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El jardín de los Finzi-Contini

Uno de los rasgos que mejor definen a las grandes novelas es que no solo admiten sucesivas y provechosas lecturas a lo largo de la vida sino que en cada una de tales lecturas ofrecen un plus, algo que ya estaba ahí desde el primer encuentro con ellas pero que ha permanecido oculto, quizá porque la atención –aunque sería más justo decir la emoción– del lector estaba centrada en cualquier otro aspecto que entonces atrajo más su interés.

                En relación a  la nueva ocasión de leer El jardín de los Finzi-Contini que ofrece ahora la editorial Acantilado, el elemento nuevo y diferenciador me lo ha proporcionado Henry Janes con una observación incluida en su prólogo a Roderick Hudson y que acabo de leer por casualidad. Según James el principal problema de un novelista consiste en la decisión de dónde poner fin a las peripecias de sus protagonistas porque “en realidad”, dice, “las relaciones entre ellos no terminan nunca y le corresponde por tanto al autor encontrar la forma de trazar un círculo dentro del cual “parezca” que todo ha terminado”. Como ejemplo fallido, James menciona El jardín de los Finzi-Contini porque, alega, al haber tomado como asunto narrativo la suerte de un grupo de judíos en la Ferrara fascista de finales de los años 30 y principios de los 40, Bassani renunció a su derecho a cerrar el círculo donde literariamente le parecía más conveniente y dejó que fuera la Historia (encarnada en esta ocasión por el  Holocausto), quien pusiera el punto y final. O dicho de otro modo: como a estas alturas de la vida pocos lectores habrá en el mundo, y esto lo digo yo, no Henry James,  que si leen una novela sobre judíos no sepan de antemano qué les va a pasar a los protagonistas  si andan por ahí cerca Mussolini y Hitler, también sabrán  desde el inicio del libro cómo y cuándo se cerrará en torno a ellos el siniestro círculo, con independencia de lo que deseen, busquen, luchen o sueñen. Su suerte está marcada y no hay escapatoria posible. Y en ese sentido, El jardín de los Finzi-Contini sólo sería una ordalía o representación visual de las vicisitudes por las que atraviesan unos reos hasta la consumación de su condena.

                Quien decida averiguar hasta qué punto es certero en este caso el juicio de Henry James comprobará que Bassani es mucho Bassani y que si desde 1962 (fecha de la publicación en Italia) se han realizado innumerables ediciones y traducciones a la principales lenguas del mundo no es fruto de la moda o la casualidad que El jardín de los Finzi-Contini continúe siendo considerada una de las grandes novelas del siglo XX. Y comprobará asimismo que Bssani se enfrenta casi de inmediato al problema del dichoso círculo recurriendo a una estructura narrativa basada en  un juego sutil de equívocos y alianzas con un lector al que sabe inevitablemente resabiado y alerta. En este sentido, si tampoco es casual que en el primer párrafo del prólogo el narrador manifieste su viejo deseo de escribir acerca de los Finzi-Contini, es decir, sobre esa familia y quienes tuvieron trato con ella, su fastuosa casa y los  jardines, el gran mausoleo, etc, todavía es menos casual que en el último párrafo del mismo prólogo, y en un tono tan frío y distante como si fuese el informe sobre  una cuestión que no le concierne, el autor manifieste que en el otoño de 1943 todos los miembros de la familia Finzi-Contini (Micòl, la segunda hija; su padre, el profesor Ermano; su madre, doña Olga, y la señora Regina), fueron deportados a Alemania y “quién sabe si encontraron sepultura alguna”. Por lo tanto, nada de dudas ni incertidumbres, ni tampoco la menor opción a la intriga de si habrá final feliz.  

                Sin embargo, y aquí empieza el juego de espejos o la sutil maraña de equívocos y alianzas, no se trata de una novela más sobre el Holocausto. Por descontado que aquella hecatombe está de continuo presente y por descontado que también juegan un papel decisivo en el desarrollo de la acción las sucesivas leyes que el gobierno fascista de Mussolini fue dictando bajo las homicidas presiones de Hitler. Pero, casi al principio del libro, cuando el narrador, todavía un adolescente, se topa con una niña de cabellos de oro encaramada en la tapia trasera del jardín de los Finzi-Contini, bastan unas pocas páginas para intuir que lejos de ser un hecho trivial, ese  encuentro  va a ser un suceso decisivo para ambos, y no se precisa un exceso de perspicacia para adivinar por dónde va a pasar el círculo que cerrará su trágica historia de amor. Lo que ocurre es que, y seguimos con el sutil juego de equívocos y engaños, la instancia última, lo que contra todo pronóstico pone fin al relato amoroso no es la temible cámara de gas porque más o menos a mitad de la historia, cuando el ardoroso amante cree llegado el momento de consumar sus más desenfrenadas ansias, no sólo no obtiene la menor respuesta por parte de la amada sino que ésta, que ni siquiera ha llegado a cerrar los ojos durante los más fogosos embates, le pide con toda cortesía al alicaído amante que haga el favor de quitarse de encima porque necesita respirar. Tan desgraciada actuación obliga al  pobre enamorado a reconocer, “en un súbito y terrible arrebato, que la estaba perdiendo, que la había perdido”.

                Otro de los ejes fundamentales de la historia es la razón por la que, después de una larga serie de gestos y mensajes contradictorios y que han impulsado al narrador a creerse correspondido, comprende que ha sido derrotado. Ya digo que las pistas falsas y los malentendidos son continuos, pero en contra de lo que pueda parecer, dado el destino nefasto que desde antes incluso del prólogo aguarda a la protagonista, si ésta rechaza al narrador es porque, dice ella tras el frustrado avance físico, el amor sólo es apto para gente decidida a superarse mutuamente, un deporte cruel y feroz, que se practica sin excluir golpes y sin preocuparse nunca, para mitigarlo, de la bondad de ánimo y la honestidad de los propósitos. 

                Como cabe deducir de semejante concepto del amor, quien así lo concibe parece estar apostando por una vida compleja, rica, luchada de principio a fin, sin compasión por los débiles  y sin ambigüedades respecto a la apuesta realizada. Es decir, una aspiración vital radicalmente impropia de alguien que cierra el circulo y da por finalizada una relación con absoluta independencia de si está o no a las puertas de la cámara de gas.

 

El jardín de los Finzi-Contini

Libro tercero

Giogio Bassani

Traducción de Juan Antonio Méndez

Acantilado

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14 de octubre de 2017
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Efeméride

Hoy cumplo ochenta y siete años. Una de las ventajas que tiene alcanzar cierta edad es posibilitar la culminación de proyectos como, en mi caso, el mecanismo de clausura de sueños. Llevaba tiempo experimentando pero ha sido ahora cuando lo he rematado. Similar a una cortinilla de tela que al desatarle la cuerda oscurece una habitación, así puedo terminar con un sueño incómodo que, por cierto, siempre está relacionado con el mundo del automóvil: no recuerdo dónde dejé el coche aparcado en la ciudad extraña y si lo recuerdo el coche no está porque ha sido robado.    

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13 de octubre de 2017
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02-01-2013

Dominaba lo oscuro, lo siniestro.

Los rituales eran de sangre.

A merced del caos, con el rostro pegado a la tierra,

los hombres imploraban a la deidad negra

la gracia de la supervivencia.

Sin embargo, luego, lentamente, con un esfuerzo infinito

que se grabó en muchos siglos,

los hombres alzaron la cabeza

para mirar cara a cara la existencia.

Así bautizaron sus sensaciones

con nombres que se hicieron pensamientos.

El caos reculó, sorprendido

por aquellos seres insignificantes pero decididos,

y el sol iluminó las lagunas sangrientas.

Nombre a nombre, en duelo con el terror,

se construyeron los castillos en el aire

donde mirar al cielo desde más cerca.

Con todo, el peligro siempre acecha.

Si los nombres huyen de nosotros

caerán aquellas frágiles fortalezas

y, como en los tiempos del fango,

dominará lo oscuro, lo siniestro.

 

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13 de octubre de 2017
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30-12-2012

He tratado de saborear

la vida que me ha sido ofrecida,

exprimiéndola, como al limón amargo,

verde antes de madurar

y amarillo, luego, en su culminación,

o, como al moscatel de septiembre,

atrapando entre los dientes

los dulces granos de uva.

He procurado beber los jugos de la vida.

Pero sé que no quedaré saciado.

Por eso no me importaría empezar de nuevo.

Ni siquiera me importaría

retroceder humildemente

y ponerme en la cola de los milenios

para avanzar con paciencia,

de forma en forma,

de especie en especie,

hasta volver a vestirme con la piel de hombre.

 

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12 de octubre de 2017
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Puntas de lanza

Hace casi cincuenta años, Carmen Echave, madre de la popular Rossy de Palma, una mujer dotada de espíritu juliovernesco, le dijo a su hija que se no se preocupara por tener un ojo de cada color: “seguro que, cuando seas mayor, inventan las lentillas de colores”. Y así fue, aunque la artista nunca tuviera que recurrir a ellas pues convirtió su complejo en autodeterminación. Por aquel entonces la sociedad creía firmemente en los milagros del progreso: todo aquello que parecía imposible o se nos hacía ingrato acabaría por ser eliminado. Yo recuerdo que, en aquellas cabinas de depilación del pleistoceno, cuando te hacían llorar de dolor tendida sobre papel de estraza, pensaba que más pronto que tarde se inventaría un método indoloro contra el vello indómito. Y llegó el láser. Entonces imaginábamos también que bastaría con que nos implantaran un microchip para poder hablar chino o ruso. Y que los robots nos limpiarían la casa, y hasta reconocerían nuestra huella dactilar para abrir la puerta.
 
Según donde hubieras nacido, tenías más o menos libertades, pero en aquella época era impensable que los gays se casaran, ni tan siquiera que se besaran por la calle de una forma natural, doméstica, sin aspavientos ni disfraces. Que un perro o un gato pudiera viajar en el metro parecía más propio de las fábulas orwellianas; y, por fortuna, los entonces llamados ‘subnormales’, pasaron a personas con capacidades diferentes -que cada vez se incorporan más al mercado laboral sin ser tratados con esa conmiseración que tanto les limita-  aunque se conserve el viejo término en el diccionario, el cual sigue ilustrando a posteriori el desarrollo de nuestra sociedad. Pensemos por ejemplo en la definición de ‘mujer’: “persona del sexo femenino”. Parecerá sensata a la mayor parte de los lectores, pero hay quien se siente incómodo con ella. Hace unos días, el profesor Ilan Stavans contaba en New York Times que se la mostró a un grupo de estudiantes de entre 18 y 22 años, y casi todos estuvieron inconformes. Propusieron otra: “persona que se identifica con el sexo femenino”. Esgrimieron el binomio sexo-género, atributo biológico y constructo cultural, para concluir que una no nace mujer, sino elige serlo.
 
El  progreso en este siglo XXI no puede dejarse solo en las manos de científicos y economistas, médicos e ingenieros. Su evolución pasa ineludiblemente por el bienestar material, social, moral e intelectual de los ciudadanos Y los retos que se nos plantean (de la consecución de la igualdad plena a la amenaza del cambio climático, pasando por las migraciones masivas o los conflictos motivados por credos religiosos extremos) requieren no solo de términos nuevos, sino  de odiseas cotidianas cuya fe y modernidad son capaces de mover montañas de prejuicios. 
 
Según donde hubieras nacido, tenías más o menos libertades, pero en aquella época era impensable que los gais se casaran, ni tan siquiera que se besaran por la calle de una forma natural, doméstica, sin aspavientos ni disfraces. Que un perro o un gato pudiera viajar en el metro parecía más propio de las fábulas orwe­llianas; y, por fortuna, los entonces llamados “subnormales” pasaron a personas con capacidades diferentes –que cada vez se incorporan más al mercado laboral sin ser tratados con esa conmiseración que tanto les limita– aunque se conserve el viejo término en el diccionario, que sigue ilustrando a posteriori el desarrollo de nuestra sociedad. Pensemos por ejemplo en la definición de mujer: “persona del sexo femenino”. Parecerá sensata a la mayor parte de los lectores, pero hay quien se siente incómodo con ella. Hace unos días se la mostré a un grupo de estudiantes de entre 18 y 22 años y casi todos estuvieron inconformes. Propusieron otra: “persona que se identifica con el sexo femenino”. Esgrimieron el binomio sexo-género, atributo biológico y constructo cultural, para ­concluir que una no nace mujer, sino que elige serlo.
El progreso en este siglo XXI no puede dejarse sólo en las manos de científicos y economistas, médicos e ingenieros. Su evolución pasa ineludiblemente por el bienestar material, social, moral e intelectual de los ciudadanos. Y los retos que se nos plantean (de la consecución de la igualdad plena a la amenaza del cambio climático, pasando por las migraciones masivas o los conflictos motivados por credos religiosos extremos) requieren no sólo términos nuevos, sino odiseas cotidianas cuya fe y modernidad son capaces de mover montañas de pre­juicios.
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11 de octubre de 2017
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27-12-2012

Después de todo,

quizá lo que se ha desvanecido,

casi imperceptiblemente,

haciendo mutis por el foro

como las grandes divas

que, viejas y cansadas,

se retiran con discreción del escenario,

sea la Palabra,

y ahora hemos empezado ya a acostumbrarnos

a vivir sin Ella,

huérfanos de quien nos engendró

como habitantes libres de la Tierra

y nos alentó a sobrevivir toda penuria,

vencidos a los ídolos,

ignorantes de nuestra propia orfandad,

desdeñosos con la luz,

hijos de un nuevo tiempo

de dioses sordos y hombres mudos.

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11 de octubre de 2017
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Día Ciego

Esta columna se publica el día en que Puigdemont amenaza con proclamar la república catalana. Ignoro si lo hará y si el Gobierno se decidirá de una vez a meterlo en la trena. De modo que dedico este espacio minúsculo a mi propia independencia.

Nos reunimos con Rafael Sánchez Ferlosio en la curiosa cafetería china donde solemos hacerlo. Está un poco doblado, torcido, encorvado, pero recio y lúcido. En noventa años ha tenido ocasión de ver todo lo posible y lo que ya nunca será probable. Ha conocido los campos yertos de la meseta y los jardines italianos, ha vivido en el palacio del doctor Camisón y se ha bañado en los ríos transparentes de Coria, ha sido señorito y escritor, guapito de tertulia y viejo león, gramático y samurái. Pero sobre todo ha entendido como nadie en su siglo el espíritu del castellano.

Tomás le pregunta por el volumen de la Historia natural de Plinio que falta en la obra completa que un joven Ferlosio regaló a su padre. Parece que es el dedicado a las corrientes marinas. Breve apunte sobre las corrientes del Atlántico y las del Pacífico, tan opuestas. Luego, los sonetos de Belli que tradujo García Calvo y la inconveniencia de usar la palabra "peatón".

Y comparece su gemelo, Juan Benet, el otro que vivió en la intimidad de la lengua castellana hasta morir. Comenta Tomás la página que publicó Ferlosio sobre Volverás a Región en 1983. Al llegar a casa la releo. Con ojo exacto contrasta Ferlosio paisajes de sol y de viento: "Los prismas de las casas no serán definidos por un sol que se recorte en las aristas, repartiendo las caras de la sombra y las caras de la luz, sino por el viento, que hace gemir esquinas y cumbreras, igual que el arco del violín las cuerdas". Prosa que, como el arco de un violín, hace gemir la lengua.

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10 de octubre de 2017
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07-12-2012

¡Qué libre es el pensamiento

aquí, en los cielos, entre los ángeles,

y qué despreciables parecen las cimas de las montañas!

¡Qué libre es el pensamiento

aquí, en las cumbres, junto a las águilas,

y qué despreciables parecen los rebaños de los verdes prados!

¡Qué libre es el pensamiento

aquí, en el valle de los hermosos caballos,

y que despreciables parecen la ciudad y sus habitantes!

¡Qué libre es el pensamiento

en las calles construidas por los hombres,

y qué despreciables parecen las cloacas, reino de las ratas!

¡Qué libre es el pensamiento

bajo la pútrida protección de la alcantarilla,

y qué despreciables parecen los infiernos tutelados por demonios!

¡Qué libre es el pensamiento

con la turbulenta protección diabólica,

y qué despreciables parecen los cielos y sus ángeles!

Cuando se ultima el giro de la rueda

llega hasta nosotros el descubrimiento decisivo.

No son los ángeles o las águilas,

o los caballos o los hombres,

o las ratas o los demonios,

los que hacen libre el pensamiento.

Eres tú quien lo hace,

dondequiera que estés,

y sin importar la compañía.

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10 de octubre de 2017
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La tercera jornada laboral

uando estaba en plena campaña y todos la dábamos por ganadora, recuerdo que Carme Chacón me alertó de los obstáculos de Hillary Clinton: “Demasiado bótox. Nadie se cree su sonrisa, tan artificial. Eso juega en su contra, aparte de estar sobrepreparada”. En verdad, el gesto concienzudo de la candidata a la presidencia con mayor pasado político se había conver­tido en una mueca congelada, mientras su excelencia curricular la lastraba: ya se sabe que las políticas sabiondas nunca han gustado. En cambio, entre los hombres, ni másters ni referencias abruman, te apellides Macron o ­Trudeau.
El caso es que ahora Hillary Clinton, en su libro What happened (Simon & Schuster), ha reconocido que entonces le cayó encima un equipo de asesores de imagen empeñados en sacar su mejor rostro. Un total de 600 horas –el equivalente a 25 días– se entregó Clinton al contrachapado durante aquella campaña. Y hoy lo lamenta. El tan esgrimido argumento freudiano de la envidia del pene se concreta hoy en la facilidad que los varones tienen a la hora de mostrarse en la escena pública. A Clinton no le sirvió de nada su sacrificio. Leía, escribía o llamaba por teléfono mientras le hacían las mechas o le tapaban las ojeras, porque el día en que no iba maquillada saltaban las alarmas: mala cara, enfermedad, decrepitud. Hace unos días confesaba a Paris Match que, cuando perdió, contra su propio pronóstico, tuvo que dar varios paseos por el bosque y hacer mucho yoga para recuperarse del shock: ella se había preparado, vestido y peinado para ganar, pero todo falló. Imagino que fue entonces cuando empezó a contar mentalmente las horas que pasó secuestrada en nombre de lo que Naomi Wolf definió a comienzos de los noventa como la tercera jornada laboral.
De jóvenes, a menudo pensamos que la coquetería es una forma de estar del lado de la luz, mientras que en la madurez importan más las sombras. Intentamos simplificar aquellos rituales de tocador, economizando tiempo y dinero, sabedoras de que el mundo seguirá siendo igual de imprevisiblemente errático por mucho que te pintes los labios de rojo. Hoy se insiste en un oxímoron ampliamente aceptado: maquillaje natural. “Buena cara”, dicen los profesionales, aunque siempre vayan más allá y acaben teatralizando tus párpados. Las mujeres que no suelen maquillarse, como Ada Colau, desafían al estrecho corsé de la representación femenina. No obstante, cuando en un plató de televisión les matizan los brillos y les elevan las pestañas, entran con mayor armonía no sólo en el guión, sino también en el imaginario universal, que nada tiene que ver con las tendencias de moda, ni por supuesto con la originalidad –siempre reñida con el poder–, sino con el dictado de una corrección que sigue cuestionando a aquellas mujeres públicas que se atreven a transgredirla.
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9 de octubre de 2017
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09-11-2012

Cuando los hombres leían la Biblia,

por piedad o por goce poético,

en la iglesia, en la escuela

o en la solitaria habitación de un hotel,

tras extraer el libro

del cajón de la mesilla de noche,

para leer unas líneas

justo antes de apagar la luz,

pronto o tarde se encontraban

con la misteriosa escalera de Jacob,

y con sus ángeles desplazándose

como graciosos arlequines

entre cielo y tierra.

Y por un instante, en efecto,

cielo y tierra quedaban unidos

por un presentimiento o un sueño o un recuerdo,

y el mundo de repente se hacía distinto,

quizá más habitable, quizá más luminoso,

algo mejor sin duda,

aunque fuera únicamente mientras duraba el eco de las palabras

en los solitarios acantilados de la conciencia.

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9 de octubre de 2017
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El Boomeran(g)
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