tommasini, Pablo L. Rodríguez y Federico Monjeau.
Como corresponsal en España de “la Rolling Stone de la ópera” viajé infinidad de veces a Madrid – a veladas inolvidables en los hermosos teatros Real, La Zarzuela, Del Canal, y otras muchas veces tomé trenes y aviones a Valencia, Sevilla, Bilbao, A Coruña y el Festival de Parellada.
Desde mi mudanza al Cono Sur tuve el gusto de escribir sobre las funciones del Teatro Colón de Buenos Aires, donde nació mi amor por este género, y del Teatro Municipal de Santiago, una joya de arquitectura y una orquesta de primer nivel en la ciudad donde vivo.
Para Opera News cubrí los estrenos mundiales de Brokeback Mountain de Charles Wuorinen y The Perfect American de Philip Glass, y los estrenos en España de Doctor Atomic de John Adams y de Dead Man Walking de Jake Heggie, además de puestas en escena alucinantes de Robert Carsen, David McVicar, Stefan Herheim, Lluís Pasqual, Calixto Bieito, La Fura dels Baus, Michael Haneke, Herbert Wernicke, muchos de los más grandes directores de escena del teatro y la ópera de vanguardia.
Con la revista ocupé las plateas de legendarios teatros para sumergirme en el sonido de grandes orquestas bajo las batutas de Daniel Barenboim, Zubin Mehta, Lorin Maazel, Josep Pons, Sylvain Cambreling, Teodor Currentzis, Pablo Heras Casado y tantos otros.
¡Y los cantantes! La emoción profunda de escuchar por primera vez a Natalie Dessay, a Juan Diego Flórez, a René Pape, a Carlos Álvarez, a Ewa Podlés, a Matti Salminen…
Recuerdo cómo empezó todo: yo era un estudiante del Máster en Periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York, y decidí tomar una asignatura electiva que juntaba dos de mis mayores pasiones: la cultura y la radio. Para el trabajo final, se me ocurrió hacer un reportaje sonoro (era 1998, todavía no existía la palabra “podcast”), y jugando con las palabras que en inglés definen a la ópera y a las telenovelas (soap opera, porque según la leyenda, las primeras en Estados Unidos estaban patrocinadas por una marca de soap, jabón).
Mi idea era comparar estas dos artes cuyos públicos estaban en sitios opuestos en la escala social y de la distinción del gusto, como lo definía uno de los autores que yo transitaba en esos momentos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu.
En mi programa de radio, yo mezclaba escenas de amor arrebatado, de peleas entre machos, de gritos destemplados y llanto inconsolable, que sacaba de CDs de ópera que encontraba en la biblioteca de la universidad y del sonido directo de telenovelas mexicanas que veía en el televisor de mi residencia universitaria.
Entraban y salían de mi consola las voces de Plácido Domingo y de los galanes de soap opera del momento, de Renata Scotto y de las divas millonarias que se disfrazaban de sirvientas enamoradas del patrón en la novela de la tarde. Y como eje de la narración, entrevisté a la directora de la principal revista de estos éxitos televisivos, Soap Opera Digest (una revista chiquita, de bolsillo, del tamaño del Reader’s Digest), y al director de Opera News, el atildado F. Paul Driscoll.
Las oficinas de ambos no podían ser más disímiles: un orden inmaculado de CDs y Long Plays hasta el techo y una cafetera bruñida y reluciente en el despacho de Driscoll, con vista al MET, y un cuarto lleno de humo, revistas por el piso, y reporteros que entraban y salían gritando las últimas novedades de la vida privada de sus estrellas en la oficina de la directora de Soap Opera Digest. Recuerdo cómo los presenté: a ella, con collares y brazaletes de colores; a él, con smoking azul petróleo y un corbatín de lunares – seguramente estaba a punto de cruzar la calle para ir al estreno de una ópera.
Para mi sorpresa, Driscoll vino a la presentación de mi trabajo, en la Lecture Hall (el aula magna de la Escuela de Periodismo de Columbia), se divirtió mucho, me dijo que nunca había notado cuán ridículo sonaba fuera de su ámbito estrecho de melómanos, y me preguntó qué pensaba hacer cuando me graduara. Le dije que Columbia me había contratado para abrir una escuela de periodismo similar a la suya en Barcelona, para enseñar periodismo práctico en español.
Unos meses más tarde, ya instalado en España, me escribió para proponerme cubrir el Festival Mozart de La Coruña, en Galicia. Todavía recuerdo la primera ópera que vi allá: una de las rarezas juveniles del genial compositor de Salzburgo, Zaida.
A la distancia, ahora pienso que esa era la prueba. La debo haber aprobado, porque desde entonces me convertí en el corresponsal en España. Era el verano de 1999.
Varias veces a lo largo de los 18 años que escribí para Opera News desde España, Driscoll me confiaba que algún importante crítico norteamericano o un millonario con veleidades líricas le decía que viajaba a Madrid o Barcelona, y que le ofrecía escribir sobre las óperas que allí se daban. Mi editor fue siempre leal conmigo y defendió mi posición: a todos les decía que no, que ya tenía a alguien allí.
En mayo o junio, cuando los principales teatros anunciaban sus temporadas, yo hacía una lista con las óperas que le proponía a Driscoll. Buscaba escapar de lo trillado: nuevas obras o el rescate de joyas olvidadas del pasado, la participación de directores de teatro o de cine que entraban en este nuevo mundo, el estreno de un papel por una cantante famosa, una apuesta arriesgada, algo especial. Intentaba que mi lista fuera acotada: no quería que perdiera tiempo considerando una nueva versión de lo de siempre sin riesgo ni lustre.
La época de oro de nuestra relación fueron los años en que el belga Gerard Mortier fue director artístico del Teatro Real de Madrid. Sus temporadas estaban plagadas de estrenos, sorpresas, desafíos, fue un actor cultural importante en la vida de la capital de España.
Cada mes la revista llegaba a mi casa: era una delicia ver mis críticas y mi firma en la preciosa revista, un derroche de papel cuché, entre fotos dignas de Vogue o Vanity Fair y ensayos que comparaban las historias de los músicos y los argumentos operísticos con la cultura, la política y la filosofía de los tiempos en que las obras fueron creadas o de ahora, cuando se montan puestas en escena para que estos clásicos nos digan algo a los públicos actuales.
Todo eso se terminó. No más Opera News.
Comparado con otros medios que se pierden en la profunda crisis económica y de lectores y de relevancia del periodismo, sobre todo el cultural, esta puede ser vista como una pérdida menor. ¿Cuántos somos los que perdemos esta revista de nicho, de un grupo cada vez más pequeño que se nutre y necesita el arte de Giuseppe Verdi, de Wolfgang Amadeus Mozart, de Claudio Monteverdi, de Richard, Wagner, de Gaetano Donizetti, de Georg Friedrich Haendel, de compositores actuales como Jake Heggie, John Adams o Philip Glass? Seguramente pocos. En Spotify y en Youtube, la música clásica cada vez ocupa un espacio más minúsculo.
Y, sin embargo, no puedo dejar de entristecerme. No sólo porque en Opera News trabajaban, además del aristócrata Driscoll, el irónico y erudito Brian Kellow, un Oscar Wilde de nuestros tiempos, la gran editora de fotos Elizabeth Dribben, de mirada certera para elegir siempre la mejor imagen, el joven reportero y solucionador de problemas de todo tipo Adam Wasserman. Una redacción aceitada como un coche de carreras, para producir una revista mensual en la que nunca encontré ningún error y sí mucho para aprender: de periodismo, de música, del arte de contar historias, de la vida.
Un adiós compungido a mi vicio secreto, a mi revista querida. Hasta siempre, Opera News.

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23 de diciembre de 2023
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Delicias chinas y un amargo mechero

La azafata virtual china es un dibujo animado con la cabeza grande y la cintura de avispa. En la pantalla, da instrucciones de vuelo con amenidad, en especial cuando explica cómo se evacua el avión y la escena parece hasta emocionante. Es un adelanto del triunfo de la cultura naif que nos envolverá durante tres días en Shanghái. Y es que la glorificación de la infancia queda reflejada desde la imperturbable sonrisa de Buda, así como en sus mofletes, porque, a pesar de que Siddharta abandonara el palacio para vivir como un mendigo, abrumado por tanto dolor derramado en el mundo, en su imaginería se representa como un gordito feliz.

En el aeropuerto de Pudong, la Navidad viaja en los equipajes de los residentes, cargados de regalos. Delicados paquetes que la policía de aduanas quiere revisar con rigor. Mientras los extranjeros salimos aliviados por la puerta de “Nada que declarar”, los locales, encorvados y pacientes, dan cuenta de sus compras, acostumbrados a vivir informando de los hijos que engendran, de lo que leen y lo que dicen. Abren las bolsas de colores frunciendo el entrecejo, y pienso que bien podrían disimular sus compras en la maleta, pero la transgresión no va en su contrato.

En el centro de la capital una neblina suspende la noche en un duermevela. Los comercios cierran tarde, y el tiempo parece un extraño. El tendido de luces del skyline golpea con identidad propia y prestada. Porque junto a los miles de puestos donde la vida se reboza con soja, se erigen torres de cristal firmadas por Zaha Hadid y fachadas del siglo XIX reformadas por David Chipperfield. La atracción asiática por los rascacielos pespunteados de luces hasta rozar el horizonte trae ecos cinematográficos. Art decó y sopas con amenazantes escamas de pescado. Delicados baos y edredones de Hello Kitty protegiendo los muslos de los motoristas. Templos milenarios junto a coches deportivos .Y un feroz cortafuegos que te desconecta de Occidente. Ni Google, ni X, ni Instagram operan en China. Si no eres un viajero previsor, te fallará la VPN y no podrás leer los diarios o mandar watsaps. Adoptarás por fin una sensación de lejanía real que te ayudará a convertirte en verdadero extranjero. Y, en medio de tanta soledad analógica, te preguntarás por tu libertad y la del resto.

Aunque las avenidas rebosen de lujo global, apoderándose de una belleza brumosa, los jóvenes chinos no pueden hablar de su realidad ni aparecer en televisión con un piercing. Si lo hacen, como sucedió con el popular presentador Jing Boran, primero borrarán el abalorio y luego a su portador. Es un aviso cultural. Sin embargo, la generación del hijo único acusa una profunda crisis de valores y apetencias. Ellos, prodigios de las horas extraescolares, no fueron preparados para los trabajos precarios de sus padres que convirtieron el país en la gran fábrica del todo a cien mundial.

¿Dónde queda el talento que, de tanto leer Made in China, se nos ha olvidado que existe? Que se lo pregunten a Ai Weiwei, que pasó veinte años en un campo de trabajo con su padre, limpiando retretes. En una de sus obras colocó el logo de Coca-Cola en una vasija de la dinastía Han como crítica a la todopoderosa sociedad de consumo. Y lo pagó con la cárcel y el exilio.

Pienso en ello de regreso al aeropuerto cuando, tras pasar varios controles, un policía me aguarda en la puerta de embarque y me da el alto, entornando los ojos. ¡Peligro!, han detectado un mechero en mi equipaje de mano: ¡un arma de fuego!.

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22 de diciembre de 2023
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El Boomeran(g)
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