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Estad alerta

Cuando se alcanza cierta edad no es raro sentir admiración por alguien a quien, sin embargo, despreciamos moralmente. En mi caso, a Elias Canetti, de quien leo cuanto se publica, aunque sé que tenía un ánimo inicuo. Dotado de gran inteligencia y ese talento de los sefardíes, siempre errantes, para la palabra, lo aumentó con una vida en cinco lenguas. Empero, desde la altura de mi edad, no puedo perdonarle sus infames groserías sobre la generosa Iris Murdoch, su amante y sin embargo su víctima. Sólo un hombre mezquino puede escribir caricaturas de la mujer que le amó.

 

Sin embargo ¿cómo escapar a quien consumió su existencia en un diálogo despiadado con la muerte? Vivió poseído por los muertos. Los cuerpos desnudos y helados de su padre, de su madre, de su esposa, de toda la familia judía, reposaban tendidos sobre sus hombros, como en un grabado de Goya. Una vida entera sin dejar un solo día de zaherir, hostigar, insultar a la muerte como lo más humillante e insoportable de nuestra condición.

Tenía planeado un Libro de los muertos desde 1940. Nunca llegó a concluirlo. Quedaron ocho legajos, conservados en la Biblioteca Nacional de Zúrich. De ellos hizo una edición Galaxia Gutenberg en 2010, pero ahora, en el recién aparecido El libro contra la muerte, reúne una parte más considerable de lo que escribió a lo largo de su combate contra la Nada. Al final, calló y cayó. La Gran Dama lo alcanzó en 1994, a punto de cumplir los 90 años, y no le perdonó sus injurias. El último comentario fue: "Noto que mi vida se disuelve en una reflexión obtusa y opaca porque ya no apunto cosas sobre mí. Intentaré remediarlo". No pudo remediarlo. Se había olvidado de sí mismo y la Gran Dama aprovechó el descuido. Como el lobo cuando el pastor duerme.

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4 de abril de 2017
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Viaje a las profundidades de un amor perdido

Aunque soy devoto de la obra de Fogwill, aún no me había acercado a su Help a él, si bien tras haber leído Los pichiciegos, creía que no me iba a decepcionar. Y así fue.

En Help a él, Fogwill narra la historia del duelo por una muerte, y lo hace desde una perspectiva moderna, si bien desliza a lo largo del texto elementos simbólicos que no conviene desdeñar. Al comienzo de la historia el narrador nos habla de Vera, a la que amó en el pasado, al principio de forma insistente, y más tarde esporádicamente. Vera se ha suicidado precipitándose desde el piso donde vivía con su padre y con su primo. La familia pertenece a la clase alta bonaerense, y es bastante corrupta, salvo Vera, que vive al margen de las ganancias y las pérdidas.

Vera es drogadicta, mística, melancólica, apasionada y de una belleza desgarbada y envolvente. El narrador la puede vencer dialécticamente, pero ella lo derrota siempre a través de la intoxicación. Es una experta en drogas, en brebajes. Es una hechicera de nuestra época.

Tras la muerte de Vera el narrador acude al cuarto en el que la ausente pasó sus últimos días. Vera ha dejado para él una caja llena de recuerdos y un brebaje, que Adolfo, el primo de la ausente, le aconseja tomar. Y lo toma.

El brebaje es la representación de Vera, su espíritu, su sustancia anímica, podríamos decir, sintetizada en un elixir.

El brebaje conducirá al narrador a una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, en la que se llevará al cabo el verdadero duelo.

Los antiguos griegos solían experimentar duelos de varios días, en los que tenían prohibido hablar. En esos días el doliente se dejaba poseer enteramente por el alma del muerto. En esos días solo existía el muerto. Tras ese período de silencio, se organizaba un gran banquete, en el que los asistentes regresaban finalmente al mundo y se desfogaban riéndose, bebiendo y festejando la vida. Al parecer se trataba de un proceder de gran eficacia psicológica. Tras la intimidad con el fantasma del muerto, la intimidad y el jolgorio con los que aún habitaban el seno de la vida.

En el relato de Fogwill las cosas acontecen de forma similar. A través del brebaje de Vera, el narrador llega a una intimidad sofocante con el alma de la difunta, y con su cuerpo.

De la misma manera que Vera se precipitó en el vacío, ellos se precipitan, la difunta y el narrador, en el vació sideral.

Al final del relato, el duelo se habrá llevado a cabo de forma tan real como exponencial, y el fantasma de Vera irá quedando atrás. El narrador ha experimentado el más íntimo, el más atroz, y el más liberador de los duelos, convirtiendo a su antigua amante en el más definitivo objeto de su amor, y en el más envolvente objeto de ficción.

El narrador ha muerto a su manera con Vera, ha conocido la inmensidad y la simplicidad de la muerte, en todas sus facetas, y le ha dicho adiós para siempre.

Ya lo decían los antiguos japoneses: la muerte es tan grande como una montaña y tan leve como un cabello. En el relato de Fogwill nos adentramos en esa terrible paradoja.

El fantasma del Vera será para el narrador el aleph a través del cual accederá al enigma del amor y a los misterios del universo. Help a él me ha llevado a territorios de una brevedad y una vastedad acordes con lo que quiere contar. No se puede pedir más de una novela de cien páginas.

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4 de abril de 2017
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Música del sufrimiento

Sorprende favorablemente que un especialista del sacrificio del arte tenga tantísimo éxito industrial y comercial, incluso en España, ajena además por genética a la costumbre del musical americano. Con ‘La La Land' (‘Ciudad de las estrellas'), Damian Chazelle, un hombre de solo treinta y dos años, vuelve a esa tradición y la enriquece, aunque lo que define su acusada personalidad es la música, más que el género musical: la música como metonimia de lo que es sufrir y si es preciso morir en la consecución del gran arte, visto éste como lo que bien puede llegar a ser en el inmediato futuro, una quimera en vías de desaparición. Tal es el tema latente en sus tres películas de largometraje realizadas hasta la fecha.

 

     La primera, rodada en blanco y negro en Boston, contenía ya en el título, ‘Guy and Madeline on a Park Bench' (2009), un homenaje a los musicales de lo ordinario y lo provincial hechos por Jacques Démy; los nombres de la pareja que se ama y se separa y no termina de reconciliarse en un hermoso final abierto corresponden a los del protagonista y la modosa muchacha que al fin se casa con él en ‘Los paraguas de Cherburgo'. Esta opera prima de Chazelle es una cinta breve y pobre de medios, con hechuras de documental callejero y un uso entrecortado de la cámara, a menudo pegada al cuerpo y a los rostros de los intérpretes de un modo que recuerda el de los primeros films de Cassavetes. Guy es un trompetista que deja a Madeline por otra chica, y Madeline deambula, ve pasar a la gente, se para ante una estatua ecuestre, y de repente en vez de seguir andando se pone a cantar y bailar sola. Empieza así el cine musical cotidiano, sin aspavientos, que le gusta a Chazelle, continuado en el segundo y último número en un restaurante, donde a Madeline le hacen coro y cuerpo de baile cinco camareros que trabajan con ella. Ese lirismo espontáneo, casi irreprimible, como improvisado ‘in situ', reaparece con más determinación y empaque pero igual fuerza de convicción en ‘La La Land', especialmente en las deliciosas secuencias de la primera cita nocturna de la pareja ante el ‘skyline' de Los Angeles y aquella en que Sebastian (Ryan Gosling) saca a bailar en un embarcadero a una anciana agradecida, ante la mirada atónita del marido de la señora, que no entiende tanta entrega instantánea. La alegría, la ligereza, el brío exaltado, tienen en estos ejemplos de Chazelle el eco ‘nietzschiano' del impulso dionisiaco que el filósofo atribuye al uno primordial (das Ur-Eine) que cantando y bailando se manifiesta como miembro de una comunidad superior, toda vez que "ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando" (cito de ‘El nacimiento de la tragedia' en la traducción de Andrés S. Pascual). El vuelo unificado de Mia (Emma Stone) y Sebastian se da de hecho en la escena del planetario de ‘La La Land', un momento de bella fantasía cinéfila, aunque ver volar en el cine siempre tiene el incómodo precedente de Mary Poppins.

   Entre esos dos títulos, Chazelle escribió y dirigió igualmente ‘Whiplash' (2014), que le dio ya notoriedad y tres oscars de la Academia. Se trata de una dura fábula de aprendizaje encarnada por Andrew, joven catecúmeno de la batería, y Fletcher, el mesías castigador y a veces sádico que enseña música en un conservatorio de Los Ángeles. Los practicantes de esa rama del arte que es el jazz son estudiados con especial acuidad en las dos historias ‘angelinas', gente abnegada y ambiciosa que quiere ser la mejor de su especie en un territorio sin apenas población; o como se dice rotundamente en una escena de ‘La La Land', "el jazz se muere y lo dejan morir diciendo que ya tuvo su vida". Dichos fanáticos dignos de admiración se niegan a esa muerte, o la asumen con heroicidad; pocas imágenes más expresivas en su profunda alegoría que la del joven Andrew  -que ya ha sacrificado su noviazgo para seguir sin distracciones sentimentales el camino de su perfección profesional-  con la mano ensangrentada metida en una bolsa de hielo antes de empuñar de nuevo los palillos de su instrumento y pasar otro examen de religión del arte en que el maestro Fletcher martiriza a sus tres alumnos en liza a lo largo de un ensayo de la pieza ‘Caravan', secuencia culminante de ‘Whiplash'.

    ‘La La Land', por mucho que su colorido y su amargo final dulzón puedan engañar, es una parábola sobre el fracaso. Sus dos jóvenes artistas viven una realidad amarga en la ciudad del éxito por antonomasia, y durante más de una hora de metraje no lo tienen, o lo saborean sólo, como los pobres felices, en la fiesta de sus ensueños. En esa primera parte del film, marcada por los guiños cinéfilos tan del agrado de Chazelle, destaca el set piece de emocionante tributo al pasado; en la cuna del moderno Hollywood sigue abierto un antiguo cine, el Rialto (que luego se ve, de pasada, ya clausurado), y en él sus pocos espectadores se sientan a ver ‘Rebelde sin causa' de Nicholas Ray. Pero el celuloide se quema en mitad de la proyección, como podía pasar en los días del aparato numérico, y la pareja decide continuar la trama por sí mismos, visitando el Planetario de Los Angeles que hacía de escenario a la alucinada tragedia de los tres antihéroes de Ray.

    La película de Chazelle acaba en positivo, pero el logro de sus dos figuras desiderativas se consigue separadamente; como en sus largometrajes anteriores, pasión amorosa y creación artística son ecuaciones imposibles, viene a recordarnos este notable cineasta, y los triunfos de Mia como actriz idolatrada y de Sebastian como propietario de un afamado ‘night club' y pianista recalcitrante tienen el paralelo de unas vidas privadas previsiblemente trilladas. No es casual que el número más largo y elaborado de ‘La La Land' sea un ‘potpourri' brillantísimo de la gran escuela musical anterior a esas patochadas supuestamente renovadoras que fueron ‘Moulin Rouge' o ‘Romeo + Julieta'. Aunque su productor musical sea el mismo Marius de Vries que trabajó en aquellas con el director Baz Luhrmann, Chazelle se mueve en una división infinitamente superior. Y también arrasa en taquilla.

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4 de abril de 2017
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Poema 119

Por raro que parezca,

los agujero negros

son "cuerpos" celestes.

La astronomía es la más

sabia y muy maternal

de todas las disciplinas.

No parece que se proponga

hallar oro ni plata

en sus pesquisas

sino luz y oscuridad.

A inasequibles millones

de años luz

a miles de millones

de años luz,

más largos que 

el firmamento

infinito.

Su mina central es luz.

Su medida es luz,

Su horizonte es sólo luz.

Agua iluminada.

Espejismo sin distancia

final.

Los agujeros negros

proveen

de "horizontes de sucesos",

todos ellos sin  una clara

definición para la vista

pero cuajados de luz

auténtica.

Una luz original

aparentemente débil

como las mortuorias

de nuestra pobre especie

o una luz ampliada

como mariposas de nácar.

Mataría a cualquiera

ese fulgor

con sólo aletear 

cerca los ojos.

Los ojos que cerramos

Al prójimo

como si efectivamente

se apagara toda luz

al morir y quisiéramos

protegerlo de su claror

fantasmal.

Luz viva

en el luto

de la oscuridad

relente amenazante

en el filo del charol

Luz en apariencia

extinta

en el agujero negro,

con una avidez

por su presencia, al estilo

del corazón

en un charco

que demanda piedad.

Luz como las estrellas

que fulgen como

sedientos fantasmas

tras haber entregado

su alma de seda a Dios.

Paupérrimos

Seres humanos

burlados

miles de millones de años

antes de su Jesucristo.

Ahora convertido

en una chispa

sin fe.

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4 de abril de 2017
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Poema 118

El cuerpo es,

se dice,

donde vivimos.

Y claro que no es exacto.

El cuerpo es donde habita

la vida entera y el yo flamante.

La existencia exhausta

que absorbe por sus

junturas  y porosas superficies

la vida

de otros y otras,

para escupirlas

o hacerlas sonreír.

Otros seres y otras cosas

merodean al cuerpo

pero la salud que llega

o la enfermedad

son la tinta

de colores

(tinta china, a menudo)

que le concede

una evidencia provocadora,

mollar.

Más que la buena salud,

casi imperceptible,

la enfermedad

entusiasma el clamor del cuerpo,

lo marca sin confusión.

La enfermedad nos viste

de una rara distinción

Nos inviste,

nos define,

nos circunvala.

Fuera se halla

cualquier otro ser vivo,

en el cuerpo enfermo

se halla el grado  

importante de la luz.

La luz verdadera y su iridiscencia.

El dolor y su rúbrica.

La muerte deslizándose

Como una seda.

Incluso el cerebro

que trata de comportarse

con alguna independencia

encimado en su trono, 

no podrá soslayar

el destino que el bulto

de la carne más vulgar

impone como

testigo de unidad.

Unidad de la materia

personal

llamada cuerpo.

Alegre en las verbenas

con orquesta y bailes.

Unidad de la pena y sus moirés

Unidad para amar

sin visible resquicio.

Unidad, sobre todo, para ser odiado

como un todo sin excepción.

Cuerpo mío.

Cuerpo enajenado

del granel.

Propenso a la soledad,

a la ira incólume,

a la desesperanza

y no tanto a la salvación.

Vulenerable, expuesto,

desarmado de recursos

seguros.  

Cuerpo líquido bebiendo

la humedad 

o los aguaceros.

Cuerpo mío

que recibiendo

emanaciones ajenas

las traduce en células

de su particularidad.

Cuerpo absoluto,

cuerpo inocente e impío,  

fardo complejo que

sucumbiría íntegro

con tan sólo

arrimarle un puñal.

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3 de abril de 2017
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Poema 117

 

Hay periodos salaces,

en los que el cuerpo

obsceno

entra en salazón.

De esos plazos,

muy arduos de prevenir,

se desprende

una versión especial

del fuego

sin olor,

con dolor y sin  calor.

Sensaciones que van taponando

los sentidos

como bolas de opio

a punto de estallar.

Amenazas de una inminente

destrucción completa.

Sin residuos, sin huellas.

Sin narración.

Ni siquiera el rastro

melifluo

de la experiencia

obscena

traspasando la carne

como una lengua 

o una llaga

animal.  

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31 de marzo de 2017
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Sport y exterminio

Volviendo a los onagros y a su sorprendente desaparición de la península ibérica a finales del siglo XVI quizá convenga dar un toque de atención a quienes consideran la caza como una práctica deportiva. En la página 46 del libro de Louis Mercier La Chasse et les Sports chez les Arabes, publicado en París en 1927, podemos leer: “...la persecución de los onagros, seguidos por hermosas y ágiles cabalgaduras, fue caza favorita entre los musulmanes. El rey selyúcida Al-Jillal al-adil, siglo XI, era un apasionado de la cacería de onagros a los que perseguía incansablemente. Abatió tal número de ellos que llegó a construir una torre con los cascos de sus víctimas mezclados con cuernos de gacelas. Esta torre fue llamada al-qurum, es decir torre de los cuernos, y llegó a verla, en el siglo XIII, el historiador Ibn Jallikan.”

 

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30 de marzo de 2017
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Poema 116

Laminábamos el dolor

para absorberlo

en suaves obleas

de tonos azules.

No era menos intenso

el daño, al final,

pero se recibía,

al principio,

como una

caricia femenina

en el paladar y la lengua

maternal.

Boca que ardía como una hoguera

y se llagaba entera 

hasta no dejar

un resquicio por donde

pasar el paliativo

de un humedal.

Una cavidad que,

de no existir antes

en la consciencia,

se convirtió en el horno perfecto

de un buque ardiendo. 

Una embarcación

en la que me encontraba 

preso y humillado.

Y una navegación

por completo

imposible de abandonar

fuera mediante una fuga

nocturna,

con la luna refrescante,

o un naufragio

imposible,

amanecer tras amanecer. 

 

 

Ni hundirse en las frescas aguas

 De ultramar.

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30 de marzo de 2017
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