Víctor Gómez Pin
Voy a evocar hoy las interesantes, precisamente por radicales, posiciones de una investigadora cuya argumentación exige una revisión esquemática de la tesis fundamental de un pensador al que cabe aproximarse de muchas maneras, pero que puede indiscutiblemente ser considerado un humanista, me refiero a Kant. Empiezo formulando una pregunta:
¿Puede uno atenerse de comer carne en razón de que una dieta vegetariana es beneficiosa para su salud? Obviamente sí, siempre que efectivamente haya vegetales disponibles, lo que no siempre es el caso tratándose de personas con renta baja que, como es sabido, son los mayores consumidores de la llamada comida-basura. Sin embargo la cosa es menos obvia, si se cambia una sola palabra: ¿Debe uno abstenerse de comer carne en razón de que una dieta vegetariana es beneficiosa para su salud?
La respuesta, de inspiración kantiana, la da la evocada directora de un programa de ética animal en una importante universidad catalana, al sostener en un artículo de opinión que una persona que se somete a una dieta que excluye el consumo de carne animal por motivos de salud, e incluso por considerar que así contribuye al equilibrio ecológico, no puede ser considerada vegana. Aunque, de hecho, un vegano protege efectivamente su salud y la del planeta "no se debería definir por ninguna de estas cosas, sino por el principio ético que las motiva…". Conviene situar la frase en su contexto:
"Una persona que sigue una dieta vegana por motivos de salud o para reducir su huella ecológica no es vegana, sino una vegetariana estricta que se mueve por un beneficio propio (cuidarse a sí misma o cuidar al planeta del que depende). Las personas veganas, aquellas que se mueven por la convicción ética de evitar la violencia, tienen un índice de abandono bajísimo. La confusión entre unas y otras interesa enormemente a algunos. Ser vegano/a implica una dieta y un estilo de vida concretos y tiene excelentes repercusiones sobre la salud humana y la del planeta. Pero no se debería definir por ninguna de estas cosas, sino por el principio ético que las motiva. Este principio prima el respeto al otro sea cual sea su especie. Es una acción directa para acabar con el genocidio que cometemos contra otros seres vivos" (1).
Rara vez he visto expresada con mayor radicalidad (a la vez que mayor desviación respecto al objeto ) el corolario fundamental del principio de la moralidad kantiana: si la máxima subjetiva que mueve a un individuo a comportarse de tal o tal manera responde al principio absoluto de la moralidad, que Kant llama imperativo categórico, entonces aunque las consecuencias sean nefastas, ese individuo es un ser moral, mientras que si tal máxima es contraria al imperativo, aunque las consecuencias sean positivas, ese individuo falla a la moralidad.
La diferencia es que, para Kant, el imperativo categórico consistía en no instrumentalizar, en considerar siempre como un fin en sí, al ser de razón y de lenguaje, mientras que en este caso el imperativo consiste en no instrumentalizar a las especies animales "porque (indica la autora) utilizar a un sujeto vivo, sensible, nunca está justificado".
Salvo esta diferencia (ciertamente radical) respecto a lo que no debe ser instrumentalizado, la concordancia con el formalismo kantiano es total: si el imperativo se convierte en la efectiva razón de tu proceder ("máxima subjetiva de acción" en la jerga) entonces serás un ser moral (reitero aunque las consecuencias empíricas de la actuación sean catastróficas) mientras que si la máxima subjetiva de acción es contraria o simplemente indiferente a tal imperativo, entonces en ningún caso te habrás comportado como un ser moral. Avanzo ahora algunas consideraciones respecto a cuál sería una actitud ante los animales sino derivada al menos compatible con la ética kantiana:
Como en el mito bíblico de Noé, el hombre ha de cuidar (hasta el extremo de erigirse en garantía de su subsistencia) aquellas especies que le son beneficiosas, e incluso aquellas que, potencialmente amenazantes, son necesarias al equilibrio de la naturaleza. Pues deseando la preservación y despliegue de su propia especie, el hombre ama naturalmente esa condición necesaria para tal objetivo que es la diversidad y complejidad del orden natural. En suma: dado que el primer imperativo moral es el de contribuir a la plenitud de la propia especie humana, infracción a la causa del hombre sería (en términos kantianos) tener un comportamiento que no respondiera a la máxima subjetiva de acción de mantener la salud y fertilidad de la naturaleza, incluida obviamente la naturaleza animada: es por afirmación de la propia especie humana que toda especie animal que contribuya al saludable equilibrio del entorno natural ha de ser objeto de atención y cuidado del hombre. Pues bien:
Ello no responde a una verdadera exigencia ética según el criterio del veganismo, dado que "utilizar a un sujeto vivo, sensible, nunca está justificado" pues como hemos visto ha de primar "el respeto al otro sea cual sea su especie".
Desde luego, en la práctica, una sociedad consecuente con estos principios es imposible, entre otras cosas porque las razones para no extenderlos a las especies vegetales son difusas, con lo cual la rectitud con el imperativo amenaza con imposibilitar la alimentación humana. Pero ello no vale como argumento para pensar que el veganismo como ideología esta llamado al fracaso. Nunca ha habido vida perdurable, y sin embargo la apuesta por tal causa alimenta a una gran religión desde hace más de veinte siglos; de la misma manera el triunfo de la religión vegana implicará una nueva doctrina de la doble verdad: mientras haya hombres se alimentarán de otras especies, pero se conseguirá quizás que tal consumo no sea esa ocasión de agradecimiento y celebración que se da entre tantas comunidades campesinas, perfectamente armonizadas con el entorno natural, a pesar de que en las mismas ( y quizá precisamente por ello ) el celebrado acontecimiento que es el nacimiento de un ternero no es sin embargo jamás confundido con el nacimiento de un niño.
La cuestión es de principio más que de resultados. Sólo un ser humano puede llegar a adoptar posiciones veganas, pero se tratará de un ser no conforme con la condición humana, aunque ello no le libre de verse irremediablemente concernido por la trágica singularidad de la misma.
En varias ocasiones he presentado aquí como una intuición común (antes de ser una tesis filosófica) que la presencia intrínseca de la muerte es correlativa de la apertura al lenguaje ("con la Muerte como único testimonio, pronunció su primera palabra", escribe la narradora catalana Teresa Colom). De ahí que los animales no humanos, poseyendo prodigiosos códigos de señales útiles para la subsistencia, pero ajenos al lenguaje, tengan por así decirlo la compensación de vivir de espaldas a su finitud, de espaldas al tiempo que sin embargo les reduce. Obviamente, el instinto de un animal le hace temer aquello que puede diezmarle, pero carecen de ese sentimiento verídico de la irreversible e irremediable finitud en acto, que en toda circunstancia acompaña al animal humano y que sólo puede ser momentáneamente neutralizado o encubierto, nunca abolido, sea mediante alguna distracción, sea mediante alguna expectativa imaginaria.
De ahí que los negadores de la singularidad del único animal para el que la finitud no es un (ignorado) destino biológico, sino un hecho siempre presente, los que homologan la vida humana y simplemente la vida, los que en suma aman la vida más que la palabra, deban no sólo asumir sino reivindicar su condición de anti-humanistas, contrarios a otorgar a la humanidad un papel central, con independencia de que busquen con sinceridad el acercamiento a la naturaleza y a la variedad de sus especies.
___________________________________
(1) Nuria Almirón, artículo de opinión en El periódico de Cataluña 27 de enero de 2017