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Los sirios en Finlandia

Fuman frenéticamente todo el tiempo, beben en bares astrosos, viven en casas feas, llevan monos azules de trabajo o delantales, y su físico nunca es agraciado. No se besan y apenas se tocan, aunque el deseo carnal asome, de palabra, sin apenas obra, como una floritura del encuadre, en alguna de las películas; la idea de un desnudo total o una copulación ante la cámara es inimaginable, por extemporánea. Así son los hombres y las mujeres de Aki Kaurismäki, y a la mayoría les hemos visto envejecer y engordar y perder pelo en la pantalla, sin dejar de encender un pitillo tras otro. En el desenlace dramático de ‘El otro lado de la esperanza', la llegada de la hermana perdida de su protagonista Khaled en los bajos de un camión es celebrada por ellos dos y su salvador con unas caladas, y el último plano de un Khaled gravemente apuñalado por el neo-nazi y recostado en un árbol, tiene el alivio del cigarrillo en la boca del joven, quizá moribundo. Es difícil pensar que el tabaco sea solo un mensaje afirmativo o subliminal del cineasta, reconocido fumador en cadena desde la adolescencia, aunque ahora se le ve en las entrevistas vaporeando electrónicamente. Tampoco un sarcasmo de los que tanto le gustan, ni un desplante a las buenas costumbres, a medida que fumar en público se hace delictivo. Fumar en Kaurismäki significa tener la cabeza y las manos ocupadas en un paliativo, quizá no muy eficaz, de la ansiedad de las vidas proletarias.

 

     Hay pocas galerías humanas en el cine contemporáneo tan reconocibles, tan compactas, tan elocuentes, si bien los personajes sean siempre de poco hablar; el silencio llegó al extremo con ‘Juha', su película muda de 1999, homenaje al melodrama lagrimoso y gesticulante y, en una divertidísima secuencia, parodia del episodio del hacha, la cocina y el encierro de Jack Nicholson en la cámara frigorífica de ‘El resplandor'. Últimamente, el director ha ampliado el registro de sus nacionales, introduciendo en ‘El Havre', entre franceses, al niño africano refugiado, y ahora a los dos sirios y al iraquí, en lo que se anuncia como la segunda entrega de una trilogía sobre la inmigración portuaria. La llegada, exótica en su obra, de estos seres humanos remotos amplía el elenco físico y vestimentario (los acicala un poco, sin dejar de hacerles fumar), pero no altera los tres pilares que sustentan el cuadro caracteriológico de su filmografía: la crueldad, la honradez y el apego.

    Desde sus primeros títulos, Aki, el menor de los Kaurismäki, hace cine social sin consignas, ajeno a la solemne y conminatoria homilía de otros colegas suyos europeos. La burla y el humorismo seco están siempre presentes, como lo están los trazos de la explotación humana, la violencia y la insolidaridad, que se colaban incluso en el paréntesis de sus gamberradas con la banda de los Leningrad Cowboys, nada menos que tres largometrajes y cinco cortos rodados entre finales de los años 80 y primera mitad de los 90. Vistas ahora en serie constituyen un plato fuerte a mi modo de ver sólo apto para paladares ‘rockabilly' de mucho diente, reconociendo sin embargo que los números musicales en clave de chillona caricatura de ‘Total Balalaika Show' (1994) son tronchantes, especialmente las interpretaciones de la banda, acompañada por los Coros del Ejército Rojo y una caterva de bailarines y ‘crooners' eslavos, de clásicos inmortales como ‘Delilah' y ‘Happy Together'. Humillados y ofendidos, nunca cariacontecidos ante el constante fracaso, los Leningrad Boys también sufren en sus giras y en sus viajes, por mucho que su estrambótico atuendo mitigue nuestra percepción de esa pena.

    Los perfiles social-grotescos son menos palmarios en ‘El otro lado de la esperanza', construida sobre dos hilos narrativos que discurren en paralelo y se juntan a la perfección en la segunda mitad. La película recuerda un tanto, como variante puesta al día, su obra maestra ‘Nubes pasajeras', y no sólo por la coincidencia en el reparto de Sakari Kuosmanen, el representante de camisería de caballeros convertido en restaurador, y, en un breve papel, de la extraordinaria Kati Outinen, actriz totémica del realizador, aquí responsable de uno de los chistes más logrados, cuando, arruinada su pequeña tienda de mercería en Helsinki, anuncia su intención de establecerse en Ciudad de México "a beber sake y bailar el hula-hoop'. En el universo terso y sintético de Kaurismäki extraña en la primera media hora el pormenor de los trámites y circunstancias del refugiado ilegal, a quien su compañero de celda en el centro de detención aconseja no mostrar tristeza, pues en Europa "nadie quiere vernos", y si les ven los prefieren sin melancolía.

    La máquina estatal es implacable, impasible, la violencia de las bandas de matones aterradora, los empresarios y banqueros despiadados, cuando no fraudulentos, y en ese contexto de malevolencia, con frecuencia ironizada, aparece, como distintivo del gran director, el honrado proceder de clase (de clase obrera por lo general) y lo que hemos llamado apego, es decir, el impulso espontáneo, cada vez más diluido en nuestra sociedad, de acudir en remedio del desamparado y ayudar al más débil. Kaurismäki ha retratado ese sentimiento solidario en muchas de sus películas, sin endulzarlo, aunque también hizo de su heroína vilipendiada en ‘La chica de la fábrica de cerillas' (1990) una vengadora inmisericorde. Y nunca pierde el aliento cómico, la capacidad  de sorprender, la libertad fantástica de los cuentos de hadas, que se muestra en ‘El otro lado de la esperanza' con la aparición de Khaled en un montículo de carbón, la timba que hace rico al ex camisero, la reconversión mágica de un local vetusto en un restorán de sushi, con disfrace nipones incluidos, en un censo, ya habitual, de personajes angélicos y demonios empedernidos. De ahí la significación ambigua del final, que podría ser feliz o todo lo contrario.

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23 de mayo de 2017
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Poema 143

De iconoclastas

estaba formado el recinto

Todos fumaban.

sin cesar

de una pupila equilibrada

que los encendía

sin quemarse accidentalmentee.

Era ella una mujer con el cuello musculado

y el jersey gris, también como de gurmete

que terminaba de desembarcar.

Bebían champañ rosa, muy

cejijunto para la acasión

u alumbrados por velas poco inteligentes

entre un ambiente sin música

en una escena muy lenta

o incluso paralizada de extraños menús

inoportunos para la nocturnidad.

Ella se diría que probaba la bebida

en sorbos estereotipados, demasiado femeninos,  

y en cantidades inapropiadas para la capacidad 

de la copa rodeada de cristal.

Ni parecían entenderse ni ser grandes cómplices

eróticos.

Compartían el tiempo como una agradable ración nocturna

pero tampoco venían a gozarlo como

amantes dichosos. Mejor como bienavenidos.

0 acaso eso deseaba creer

ante la atracción de su cuello marino

Puesto que prefería un intercambio de amor

sin cierre exclusivo.

Todo ello sin más indicio que el canalé de su jersey

Y el sorbo breve de un chanpañ

que la complacía menos

de lo que podría indicar la selección

del color.  

Relación pausada  entre ambos  

que yo trataba de ver

como una película procesional

Una escena posterior de habitación

sin película habitacional

Una habitación de hotel

de la que me era difícil imaginar los desnudos,

el aroma o  el sonido del agua, el color de las sábanas,

El brillo de la tapicería sin demasiada calidad.

como acción desengañada del recinto.

Entre la simultánea absorción del champañ

descolorido y el menú del amor

 preparado en el local.

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23 de mayo de 2017
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Poema 142

Dice Caballero Bonald,

nuestro maestro en gemas,

que los versos, a esta edad provecta,

no se escriben sino que "se sueltan".

No los suelta uno siquiera esforzadamente

ni tampoco escrupulosamente

sino que se desprenden como piedras o golosinas

del organismo en función.

Se descuelgan del  artefacto corporal y el de la mente que ya

son ahora una unidad indisoluble. .

De ese concierto, emana un idea de por sí enjoyada, o extraña,

Sin necesidad de haber preparado su orfebrería ni su

Complejidad.

De la experiencia de la carne o de los vapores el alma

sale a la luz la creación sin esfuerzo, la supuración

sin voluntad de hacer mejor o peor.   

¿De dónde viene pues la inspiración? De la magia ilocalizable

o del mismo pulmón, fácil de escanear y también medicar.

La unidad del ser anciano es la hipóstasis perfecta

que, al cabo,

al ser humano con su documentación

total.

El sentido pleno de su o unificación para la muerte.  

Ni las fuerzas físicas hasta entonces consideradas

Un patrimonio segregado ni las morales, otro paquete, de

distinta condición van por su cuenta.

Ni el amor ni la pasión se escinden

Ni la fatiga o el impulso son,  a los ojos de la edad provecta,

modelos radicalmente apartados entre sí.

Todo se funde entonces en un blando baluarte

de dulce resistencia a la muerte

Y mientras se vive apaisado

se exhala un aliento donde no hay productos

de ultramarinos,

todos nadan en el rumor del sexo, en el brillo perdido

del músculo

o en el lacrimeo, de agua o plata que

"se suelta" del corazón.

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22 de mayo de 2017
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Rosas rojas

Los colores suscitan emociones, influyen no sólo en el ánimo, sino en la composición del marco mental que nos hacemos acerca de lugares o personas, y según Goethe –que soñaba con ser pintor– poseen un efecto sensible-moral: no se viste a los bebés de negro ni las novias se casan de rojo, al tiempo que las tiendas de lujo reniegan del verde menta, un color más eficaz en el supermercado. La carga histórica y semántica se incrusta a la tonalidad: Judas vestía una túnica amarilla, yellow también significa cobarde y, en Francia, a la risa falsa se la denomina risa amarilla. La advertencia se sigue señalando en dicho color: hace años distinguía a los judíos o las madres solteras a fin de segregarlos, mientras que hoy es el color de los chalecos fluorescentes en la carretera. Por el contrario, el color tradicional de la pureza, el blanco, ha ampliado su campo de identificación y ahora representa tanto modernidad como perfección, lujo y calidad.
“Definir el color no es un ejercicio fácil”, asegura el historiador francés Michel Pastoureau, experto en colores y símbolos, que explica cómo los significados no sólo han ido variando a través de épocas y sociedades, sino que delimitan fronteras culturales. El luto, por ejemplo, se viste de negro en todo Occidente, mientras en Sudáfrica se identifica con el rojo, en Egipto con el amarillo, con el marrón en India o en China con el blanco. Neurólogos y ­antropólogos han estudiado las emociones que suscitan los colores y que se encuadran en dos grupos: “cálido/frío”, “activo/pasivo” o “pesado/li­gero”, que son reactivas, innatas e independientes de factores como la nacionalidad o el nivel de formación y, por otro lado, la respuesta emocional del “gusta/no gusta” que pertenece a las llamadas preferencias –debido a su carácter reflexivo– que dependen del contexto y la experiencia previa del observador con los estímulos cromá­ticos.
En su recién publicado Los colores de nuestros recuerdos (Periférica), Pastoureau rememora un episodio de su juventud que tiene mucho que ver: enero de 1961, dos compañeras de instituto –de 11 y 14 años– son expulsadas durante una semana por vestir pantalones, prohibidos entonces a las féminas salvo en días de mucho frío. Lo hacía, y no se trataba de vaqueros, vetados por considerarse indecentes. ¿Qué podían tener sus pantalones para merecer tal castigo? Su color. “¡Nada de rojo en un centro escolar de la República Francesa!”, escribe. Han pasado cincuenta y seis años, pero los colores siguen dividiendo. En España, el sentido de la palabra rojo aún produce a la derechona síntomas parecidos a los de la hernia de hiato.
El rojo se asocia con fuego y pasión, acción, fuerza y poder, pero también con peligro, sangre y guerra. Por ello, el espinoso escarlata de la rosa socialista, tras las primarias del PSOE, nos devuelve aquella pregunta de aquel pintor frustrado que fue Goethe: “¿Un vestido rojo sigue siendo rojo cuando nadie lo mira?”.
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22 de mayo de 2017
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Comuniones a Dojo

El juez Emilio Calatayud, justiciero de película finlandesa, el mismo que obligó a un ladronzuelo de peluquerías a realizar un curso de estilista y cortarle el pelo a su señoría, o que le exigió a un hacker impartir cien horas de clases de informática a chavales, se ha erigido en el aguafiestas de las Primeras Comuniones, el sacramento religioso con el músculo más tonificado. En España 250.000 al año. No siempre es un sentimiento fervoroso el que conduce a este rito de pasaje entre la primera y la segunda infancia, sino esos aires de grandeza endomingada que tanto daño nos han hecho. El juez granadino ha dicho:  “que se nos va la pinza. Lo que antaño era un chocolate con churros y un relojito hoy es un almuerzo master chef, un viaje a Eurodisney y el móvil de última generación”. El nuevoriquismo en la España arruinada –adornada con aeropuertos y autopistas fantasma– ha llegado a extremos risibles: niños que llegan a la iglesia en coche de caballos o limusina y competencia entre familias para ver quien hace un mejor fiestón, crédito bancario incluido.
 
Los  niños quieren hacer la Comunión, tengan padres ateos o budistas. Es como un megacumpleaños con disfraz incluido: mini-novias con crinolinas, y marineritos, un anacronismo agigantado en Madrid.  “No se hace por los regalos” repiten las familias dichosas de reunirse y brindar por el paso del tiempo. Los pequeños no acaban de creerse su papel. Aunque la media de duración de las parejas españolas ronde los quince años, muchas no llegan juntas a la primera comunión de sus hijos. Y ahí está el suculento plato servido con salsa rosa: celebraciones de divorciados que se arrejuntan en la foto con la niña agarrándoles la mano. En mi época, se decía que el de la comunión era el día más feliz de nuestra vida. Lo pensé mucho: “¿soy hoy más feliz que ayer?”.  Sonaba a día de los enamorados. Entonces, ni la reina del blanco, Rosa Clará, ni Juan Duyos o Paola Dominguín se habían lanzado al negocio de los vestidos  de comunión, de diseño, pero teníamos El Corte Inglés, que siempre te da la razón, y en verdad no hay otra cosa que guste más al cliente
 
La mayoría de madres desean que sus hijas vistan de blanco, pero en la familia real solo los adultos se visten de ceremonia. El reinado de Felipe VI se basa en la ejemplaridad, y cualquier detalle suyo vale oro. La infantita comulgó con el habitual uniforme de su colegio Santa María de los Rosales, rito que se estila entre quienes no quieren desviar con vanidades el sentido espiritual de la ceremonia.  Una túnica para comulgar, y un traje para lucir. Así resolvió Nieves Álvarez, una de las mujeres con menos enemigos que conozco, separada hace dos años del fotógrafo Marco Severini. Otros, en cambio tienen que acordar una misma ceremonia y dos convites, porque andan a la greña: así se rumorea que harán los Echevarría-Bustamante, como si la Comunión fuera más difícil de compartir que la custodia.
Esta semana, dos mujeres que nacieron para llevar mantilla, al estilo de los personajes de “La máquina del tiempo”, Lourdes Montes –mujer de Fran Rivera– e Inés Sastre, besaron la bandera española en Sevilla, con tal fervor que el estandarte parecía la mano de Dios o los labios de Brad Pitt, en lugar de un simple trapo. Los padres toreros optan por el formato boda de salón, devotos y solemnes, en la finca rústica, con celebrities y lubina salvaje. “Uno de los días más especiales y emotivos de mi vida!!! Ver a Palomita recibir a Cristo por primera vez” escribía Enrique Ponce en su cuenta de Instagram, donde hacía publicidad a la creadora del traje. Entre los invitados, figuraba media  lista de famosos que trotan de fiesta en fiesta, tipo juego de la oca, vistiendo siempre colores chillones, en especial el amarillo, un color amado por las señoras ricas; ellos con pañuelos floridos en el bolsillo. Cristina Yanes y Miguel Báez, el Litri y Carolina Herrera, Luis Alfonso de Borbón y Margarita Vargas, Genoveva Casanova o Fiona Ferrer.. Familias de segunda vuelta, divorciados y recasados finos que se llevan de maravilla con sus ex y organizan banquetes romanos. “Dejen algo para la boda”, dice el juez Calatayud. No solo para la primera, sino para la segunda, o la tercera, que así se viven los fastos en la España arruinada. 
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22 de mayo de 2017
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Nosotros, los ciborgs

            Hace algunos meses estuve en la región amazónica de Bolivia y vi árboles que me deslumbraron por sus formas retorcidas. Amigos que vivían allí no supieron decirme cómo se llamaban; después de muchos esfuerzos la encargada de la recepción en el hotel despejó mis dudas. Recuerdo que ese momento pensé intuitivamente que todo sería más fácil si se pudiera apuntar a los árboles y que el celular me entregara una respuesta. La empresa Google acaba de anunciar una nueva aplicación, Lens, con la que a partir de ahora eso será posible. El filósofo francés Éric Sadin diría que esa aplicación es un paso más en "la administración robotizada de nuestra existencia". Su libro La humanidad aumentada (Caja Negra, 2017) es un brillante ensayo acerca de las consecuencias de los avances tecnológicos en la condición humana.

            La ciencia ficción ha instalado en nuestro imaginario la idea de que algún día los robots se rebelarán y pasarán a dominar el mundo. A Sadin no le preocupa mucho esa posible rebelión; analiza lúcidamente, más bien, cómo poco a poco, digamos desde mediados del siglo XX, el progreso gigantesco de la inteligencia artificial ha permitido que las computadoras se vuelvan indispensables en nuestra vida cotidiana, asistiéndonos en todo tipo de decisiones: su "discernimiento algorítimico... encuadra el curso de las cosas, reglamenta o fluidifica las relaciones con los otros, con el comercio, con nuestro propio cuerpo". Las computadoras han penetrado tanto en nuestro inconsciente que no percibimos cómo van configurando nuestros días: les delegamos el control de aviones comerciales -pilotos automáticos--, la ejecución de decisiones financieras -el trading algorítmico--, el despliegue de nuestros pasos por una ciudad -el GPS--, y también nuestros gustos más íntimos: hace poco, un amigo me contaba que el algoritmo de Netflix lo conocía mejor que su pareja.

            Para Sadin, la revolución digital no consiste en la comunicación instantánea o en el fácil acceso a música o películas, sino en la instalación de una "capa matemática" que media nuestra relación con el mundo. El fetichismo por los celulares tiene que ver con esa forma invisible con que nos ayudan a gestionar esa relación: nuestra subjetividad se ha ampliado gracias a procesadores poderosos. Así, va emergiendo un profundo cambio ontológico y antropológico, una nueva condición humana "hibridada" con lo artificial, que no hará más que intensificarse cuando se normalice la implantación de chips en el organismo. Tenemos nuevas formas de relacionarnos con el tiempo y el espacio: si antes tomábamos decisiones a partir de una sensibilidad y una inteligencia particulares, ahora la vida está "aumentada o curvada por procesos cognitivos en parte superiores y más avezados que los nuestros".

            De modo que no hay que preocuparse de la rebelión de las máquinas, sino de cómo estas, relucientes y seductoras, nos acompañan todo el día y nos han convertido en "sujetos algorítmicamente asistidos". Vivimos en el tiempo de la "gubernamentalidad algorítmica", en el que procesos "mágicos" de los que no tenemos idea cómo ocurren controlan decisiones individuales y colectivas. A las máquinas les tenemos cariño y también nos intimidan; las hemos divinizado y no es de extrañar que cualquier rato surga una religión dedicada a ellas. Para Sadin, el gran desafío de los próximos años consistirá en buscar formas para que el ser humano recupere autonomía y soberanía al posicionarse "respecto de la verdad impuesta por los sistemas". No será fácil: hoy mismo, Google ha anunciado que su nuevo chip de inteligencia artificial será cuatro veces más rápido que el anterior.

 

(La Tercera, 21 de mayo 2017)

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21 de mayo de 2017
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Madre sin guion

No fue sólo el instinto, ni el humano ni el maternal, ni mucho menos el reloj lo que me empujó a ser madre. Fui toda yo, con mi saco de dudas y deseos, el cuerpo ignorante, mi soledad de animal herido, mi concurrencia de afectos gozosos. Fue también mi mente fantasiosa, con mis colecciones de cuadernos, libros, aromas y zapatos. Yo y mi mundo interior quisimos ser madre, con la fuerza de un viento desconocido. Levantamos arenas y arrancamos raíces estériles. Compramos una cuna, buscamos nombre, despertamos en mitad de la madrugada sintiendo sus patadas tan ajenas como propias. La maternidad era entonces una llanura, no la montaña rusa en que se convertiría cuando mi primera hija, Lola, empezó a agarrarse a mi pecho, frágil y fuerte, haciéndome sentir más extraña que nunca. Más yo que nunca. 
Pasé al lado de las madres & co., aunque siempre supe que no sabría hacerle trenzas a mi hija ni peinarla con primor. Tampoco le prepararía croquetas ni guisos como siempre hizo mi madre, ni le conseguiría el mejor disfraz para la fiesta de Halloween. Observaba a las otras: sus hijos comían de todo, complacientes y educados, jugaban con ellos en el parque y parecían reventar de dicha mientras a mí me doblaba el tedio. Pero todo aquello eran en verdad miniaturas, tópicos manidos que determinaban lo que se entendía por ser una “buena madre”: resignada, paciente, sacrificada, protectora, generosa y hogareña, un arquetipo tan interiorizado en nuestra sociedad que sigue sirviendo de patrón para prejuzgar con ligereza a aquellas que se escapan del guion. Incluso a las que han decidido libremente no tener descendencia y, por supuesto, nada hace cuestionar su capacidad de amar.
A los 30 años aún te haces juicios sumarísimos, la vida es una suma de sprints, y la culpa por ver poco a los hijos te pincha por todas partes. Aun así, nunca he sentido la maternidad como una carga, sino todo lo contrario, es el tesoro que me ha salvado en el sentido más absoluto de la palabra. Mi segunda hija nació diez años después, una edad en la que ya debes empezar a practicar la indulgencia contigo misma. Perdí inseguridades, no me preocupaba qué tipo de madre sería. Vera salió brava. En una misma tarde tragaba un sorbo de Sanex, pintaba el suelo, la alfombra y el mantel con plastidecores, jugaba a los cromos con mis tarjetas o pronunciaba por primera vez “luna” y entonces la mirábamos juntas tras la ventana. El tiempo discurre mejor viendo crecer a los hijos. Ahí están sus torceduras y sus pesares. Hay instantes en que cogerías el primer avión que despegara, que te desentiendes por puro agotamiento: “¡Haced lo que os dé la gana!”, pero es un sentimiento tan fugaz como ocioso, una pataleta similar a las suyas. Hasta que ya no hacen falta las palabras. Besarlas es como andar sobre el agua. 
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18 de mayo de 2017
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Poema 141

Hay un espacio abierto

en la trivialidad

que sabe a caramelo de menta.

No puede decirse

que gracias a la trivialidad

pueda nutrirse el alma 

a semejanza de una yerba

natural o mágica

que alimenta su categoría y su paz.

Tampoco cabe decir

que todo el mundo

será  feliz bajo

el refresco de su lluvia propensa

ni siquiera que la Humanidad pueda entenderse

con su parlamento  de hojalata.

Sin embargo, si mediante la razón

todo acaba siendo triste,

lo trivial es pura y volátil jovialidad.

Low cost.

Cultivando la seriedad a conciencia

no se obtienen sino tubérculos

mientras que lo trivial es más floral.

Tiene la trivialidad

el sello incombatible de lo efímero

y, con ello, un alma veleidosa

o un remedo de banal eternidad.

Es esta la virtud (paradójica)

del tiempo sin bozal,

del vestido sin hechuras, 

del habla por hablar.

Lo trivial podría, además, ser

muy cursi

si se entendiera mal

y mediante comparaciones de vida y muerte

Pero, tomándola como es debido,

en su provisionalidad,

la trivialidad es una gracia 

que la vida otorga

en compensación de la fatiga,

en descanso del pensamiento que pesa,

en alivio de la moral que amorata,

de la belleza que nos atemoriza

o de la conducta que nos atenaza la libertad.

Se trataría, en fin,  lo trivial

de un aire ligero,

el chorro de un grifo

que ni mata ni hiere 

y nos da de beber

muy fácilmente,

al aire libre

y liberados del penal.

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18 de mayo de 2017
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Miradas cruzadas

Hay días en que no se tiene cuerpo para interactuar. Las miradas ajenas te ponen en guardia y sientes que te escudriñan desde el filo de la navaja. O te ven demasiado, o eres invisible. Son días en que te disgusta la gente, en general y en particular: desde el guardia de seguridad que te pide el DNI mirándote los pies hasta el taxista que no responde a tus buenos días. Desconfías de la humanidad y recuerdas aquellas palabras ácidas del viejo Canetti: “Presta atención al latido del corazón de los otros. Están tan lejos”. Hace un par de meses tuve que ir al hospital, y la enfermera-recepcionista estaba muy ocupada al teléfono. No sólo me ignoraba, sino que empecé a sospechar que me tomaba a chanza: cogía una y otra llamada mientras a mí me temblaban las piernas pensando en el mal que podía rondarme. Mi bordería llegó a su más elevada cota cuando por fin me atendió: “Todos nos moriremos algún día”, le solté. A lo que respondió muy profesional: “Por supuesto”.
Pienso en las miradas cruzadas en el espacio público. Respondemos a ellas con seriedad o indiferencia; ese mirar de soslayo en el que se activa la precaución o el blindaje. A menudo me pregunto por qué no suavizamos el contacto visual en las ciudades, mucho más tenso que en los pueblos. Han sido necesarias varias arrugas para darme cuenta de que durante años he mirado a los desconocidos, en especial a los hombres, como si fueran figuras de piedra, con lejanía y desentendimiento. Nada humano me resulta ajeno, decía el filósofo, pero la convención social prescribe corrección y protección, además de evitar malentendidos: sonreír y fijar la mirada en un señor suele ser indicativo de flirteo. Acaso por ello las mujeres que mandan en el mundo han superado la edad de reproducir, adelgazadas ya sus competencias sexuales, y pueden mantenerle la mirada a un varón sin sospecha alguna.
Existe en la proverbial amabilidad norteamericana un pasado de generaciones de inmigrantes que, ante la dificultad de hacerse entender, sonreían; una forma simple de unirse socialmente. Se ha comprobado que la expresividad emocional se relaciona con la diversidad, aunque, en determinadas culturas, que alguien te mire con una sonrisa resulta embarazoso. Leo en The Atlantic que un finlandés, cuando alguien le sonríe por la calle, maneja tres hipótesis: 1) está bebido, 2) está loco, y 3) es estadounidense. Y resulta inaudito que le temamos tanto a una sonrisa forastera como a un tirón de bolso. La torpeza social muta hoy en fobia, pero sólo en el plano real. En el virtual somos ideales, divertidos y expresivos a más no poder. Sonrisas, besos y corazones a golpe de dibujín. Nunca se habían regalado tantas sonrisas a desconocidos.
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17 de mayo de 2017
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