Rafael Argullol
Cuando los hombres leían la Biblia,
por piedad o por goce poético,
en la iglesia, en la escuela
o en la solitaria habitación de un hotel,
tras extraer el libro
del cajón de la mesilla de noche,
para leer unas líneas
justo antes de apagar la luz,
pronto o tarde se encontraban
con la misteriosa escalera de Jacob,
y con sus ángeles desplazándose
como graciosos arlequines
entre cielo y tierra.
Y por un instante, en efecto,
cielo y tierra quedaban unidos
por un presentimiento o un sueño o un recuerdo,
y el mundo de repente se hacía distinto,
quizá más habitable, quizá más luminoso,
algo mejor sin duda,
aunque fuera únicamente mientras duraba el eco de las palabras
en los solitarios acantilados de la conciencia.