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Un amigo

Yo quería titular esta columna Un maestro,pero me dio apuro el rebote que se pegaría Agustín García Calvo bajo las malvas y el susto de la gente que podía estar paseando por el cementerio. Porque era como los antiguos maestros de pueblo que querían apartar de su beocia a cazurros como yo. Y también un amigo, aunque al final era tan furiosamente anarquista que ya no aceptaba ni eso. O así decía, pero luego era pura fratría.

Lo traigo aquí porque unos años antes de morir publicó 37 adioses al mundo (Lucina) en los que se despidió de 37 asuntos, elementos, instituciones o entes que habían amargado su vida. Uno de ellos era el que hoy nos ocupa. Así se titula el apartado: ¡Adiós, idiomas, callaos ya! Es bueno leerlo, aunque uno carezca de impulsos anarcos, porque es un juicio expresado por uno de los mayores pensadores españoles del siglo XX. Si bien su especialidad eran las lenguas clásicas, Agustín fue uno de los lingüistas más audaces de su tiempo. Así pues, un hombre que conocía como nadie los laberintos lingüísticos, que había escrito abundante poesía y teatro en verso, que se distinguió como traductor levantisco, al final de su vida llegó a aborrecer los idiomas.

Porque los idiomas no son el lenguaje, sino un modo de estar en el mundo que manipulan los tiranos para arrodillarnos ante una identidad. Algo, para Agustín, abominable, pero indispensable para los ultras de derecha e izquierda. Él vivió el chantaje de los idiomas en la España de la Transición y la estrechez de una pobre gente necesitada de identidad. Como aquel nacionalista andaluz que en un congreso sobre el asunto exclamó atribulado mirando con arrobo a los catalanes: "¡Ustedes no saben lo que es vivir en un país sin idioma propio...!".

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27 de septiembre de 2017
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Comer paisaje

La falsa ejemplaridad se exhibe pesante, igual que una cortina de terciopelo, escondiendo las humedades de la pared, al tiempo que la mentira social se utiliza para enmarcar la cara A de valores como éxito o liderazgo, y para borrar su cara B: fracaso y defenestración. Entre los famosos se ha puesto de moda afirmar que uno se cuida mucho, que come sano, hace yoga, duerme ocho horas y de vez en cuando ayuna. Lo repiten hasta la incredulidad en las revistas del corazón: su belleza y su triunfo se deben a lo bien que se alimentan y a que bailan zumba. Nunca confiesan debilidades, aunque en España –y en el mundo entero– crezca al galope el uso de antidepresivos para que sus consumidores puedan levantarse de la cama. Hijos de los noventa que somos, conocimos de cerca la inflación de los malos hábitos y de sus estragos, y fuimos testigos del exceso, entendido como una manifestación del impulso de muerte, que según Freud es el principio fundamental de todos los demás impulsos. Hoy, en cambio, asistimos al triunfo de lo mal llamado orgánico (que tan sólo significa que está compuesto de carbono y, por tanto, vivo), de la glorificación de lo verde hasta el aburrimiento, y recuerdo aquella frase de la ocurrente Nati Mistral: “Yo no como paisaje”.
No es de extrañar que mujeres célebres como Arianna Huffington o Gwyneth Paltrow cambiaran de tercio con pasmosa naturalidad. La creadora de The Huffington Post dejó atrás su vida de superjefa disruptiva y dedica su tiempo a promocionar el buen dormir y a prac- ticar una higiene del sueño. Y la actriz, que cada vez se prodiga menos en la gran pantalla, ejerce como una gurú
del wellness tan controvertida como próspera.
Aceptemos que todo el mundo tiene una forma de consumir la ansiedad; unos a base de Trankimazin y otros de cúrcuma y jengibre. Hay gente que malcome y bebe cuando nadie les ve, ni ellos mismos son capaces de captar la imagen de su abandono, y en cambio es cuando más libremente cabalgan sobre ese impulso de muerte que cada uno maneja de la forma que puede. Ahí están los nuevos jinetes del asfalto, esos corredores insumisos que luchan contra el colesterol, la grasa y, sobre todo, la ansiedad. Yo me cruzo con varios de ellos cada mañana: avanzan desmadejados, con la mirada perdida y una respiración húmeda, a punto de llegar a la meta de sí mismos.
En esta anhelada burbuja de oxígeno puro, la salud se ha convertido en un horizonte inalcanzable. En ninguna otra época habíamos apreciado un cuidado tan obsesivo de uno mismo. Porque es cierto que la persona gramatical se ha desplazado: primero tú, luego los otros. Y la ideología del bienestar lo admite como políticamente correcto.
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27 de septiembre de 2017
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26-07-2012

El anacoreta llegó a la isla deshabitada
-apenas un kilómetro cuadrado en medio del Egeo-,
y enseguida se puso a la tarea
de construir una pequeña ermita
en un promontorio de roca calcárea.
Rezaba, pescaba para alimentarse y construía.
Construía tanto como rezaba.
Tardó tres años en tener su ermita.
Y en un atardecer tempestuoso
el único rayo que cayó en la isla la quemó.
Reinició su labor.
Rezaba, pescaba, construía.
Como ya tenía experiencia
en dos años vio terminada la nueva ermita.
Y en una madrugada
un terremoto súbito la derribó.
Empezó de nuevo.
Pescaba y construía tanto como rezaba.
Al conocer muy bien su quehacer
en un año tuvo ultimada su obra.
Ahora mira al cielo y al mar
con una confianza ilimitada
pues está convencido de sus fuerzas:
si algo, otra vez, la destruye,
bastará un día, un sólo día,
para reconstruir su hermosa ermita.
Esa era la fe que buscaba al llegar a la isla,
y esa fe le ha sido concedida.

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27 de septiembre de 2017
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El final del hombre

Teníamos detectives un tanto cínicos y muy dados al whisky pero que en el fondo eran marlowianamente sentimentales. Había viejecitas encantadoras que desentrañaban horribles crímenes cometidos por los mayordomos de mansiones aristocráticas. Y otros fachas que lo resolvían todo tirando de pistolones temibles. Los había cinematográficos, televisivos e incluso estaba el inspector Maigret. Y al final llegaron los nórdicos, unos tipos tristes que vivían de café frío y pedazos de pizza recalentados mientras resolvían unos crímenes espeluznantes  cometidos por asesinos surgidos de unas sociedades que todo el mundo daba por envidiables en su orden cívico. Pero hasta Antonio Mercero a nadie se le había ocurrido inventar un detective/va transexual. Y el acierto es total porque aun sin proponérselo, y lo que es todavía mejor, sin saltarse los límites y  reglas de juego de la novela, El final del hombre irrumpe en territorios que dan tanto juego como puedan ser el machismo, el lento pero irreversible cambio de la percepción social de los paradigmas de hombre y mujer, la culpabilidad  o la responsabilidad que inevitablemente recae sobre los hijos que de la moche a la mañana descubren que tienen dos mamás, etc. Un lío, pero que no teman los adictos a la novela negra porque esta lo es.

 Mercero no pierde el tiempo para entrar en materia y ya en las primeras páginas se narra qué pasa cuando un talentoso y muy bien considerado inspector de policía llamado  Carlos Luna se presenta una buen día en comisaría vestido de mujer y con peluca y les comunica  a sus jefes y compañeros que a partir de ese momento  han de llamarle  Sofía. Que casi de inmediato salten chispas con sus compañeros indica la clase de ambiente que se crea en torno a Carlos/Sofía, y que si puede parecer discriminatorio no es apenas nada comparado con la reacción de los jefes, los más reacios de los cuales pretenden apartarle de inmediato  de sus funciones, aunque por suerte hay otros para los cuales un buen policía lo es con o sin peluca y presionan para que  siga ocupándose del caso que ya tenía asignado. Esa misma reacción de aceptación y rechazo se irá repitiendo durante la complicada y a ratos laberíntica investigación.

Y como no podía ser menos, el misterio a desentrañar es  adecuadamente endiablado: Jon,  hijo de un famoso escritor de novelas históricas llamado Julio Senovilla, ha aparecido con un cuchillo clavado en el vientre cuando estaba solo en casa y en apariencia ningún pariente o conocido le visitó la noche anterior. Tampoco se observan signos de violencia o de que el móvil haya podido ser el robo. Era un chico en apariencia normal, y no se le conocían  amistades peligrosas ni actividades conflictivas susceptibles de haberle conducido a un violento final. Por su parte, además de muy conocido, el padre escritor pertenece a una familia aristocrática y bien conectada en las altas esferas, razón por la cual las pesquisas deben realizarse con toda clase de precauciones para no suscitar quejas a la superioridad, sobre todo a partir del momento en que se filtra a la prensa que el inspector encargado de resolver el caso es un transexual.

Sin embargo, y  pese a las apariencias y las dificultades iniciales, no tardan en surgir grietas y contradicciones entre las diferentes personas que forman el entorno del joven asesinado. Y ahí están vecinos  de los Senovilla, los Bálmez, una familia conflictiva: el padre, un abogado de postín,  pega unas palizas tremendas a su esposa y tienes aterrorizadas a sus hijas. Alejandra de 22 años y novia de Jon, no es trigo limpio y su agitada vida sentimental deja mucho que desear,  mientras que la otra, Mara, es una niña de doce dotada de una fantasía algo perversa porque parece estar convencida de que Jon corteja a su hermana sólo para poder estar cerca su verdadero amor: la propia Mara.

La historia se complica cuando Sofía descubre los lazos que unen a Julio Senovilla con el jefe de la familia Crory, un hombre obsesionado con el glorioso pasado medieval de su familia, o todavía peor, cuando sale a la luz un oscuro accidente de tráfico ocurrido en el pasado  y que le costó la vida a varios hijos de ambas familias. Como corresponde a una buena trama de novela policial, Mercero pone en juego al número de sospechosos suficiente como para dar ocasión al clásico juego del ratón y el gato entre el autor (que lanza al ruedo toda clase de pistas falsas) y el lector, obligado a desechar candidatos hasta descubrir (si hay suerte) al asesino.

Aparte de estar muy bien escrita, y desarrollada con la competencia que le confiere a Mercero su larga experiencia como guionista, hay personajes secundarios, como Natalia, la ex esposa, o Dani, el hijo adolescente de ambos, o la propia Laura, la pareja de Carlos de muchos años. A todos ellos les toca aceptar, por amor y fidelidad a la estupenda dualidad llamada  Carlos/ Sofía.

           

El final del hombre

Antonio Mercero

Alfaguara

 

 

 

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26 de septiembre de 2017
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Textos  sagrados

Naturalmente el cinematógrafo, como las demás artes, vuelve con frecuencia a sus primeros padres, releyendo, acoplando, malentendiendo adrede o desplegando los textos patrísticos que lo fundaron, así como los precedentes dramáticos y narrativos que el propio séptimo arte, por vía teatral, plástica y novelística, heredó de la antigüedad. No hablaremos aquí, dándola por sabida en la enseñanza media de la cinefilia, de la cantidad de edipos y medeas, helenas y ulises, de orestiadas de ciencia-ficción y apostolados del Apocalipsis post-nuclear, de cristos en la cruz y otros dioses que no dieron su vida para redimirnos. ‘El seductor', título español engañoso de ‘The Beguiled' (1971), fue a mi juicio una de las grandes películas del Hollywood de los años 70; la respuesta ‘mainstream' al cine de la conciencia amorosa atribulada que en aquel tiempo hacían gente como Bergman o Antonioni, dada por Don Siegel, antes solo un artesano de formidable instinto, al encontrarse con un impresionante reparto, un rico contexto (la encarnizada guerra civil americana, y dentro de ella la mordiente lucha de sexos) y un guión ambicioso a partir de una novela de Thomas Cullinam que desconozco, aunque conozco casi de memoria, como todo el mundo, la obra que le inspiró, ‘La casa de Bernarda Alba'. 

Ahora bien, aunque las peripecias del film son idénticas en muchos detalles (hasta en el número de las mujeres enclaustradas por Lorca en su drama), el novelista y sus confesadamente fieles adaptadores a la pantalla, John B. Sherry y Grimes Grice, tuvieron el talento de alterar la acción imaginada por el poeta granadino, metiendo en la mansión porticada donde trascurre la historia a su Pepe el Romano, es decir, al cabo del ejército de la Unión John McBurney; Siegel les sigue al pie de la letra. El joven deseado de la pieza teatral rondaba altivamente a caballo, sin voz ni rostro, las calles del pueblo andaluz, deteniéndose ante la reja de las doncellas más díscolas; en ‘El seductor' está malherido, quemado, barbado, hasta que las manos femeninas deseosas le sanan, le afeitan los pelos que le afean y admiran descaradamente su compostura física cuando puede dejar la cama de convaleciente y empieza a embaucarlas a todas, incluso a Amy, la niña que le salvó la vida. El soldado no deja indiferente a ninguna de las nueve habitantes del internado femenino, pero concede sus favores a las tres que pueden sacarle de su doble encierro; la fogosa alumna Carol, una Adela igual de decidida a perder placenteramente su virginidad, la modosa maestra Edwina, que sería la Angustias lorquiana, y esa tortuosa versión puritana de la Bernarda que es la madura y concupiscente propietaria del internado, Miss Martha.
 
Siegel, apoyado por Clint Eastwood, cómplice suyo en otras películas y productor de ésta, creaba desde el arranque en el bosque, con el beso que el cabo yanki ensangrentado le da en la boca a la niña, y poco después con la explícita metáfora de los huevos que las gallinas, alcanzadas por la virilidad del soldado, vuelven a poner en la granja, un complejo universo de deseo femenino, soterrado o no, incestuoso y lésbico en el personaje  de Miss Martha; algo que rara vez el cine americano industrial se permitía entonces. Hay que señalar, con todo, que Siegel, maestro en la plasmación de ámbitos sensuales, narrador vigoroso y punzante, magnífico director de actrices (Eastwood hace lo que puede en el registro introspectivo, que no es el suyo), sucumbe a la pretensión del ‘cinéma d´auteur' al modo europeo (centro-europeo, diría yo), manchando a veces la tersura galvanizante de su historia con unos torpes subrayados monologales y oníricos.  
 
 ‘La seducción' (2017) traduce mejor el original (‘to beguile' es engatusar, y el inglés deja, claro está, sin género definido el participio), pero se trata, por lo demás, de un trabajo anodino, pesante, amanerado, adjetivos que me cuesta atribuir a una cineasta que admiro enormemente, no sólo por la obra plena de originalidad y arrojo que fue ‘María Antonieta'. Sofia Coppola sabe muy bien que la sexualidad explícita y aun ‘desviada' ya no es tabú, y ella, valiente incluso en sus yerros, se propone reducir no sólo el número de mujeres, que pasa de nueve a siete, sino la temperatura tórrida que reina en el casón, así como la truculencia de los tres climax de agresión encadenados en el final. El recato erótico no aporta nada, y es devastadora la pérdida de la tensión racial al suprimir el personaje de la criada negra Hallie (que en la magnífica interpretación de Mae Mercer era uno de los puntos fuertes del film de Siegel). Según ese mismo rigorismo, Coppola limpia de sangre la amputación vengativa, aunque hay que reconocerle que la prefigura de manera sutil cuando vemos al convaleciente cabo (un insípido Colin Farrell) cortar un tronco con el mismo serrucho que le cortará a él el hueso. Y también contagia su austeridad a sus actrices, lo que en el caso de Nicole Kidman y Kirsten Dunst significa quedar anuladas, incluso sin compararlas, como yo hago, con las extraordinarias Geraldine Page y Elizabeth Hartman de Siegel.
 
 Y de su pregonada visión feminista, nada de nada. El film de Siegel era más radical en ese sentido, pareciendo a veces la Miss Martha de Page una personificación encubierta de Valerie Solanas, la exacerbada fundadora en los años 70 de SCUM, aquella violenta Sociedad para Castrar a los Hombres cuyos efectos sintió el pobre Andy Warhol. 
 
El fracaso rotundo duele más por tratarse de una historia, tomada por Sofia Coppola de los maestros antiguos, que le cuadra bien a su mundo personal volcado en los desajustes. Desajustadas hasta la muerte eran ‘Las vírgenes suicidas', pocas veces el cine ha dado imágenes más elocuentes de lo que es ser extraño a una lengua, a un paisaje, a una cultura y a unos modos de vida, como lo hace ‘Lost in Translation', y nunca el presunto biopic de un personaje insubstancial como María Antonieta ha propiciado un estudio tan profundo de la condición ‘pop'. En ‘La seducción' los hiatos, las intrusiones, la descompensación de los caracteres ni se ven, en el excesivo tenebrismo de la imagen, ni se sienten. Así que el evangelio según Don Siegel seguirá siendo la biblia del clasicismo erótico de Hollywood, y a Sofia deseamos reencontrarla, con o sin previa fuente sagrada, en la alta inspiración de que es tan capaz.
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26 de septiembre de 2017
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04-07-2012

¡Guionista de mis sueños!:
¿cómo podría atraparte, desenmascararte
y, conocida tu enigmática identidad,
juzgarte -como llevas años
haciéndolo tú conmigo-,
acusarte de tus delitos y delirios,
y, si es necesario, ejecutarte?
De lo que no puedes dudar, guionista,
es que en el veredicto
serías declarado culpable
de concebir desvaríos abominables,
de tender trampas
donde se precipitan la sensatez y la mesura,
de adornar la existencia
con el altar barroco de los vicios.
Serías condenado, guionista.
Aunque también debo reconocer
que, tú como director y yo como actor,
hemos pasado juntos momentos muy felices.

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26 de septiembre de 2017
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Mi tía, la abadesa

Mi madre aún recuerda al detalle el revuelo que se armó cuando su prima Anna María dijo que se metía a monja. Había estudiado Filosofía y Letras y tenía veintidós años. Hizo el noviciado con las dominicas de Reus pero, al cabo de un tiempo, le comunicó a su superiora que se sentía llamada a una vida de plegaria y de silencio. La probaron, creían que con su energía y su desparpajo no aguantaría. Anna María Camprubí ingresó en el monasterio de Santa Maria de Vallbona a los 29: su vida de clausura se resumiría en labor y oración. De pequeños, nos intrigaba saber si sólo se podía hablar con ella a través de una reja. Sólo la veíamos en los entierros; cantaba los salmos con un recogimiento que nos dejaba conmovidos. Ya ha cumplido los 75. Cada noche, a las ocho y media, cierra las puertas de madera del monasterio del que, desde hace 17 años, es la abadesa.
El pasado lunes saltó la noticia de que el monasterio de Vallbona cedía una sala del convento para votar el 1-O. La vimos por la tele y la escuchamos por la radio. Hablaba con rotundidad a los medios: “La libertad está dentro de cada persona”, “nos debemos a la tierra, el pueblo tiene que poder decidir su futuro”, “no tengo miedo, ni yo ni la comunidad”. La naturalidad con la que trataba el asunto parecía tan firme como su fe. Frente a la cámara hacía silencio y ponía caras de estupefacción, igual que mi abuelo, por la prohibición del referéndum. La llamé al monasterio en el horario permitido. Escuché como la avisaban por megafonía, oí los pasos, recordé el hábito austero. “No vivimos de espaldas al mundo: estamos en el mundo, pero no somos del mundo”, me dijo la tieta monja, y añadió: “El monasterio tiene que estar arraigado a la tierra, a Catalunya, es así desde hace 850 años”. También me contó que, de noche, los vecinos vieron una pareja de la Guardia Civil paseando alrededor del monasterio.
Desde entonces, han recibido centenares de correos: “Todo han sido felicitaciones excepto dos llamadas de teléfono que nos han puesto a caldo. Una de una señora de Barcelona: la atendió otra monja y la dejó turulata. La otra fue de un señor de Tarragona, muy enfadado”. Se presentó como católico, apostólico y romano, a lo que la priora le respondió que ya coincidían en algo. Después le dijo que Carme Forcadell tenía cara de demonio, a lo que ella contestó que demonios sólo conoce los de los Pastorets. “Y hasta me aconsejó que me preparara, porque seríamos las primeras en ir a la guillotina”. Le pregunté cómo se quedó al colgar: “Igual que antes, él tiene derecho a expresar lo que siente, pobre xicot, si le ha hecho sufrir tanto esto…”. Antes de despe­dirnos quiso saber qué tal en Madrid. Comentamos el nivel de enconamiento, y mi tía admitió que el asunto ya se lo han encomendado a Dios hace tiempo, que rezan por él cada día, incluso en la plegaria libre, en el huerto, en una tierra firme arrasada por el fuego del verano.
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25 de septiembre de 2017
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27-05-2012

Cuando cae la noche,
con el cadáver ensangrentado de Héctor al fondo,
el anciano Príamo, su padre,
y su matador, el terrible Aquiles,
comparten un único lamento
y luego, en silencio,
ensimismado cada uno con sus pensamientos,
también comparten la comida.
No pueden brindar
por una paz que nunca llegará,
pero al levantar las copas
sus miradas se cruzan
y, con ellas, el anhelo
de que un gesto de piedad
congele por un instante
el enloquecido tiempo de la mutilación,
dueño ya de todos y de todo,
de los hombres y de los dioses,
de los héroes y de los cobardes.
"Toma, Príamo, el cadáver de tu hijo,
para que puedas llevarlo a Troya
y darle las honras que merece.
Y, por favor, no olvides en tu oración
dedicar un momento a mi recuerdo,
pues muy pronto he de partir
para hacer compañía a Héctor, como hermanos".
Esta es toda nuestra Historia.
Entre carnicería y carnicería,
un acto de compasión nos redime.

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25 de septiembre de 2017
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Treinta y dos

En casa sólo estábamos mi padre y yo. Mi madre ya había salido a dejar a mi hermano a la secundaria y, sin imaginar la magnitud del desastre, al acabar el temblor lo dejó allí. Creo que apenas vimos caer algunos cuadros y un poco de yeso, pero, en cuanto salimos a la calle, vislumbramos el primer signo de la tragedia: la fumarola negra que ascendía desde los últimos pisos de la torre de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en Eje Central y Xola. Sin televisión, celulares o redes sociales, hube de esperar a que mi padre volviese de su primer recorrido por las calles aledañas para atisbar la destrucción.

            Yo tenía 17 años y creo que al día siguiente, durante la réplica, atestigüé por primera vez el pánico en los ojos de una de nuestras vecinas del edificio de enfrente: tendría más o menos mi edad y no paraba de gritar, llorar y sollozar, aferrándose a sus padres luego de verse obligada a bajar las escaleras a toda prisa. Nuestra colonia, la Álamos, sufrió severos daños: al menos tres edificios en mi cuadra se vinieron abajo y muchos más en las inmediaciones. Desde esa mañana, mi padre se la pasó atendiendo a los heridos de la zona y a la postre recibió la Medalla 19 de Septiembre. Todos tuvimos noticias de muertes cercanas: uno de mis compañeros de salón, la madre de otro y la hermana de uno más. También entonces descubrí la solidaridad: ese respingo que lanzó a miles a colaborar en el rescate y la reconstrucción sin aguardar las instrucciones del gobierno.

            Porque, si algo prevaleció en aquellas semanas por parte de las autoridades, fue la parálisis y la opacidad. Al dolor se sumó una rápida e inusual indignación pública: Miguel de la Madrid se demoró inexplicablemente en recorrer las zonas de desastre mientras Televisa parecía más preocupada por confirmar la resistencia de los estadios para el Mundial que por la suerte de las víctimas. Monsiváis tenía razón: una sociedad que el PRI se había empeñado en mantener desarticulada desde el 68 se organizó de pronto.

            Más que ante el terremoto, el gobierno parecía aterrado ante la reacción de sus gobernados. Y con razón: a la rechifla sufrida por el presidente en el Estadio Azteca meses después -burdamente silenciada por Televisa-, le siguieron las marchas que acompañaron a Cárdenas en 1988 y, de ahí en adelante, cada jaloneo mediante el cual la "sociedad civil" consiguió arrancarle más derechos y representación a un sistema agonizante hasta su derrota final en el 2000. Vista así, la reconstrucción de la ciudad emprendida desde 1985 se convirtió en el origen de la construcción de ciudadanía que hemos experimentado desde entonces.

            Desafortunadamente, esta historia con tantos lados heroicos no es sólo una historia de éxito. El ánimo cívico que transformó a la capital y al país halló su culminación en la alternancia, pero se quedó corto en sus metas: los partidos pronto se adueñaron de nuestra incipiente democracia, al tiempo que los restos del autoritarismo revivieron en la guerra contra el narco -y sus extremos, como Ayotzinapa-, combinados con una corrupción endémica amparada en un sistema de justicia inoperante.

            32 años después del sismo del 85, a esa sociedad civil le queda aún mucho por lograr. No hemos concluido el recuento de los daños cuando ya proliferan iniciativas para limitar nuestra perversa partidocracia. Vale la pena combatir por ellas: insistir en la reducción de los presupuestos de los partidos y la comunicación social del gobierno para emplear esos recursos en la reconstrucción, con los ciudadanos supervisando directamente el proceso. (Distinto a permitir que los partidos usen esos recursos, lo cual alentaría una inducción del voto aún peor que la del Estado de México.)

            Es momento de arrasar los últimos cimientos del viejo régimen y reedificar, sobre ellos, una estructura social más equitativa y un sistema judicial y de rendición de cuentas en verdad transparente y efectivo. Una lección de 1985 debe quedarnos clara en 2017: la movilización solidaria es capaz de arrinconar a los políticos.

             

@jvolpi

             

 

 

 

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24 de septiembre de 2017
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Naturalezas vivas

Los intelectuales firman un manifiesto mientras los independentistas conocen al fin el cuerpo de la Guardia Civil, que también habla catalán en la intimidad. Bueno, en verdad son intelectuales y artistas, la aristocracia del alma, la  brillantez que ilumina a quienes han interpretado a Shakeaspeare o han ideado brillantes visiones del mundo clásico y moderno. En el manifiesto leo, entre otras frases: "¡No participes! ¡No votes!". Y pienso en el mal uso del imperativo y su eco: esa orden constante que nuestro mundo que, o bien exige comprar, o no pensar, o paralizarse. No me digan que no es sumamente atractivo, por inaudito, imaginar a un intelectual suplicándote que no hagas algo. Tal vez sea esa la estrategia: lograr que uno acabe pensando que si te lo requieren Millás, Marsé, Marías o Marisa Paredes igual hay que atender a su ruego. Fueron más leídos los nombres en negrita que el texto; suele pasar.
 
Existe un Madrid empático con la causa catalana, deseoso de hallar una salida, incluso que caiga Rajoy, acaso la única solución a corto plazo para reorientar el conflicto. Pero hay otro Madrid áspero y bravucón, que está hasta las narices y habla de Cacaluña y otras marranadas. Mario Vargas Llosa presentó esta semana su libro "Conversación en Princenton" y en la rueda de prensa no dudó en tachar de “provincianos sin pies ni cabeza” a los catalanes soberanistas. 
 
Son tiempos de riesgos necesarios y suntuarios. Rihanna, madrileña por un día, presentó su colección de maquillajes para Sephora. La cantante afirma a la revista Elle que se arriesga tanto con sus vestidos porque "tengo que aprovechar mis pechos antes de que se me caigan”. La antigua sabiduría del carpe diem. Al mismo tiempo, nuestra mayor artista global, Rossy de Palma, presenta una colección-cápsula para Mac. La ha titulado “Frames”, ya que, según confiesa, “hay que ponerle un marco a todo lo que quieres, para enaltecerlo y darle una presencia". Ella lo logró con su nariz cyrana. 
 
Esta semana, la re-movida se rejuntó de nuevo para pasar la tarde en la Fresh Gallery del barrio de Salamanca. Allí, aún con calor tropical, se inauguraba  la muestra "Bodegones Almodóvar", un periplo autobiográfico desde la cocina del cineasta. Todo empezó la pasada Semana Santa, cuando se puso a hacer fotos en su cocina para combatir el tedio. De repente sintió una excitación: “admiraba la pintura al temple de la pared, el corián blanco de la encimera, como si fuera la primera vez que los veía”. Jarrones con formas femeninas, el mundo de la infancia, figuritas de Malevich, membrillos, kiwis, estampados de Fornasetti y un enchufe que aparece en casi todas las obras resumen el diálogo entre lo orgánico y lo estático. Su poética de lo cotidiano aúna intimidad y confidencia. “Uno no puede mentir cuando está en la cocina” afirmaba el director acompañado por un grande: Antonio López, a quien dedicó la muestra. También estaba Soledad Lorenzo, que me riñó: “ya no hay que decir que estamos bien a pesar de tener 80 años, es lo normal”, además de Bibiana Fernández, Màxim Huertas, Félix Sabroso, Palomo Spain, Mario Vaquerizo y toda el clan que representa el el artisteo chisposo brindó por su Almódovar en la galería de la argentina Topacio Fresh y su marido, el catalán Israel Cote. 
 
Pedro Almodóvar, a pesar de todas sus leyendas, en la distancia corta es un hombre encantador e ingenioso. “Al no ser profesional, solo he querido trabajar con luz natural. Me dije: que sea Dios quien lo ilumine todo”. De esta forma le hacía un guiño al Padre Ángel, a cuya organización, Mensajeros por la Paz, irá destinado lo que se recaude con la venta de las piezas. “Hoy sobran las causas para contribuir, no obstante, del padre Ángel me atrae la inmediatez con la que se utiliza el dinero. Algún día escribiré la película de todo lo que ocurre en la iglesia de San Antón, que se halla en el polo opuesto de la iglesia y los curas que yo conocí”. Almodóvar dice que los bodegones reflejan lo ligada que está su privacidad a su obra: su casa de Pintor Rosales ha salido en varios planos de sus películas.  También transmiten ideas del amor, como esas cebollas descascarilladas junto a una rosa en un vaso de agua, la historia de nuestras vidas.
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23 de septiembre de 2017
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