Skip to main content
Category

Blogs de autor

Blogs de autor

Tear Down This Wall

Por fin, el Muro. Muchos insistían en que era una bravuconada más. Otro de sus desplantes de campaña. Un anzuelo para atraerse a un mayor número de votantes blancos desencantados y racistas. Un proyecto irrealizable que Trump dejaría atrás al llegar a la Casa Blanca. Un Gran Muro, un Bello Muro -son sus palabras- que terminaría convertido en una maltrecha verja. Y, una vez más, se equivocaron: el miércoles pasado, en una visita al Departamento de Seguridad Interior, firmó el decreto que impulsa su construcción, al lado de otras medidas igualmente contrarias a los derechos humanos (en la misma semana en que declaró que la tortura funciona "totalmente"). El Muro: una medida de la Edad Media para los albores del siglo XXI.

Quienes carecen de perspectiva histórica no comprenden que, en política, los símbolos suelen resultar más poderosos que los hechos. Que los símbolos producen hechos. El Muro de Berlín era sobre todo un símbolo. Y la Cortina de Acero, sagazmente inventada por Churchill, ni siquiera tenía existencia real. Dos símbolos utilísimos para fijar no tanto una frontera física como una imaginaria. La división entre dos esferas irreconciliables: los de adentro y los de afuera; los amigos y los enemigos; nosotros y ellos. Nosotros frente a ellos. Nosotros contra ellos. De ahí el anhelo de tantos por abatirlos. De ahí, incluso, el ímpetu de Reagan -con quien Trump se compara falazmente- de derrumbarlos. Y de ahí, en especial, el temple de millones de ciudadanos de Europa Central y del Este por destruir esa frontera que circundaba tanto sus cuerpos como sus mentes.

            A la larga, ningún muro ha servido para contener a los extranjeros o a los nativos que se han empeñado en traspasarlo, pero han sido el pretexto ideal para un sinfín de asesinatos, violaciones a los derechos humanos, vejaciones y deportaciones. Piénsese, si no, en el que separa a Israel de Palestina. Un símbolo que justifica y alienta el racismo, la xenofobia, el desprecio y el desconocimiento de los otros, el nacionalismo y el chovinismo extremos. El Muro es el reverso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos -otro símbolo-, pues encarna la idea de que no todos los seres humanos somos iguales.

            Para Trump, el Muro también es un símbolo: el estandarte de unos Estados Unidos preocupados sólo por sí mismos, de un país que revive su añeja tradición aislacionista -que casi lo lleva a permitir el triunfo de Hitler en la segunda guerra mundial- y se considera superior a todos los demás; una barrera que busca frenar la infección representada por los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos, una vacuna para esterilizar a los estadounidenses blancos y protestantes de la contaminación externa. Una medida que recuerda al nazismo al caracterizar a quienes se arriesgan a cruzar la frontera, en busca de una vida mejor, como violadores y criminales sólo por su origen étnico.

El Muro de Trump es una humillación para México. Una amenaza externa, como no la habíamos experimentado desde la invasión estadounidense de Veracruz en 1914, que está a punto de inaugurar una guerra fría entre las dos naciones. Ante esta agresión, el presidente Peña Nieto tendría que haber cancelado su viaje a Washington pero, arriesgando otra vez una estrategia de contención -que trae a la memoria al Pacto de Múnich-, se abstuvo de tomar la iniciativa hasta que el propio Trump volvió a desairarlo con su personal arma de guerra: un tuit.

Esta debería ser la última prueba de que la diplomacia tradicional no sirve frente a un demagogo dispuesto a quebrantar el estado de Derecho y a romper todas las normas de convivencia internacional. Ha llegado la hora de que gobierno y ciudadanos asumamos que México se halla frente a una situación de emergencia. Nos corresponde imaginar iniciativas ciudadanas para circundar su llamado al odio; forzar a nuestro gobierno a encararlo con tanta determinación como imaginación política; trabar nuevas alianzas en el mundo; encabezar una defensa global de los derechos humanos y los valores de nuestra civilización frente a la incipiente tiranía de Trump.

 

Twitter: @jvolpi

 

Leer más
profile avatar
2 de febrero de 2017
Blogs de autor

Poema 78

Por la enfermedad

nos medimos

en fuerzas

y en distancia

Todo opalescente

Puesto que el enfermo

se halla

boicoteado

en una formación

de cristal y vapor.

Siendo el vapor

el estado

en que el

organismo

se reconoce

como una oruga.

De ahí que el viento

al soplar

sobre

la tierra

traiga consigo

hilachas de

malestar.

No un

absoluto,

sino un pavor

sin

denominación.

Vendas y sábanas.

el enfermo para sí

Cristales

por el cráneo

hiriendo

la salud.

Esa joven a

criatura

de pechos rosa. 

Leer más
profile avatar
2 de febrero de 2017
Blogs de autor

La bandera del malismo

Hace ya doce años que la fundación de Aznar, FAES, publicó El fraude del buenismo, acuñando un término que, tan resultón él, enseguida se propagó para definir –o mejor dicho, despreciar– un estilo de hacer política dialogante y optimista, aunque también naif y utópico. Buenistas eran aquellos líderes confiados de que en este bello mundo caben todos y empeñados en restaurarle las pestañas al Estado de bienestar, tan deseosos de agradar que a menudo rehuían las decisiones impopulares, por mucho que fueran imprescindibles. Tal fue el uso del nuevo -ismo, disparado siempre como una bala de plata, que en el 2010 –en esta misma columna– le ­auguraba larga vida al malismo como efecto rebote. Me equivoqué, eso sí, en el adjetivo: anticipaba un malismo ilustrado, y no analfabeto y ruín, como el que ondea.
Ya en tiempos de Platón y Aristóteles se acuñó la teoría del bien común: los seres humanos, en sociedad, tienden a unirse en busca del beneficio para todos. Sin tener en cuenta a los defensores de la naturaleza perversa del ser humano, de Hobbes –el hombre es un lobo para el hombre– a Robert Louis Stevenson –y sus Jeckyll y Hyde–, resulta paradójico que los parámetros que servían de guía al bien común dejaran de pertenecer al ámbito de la moralidad y la justicia para pasar a convertirse en economía e ideología. Competitividad a muerte, cortoplacismo, autodefensa: no hay otras reglas que valgan en la selva capitalista. Hegel, Dostoyevski y Nietzsche cla­maron hace bastante más de un siglo aquello de que “Dios ha muerto”, que no
significaba otra cosa que los valores
cristianos ya no funcionaban como fuentes del código de comportamiento. Pero esa muerte ha sido una larga agonía hasta hoy.
Tanto la ultraderecha como la izquierda extremista basan su estrategia en crear males innecesarios, levantando muros en lugar de tender puentes. Pero sobre todo reafirmando su identidad, y su autoridad, igual que hacen los llamados haters en las redes, los que viven en contra de todo y de todos. No se trata sólo de la política –con Trump o Putin como máximos exponentes–, sino de un nuevo paradigma en la forma de entender la relación social. ¿Por qué vamos a tener que comportarnos de acuerdo con unos cánones de civilización, protocolo o humanidad con gente que no merece ni nuestro desprecio?, se dicen. El malismo se ha repantigado en los sofás virtuales, y su incontinencia abarca centenares de vídeos de violencia explícita y gratuita. Odio al inmigrante, al musulmán, al homosexual, a todo lo que es diferente. La política no es más que el viento que ondea velas del malismo, una vez ha demostrado que da tan buenos réditos.
Leer más
profile avatar
1 de febrero de 2017
Blogs de autor

Las voces de los muertos

Este año se cumple el centenario del nacimiento de Juan Rulfo, el escritor mexicano tímido y huraño, refugiado no pocas en el alcoholismo, quien sólo escribió en su vida una novela bastante breve en páginas, Pedro Páramo, y un libro de pocos cuentos, El llano en llamas, pero que fueron suficientes para cambiar abruptamente el paisaje de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo veinte, y convertirlo en un clásico.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació en Sayula, un pueblo rural del estado de Jalisco, y como se acostumbraba entonces igual en México que en Nicaragua, su nombre obedece al santoral del calendario. Nunca dejó de tener Rulfo esa fascinación por los nombres del pasado, y los de los personajes que figuran en Pedro Páramo los buscó en las lápidas de los viejos cementerios: Susana San Juan, Fulgor Sedano, Juan Preciado.

Pueblos abandonados, como cementerios, barridos por las tolvaneras del páramo bajo el sol de fulgores calcinantes, miseria y abandono, casas derruidas, puertas clausuradas. Estos paisajes que están en su escritura podemos verlos también en sus fotografías, porque fue también un espléndido fotógrafo que conoció la geografía de su país de la mejor manera que puede imaginarse, como agente ambulante de las llantas Good Year.

A veces cuesta imaginar a los escritores ejerciendo oficios ajenos a la literatura, pero Rulfo fue empleado de las dependencias de Migración y Extranjería, y por muchos años del Instituto Nacional Indigenista. Pero los mundos imaginarios nacen en cualquier parte, como los de Kafka en la oficina de una compañía de seguros de vida en Praga, o los del poeta T.S. Elliot funcionario de un banco en Londres.

Si Rulfo buscaba los nombres de sus personajes en las lápidas de los cementerios, la magia de Pedro Páramo es que todos los personajes de la novela cuentan sus vidas desde sus tumbas, hablándose unos a otros, recordando sus amores, sus desgracias, y sus rencores. Pedro Páramo, el gamonal de la hacienda La Media Luna, no fue más que "un rencor viviente".

Cuando un libro penetra de manera profunda en la mente de un lector que busca las claves de la escritura, y vuelve a ese libro en busca de más claves, aprende a repetir de memoria párrafos enteros, sobre todo el párrafo inicial. Es lo que me ha ocurrido con novelas como Pedro Páramo, o Moby Dick de Herman Melville, o Historia de dos ciudades de Dickens.

Para mí será siempre inolvidable la entrada de Juan Preciado al pueblo olvidado y abandonado de Comala, acompañado de un arriero que es su hermano y ninguno de los dos lo sabe, porque Pedro Páramo fue en vida pródigo en hijos, como todo hacendado patriarcal.  Y también ambos están muertos y no lo saben. Todo está muerto en Comala. Sólo quedan vivos los recuerdos que arrastra el viento ardiente. "Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de la saponarias", dice Rulfo.

Y este es el párrafo de entrada que tampoco olvido: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo".

Después de Pedro Páramo la literatura vernácula que se escribió en la primera mitad del siglo veinte, tímida y esquiva con las palabras que nacían del lenguaje popular, quedó clausurada para siempre. Rulfo inventó un nuevo lenguaje que venía del universo popular. Escribió desde abajo, metido entre sus personajes, no desde arriba, desde la cátedra o desde la tiesura académica.

Llevó adelante una revolución literaria con dos breves libros que nacieron del silencio. Porque reservado, tímido y de pocas palabras, rompió su silencio para darnos su visión de su mundo imperecedero.

 

Leer más
profile avatar
1 de febrero de 2017
Blogs de autor

Poema 77

El final

da cuenta del fin.

Pero el fin,

como meta,  

parece un camino  

 alargado.

Tener un fin

alude, con frecuencia,

a poseer

una finalidad

y no necesariamente

temprana.

Tener un fin

concluyente

significa, por le contrario,

 asumir

una certera extinción.

Una existencia

que se consuma

y ya se  halla en consunción.

Esta es la lección.

Habituados

a consumir

y a terminar

plazos,

 la vida se compone

de segmentos

que acaban

pero no matan.

Acciones y escenas parciales

dentro del mismo drama.

Un amor, un  trabajo, un viaje,

un bocadillo, un verano,

una ilusión.

Los finales se repiten

sin cesar

como trances

sin demasiado clamor.

Terminaciones  

que amedrentan

y otras alivian del temor.

Raramente engullen

por completo

el pálpito

del corazón.

Pero  

¿y si el fin y la finalidad se funden?

¿Y si se yuxtaponen  

hasta formar

una sola

ciénaga hacia el porvenir?

¿Y si se junta la causa y su efecto  

en colusión nuclear?

En estos casos,  

como sucede supuestamente 

con los efectos atómicos  

se alza un gran vacío

y un polvo delirante

que nada puede paliar.

El vacío es la serpiente

deslizándose como un veneno.

El pecado trascendente  

al copular el fin con la finalidad.

Y en ese instante   

impera

de súbito

una fosca claridad,

una blancura sin su contraste

que anuncia

el advenimiento  de la nada.

La nada

la cima y la sima

del espectáculo total

Había y ya no hay.

La  materia

se desvanece,

concluye.   

O bien,

la muerte

no es sino esta magia

de la explosiva

desaparición.

Donde había

38.000 millones de neuronas

no queda vestigio alguno.

Todo se funde en el fin sin finalidad.

Esta es la lección del film

al concluir la película animada

Más allá

no hay resto ni grabación. 

Un instante más 

y la pantalla se vuelve blanca.

Blanco nuclear

y sin sonido alguno.  

Tránsito entre ser

 y ya no ser.

 

Leer más
profile avatar
1 de febrero de 2017
Blogs de autor

La séptima función del lenguaje

     Creo necesario, antes de entrar en materia, dejar claro que La séptima función del lenguaje no es una novela para todos los públicos.  Y no porque sea complicada y aburrida o una obra sólo para entendidos y especialistas sino porque tiene su punto y quien no sepa pillárselo quizá no la encuentre tan entretenida como debería.

            El argumento no puede ser más sencillo: el 25 de marzo de 1980, a Roland Barthes se lo lleva por delante la camioneta de una lavandería mientras cruzaba una calle. En principio el atropello podría  ser uno más de los centenares de accidentes que invariablemente ocurren en París todos los días. Pero se da la circunstancia de que a los servicios de inteligencia les llama la atención que  haya tenido lugar justo el día en que el conocido filósofo ha comido con François Mitterrand, el candidato socialista que lo tiene todo a su favor para acceder a la presidencia de la República en las próximas elecciones generales. Y puesto que la obligación de los espías es sospechar y recelar conspiraciones  aviesas, el comisario Fayard es encargado de averiguar si se trata en serio de un atropello fortuito o si ha sido un acto criminal.

            Como es lógico, cuando el comisario Fayard inicia su investigación y trata de interrogar a los compañeros y posibles rivales del todavía herido (aunque Barthes no tardará en fallecer para cumplir satisfactoriamente su función de víctima) no entiende una sola palabra de lo que le cuentan unos y otros. Es un hombre conservador,  algo retrógrado y muy primario, y cuando va a ver a  Michel Faucoult y le escucha decir en clase: “…qué puede significar, en el seno de cierta concepción de la salvación […] qué puede significar la repetición de la penitencia sino la repetición misma del pecado”, comprende  que va a necesitar  a un intérprete que le guíe por ese laberinto conceptual en el que le han metido sus superiores. Y acaba por encontrar a Simon Herzog, un profesor  eventual de semiología de la imagen  que se presta a regañadientes a acompañar  al tozudo policía  por un camino que incluso les llevará a Estados Unidos en busca de un oscuro texto con poderes extraordinarios (es la séptima función del lenguaje tal y como la formuló  Roman Jakobson en Ensayos de lingüística general ).

O dicho en otras palabras: lo que plantea el autor, Laurent Binet, es una confrontación entre el concepto de realidad que le puede entrar en la cabeza a un funcionario de la policía y la progresiva implicación de un intelectual que cree y no cree, o que cuestiona pero no niega los hallazgos que pese a todo va haciendo junto con su inverosímil pareja.

Basta hacer un somero repaso al elenco de personajes que juegan en la narración un papel más o menos importante (los  Foucault, Derrida, Sollers, la Kristeva y demás) para entender  que el atropello de Barthes no es una simple anécdota, pues Binet ha situado su narración en pleno territorio Tel Quel. Y en ese territorio es inevitable  que la dialéctica entre lo real y lo ficticio, lo verdadero y lo verosímil, o  lo que hay de real en los personajes ficticios y de  ficticio en los reales acabe por filtrarse e impregnar a la narración misma. Recurra quien necesite refrescar  la memoria a textos del propio Barthes como El grado cero de la escritura (1953) o La muerte del autor (1968). Binet no puede (y cómo podría si no existe y sólo hay escritura) mantener aquel viejo pacto entre autor y lector que permitía al primero contar lo que se le ocurría y al segundo aceptar tan plenamente lo que se le contaba que hasta se identificaba con los personajes y sus circunstancias. Y con ello llegamos a ese “punto” al  que me refería al principio: el telquelismo lleva tiempo  adentrándose en las áridas sendas del olvido y en cierto modo merece las pullas y bromas que hace Binet a costa de algunas de sus tesis más queridas, pero su huella no se ha borrado del todo. Y los escritores franceses en general, y Binet en particular,  parece como si necesitasen enseñar la tramoya y recordar a cada paso al lector que todo es un artilugio y pura convención.  Lo cual obliga al lector a entrar y salir de la historia, a no creerse nada de lo que le cuentan  y sin embargo tomárselo lo suficientemente en serio como para seguir leyendo. Por eso digo que si alguien no se sabe jugar a ese juego (pillar el punto) a lo mejor éste no resulta divertido. En cierto modo es como si los ventrílocuos no hiciesen el menor esfuerzo por hacer que parezca que quienes hablan son los muñecos. Lo cual, como es lógico, no tiene nada que ver con la cuestión de si los muñecos dicen cosas divertidas y emocionantes o no. En sólo una forma peculiar de ofrecer el espectáculo.

 

La séptima función del lenguaje

Laurent Binet

Traducción de Adolfo García Ortega

Seix Barral    

 

Leer más
profile avatar
31 de enero de 2017
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.