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Gente armada y exegetas

Quizá fue el etólogo Heródoto de Halicarnaso quien señaló que las leonas paren una sola vez porque su cría antes de nacer desgarra con las uñas el útero materno. De no producirse esta lesión irreparable los depredadores se multiplicarían y agotarían sus presas lo que iba a suponer, a la larga, el exterminio de los propios leones. Pero algo pasó y nuestros antepasados olvidaron su conducta recolectora y se volvieron depredadores al inventar artilugios venatorios de sílex, madera u otros materiales, artilugios que se fueron sofisticando y les permitieron ejercer su autoridad sobre el resto de animales, al tiempo que, dada su condición omnívora, explotaban el conjunto de recursos de la naturaleza. Mas el hombre no disminuyó su tasa reproductiva y, además, acompañó progresivamente los argumentos tróficos, la única excusa hasta entonces para emplear las armas, con otros argumentos, de porte intelectual, como las ideas, creencias y convicciones.

Es útil Heródoto para comprobar nuestro origen asesino, y es útil leer a Heródoto, que quizá nunca leeríamos, a través de un intermediario, en este ocasión Roberto Calasso en su vertiginoso y trepidante ensayo El cazador celeste, una manera, la noticia, cada vez más extendida, de alcanzar el conocimiento, porque cada vez gusta más acudir a la reseña antes que al libro, a la crítica antes que a la película; a las solapas ya acudían, de siempre, los periodistas culturales para redactar sus artículos. Sí, este es el tiempo de las barritas enérgéticas, los concentrados de minerales, los cócteles vitamínicos.

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4 de noviembre de 2023
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Estado de alarma

Nuestro mundo está en declive. En buena medida, las herramientas que hicieron posible el predominio occidental están oxidadas o se desgastan a gran velocidad

Creo bastante extendida la sensación de que estamos viviendo el final de algo, de una era, de una civilización, de un modo de vida, de un mundo. En los últimos meses, además, las guerras de Ucrania y de Israel han reconstruido aquel orbe dividido por dos que dominó en épocas anteriores. La antigua dicotomía entre mundo libre y mundo comunista se ha mudado en mundo occidental y todo lo demás. Los occidentales tenemos la sensación de estar rodeados de enemigos enormemente populosos y distantes como los musulmanes, los chinos y los rusos. Por primera vez desde hace varios cientos de años, formamos una minoría amenazada.

Sobre esta cuestión ha escrito Martín Caparrós un libro (El mundo entonces, Random House) muy efectivo. Usa la clásica trampa de editar unas crónicas firmadas por alguien absolutamente ajeno a nuestro mundo, como hizo Montesquieu con sus Cartas persas, imitadas por Cadalso en sus Cartas marruecas. En tales cartas, alguien por completo ajeno a la cultura europea enjuiciaba las costumbres y chifladuras de los habitantes del viejo continente. Caparrós utiliza una ficción similar: esta vez es un historiador del año 2122, más o menos, quien describe la vida de los occidentales en el siglo anterior. El resultado es el mismo que en sus predecesores, la sorpresa, el escándalo y, en no pocas ocasiones, la risa y la desesperación.

Sin embargo, ese mundo (el nuestro) tan disparatado es, además, un mundo peligroso y sobre todo un mundo en declive. En buena medida, las herramientas que hicieron posible el predominio occidental están oxidadas o se desgastan a gran velocidad. El pensamiento, tanto científico como filosófico, las artes, el saber y la memoria, el orgullo y la dignidad, la vida en común basada en la tolerancia y la inteligencia, se van encogiendo.

Antes de morir en 2020 a los 90 años de edad, George Steiner, una de las mejores cabezas del siglo XX, le concedió una entrevista a Nuccio Ordine que se ha publicado con el título de El huésped incómodo (Acantilado). Allí se encuentra el último lamento de un judío que había vivido y contribuido en su larga vida a elevar la cima de la cultura occidental. Sus últimas palabras son desoladoras. Es consciente de que el ocaso de todo lo que fundaba la grandeza del mundo occidental ha iniciado una carrera acelerada hacia su muerte. Así, dice, le cuesta trabajo “entender por qué cada día crece más la distancia que me separa del irracionalismo moderno, y me atrevo a decir, de la creciente barbarie de los medios, de la vulgaridad dominante. Creo que estamos atravesando un periodo que cada vez se vuelve más difícil…”. Podría atribuirse a un problema de vejez, si no fuera que un hombre bastante más joven como Caparrós no piensa distinto.

Si sólo se tratara de la creciente trivialidad de los campus americanos o la destrucción de las humanidades europeas, no sería demasiado letal, pero Steiner adivinaba que esa degeneración tendría efectos físicos inmediatos. “Hoy se respira un aire peligroso en nuestro continente. Me produce un gran temor el viento xenófobo y antisemita que sopla en muchos países europeos. El odio al extranjero, la caza del judío, la apología de la autodefensa y de las armas son los peligrosos signos de una terrible regresión, un preludio a la violencia”.

No ha vivido los últimos acontecimientos de la guerra de los musulmanes contra Israel, ni ha conocido las manifestaciones de apoyo al islam en los países occidentales. Él, que vivió con horror el exterminio nazi, vería con lucidez la inevitable relación entre el fin de los principios democráticos y liberales que consume a nuestra cultura, y un futuro marcado por las masacres.

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3 de noviembre de 2023

XIX Premio Tusquets Editores de Novela 2023

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Nada que decir

Lo intelectual dejó de interesarle, las ideologías, los avances de la humanidad eran para otras, ella quería historias tiernas, ninguna historia ni conversación le interesaba si alguien no amaba o alguien no sufría.

Silvia Hidalgo, sevillana nacida en 1978, ingeniera informática y autora de Yo, mentira (Editorial Tránsito), es la ganadora del XIX premio Tusquets de novela con Nada que decir.

¿Qué pasa cuando se nos va rompiendo el corazón poco a poco? Nada que decir trata de una mujer que pierde su identidad, que se desvía del impulso vital y acaba encajada en la pobreza de lo cotidiano. Su protagonista quiere sentir el mismo asombro de la niña Bernadette frente a la Virgen de Lourdes, necesita que ese acontecimiento divino y sanador ocurra cuanto antes. Conducir lejos, huir de la felicidad del hogar, del calor, de la oficina, de los libros y de la música, de todo intelecto; que solo ansía llegar a ese páramo, donde se hable de otro modo, con otro acento más cerrado, más tosco y encontrar un milagro.

Desde que se nos dijo que el amor dura tres años, la vida parece un sinvivir de cifras inexactas y errores premeditados. La novela está llena de esperas, paréntesis amargos; la ausencia del mensajito, la señal de amor que todo lo cura. El mensaje del amado, un capricho. Como siempre, la sensación de caos arrasa tras el zarpazo emocional y el futuro negro parduzco que nos acecha acaba con toda ilusión. No se puede volver atrás. Nada que decir también trata sobre la pérdida y el duelo; un duelo que no termina de manar, no brota, no llega a nada, se queda en la superficie de todas las cosas que nos quedan por hacer. La protagonista escarba en la fuga mental, se obceca en la percepción de sí misma, configura sus propios finales; pero, ¿acaso no es lo que todos hacemos?

Como no hay crimen sin motivo, tampoco hay escritor sin circunstancias propias. En la presentación del premio en Madrid, Silvia dijo que ella no podía escribir como si fuera otra, que no podía hacer otra cosa, y estaba más tranquila que nunca porque eso quería decir que el misterio se había acabado.

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30 de octubre de 2023

Editorial Siglo XXI (2013)

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Pasión y pertenencia: el extraño mundo de los fanáticos de la ópera

 

“¿Por qué ustedes los sociólogos siempre me preguntan si vamos a la ópera para que nos vean, para conocer gente, para ver amigos, para alcanzar un estatus profesional más alto y nunca se les ocurre preguntarme si voy a la ópera porque me gusta o simplemente porque la amo?”, dice José Luis, una de las fuentes de la tesis doctoral de Claudio Benzecry.
A partir de esta tesis en sociología en New York University, la primera sobre los amantes de la ópera en América Latina, Benzecry armó el delicioso libro “El fanático de la ópera: etnografía de una obsesión”, publicada en 2011 por University of Chicago Press y por Siglo XXI Editores en castellano un año después.
José Luis es uno de los casi cien operómanos, la mayoría argentinos, con los que el sociólogo construyó su teoría. Como fanático de la ópera que soy, este libro es mi biblia para internarme en el extraño mundo de los forofos, hoolingans, hinchas de la más erudita de las pasiones.
Benzecry, hijo de un connotado director de orquesta, estaba en realidad hurgando en una realidad en la que estuvo metido desde niño. Creció rodeado de músicos (en éstos, es evidente de dónde viene su enfermedad: es como el amor a la pelota por los futbolistas) pero también de amigos de sus padres, esos que sin cantar ni tocar ningún instrumento, esperan con ansia la próxima función, la visita de un divo, el surgimiento de una nueva soprano, la magia de una puesta en escena que les presente una obra que se sabe de memoria como si fuera nueva.
¿Por qué van a la ópera y no a un recital del cantante de moda que suena en las radios, o a una discoteca, o a la cancha de su club de fútbol, o al asado con amigos?
Algo debe andar mal, algo debe ser distinto y raro para que alguien quiera ir a la ópera. Como escribe Benzecry, la mayoría de los estudios académicos sobre los seguidores de este arte parten del concepto de “distinción” de Pierre Bourdieu. Esta gente debe ir al MET de Nueva York, el Covent Garden de Londres, al Palais Garnier en París o al Colón de Buenos Aires a juntarse con los de “su clase”, o acercarse a los de las clases altas.
De hecho, fue es en los palcos y los salones dorados de estos templos aristocráticos que se hacían negocios y se arreglaban matrimonios en el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Ahí se entiende: esas etnografías las han escrito aquellos a quienes no les cabe en la cabeza que alguien vaya a la ópera porque le gusta pasarse cinco horas (a veces de pie, en las entradas más baratas) escuchando a señoras pasadas de kilos gritando su amor adolescente a un señor al que muchas veces le llevan una cabeza de altura.
La ridiculización de la ópera es uno de los chistes más repetidos entre los que nunca se pararon a escucharla. Decía Woody Allen que tras varias horas de escuchar una obra de Richard Wagner le entraban ganas de invadir Polonia.
El mismo Allen, con un gusto exquisito por el jazz, demostró su nulo conocimiento de la ópera al poner en una escena de Match Point a la familia millonaria a la que el joven arribista quería pertenecer en el palco de la ópera en Londres mientras la soprano canta un aria acompañada por un piano. La ópera que interpretaba era con orquesta en el foso. Solo hay un arreglo para piano cuando es un recital, no en las óperas escenificadas.
Cuando vi esa escena, pensé: este nunca fue a la ópera.
Pero no son así los fanáticos de Benzecry, y tampoco los de mi memoria y mis noches en la actual temporada del Teatro Municipal de Santiago. Nosotros no vamos por dinero, ni para lucirnos, ni para encontrarnos con los que pueden darnos beneficios y “contactos.”
Entonces surge otra posible respuesta de los no-operómanos: una sensibilidad extrema, edulcorada, propia de ese grupo que la mirada homofóbica identifica con los gays.
Les cuento una sorprendente casualidad cinematográfica: en 1993, sin que los equipos de producción lo supieran, en Cuba y en Estados Unidos se estrenaban dos películas en las que ambos protagonistas eran fanáticos de la misma aria de ópera, interpretada por la misma soprano.
En Fresa y chocolate, el profesor gay interpretado por Jorge Perugorria introduce a su joven discípulo en la rebeldía y el pensamiento independiente ante la uniformidad que imponía el régimen cubano, y por ser gay, debía escuchar una música que para el público cubano se identificara con el romanticismo extremo. En su viejo tocadiscos, le pone al joven la grabación de María Callas del aria La mamma morta, de la ópera Andrea Chénier, de Umberto Giordano. Callas canta en el extremo del desgarro y Diego, el profesor, sufre como si la madre se le hubiera muerto a él.
En Filadelfia, el abogado Andrew Beckett, interpretado por Tom Hanks, tiene SIDA, es despedido de su trabajo y contrata a su colega, Joseph Miller (Denzel Washington) para que consiga que se haga justicia. Bickett tiene un joven amante latino, Miguel (Antonio Banderas), y en el departamento burgués que comparten, escuchan la misma aria, en la voz de la misma María Callas, en la escena en la que el público debe entender que escuchan eso porque son gays.
Pero ¿hay que ser gay para que La mamma morta te rompa el corazón?
¿No es esta aria una expresión – más allá de las estéticas - de la tristeza más absoluta? ¿No es la voz milagrosa de la Callas la expresión de ese desamparo de la orfandad, cantada de una manera a la vez desbordada y cuidadosa al detalle de la precisión de una partitura? ¿No es eso una lección de arte para todos los amantes de las artes, de cualquier arte?
Recuerdo haber visto ambas películas en esa época. Seguramente fui el único en la función de la segunda que notó que estaban ilustrando el amor entre dos hombres con la misma música. Ahí pensé en la cantidad de colegas con los que hablo de ópera, con los que compartimos veladas en los pisos altos de los teatros y sesiones de escucha (primero en Long Plays, después en cassettes, luego en CDs y DVDs y ahora en streaming) que son homosexuales.
Tal vez el “salir del armario” haya llevado a los gays a vivir una conexión con su propia sensibilidad que a los heterosexuales nos cuesta, que a los hombres nos han podado en la infancia.
Por suerte hay muchos otros, como yo, que somos “hetero” y que, sin embargo, nos entregamos con fiera pasión a esta forma extrema de contar historias de amor, de odio, de poder y miseria, de angustia y alegría desbordante, de traiciones y lealtades. Historias que son como la vida pero que son contadas con música, con voces bellísimas que llegan lejos sin amplificación, con orquestas que mueven las butacas como un terremoto e instrumentos que suspiran con la suavidad de un felino en la alfombra. Con escenografías, vestuarios, diseños de luces que te llevan al corazón de la historia y te impactan directo en el alma cansada de la lucha diaria.
Por supuesto que esto no pasa siempre, sino en los mejores casos, como todo arte. Tampoco todos los partidos de fútbol ni los conciertos de tu banda favorita son memorables.
José Luis tiene razón: vamos por amor. Vamos para ser felices. Vamos para entrar en un mundo mejor que este.
¿Y quiénes somos?
Benzecry hace un estudio que le brinda resultados sorprendentes: los verdaderos fanáticos, los de los pisos altos y las entradas baratas, no pertenecen a la aristocracia del dinero, sino a una cofradía del gusto, de estar ligados al arte del pasado y las maneras en que artistas del presente lo preservan, lo reinterpretan, lo hacen vivo. Y se juntan para celebrar una ceremonia cultural que tiene bastante de religiosa. Algunos vienen de lejos (tengo una amiga que vive en pleno campo, en la Cataluña profunda, y viaja al centro de Barcelona para vivir su bocanada de aire fresco en el Gran Teatre del Liceu; otra que viaja desde una ciudad alejada de Santiago y se queda en casa de su hijo para poder disfrutar las funciones del Municipal). Otros caminamos al teatro, tarareando felices las arias que disfrutaremos en las voces que admiramos.
Algunos son académicos, empresarias, médicos, abogadas, otros – muchos – profesores de enseñanza secundaria; hay funcionarios públicos, pequeños comerciantes. La mayoría, sobre todo en América Latina, vienen de familias inmigrantes cuyos padres y abuelos tenían la ópera entre sus aficiones. Pero no todos: también hay quienes entraron en esta afición por amigos y colegas.
Y muchas son mujeres que van solas o acompañadas a vivir el arte que les llegó por su propia experiencia de escuchar y ver esta maravilla. Han tenido muchas barreras en este mundo machista, pero en los teatros han tenido más permiso para llorar.
En mi caso, todos estos orígenes son ciertos: mi abuelo Heinrich Herrscher, a quien no conocí, era un culto comerciante judío de Berlín que emigró a Argentina tras el auge del nazismo en su país. En el paraíso o gallinero del Teatro Colón, el último piso, de pie (las entradas más baratas), durante la guerra, escuchaba sus amadas óperas de Wagner con un sándwich en el bolsillo, para no desfallecer en los intervalos.
Para él escuchar a Wagner era no dejar que su arte sublime sobre la vida, la muerte y el amor fuera devorado por los nazis. Wagner era la vida cultural de Berlín que tuvo que dejar atrás.
En el colegio público al que fui en los 70, un profesor de música nos llevaba un lunes al mes en colectivo hasta la sala de ensayos del Colón, donde el erudito periodista cultural Juan Pedro Franze daba unas clases entrevistando al director, el pianista de ensayos y algunos de los solistas de la ópera de ese mes. Luego ilustraban las lecciones con fragmentos de la obra que tocaba.
Recuerdo vivamente cómo Franze y mi compañero Darío Eskenazi, hoy pianista y profesor en Nueva York, me enseñaron a apreciar una de las óperas más hermosas y complejas del repertorio, Pelleás y Melisande, de Claude Debussy. Después de esos lunes, las tardes de domingo íbamos con Darío a ver la ópera con más conocimiento y disfrute. Como no podíamos entrar sin traje y corbata, íbamos ataviados con los uniformes del colegio.
En la adolescencia seguí internándome en la ópera con mi compañero de servicio militar Jerry Brignone, otro melómano impenitente. En los tocadiscos de nuestras pequeñas habitaciones en las casas de nuestros padres nos sentábamos con los libretos de las óperas que venían en las cajas de los discos y discutíamos las voces, las versiones, y cómo nos imaginábamos poner en escena óperas que nunca habíamos visto. Nos recuerdo descubriendo los profundos temas del deseo y la traición amorosa en Così fan tutte, la jovial y amarga joya de Mozart.
En el libro de Benzecry hay muchas historias como la mía, y también las claves que permiten entender los lazos que se anudan entre los que mes a mes, durante años, coinciden en los pisos altos de los templos de la ópera, o que se juntan para ir en peregrinación a escuchar las voces y los acordes que los saquen de la monotonía de los trabajos rutinarios, las vidas insulsas y el bullicio del presente. También los hay que, como yo, tenemos trabajos satisfactorios y familias y amigos que nos alegran la vida. Pero cuando se apagan las luces y entra el director al foso, siempre hay más. La ópera es siempre una elevación.
Y también es una vuelta a un paraíso perdido. Un tiempo, el de los grandes compositores, donde con tragedias y enredos picarescos se llegaba a las cimas de la belleza, y el tiempo la de la propia infancia o el mundo de un pasado mítico, ya sea de la familia de uno o del país que perdió el rumbo.
No importa que ni el pasado personal ni el colectivo hayan sido como queremos recordarlos. Ver las mismas óperas en nuevos ropajes es revivir la dicha vivida o imaginada.
Los amantes de este arte se han juntado desde hace siglos en cofradías. Fueron los amigos del Duque de Mantua los que a finales del siglo XVI inventaron un arte en el que se juntaban las historias de las tragedias griegas con la música instrumental, el canto, el baile, los disfraces y los decorados. De esa época todavía disfrutamos las tres óperas sobrevivientes del genial pionero Claudio Monteverdi (el Orfeo, El regreso de Ulises a la patria y su modernísima visión satírica del poder, La coronación de Popea).
En la Europa burguesa del siglo XIX la ópera era el guiño de la nueva aristocracia de la cultura. Con la clase trabajadora educada y los precios accesibles en los pisos altos de los teatros, se formó una modesta aristocracia del espíritu, que poco a poco fue reconociéndose en sociedades, clubes de disfrute y en estos tiempos, grupos de Facebook y Whatsapp. Y desde el comienzo hubo clubes, bandos, rivalidades. Los de Rossini contra los de Beethoven; los de Wagner contra los de Verdi; los de las óperas nuevas y poco conocidas contra los del canon eterno; los de las puestas suntuosas de siempre contra los de nuevas propuestas escénicas.
Una noche en el Liceu de Barcelona se agarraron a grito pelado los partidarios y los detractores de una nueva producción de Un baile de máscaras de Verdi. El iconoclasta director Calixto Bieito ponía en escena la lucha de demócratas contra fascistas en la Guerra Civil Española. ¿Para qué, para quién es el arte? ¿Qué contamos, en qué pensamos, qué discutimos cuando se pone en escena un clásico de hace 150 años?
Yo recibo mensajes cotidianos de la tertulia de los abonados del cuarto y quinto piso del Liceu de Barcelona, que añoran los tiempos idos, y de los Amigos del Teatro Colón de Buenos Aires, siempre furiosos con el uso comercial y político de su templo, convertido en un bazar.
En cada función nos miramos con simpatía y reconocimiento. Cuando voy a la platea como crítico, no me reconozco en mis compañeros de asiento. Es arriba, con los del proletariado del disfrute lírico, los que no van a ser vistos sino a ver, escuchar y sumergirse cuatro o cinco horas en el océano de la creación, donde soy feliz.
Ojalá haya un teatro de ópera y un asiento estrecho pero mullido en el cuarto piso para pasarme la eternidad disfrutando de Boris Godunov, de Parisfal, de Falstaff, de Las bodas de Fígaro, en las puestas en escena y con los cantantes con los que toqué el cielo en veladas que guardo en la memoria.
Tal vez allí, en el Walhalla, el Olimpo o el Edén dantesco, en un entreacto de charla con mis compañeros de pasión, me encuentre con mi abuelo Heinrich masticando con deleite el sándwich lirico de su paraíso perdido.

Publicado en el número de otoño de 2023 de la revista Dossier de la Universidad Diego Portales

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30 de octubre de 2023
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Guerras falsarias y manipulaciones varias

Nada mejor para comprender la importancia de la información que esta nueva guerra en la vieja Palestina. Nos sirve de ejemplo el episodio del mortífero misil sobre el hospital cristiano baptista de Al Ahli, de oscura procedencia, que deja en evidencia las tácticas de unos y otros para desinformar a la opinión pública. No es el único y no es nada nuevo, sobre todo en Oriente Medio, acostumbrados a mil y una batallas desde la época bíblica, donde vale tanto la fuerza como las trampas, donde arrecian los mitos guerreros en los que el débil es capaz de vencer al más fuerte, como el rey israelita David, victorioso frente a los filisteos, o como hiciera algo más al norte mediterráneo el sagaz Ulises con su caballo de madera, ardid para cruzar las infranqueables murallas de Troya.

Siempre ha sido así en la casuística bélica. No hace falta leer al superventas chino Sun Tzu para saber que en el “arte” de la guerra vale tanto la fuerza como la inteligencia. Esta última se ha servido desde tiempos inmemoriales de la propaganda y del engaño a través de ella. Así que no nos debe extrañar la utilización artera de relatos confusos e imágenes manipuladas. Tengamos en cuenta que el periodismo moderno empezó con los corresponsales de guerra, quienes transformaron en cronistas a los primitivos diarios de avisos. Hasta entonces, los periódicos se dedicaban a dar cuenta de las novedades del mundo, sobre todo del moderno, naciente a lo largo del siglo XIX con todas sus transformaciones mecánicas. Pero no es hasta la modernidad cuando se llega a la "criminalización de los enemigos y a su desprecio", como bien señala Félix de Azúa en uno de sus afinados artículos que se compendia en Volver la mirada (editorial Debate, 2019).

Será con la Primera Guerra Mundial cuando los aparatos de agitación de las potencias se hagan notar de manera sistemática. La manipulación informativa alcanzó un intenso apogeo. Se enalteció a las masas con consignas ultrapatrióticas, con insultos racistas hacia las poblaciones enemigas, se puso en marcha la censura y fue constante el uso de la mentira y el escarnio como un arma más. La difusión del odio y el terror entre la población civil fue una más de las estrategias militares utilizadas por los respectivos estados mayores. El mismo Ernst Jünger trató de explicar aquella contienda con la edición de una serie de fotolibros (publicados entre 1930 y 1933) en los que recalca la acción propagandística de las imágenes publicadas. El pánico táctico, en cambio, queda descrito en una de las mejores narraciones sobre la gran guerra, un ensayo de valor novelístico, Los cañones de agosto (1962), de la neoyorquina Barbara Tuchman.

Apenas dos décadas después lo vivieron los españoles en sus propias carnes durante la guerra civil, cuyos combates arreciaban desde las oficinas de prensa, incluido un Ministerio que se llamó de Propaganda, para el que trabajaron con denuedo artistas y escritores. El país se inundó de cartelería (incluso de gran formato como habría que calificar el Guernica picassiano), de consignas y fotografías, además de películas como la que rodó en 1938 André Malraux, basada en su propio libro L’Éspoir. Algunas imágenes de aquella fratricida lucha, convertidas en iconos ideológicos, se han mostrado como manipuladas o, al menos, existe una enorme controversia sobre las mismas, como la del miliciano abatido tomada por el legendario Robert Capa en 1936, una foto que sería portada de la revista Life y que se terminaría convirtiendo en símbolo de la causa republicana.

También estadounidense, Edward S. Curtis, famoso por sus “realistas” fotografías de indios norteamericanos, revelaría los trucos y manipulaciones de su monumental obra llevada a cabo entre los nativos en el primer tercio del siglo XX. Los indios de Curtis se maquillaban y posaban para sus instantáneas. No eran falsas, pero congelaban una imagen poco real y hacían creer lo contrario al expresar una naturalidad impostada. El testimonio gráfico estaba maquillado.

Otra foto que hizo cambiar el curso de la guerra es la famosa ejecución de Saigón, registrada en 1968, en la que se ve a un general de la policía sudvietnamita disparando en la sien a un prisionero del Vietcong comunista. La escalofriante imagen impactó de tal manera en la sociedad americana que marcó el declive reputacional de las operaciones militares del ejército USA, que no pudo vencer la batalla mediática y social que se desató contra su presencia en la exCochinchina francesa. Los reportajes posteriores hablan de un supuesto arrepentimiento del operador que captó la instantánea, Eddie Adams, quien ganaría el Pulitzer un año después con aquella fotografía. “Las fotos –afirmaría Adams, en plena depresión por los efectos de su trabajo– son las armas más poderosas del mundo. La gente las cree, pero las fotos también mienten, aun cuando no estén manipuladas. Son sólo medias verdades”.

Esto era en la época (zeitalter) de la fotografía, que diría Walter Benjamin. Ahora, imaginemos lo que ocurre en nuestros días, tras la llegada de la telefonía móvil, internet, las redes sociales o la inteligencia artificial. Por ejemplo, en la guerra de Ucrania. Hay una película titulada Donbass, que pudo verse en el festival de Cannes de 2018, en uno de cuyos episodios se describe la utilización de un grupo de figurantes para simular a víctimas de un bombardeo. Y hemos comprobado a diario, en este mismo conflicto, las mentiras y manipulaciones de ambos bandos, buscando siempre la penetración de sus consignas, la victimización propia y la demonización del enemigo. Antes, en 1997, Hollywood se adelantó a todos “imaginando” en La cortina de humo (de Barry Levinson, con guion de David Mamet) al productor que salvaba una crisis política filmando una falsa guerra en Albania.

Como era de esperar, el regreso a las hostilidades en Oriente Medio ha venido de la mano de una sobrecarga emocional gestionada por imágenes e informaciones tan impactantes como confusas. Hemos visto a Netanyahu anunciar en vídeo “real” el lanzamiento de una inminente bomba atómica sobre Gaza, al propio ejército israelí manipulando imágenes y conversaciones hostiles, o a un mismo niño palestino en brazos de tres personas distintas en tres medios internacionales diferentes. La guerra de las imágenes que ya nos mostraron crudamente las ejecuciones a cuchillo del Isis en la no muy lejana Siria.

Dicen que fue Esquilo, autor de Prometeo encadenado, mito preferido de Blasco Ibáñez, el novelista recreativo de los grandes conflictos, quien acuñó la célebre frase: “la primera víctima de la guerra es la verdad”. No lo sabemos. Tal vez se la escucharía a algún egipcio o a uno de los persas contra los que luchó. Pero lo cierto es que, cada vez más, se hace urgente y necesaria una reflexión rigurosa sobre la necesidad de encontrar una información fidedigna –honesta y contrastada–, sobre los acontecimientos del mundo. A esa tarea debería encomendarse una verdadera democracia.

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28 de octubre de 2023
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Violencia endémica

 

De entre las muchas razones para aterrizar en Tel Aviv, en mi caso fue un escritor soviético represaliado hace ocho décadas. Isaak Bábel, judío originario de Odesa, retrató la vida (y la muerte, durante los pogromos) a orillas del mar Negro, así como las atrocidades de la guerra civil rusa. Durante las purgas estalinistas acabó en una fosa común y su obra fue censurada. Poco a poco me había ido dando cuenta de que muchos autores que había traducido o leído con interés eran de ascendencia judía, aunque ese matiz quedaba más o menos desdibujado bajo la omnívora etiqueta de “cultura rusa”.

Resultó que, en la ciudad israelí de Beersheba, en el desierto del Néguev y cerca de la franja de Gaza, daba clases en la universidad uno de los mayores expertos en Bábel, cuyos manuscritos había logrado sacar de los archivos del Moscú soviético para publicarlos en el extranjero. Cuando me planté allí con una beca doctoral, vi enseguida que los letreros en cirílico no eran una rareza, dada la nutrida comunidad rusófona. ¿Por qué? Durante la segunda mitad de la era soviética, ser ciudadano soviético de origen judío era una de las escasas (pero no siempre factibles) vías de escape, pues eran invitados a marcharse. Más tarde llegaron emigrantes del derrumbe soviético y, en fecha reciente, refugiados de la invasión de Ucrania y fugitivos de la represión de Putin o del reclutamiento militar obligatorio.

Al margen de los motivos que a uno lo lleven allí, ya sean turísticos, religiosos o académicos, por mucho que los forasteros nos sumerjamos en su burbuja de aparente normalidad, es imposible no sentir que ­esta se tambalea al borde de un abismo. Son omnipresentes los controles de seguridad y los fusiles en bandolera en los autobuses de jóvenes soldados uniformados.

Hay señales menos obvias, como la he­braización de la toponimia, o ruinas ­abandonadas que recuerdan lo que antes de 1948 fueron poblados palestinos, o esa colección de libros en la Biblioteca Nacional de Jerusalén marcados en el catálogo con la referencia AP (siglas en inglés para “propiedad abandonada”), eufemismo con que se designan los libros confiscados en casas, instituciones y bibliotecas ­palestinas durante la nakba. Estos volúmenes conservan las huellas de sus antiguos propietarios: dedicatorias, notas manuscritas, caligrafía árabe, fechas y firmas. Para sus descendientes, algunos pro­bablemente en Gaza o Cisjordania, sería muy difícil sostenerlos en sus manos, algo accesible para mí con un pasaporte de un país de la UE. Es un símbolo de la desposesión y una metáfora de la dificultad de restitución, resultado de las historias ­trágicamente entrelazadas de dos pueblos.

Después está la realidad obcecada de las armas en acción. Era la primavera de 2018 y se conmemoraba el 70.º aniversario de la nakba . Por las noches, el silencio quedaba roto con el vuelo de aviones militares y la acción del escudo antimisiles. Ese año se aprobó la ley sobre el Estado nación judío, que legalmente discriminaba a los árabes israelíes. Cada obstáculo legislativo, cada expropiación, cada incursión punitiva ha alejado más la zona de los darchei shalom, caminos de la paz, que poco tienen que ver con el simulacro de paz construido bajo una cúpula de hierro, como reclama una parte de la sociedad israelí.

La doctrina de la superioridad militar de Netanyahu se desmoronó este 7 de octubre con el atentado brutal y exhibicionista de Hamas, un baño de sangre repulsivo que nada ni nadie debería justificar. La rapidez con que el primer ministro se ha dispuesto a imponer un castigo colectivo contra la franja de Gaza lleva la firma de los gobernantes que esconden sus errores con más guerra y violencia. La alianza política con la extrema derecha muestra que a veces una minoría puede acabar por provocar una catástrofe. Incluso exdirectores del Shin Bet reconocían en las entrevistas recopiladas en el documental y el libro The Gatekeepers (Dror Moreh, 2012) que la vía armada no es la solución al conflicto.

Solo la diplomacia, a través del acuerdo y la concesión, puede conducir a Israel a convertirse en una democracia plena. Así podría dejar de ser, por fin, una sociedad militarizada, algo que a la larga deshumaniza. Para adentrarse en el clima social y político del Israel contemporáneo, guiado por la lección envenenada del Holocausto, que consiste en el deber de ser una nación robusta, capaz de defenderse a cualquier precio (una carga abrumadora para las nuevas generaciones), es muy recomendable leer las dos últimas novelas de Yishai Sarid.

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26 de octubre de 2023
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Voces entre el ruido

 

En estos días de tanto ruido y tantas voces que se alzan opuestas, sin escucharse unas a otras, cuando todos tomamos partido a muerte desde que ocurrieron los actos de odioso terrorismo ejecutadas por Hamas en contra de pobladores israelíes indefensos, seguidos, como respuesta, por el castigo indiscriminado y cruel en contra de la población civil de Gaza, trato de poner el oído en tierra y escuchar a los que nadie escucha, judíos y árabes que piensan que, pese a todo, el entendimiento y al convivencia deberían ser posibles y que la guerra, lejos de representar una salida, no es sino entrar de vuelta en el mismo túnel sin fin.

“Estos ciclos de violencia no tendrán vencedores sólo derrotados. Es estremecedor. Y el que no sea derrotado militarmente acabará siéndolo moralmente”, me escribe desde Tel Aviv mi viejo amigo Shlomo Ben Ami, historiador y diplomático, por años empeñado en las negociaciones de paz, entre ellas la de Camp David en 2000.

Mucho abundan las opiniones y análisis sobre el conflicto, y más abundan las tomas de posiciones. No agregaré otros. Estas voces en las que me busco entre tanta disonancia ruidosa son extrañas porque llaman al entendimiento y la cordura, cuando pareciera que no hay más que espacio para el enfrentamiento, y que la escalada es inevitable. Ojo por ojo, diente por diente.

Daniel Barenboim, el gran director musical judío que junto con el escritor palestino Edward Said creó la orquesta West-Eastern Divan con jóvenes de ambos pueblos, escribe: “no hay justificación para los bárbaros actos terroristas de Hamás contra civiles, incluidos niños y bebés…pero el siguiente paso es, por supuesto, la pregunta: ¿y ahora qué? ¿Nos rendimos ante esta terrible violencia y dejamos “morir” nuestra búsqueda de la paz, o seguimos insistiendo en que debe y puede haber paz?”

“Estaba lamentando los asesinados por Hamás cuando me vinieron a recordar la situación de Palestina”, escribe la novelista de origen marroquí Najat El Hachmi. “Reconocí al instante este mecanismo de la dialéctica bélica: no llores nunca los muertos del enemigo. ¿Pero cómo va a ser el enemigo una gente que estaba en una fiesta? ¿Una niña llena de vida? ¿Una turista alemana? ¿Una anciana que sacan de su casa antes de incendiarla?”

 Admiro al escritor David Grossman por su vida, por su consecuencia valiente, y por su obra literaria; su hijo Uri murió en 2006 en un combate durante la segunda guerra del Líbano, y el dolor no lo hizo belicista. Ahora su firma encabeza un manifiesto de intelectuales y académicos israelitas dirigido a la izquierda en el mundo, a aquellos que se niegan a condenar, o justifican, los actos terroristas cometidos por Hamas, e incluso los celebran: “no hay contradicción entre oponerse firmemente a la subyugación y ocupación de los palestinos por parte de Israel y condenar inequívocamente los brutales actos de violencia contra civiles inocentes”, les recuerdan.

 Otro gran escritor judío, a quien admiro también, Amos Oz, no dejó de hablar un solo día, hasta su muerte en 2018, de la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, aún en medio de los conflictos más sangrientos. Al recibir el premio Goethe en Alemania en 2005, dijo que imaginar al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aún de sus propios odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.

 Y no se puede entender al otro sin compasión. “La humanidad es universal y el reconocimiento de esta verdad por ambas partes es el único camino. El sufrimiento de personas inocentes en ambos bandos es absolutamente insoportable”, insiste Barenboim. Y Edit Bruck, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz, adonde fue llevada de niña con sus padres y sus hermanos, nos dice con iluminada lucidez a sus 92 años: “soy judía, defiendo a Israel…todos esos niños, jóvenes inocentes, mujeres asesinadas, es algo espantoso, una barbarie …”. Pero agrega: “la venganza, la revancha, no sirven de nada, solo empeoran la situación”.

He querido rescatar estas voces entre el ruido que no nos deja oírnos, cuando las cerradas alineaciones políticas o ideológicas, como nos recuerda el manifiesto encabezado por David Grossman, nos hacen perder el sentido de humanidad, y el dolor humano, según de donde venga, nos empieza a parecer ajeno.  Justificamos la crueldad, o la olvidamos, cuando se ejecuta en nombre de la causa con la que nos identificamos, porque el dolor del que consideramos del lado enemigo, aunque sea un niño, deja de ser dolor. Es una manera atroz de compartimentar los sentimientos, y una manera, abierta o solapada, de odiar.

Cuando llegamos al punto de escoger a las víctimas que merecen nuestra compasión, hemos quedado moralmente tuertos. Si el niño judío asesinado en el kibutz no nos conmueve igual que el niño palestino que agoniza en el hospital de Gaza, herido en los bombardeos indiscriminados, hemos quedado tuertos y pronto quedaremos moralmente ciegos.

Hay que defenderse de quienes pretenden arrebatarnos la capacidad de compadecernos de las víctimas, nos recuerda Najat El Hachmi. Las víctimas no tienen bando.

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25 de octubre de 2023
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La atracción del gradiente

 

Recurrente pregunta de narradores y poetas, pero también de filósofos: ¿algo que decir? Quizás, sólo si hay algo que afirmar y defender; asimismo algo a lo cual combatir.

La causa a defender (un valor, o un entramado de valores, puesto en tela de juicio) tiene varias dimensiones, cada una de ellas con su propio peso. Se trata en términos generales de la causa del ser humano. Y el propio enunciado supone admitir que este se halla en peligro. ¿Peligro de qué? Pues meramente, peligro de ser desplazado de su posición jerárquica en la escala de valores que el hombre mismo establece y a cuya inversión de jerarquía sólo él mismo puede proceder.

Los rasgos de la condición humana hoy cuestionados, son de entrada los directamente vinculadas a la condición lingüística, por ende, a la inteligencia singular de los humanos. Lo que se cuestiona es la absoluta singularidad del hecho lingüístico, literalmente su trascendencia, su irreductibilidad a todo proceso meramente natural, es decir, explicable por convergencia de cadenas causales, como se explica la configuración de una red neuronal " inteligente" o el comportamiento en determinadas condiciones del átomo de hidrógeno.

Este cuestionamiento se manifiesta en facetas diferentes. Se empieza por la epistemológica. Considerado el lenguaje un código de señales (todo lo sofisticado que se quiera, pero con función análoga al que poseen muchas otras especies), el calificativo humano pierde peso ante la genérica animalidad; contemplado el hombre como un animal más, su supervivencia es homologada desde el punto de vista axiológico a la de otras especies. Ante este repudio por el ser humano de su propia condición, surge la cuestión fundamental:

¿Por qué el hombre se desvaloriza de esta manera a sí mismo? ¿Por qué erige en base de la organización colectiva un catálogo de principios que hacen a medio término imposible las formas de existencia que han configurado las sociedades, y que son indisociables del concepto mismo de civilización? ¿Por qué se niega el principio, asumido sin necesidad de reflexión por todo campesino, de que el animal debe tener su sitio como correlato del hecho que el humano tiene el suyo propio?  ¿Por qué, complementariamente, parece conformarse con un uso de su inteligencia consistente en valorar   información exterior y ordenarla sintácticamente, en función de objetivos trabados de antemano, como es el caso de los algoritmos supervisados? ¿Por qué este uso restringido de nuestras capacidades ha llegado a generalizarse, hasta el punto de que si hoy en día no nos sorprendemos de que un algoritmo funcione como un humano es quizás simplemente porque los humanos funcionamos como algoritmos?

Funcionamos como algoritmos cuando, por ejemplo, un escritor gana uno de los dos mil premios literarios existentes anualmente en Francia, lo cual no es resultado de que hay dos mil casos de emergencia creativa, sino de que se han establecido códigos de funcionamiento "literario" que exigen esencialmente tener la información relativa a frases preestablecidas y la ordenación sintáctica de las mismas que se ha revelado exitosa. Capacidad de recepción y ordenación que ni siquiera exige un conocimiento consciente de estar operando de esta manera maquinal, sino de vivir en un contexto cultural en el que esto es lo que marca la mente. Planteaba hace  un tiempo aquí  la siguiente interrogación:

¿Qué ha pasado para que (frente al padre de la biología, Aristóteles, que se oponía a la hipótesis) se suponga que en entidades sin vida cabe presencia de alma y aún de alma racional, y se apueste (a la vez que se la teme) por la eclosión de tales seres? Y casi en contrapunto: ¿qué ha pasado para que en nuestra época se llegue a otorgar mayor peso al ser animal (versus planta) e incluso al ser vivo (versus materia inerte) que al ser hablante, cuya aparición supuso una singular emergencia en la historia evolutiva, una revolución en el seno de la animalidad y en consecuencia de la vida?

La respuesta a las anteriores preguntas exigiría de entrada una reflexión socio-económica, dada la recuperación de idearios ilustrados (la protección del entorno, la alimentación racional, el bienestar animal, o el avance tecnológico) por verdaderos vampiros sociales, desde propietarios de cadenas de alimentación “eco-sostenible” hasta propulsores de modernas lámparas de Aladino (usual móvil, fetiches futuristas -¿ ordenador cuántico?- o chats que nos superarían en inteligencia) que no dejan de poner de proclamar su conciencia socio-ecológica, ya sea en fragante contradicción de lo que el sentido común nos dice de sus productos. La impudicia del propietario de Twitter al afirmar que sube sus tarifas precisamente para impedir que un excesivo uso tenga consecuencias aditivas y anti- ecológicas, es una muestra de hasta qué punto el desprecio por nuestra condición de seres de razón caracteriza a estos nuevos jerarcas del planeta.

Pero más allá de la economía hay razones profundas no dependientes en exclusiva de determinismos sociales. Hay en el entorno humano una suerte de gradiente descendente, acentuado por la actual configuración de nuestras sociedades, el cual dificulta que la inclinación a la pasividad y la inercia sea neutralizada por la inclinación a actualizar nuestra capacidad reflexiva y creativa.

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24 de octubre de 2023
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La paz no es cosa de tontos

 

Una nueva guerra nos sobresalta, y nuestra impotencia solo consigue señalar con un descomunal dedo índice la inoperancia de los líderes mundiales, incapaces de pacificar los territorios. Territorio, sí, esa es la palabra sangrante que expresa el sentido de pertenencia a un lugar físico, y legítimo, para vivir. Gaza se ha convertido en un campo de concentración, y el mundo sigue dividiéndose absurdamente en bandos, como si el sufrimiento y la muerte entendieran de colores o banderas.

No escuchamos a los líderes mundiales pedir un alto el fuego ni afirmar que solo desde la paz puede hacerse justicia, porque la confrontación y la violencia vuelven a ser formas tolerables de relación política en nuestro mundo ultrapolarizado, en el que pacifista suena a gurú iluminado, a hippy con mariposas o a ingenuo perdedor.

Hemos minusvalorado la paz, ya que la dábamos por descontada, cuando en realidad es el más perfecto y feliz equilibrio que los humanos hemos sido capaces de encontrar a lo largo de la historia. Pensamos que la guerra era un anacronismo en el siglo XXI, que la humanidad no se exterminaría más con tanques y misiles. Sin embargo, hace dos años que Rusia atacó a Ucrania y Zelenski se puso la zamarra militar. Nos sobrecogió el inicio de la contienda, la misma que hoy nos aburre e insensibiliza. Y si aún nos produce indignación es, sobre todo, por la subida de las facturas del gas y de la luz.

Mis amigas judías españolas que tienen familia en Tel Aviv me cuentan que viven en refugios blindados. Que una tristeza viscosa lo impregna todo. “¿De qué sirven tanta inteligencia, tecnología y riqueza?”, se preguntan, arrasadas anímicamente por tanta violencia. “Aislar a la población de Gaza sin comida ni agua es un genocidio”, afirma el exfiscal del Tribunal Internacional, Moreno Ocampo, en TVE. En las imágenes –las pocas que llegan desde la franja, donde apenas hay reporteros y 15 periodistas han sido asesinados– un niño herido tiembla tan desamparado que te duele el mismo acto de respirar. Gaza es una ratonera sin queso a la que todavía ayer no llegaban la comida, los medicamentos y el agua.

Cuando hace 17 años el Gobierno israelí aprobó la ampliación de la ofensiva contra Hizbulah en Líbano, el escritor David Grossman hizo una llamada de alerta junto a otros colegas: aquello podía ser trágico. No contó que dos de sus hijos habían sido reclutados y enviados al frente y ni siquiera pronunció sus nombres. Pero, al poco, el pequeño,Yuri, fue abatido. “No diré nada ahora sobre la guerra en la que moriste. Nosotros, nuestra familia, perdimos esta guerra”. Así se despedía un pacifista como Grossman de su hijo. El intelectual contaba que, al escribir sobre el conflicto palestino-israelí, se obligaba a ver la realidad desde el punto de vista del otro: “Aunque soy judío y estoy condicionado por mi educación, por mi lenguaje, por las ansiedades de mi país, insisto en describir la situación contraria”.

Equidistancia es un término cargado de negatividad, peyorativo, propio de cobardes. Y es cierto que no se puede ser equidistante ante una ejecución sumaria, ya sea la de un judío en una rave o la de un niño en un hospital de Gaza. Lo reclama Grossman en un manifiesto junto a otros intelectuales israelíes dirigido a la izquierda. En cambio, habría que reivindicar la ecuanimidad, imprescindible para confrontar las matanzas terroristas de Hamas y Hizbulah con el castigo indiscriminado del ejército israelí. ¿Dónde está la frontera entre defensa propia y venganza? ¿Por qué se relega la paz, como si fuera un asunto para tontos?

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23 de octubre de 2023
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Despedida de Woody

 

En el cine donde la vi, los Golem de Madrid, mis preferidos, antes de la película sale en pantalla su director y se dirige a nosotros abiertamente pero con modestia. Todos le conocemos, y seguramente ese prólogo que precede a “Golpe de suerte” esté incorporado a todas las copias en distribución. Aunque el actor y cineasta se muestra leal, yo me apené en esos breves minutos previos: la película es magnífica, pero él dice adiós, no ya solo en la interpretación sino en la dirección. ¿Se cumplirá el vaticinio? Muchos son los artistas (y los toreros) que anuncian su retirada y no la llevan a cabo hasta que les llega la muerte; Woody Allen ha tenido muy malas tardes en los ruedos, pero yo no recuerdo a ningún otro cineasta tan prolífico (con más de 50 títulos en su haber) de quien haya visto todo, absolutamente todo, lo que ha hecho, como un adicto reincidente. Y qué admirable su capacidad de levantar cabeza tras los descalabros. En este caso, por ejemplo. La anterior, “Rifkins Festival”, era un travelogue de baja estofa que trascurría en San Sebastián, y al anunciarse la que ahora hemos visto, ”Coup de chance”, rodada en francés en Francia, la amenaza de un turismo fílmico de Tercera Edad se dibujó en el horizonte. Nada más lejos.

“Coup de chance” es una gran película chabroliana, y me atrevo a decir que está a la altura de las mejores del fallecido autor de “El carnicero” o “La mujer infiel”. Me imagino a estos dos geniales humoristas encontrándose algún día futuro en el más allá, celoso el francés que imitaba tan originalmente a Hitchcock del norteamericano, que ahora le imita a él en este thriller envuelto en aires de comedia conyugal.

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20 de octubre de 2023
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El Boomeran(g)
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