Edmundo Paz Soldán
Todas las novelas son construcciones artificiales, pero a algunas se les nota el artificio más que a otras. Brújula, del escritor francés Mathias Enard (Random), ganadora del último premio Goncourt, exhibe sus andamios con orgullo: en una noche de insomnio en su departmento de Viena, el musicólogo, opiómano y enfermo Franz Ritter recuerda, a lo largo de cuatrocientas páginas, la apasionada historia de sus relaciones con el Oriente Próximo, a partir de su fascinación por Sarah, una académica orientalista. La trama es débil y parece más que nada una excusa para desplegar la impresionante erudición y lucidez de Enard ante uno de los temas más urgentes del momento: las relaciones de Occidente con Oriente. La historia que cuenta Brújula no se te mete bajo la piel como otras de este autor –La perfección del tiro, por ejemplo–, pero hay pocas páginas en las que no deslumbra.
El monólogo de Ritter, desplegado en una prosa rica en matices, de frases largas y abarcadoras, parte del reconocimiento de que la "frágil pasarela", los lazos tendidos por el tiempo entre la Europa que él representa y Oriente ha ido siendo destruida a lo largo de los últimos siglos por un nacionalismo exacerbado que se concentra en las diferencias y somete todo a una lógica marcada por las relaciones de dominación. Sarah propone un nuevo esquema, que sirve de guía a la novela: entender esta historia compleja no a partir de una inexistente "alteridad absoluta" sino desde lo "compartido y la continuidad", "hallar una nueva visión que incluyese al otro en el yo".
Hay pocas cosas que Ritter no sabe de esta relación, a juzgar por sus recuerdos, en los que se mezcla la experiencia personal con las anécdotas sacadas de la historia y de sus lecturas; parte de su especialidad como musicólogo -Mendelssohn, Chopin- pero se extiende a otras artes -la literatura es central: Goethe, Balzac, Hedayat- y otros saberes -el "orientalista" Faugier como otro de los grías de Brújula, la arqueología como ciencia fundamental en la construcción de nuestra imagen de Oriente- y a la política y el comercio -"Napoleón Bonaparte es el inventor del orientalismo"–. El deseo de Ritter por el opio es perfecto, se cierra en sí mismo, mientras que el deseo de Oriente está siempre reinventándose en múltiples objetivos: puede ser un exceso de la imaginación, pero es también "carnal, una dominación por el cuerpo, un borrado del otro en el goce". La novela, así, es un reconocimiento a todos esos hombres y mujeres que fueron más allá de sí mismos para perderse en el deseo por otra cultura (también están aquellos que se perdieron para rechazarla).
En Brújula hay una enorme cantidad de ejemplos de cómo Occidente no puede pensarse sin Oriente (y viceversa): las "orientalistas" princesas y alfombras voladoras de Disney han sido adoptadas en Arabia Saudita como parte de su cultura y ahora están en todas partes: "todos los contometrajes didácticos (para aprender a rezar, a ayunar, a vivir como un buen musulmán) las copian"; la decapitación en público puede tener fuentes musulmanas pero es también una construcción conjunta: "Lo que nosotros identificamos en esas atroces decapitaciones como ‘otro’, ‘diferente’, ‘oriental’, también a un árabe, a un turco o a un iraní le resulta ‘otro’, ‘diferente’ y ‘oriental’".
En tiempos en que se habla con facilidad de una lucha de civilizaciones, Enard muestra con contundencia que no hay lucha más central que la que debemos tener con nosotros mismos: ese otro que amamos y odiamos somos nosotros mismos.
(La Tercera, 12 de febrero 2017)