El escritor mexicano Antonio Ortuño ganó la V edición del premio Ribera del Duero con el libro de...

El escritor mexicano Antonio Ortuño ganó la V edición del premio Ribera del Duero con el libro de...
Cuando se alcanza cierta edad no es raro sentir admiración por alguien a quien, sin embargo, despreciamos moralmente. En mi caso, a Elias Canetti, de quien leo cuanto se publica, aunque sé que tenía un ánimo inicuo. Dotado de gran inteligencia y ese talento de los sefardíes, siempre errantes, para la palabra, lo aumentó con una vida en cinco lenguas. Empero, desde la altura de mi edad, no puedo perdonarle sus infames groserías sobre la generosa Iris Murdoch, su amante y sin embargo su víctima. Sólo un hombre mezquino puede escribir caricaturas de la mujer que le amó.
Sin embargo ¿cómo escapar a quien consumió su existencia en un diálogo despiadado con la muerte? Vivió poseído por los muertos. Los cuerpos desnudos y helados de su padre, de su madre, de su esposa, de toda la familia judía, reposaban tendidos sobre sus hombros, como en un grabado de Goya. Una vida entera sin dejar un solo día de zaherir, hostigar, insultar a la muerte como lo más humillante e insoportable de nuestra condición.
Tenía planeado un Libro de los muertos desde 1940. Nunca llegó a concluirlo. Quedaron ocho legajos, conservados en la Biblioteca Nacional de Zúrich. De ellos hizo una edición Galaxia Gutenberg en 2010, pero ahora, en el recién aparecido El libro contra la muerte, reúne una parte más considerable de lo que escribió a lo largo de su combate contra la Nada. Al final, calló y cayó. La Gran Dama lo alcanzó en 1994, a punto de cumplir los 90 años, y no le perdonó sus injurias. El último comentario fue: "Noto que mi vida se disuelve en una reflexión obtusa y opaca porque ya no apunto cosas sobre mí. Intentaré remediarlo". No pudo remediarlo. Se había olvidado de sí mismo y la Gran Dama aprovechó el descuido. Como el lobo cuando el pastor duerme.
Aunque soy devoto de la obra de Fogwill, aún no me había acercado a su Help a él, si bien tras haber leído Los pichiciegos, creía que no me iba a decepcionar. Y así fue.
En Help a él, Fogwill narra la historia del duelo por una muerte, y lo hace desde una perspectiva moderna, si bien desliza a lo largo del texto elementos simbólicos que no conviene desdeñar. Al comienzo de la historia el narrador nos habla de Vera, a la que amó en el pasado, al principio de forma insistente, y más tarde esporádicamente. Vera se ha suicidado precipitándose desde el piso donde vivía con su padre y con su primo. La familia pertenece a la clase alta bonaerense, y es bastante corrupta, salvo Vera, que vive al margen de las ganancias y las pérdidas.
Vera es drogadicta, mística, melancólica, apasionada y de una belleza desgarbada y envolvente. El narrador la puede vencer dialécticamente, pero ella lo derrota siempre a través de la intoxicación. Es una experta en drogas, en brebajes. Es una hechicera de nuestra época.
Tras la muerte de Vera el narrador acude al cuarto en el que la ausente pasó sus últimos días. Vera ha dejado para él una caja llena de recuerdos y un brebaje, que Adolfo, el primo de la ausente, le aconseja tomar. Y lo toma.
El brebaje es la representación de Vera, su espíritu, su sustancia anímica, podríamos decir, sintetizada en un elixir.
El brebaje conducirá al narrador a una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, en la que se llevará al cabo el verdadero duelo.
Los antiguos griegos solían experimentar duelos de varios días, en los que tenían prohibido hablar. En esos días el doliente se dejaba poseer enteramente por el alma del muerto. En esos días solo existía el muerto. Tras ese período de silencio, se organizaba un gran banquete, en el que los asistentes regresaban finalmente al mundo y se desfogaban riéndose, bebiendo y festejando la vida. Al parecer se trataba de un proceder de gran eficacia psicológica. Tras la intimidad con el fantasma del muerto, la intimidad y el jolgorio con los que aún habitaban el seno de la vida.
En el relato de Fogwill las cosas acontecen de forma similar. A través del brebaje de Vera, el narrador llega a una intimidad sofocante con el alma de la difunta, y con su cuerpo.
De la misma manera que Vera se precipitó en el vacío, ellos se precipitan, la difunta y el narrador, en el vació sideral.
Al final del relato, el duelo se habrá llevado a cabo de forma tan real como exponencial, y el fantasma de Vera irá quedando atrás. El narrador ha experimentado el más íntimo, el más atroz, y el más liberador de los duelos, convirtiendo a su antigua amante en el más definitivo objeto de su amor, y en el más envolvente objeto de ficción.
El narrador ha muerto a su manera con Vera, ha conocido la inmensidad y la simplicidad de la muerte, en todas sus facetas, y le ha dicho adiós para siempre.
Ya lo decían los antiguos japoneses: la muerte es tan grande como una montaña y tan leve como un cabello. En el relato de Fogwill nos adentramos en esa terrible paradoja.
El fantasma del Vera será para el narrador el aleph a través del cual accederá al enigma del amor y a los misterios del universo. Help a él me ha llevado a territorios de una brevedad y una vastedad acordes con lo que quiere contar. No se puede pedir más de una novela de cien páginas.
Sorprende favorablemente que un especialista del sacrificio del arte tenga tantísimo éxito industrial y comercial, incluso en España, ajena además por genética a la costumbre del musical americano. Con ‘La La Land' (‘Ciudad de las estrellas'), Damian Chazelle, un hombre de solo treinta y dos años, vuelve a esa tradición y la enriquece, aunque lo que define su acusada personalidad es la música, más que el género musical: la música como metonimia de lo que es sufrir y si es preciso morir en la consecución del gran arte, visto éste como lo que bien puede llegar a ser en el inmediato futuro, una quimera en vías de desaparición. Tal es el tema latente en sus tres películas de largometraje realizadas hasta la fecha.
La primera, rodada en blanco y negro en Boston, contenía ya en el título, ‘Guy and Madeline on a Park Bench' (2009), un homenaje a los musicales de lo ordinario y lo provincial hechos por Jacques Démy; los nombres de la pareja que se ama y se separa y no termina de reconciliarse en un hermoso final abierto corresponden a los del protagonista y la modosa muchacha que al fin se casa con él en ‘Los paraguas de Cherburgo'. Esta opera prima de Chazelle es una cinta breve y pobre de medios, con hechuras de documental callejero y un uso entrecortado de la cámara, a menudo pegada al cuerpo y a los rostros de los intérpretes de un modo que recuerda el de los primeros films de Cassavetes. Guy es un trompetista que deja a Madeline por otra chica, y Madeline deambula, ve pasar a la gente, se para ante una estatua ecuestre, y de repente en vez de seguir andando se pone a cantar y bailar sola. Empieza así el cine musical cotidiano, sin aspavientos, que le gusta a Chazelle, continuado en el segundo y último número en un restaurante, donde a Madeline le hacen coro y cuerpo de baile cinco camareros que trabajan con ella. Ese lirismo espontáneo, casi irreprimible, como improvisado ‘in situ', reaparece con más determinación y empaque pero igual fuerza de convicción en ‘La La Land', especialmente en las deliciosas secuencias de la primera cita nocturna de la pareja ante el ‘skyline' de Los Angeles y aquella en que Sebastian (Ryan Gosling) saca a bailar en un embarcadero a una anciana agradecida, ante la mirada atónita del marido de la señora, que no entiende tanta entrega instantánea. La alegría, la ligereza, el brío exaltado, tienen en estos ejemplos de Chazelle el eco ‘nietzschiano' del impulso dionisiaco que el filósofo atribuye al uno primordial (das Ur-Eine) que cantando y bailando se manifiesta como miembro de una comunidad superior, toda vez que "ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando" (cito de ‘El nacimiento de la tragedia' en la traducción de Andrés S. Pascual). El vuelo unificado de Mia (Emma Stone) y Sebastian se da de hecho en la escena del planetario de ‘La La Land', un momento de bella fantasía cinéfila, aunque ver volar en el cine siempre tiene el incómodo precedente de Mary Poppins.
Entre esos dos títulos, Chazelle escribió y dirigió igualmente ‘Whiplash' (2014), que le dio ya notoriedad y tres oscars de la Academia. Se trata de una dura fábula de aprendizaje encarnada por Andrew, joven catecúmeno de la batería, y Fletcher, el mesías castigador y a veces sádico que enseña música en un conservatorio de Los Ángeles. Los practicantes de esa rama del arte que es el jazz son estudiados con especial acuidad en las dos historias ‘angelinas', gente abnegada y ambiciosa que quiere ser la mejor de su especie en un territorio sin apenas población; o como se dice rotundamente en una escena de ‘La La Land', "el jazz se muere y lo dejan morir diciendo que ya tuvo su vida". Dichos fanáticos dignos de admiración se niegan a esa muerte, o la asumen con heroicidad; pocas imágenes más expresivas en su profunda alegoría que la del joven Andrew -que ya ha sacrificado su noviazgo para seguir sin distracciones sentimentales el camino de su perfección profesional- con la mano ensangrentada metida en una bolsa de hielo antes de empuñar de nuevo los palillos de su instrumento y pasar otro examen de religión del arte en que el maestro Fletcher martiriza a sus tres alumnos en liza a lo largo de un ensayo de la pieza ‘Caravan', secuencia culminante de ‘Whiplash'.
‘La La Land', por mucho que su colorido y su amargo final dulzón puedan engañar, es una parábola sobre el fracaso. Sus dos jóvenes artistas viven una realidad amarga en la ciudad del éxito por antonomasia, y durante más de una hora de metraje no lo tienen, o lo saborean sólo, como los pobres felices, en la fiesta de sus ensueños. En esa primera parte del film, marcada por los guiños cinéfilos tan del agrado de Chazelle, destaca el set piece de emocionante tributo al pasado; en la cuna del moderno Hollywood sigue abierto un antiguo cine, el Rialto (que luego se ve, de pasada, ya clausurado), y en él sus pocos espectadores se sientan a ver ‘Rebelde sin causa' de Nicholas Ray. Pero el celuloide se quema en mitad de la proyección, como podía pasar en los días del aparato numérico, y la pareja decide continuar la trama por sí mismos, visitando el Planetario de Los Angeles que hacía de escenario a la alucinada tragedia de los tres antihéroes de Ray.
La película de Chazelle acaba en positivo, pero el logro de sus dos figuras desiderativas se consigue separadamente; como en sus largometrajes anteriores, pasión amorosa y creación artística son ecuaciones imposibles, viene a recordarnos este notable cineasta, y los triunfos de Mia como actriz idolatrada y de Sebastian como propietario de un afamado ‘night club' y pianista recalcitrante tienen el paralelo de unas vidas privadas previsiblemente trilladas. No es casual que el número más largo y elaborado de ‘La La Land' sea un ‘potpourri' brillantísimo de la gran escuela musical anterior a esas patochadas supuestamente renovadoras que fueron ‘Moulin Rouge' o ‘Romeo + Julieta'. Aunque su productor musical sea el mismo Marius de Vries que trabajó en aquellas con el director Baz Luhrmann, Chazelle se mueve en una división infinitamente superior. Y también arrasa en taquilla.
Por raro que parezca,
los agujero negros
son "cuerpos" celestes.
La astronomía es la más
sabia y muy maternal
de todas las disciplinas.
No parece que se proponga
hallar oro ni plata
en sus pesquisas
sino luz y oscuridad.
A inasequibles millones
de años luz
a miles de millones
de años luz,
más largos que
el firmamento
infinito.
Su mina central es luz.
Su medida es luz,
Su horizonte es sólo luz.
Agua iluminada.
Espejismo sin distancia
final.
Los agujeros negros
proveen
de "horizontes de sucesos",
todos ellos sin una clara
definición para la vista
pero cuajados de luz
auténtica.
Una luz original
aparentemente débil
como las mortuorias
de nuestra pobre especie
o una luz ampliada
como mariposas de nácar.
Mataría a cualquiera
ese fulgor
con sólo aletear
cerca los ojos.
Los ojos que cerramos
Al prójimo
como si efectivamente
se apagara toda luz
al morir y quisiéramos
protegerlo de su claror
fantasmal.
Luz viva
en el luto
de la oscuridad
relente amenazante
en el filo del charol
Luz en apariencia
extinta
en el agujero negro,
con una avidez
por su presencia, al estilo
del corazón
en un charco
que demanda piedad.
Luz como las estrellas
que fulgen como
sedientos fantasmas
tras haber entregado
su alma de seda a Dios.
Paupérrimos
Seres humanos
burlados
miles de millones de años
antes de su Jesucristo.
Ahora convertido
en una chispa
sin fe.
Finalmente, los españoles podrán leer La vegetariana de Han Kang gracias a la editorial...
El cuerpo es,
se dice,
donde vivimos.
Y claro que no es exacto.
El cuerpo es donde habita
la vida entera y el yo flamante.
La existencia exhausta
que absorbe por sus
junturas y porosas superficies
la vida
de otros y otras,
para escupirlas
o hacerlas sonreír.
Otros seres y otras cosas
merodean al cuerpo
pero la salud que llega
o la enfermedad
son la tinta
de colores
(tinta china, a menudo)
que le concede
una evidencia provocadora,
mollar.
Más que la buena salud,
casi imperceptible,
la enfermedad
entusiasma el clamor del cuerpo,
lo marca sin confusión.
La enfermedad nos viste
de una rara distinción
Nos inviste,
nos define,
nos circunvala.
Fuera se halla
cualquier otro ser vivo,
en el cuerpo enfermo
se halla el grado
importante de la luz.
La luz verdadera y su iridiscencia.
El dolor y su rúbrica.
La muerte deslizándose
Como una seda.
Incluso el cerebro
que trata de comportarse
con alguna independencia
encimado en su trono,
no podrá soslayar
el destino que el bulto
de la carne más vulgar
impone como
testigo de unidad.
Unidad de la materia
personal
llamada cuerpo.
Alegre en las verbenas
con orquesta y bailes.
Unidad de la pena y sus moirés
Unidad para amar
sin visible resquicio.
Unidad, sobre todo, para ser odiado
como un todo sin excepción.
Cuerpo mío.
Cuerpo enajenado
del granel.
Propenso a la soledad,
a la ira incólume,
a la desesperanza
y no tanto a la salvación.
Vulenerable, expuesto,
desarmado de recursos
seguros.
Cuerpo líquido bebiendo
la humedad
o los aguaceros.
Cuerpo mío
que recibiendo
emanaciones ajenas
las traduce en células
de su particularidad.
Cuerpo absoluto,
cuerpo inocente e impío,
fardo complejo que
sucumbiría íntegro
con tan sólo
arrimarle un puñal.
Hay periodos salaces,
en los que el cuerpo
obsceno
entra en salazón.
De esos plazos,
muy arduos de prevenir,
se desprende
una versión especial
del fuego
sin olor,
con dolor y sin calor.
Sensaciones que van taponando
los sentidos
como bolas de opio
a punto de estallar.
Amenazas de una inminente
destrucción completa.
Sin residuos, sin huellas.
Sin narración.
Ni siquiera el rastro
melifluo
de la experiencia
obscena
traspasando la carne
como una lengua
o una llaga
animal.
Volviendo a los onagros y a su sorprendente desaparición de la península ibérica a finales del siglo XVI quizá convenga dar un toque de atención a quienes consideran la caza como una práctica deportiva. En la página 46 del libro de Louis Mercier La Chasse et les Sports chez les Arabes, publicado en París en 1927, podemos leer: “...la persecución de los onagros, seguidos por hermosas y ágiles cabalgaduras, fue caza favorita entre los musulmanes. El rey selyúcida Al-Jillal al-adil, siglo XI, era un apasionado de la cacería de onagros a los que perseguía incansablemente. Abatió tal número de ellos que llegó a construir una torre con los cascos de sus víctimas mezclados con cuernos de gacelas. Esta torre fue llamada al-qurum, es decir torre de los cuernos, y llegó a verla, en el siglo XIII, el historiador Ibn Jallikan.”
Laminábamos el dolor
para absorberlo
en suaves obleas
de tonos azules.
No era menos intenso
el daño, al final,
pero se recibía,
al principio,
como una
caricia femenina
en el paladar y la lengua
maternal.
Boca que ardía como una hoguera
y se llagaba entera
hasta no dejar
un resquicio por donde
pasar el paliativo
de un humedal.
Una cavidad que,
de no existir antes
en la consciencia,
se convirtió en el horno perfecto
de un buque ardiendo.
Una embarcación
en la que me encontraba
preso y humillado.
Y una navegación
por completo
imposible de abandonar
fuera mediante una fuga
nocturna,
con la luna refrescante,
o un naufragio
imposible,
amanecer tras amanecer.
Ni hundirse en las frescas aguas
De ultramar.