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Juanita y Ramón

Cada Navidad, después de comer, con el mantel mojado de cava y un reguero de migas del turrón de Alicante, ella abría la caja de los habanos y él escogía uno, entre la avidez y el cálculo. Los niños esperábamos con ansia la vitola, el colorido anillo de papel que garantizaba su procedencia, y luego nos quedábamos embobados mirando como Juanita desvirgaba el puro: mascaba las hojas quebradas del tabaco en su boca, ensalivaba lo justo, y cuando ya estaba listo, lo encendía con una mecha alta y anaranjada. Tras aspirar dos caladas, se lo pasaba a Ramón, goloso del humo que saborearía en boca, y tras las primeras volutas redondas, él echaba la espalda hacia atrás y el mundo se convertía un lugar de mayores que algún día también sería nuestro. Era entonces cuando Ramón y Juanita se cogían la mano, igual que una pareja de jóvenes. Fue nuestra primera lección de amor y resistencia. Habían pasado una guerra: mataron a los suyos en la cuneta, soportaron nieblas espesas, la cárcel, el hambre, los estraperlos para sobrevivir. Y aun y así, ella nunca abandonó la belleza, los versos que escribía de joven, la idea de la felicidad al alcance de la mano, como esas cajas de galletas variadas que eran su festín. Él fue soltando los lastres que tanto había glorificado y redujo su vida a dos actividades diarias: tocar el piano y criar conejos; ella, que siendo madre numerosa tuvo criadas y cocinera, se pasaba la mañana barriendo. Me costaba comprender por qué lo hacía sin descanso, hasta que mi madre me descubrió su treta: “Es su manera de escuchar el piano”. Nosotros vivíamos en el segundo piso, ellos en el primero. Cuando me enfadaba con mis padres, me refugiaba en su comedor ante su regocijo. Por supuesto, siempre me daban la razón, me ponían el plato de la cena y, en una ocasión, ya jovencita, mi abuela me llamó en secreto a su cuarto, abrió un cajón y sacó un paquete de Winston: “Te lo traje de Andorra, ¡pero no te vicies, eh!”. Cuando celebraron las bodas de oro asistimos a una misa en una pequeña capilla; al terminar, él fue hacia el órgano y se agarró al bolero ante Cristo y su amada: “Solamente una vez”…
Recuerdo otra ocasión en que regresamos de viaje antes de hora, y me los encontré bebiendo una botella de champán y desenvolviendo el surtido de galletas Cuétara como unos abuelos traviesos. Ramón había tenido siete vidas, accidentes y reveses. Juanita, que había estudiado con las monjas dibujo y literatura, era diabética. Sólo le tenía miedo al fuego. Nos instruyó a mojar los ceniceros antes de vaciarlos en la basura. Leían el periódico con lupa. Ella a veces le decía: “Por qué no tocas un tango…”. Hace demasiados años que ya no se sientan a comer con nosotros en Navidad, que no escuchamos en su piano a Piazzolla o el Ave María de Schubert, sin embargo permanece intacta aquella escena de amor que no he vuelto a ver en mi vida: cuando ella le encendía su habano.
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26 de diciembre de 2017
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Mundos de Kentridge

El Museo Reina Sofía se hace a lo largo de cuatro meses (hasta el 19 de marzo de 2018) escenario de un gran teatro que no tiene comparación en el mundo del arte. El artífice que ocupa con su obra las nueve salas de la planta tercera del Edificio Sabatini es William Kentridge, un sudafricano nacido en 1955 y relativamente desconocido del gran público, incluso el informado, creo yo que por su ramificada trayectoria; hace dieciocho años, cuando tuve ocasión de descubrirlo en el MACBA de Barcelona, me pareció un genial excéntrico, sin saber entonces si era un cineasta, un director de teatro o un dibujante. Los años y los reconocimientos (el último ha sido el premio Princesa de Asturias de las Artes 2017) han aclarado el misterio de su identidad, poderosa plásticamente, comprometida políticamente, deslumbradora en una belleza que turba y conmueve, sin dejar nunca la más refinada exigencia formal. Un artista diverso y completo cuya técnica iguala a su inspiración.
 
Aunque el Museo señala que la amplia muestra se centra en su producción para los escenarios, el visitante se encuentra con mucho más que eso. Los esbozos preparatorios de sus montajes de ópera, los vídeos respectivos, los deliciosos diseños de vestuario, son en efecto mementos teatrales de alguien que ahora se disputan los principales coliseos de Europa y América. Pero si tenemos la curiosidad y el tiempo suficiente (es muy recomendable ver las proyecciones, algunas largas y otras breves y magistrales como la de su ‘Ubu' de 1997), lo que se despliega ante nuestros sentidos es un universo singular poblado de anti-héroes puestos al día, el Padre Ubu de Alfred Jarry, el Ulises de Monteverdi, el Wozzeck de Büchner y de Berg, y una anti-heroína de gran resonancia, la ‘Lulú de Wedekind reinterpretada por la música de Berg y revivida de forma inolvidable, pese a haber surgido accidentalmente, en el montaje que Kentridge estrenó en 2016 en la Metropolitan Opera; sólo por ver de cerca los infinitos recovecos de la maqueta escénica de esa ‘Lulú' ya vale la pena el desplazamiento a Atocha para disfrutarla en su riqueza, en su asombrosa invención de color y significados.
El teatro y el cine de animación (nada pueril por cierto, ni ablandado) son sus territorios preferidos, pero Kentrigde tuvo también formación en la escuela de Bellas Artes de Johannesburgo, y eso se advierte en las paredes del Reina Sofía, donde, más allá de los elementos corpóreos, las pantallas de plasma y los monitores que nos guían por la obra fílmica y escénica del autor, destellan sus -vamos a llamarlos así para entendernos- ‘cuadros': la serie de carboncillos de gran tamaño ‘Paisajes coloniales', tan aguda de concepto como de realización, los dibujos a tinta india sobre papeles impresos, o la que quizá sea la obra maestra seminal del mundo pintado de Kentridge, las ocho piezas grabadas del ‘Ubu cuenta la verdad', impresionante antesala a la estancia donde se halla el material visual y los trazos a mano hechos ‘in situ' por el artista.
El final de la exposición tiene un apogeo fílmico que no conviene desvelar, a riesgo de estropear la sorpresa, y un regalo visual tan sofisticado como hechizante: el desfile, encapsulados en dos vitrinas, de la galería de personajes que vistieron al elenco de ‘La nariz' de Shostakovich, otro de los renombrados montajes operísticos de William Kentridge.
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26 de diciembre de 2017
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04-08-2014

Gota a gota, lentamente,

el vaso se ha llenado hasta el borde.

Ahora hay un instante de silencio.

La siguiente gota todo lo alterará.

Palabra a palabra, imperceptiblemente,

el lenguaje ha preparado su revolución.

Ahora hay un instante de silencio.

Una palabra más y se trastornará la Historia.

Estrato a estrato, en el silencio de los siglos,

la orquesta geológica ultima su sinfonía.

Ahora hay un instante de silencio.

Bastará otro deslizamiento

para que sobrevenga el gran cambio.

La lentitud dirige al movimiento.

El silencio es el espectador del mundo.

 

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26 de diciembre de 2017
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25-07-2014

Siento nostalgia del alquimista

que, atento a la retorta,

únicamente sueña con la piedra filosofal,

sin que otros anhelos

distraigan su atención y desgasten su fuerza.

Es verdad que su desafío es desmesurado,

y a casi todos les parece

la alucinación de un temerario

o la última locura de un iluso.

Es posible que tengan razón.

Pero yo envidio la fe del alquimista,

su perseverancia, su pasión,

su suprema indiferencia ante las burlas,

el pensamiento de fuego que le alienta:

quien nada busca nada obtiene.

El alquimista sueña con el Gran Todo.

Eso es lo que cuenta, al fin y al cabo.

Que exista o no la piedra filosofal, ya se verá.

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25 de diciembre de 2017
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Excepción permanente

Los romanos de los albores de la República lo llamaban iustitium: el momento en que, ante una grave amenaza pública, el derecho quedaba en suspenso. Era, en otras palabras, una institución que ponía entre paréntesis a las demás instituciones cuando era necesario tomar medidas urgentes sin pasar por el lento andamiaje de la ley. Conjurado el peligro, se regresaba a la normalidad. Desde aquellos lejanos tiempos, el poder constituido siempre ha querido valerse de este mecanismo para asegurar su permanencia. El estado de sitio como preludio de la dictadura.

            Al menos desde principios del siglo XX, esta medida extrema se ha convertido, cada vez con más frecuencia, en cotidiana. Y no sólo en los totalitarismos, sino en nuestras democracias. "¿Qué significa vivir en un estado de excepción permanente?", se pregunta Giorgio Agamben, el filosofo que mejor ha estudiado esta propensión moderna. Su respuesta debería darnos escalofríos: la sujeción voluntaria a una violencia institucionalizada. En otras palabras: la instauración de una "guerra civil legal" disfrazada de "necesidad de preservar la seguridad pública".

            El 28 de febrero de 1933, Hitler publicó su Decreto para la protección del pueblo y del estado: su objetivo, volver permanente el estado de excepción, otorgándose todos los poderes para hacer lo que le vino en gana con las instituciones. El resultado es de sobra conocido: la mayor guerra de la historia y millones de vidas perdidas. Aunque el ejemplo nos parezca lejano y acaso exagerado a los mexicanos de 2017, no deberíamos olvidarlo.

            En diciembre de 2006, hace justo once años, el presidente Felipe Calderón ordenó el primero de los operativos conjuntos para combatir lo era que, según él, una terrible amenaza a la seguridad del estado. El lanzamiento de lo que él mismo llamó "guerra contra el narco" significó lanzar al ejército, de manera habitual, a labores de policía: búsqueda y persecución de criminales, trabajos de inteligencia y pacificación -o más bien militarización- de vastas zonas del país.

            El resultado de esta estrategia ha sido lo que Agamben llama una "guerra civil legal": cientos de miles de muertos, desaparecidos y desplazados, además de un sinfín de violaciones a los derechos humanos perpetradas por los distintos cuerpos de seguridad involucrados en la lucha. Hasta ese 2006, nuestras fuerzas armadas gozaban de un prestigio inédito en América Latina debido a su involucramiento en catástrofes naturales; desde que Calderón las involucró en su guerra, esta percepción se desplomó en cuanto se hicieron evidentes sus abusos y la corrupción que se incrusta en todos los cuerpos que combaten al narcotráfico.

            A nadie debería extrañar que sean los militares, cada vez más incómodos ante una tarea que nunca quisieron -y paradójicamente cada vez más poderosos debido a ello-, quienes ahora más presionen a las autoridades civiles para que voten la Ley de Seguridad Interior: un instrumento no destinado tanto a regular su actuación, como a protegerlas frente a un cúmulo de denuncias por violaciones a derechos humanos. En términos absolutos, el ordenamiento vuelve permanente y legal el estado de excepción instaurado en el sexenio anterior.

            No es de extrañar que la ONU, la CNDH, decenas de universidades, cientos de académicos y todas las organizaciones no gubernamentales serias se opongan a ella. Más allá de que ninguno de los aparentes controles incluidos en el texto garantiza que el ejecutivo no se aprovechará de este ordenamiento, normaliza esa fracasada y torva guerra civil legal que, en términos del mismo Agamben, significa "la eliminación física no sólo de adversarios políticos, sino de categorías completas de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político".

            Si el PRI y el PAN -o los sectores calderonistas del PAN- consiguen aprobarla, contribuirán a la consolidación del autoritarismo en nuestro país. Otra vez Agamben: "Cuando el estado de excepción se convierte en regla, se transforma en una máquina letal".  

 

@jvolpi

             

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23 de diciembre de 2017
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En el reino del hielo

En medio de una expectación a escala casi global, el 8 de julio de 1879 partía del puerto de San Francisco el Jeannette, una vieja cañonera de tres palos dotada de un motor auxiliar a vapor y cuyo casco había sido reforzado por los mejores ingenieros navales para hacer frente a los hielos árticos y permitir que su comandante, el  capitán  de navío George De Long y los 33 tripulantes bajo su mando, pudiesen ser los primeros seres humanos en hollar el  Polo Norte. Aunque su objetivo principal era alcanzar el punto más septentrional del globo, la expedición tenía una importante vertiente científica e incluso económica, pues podría contribuir a trazar de una vez por todas el  tan buscado Paso del Noroeste que permitiría poner en comunicación el Océano Pacífico con el Atlántico a través del estrecho de Bering.

Además de haber sido larga y cuidadosamente planificado, el ambicioso proyecto contaba con la muy generosa financiación de James Gordon Bennet, el excéntrico pero poderoso propietario del New York Herald  que ya había patrocinado el rescate de Livingston en la selva africana. Y por si fuera poco el proyecto  no solo  estaba respaldado por el gobierno de Estados Unidos en lo relativo a apoyo logístico sino que contaba con el beneplácito de la comunidad científica internacional, muy interesada en comprobar una teoría entonces muy extendida pese a que no pasaba de ser una brillante conjetura sin pruebas fehacientes. Según dicha teoría, la cálida corriente marina conocida por los pescadores japoneses como kuroshio, y que tras nacer en los trópicos bordea las costas de Japón y Corea para luego dirigirse al norte a lo largo de la costa del Pacífico, pasaría por debajo del anillo de hielo que contornea el Ártico para unirse allí con otra corriente cálida procedente del Atlántico, la  del Golfo, formando entre ambas  en torno al Polo Norte el llamado Mar Abierto Polar, teóricamente tan cálido y favorable a la navegación como el Mediterráneo. El supuesto tenía un gran atractivo estético y moral, pues parecía poner de manifiesto una gran armonía y equilibrio en las fuerzas que gobernaban los mares.

El problema fue que pese al consenso de la comunidad científica internacional, así como el de los más prestigiosos geógrafos y cartógrafos, el Mar Abierto Polar  resultó ser un fisco monumental y a los pocos meses de su brillante y multitudinaria despedida en el puerto de San Francisco, el Jeannte fue atrapado durante más de dos años por unos hielos árticos que finalmenteacabarían por triturarlo y engullirlo para siempre dejando a sus tripulantes abandonados sobre unos hielos que ya daban muestras de inestabilidad por la cercanía del verano ártico. Era el verano de 1881. 

                De Jong y su tripulación, que milagrosamente se salvó  al completo, lograron salvar gran parte de las provisiones, la impedimenta y los documentos y muestras científicas recogidas hasta ese momento. Cargaron todo ello  en los trineos disponibles y también los dos cúteres y una ballenera que necesitarían para salvar los canales que ya empezaban a abrirse en el hielo, pero sobre todo cuando llegasen a mar abierto. Pero si pensaban que con ello emprendían la “vuelta a casa” no podrían estar más equivocados. Se encontraban a más de 1.000 millas (1.850 km) de la costa de Siberia, y una vez en suelo firme no sabían cuándo ni a qué distancia encontrarían los primeros asentamientos indígenas, lo cual tampoco les serviría de gran ayuda porque la población autóctona estaba sufriendo a su vez una verdadera hecatombe provocada por los hombres blancos.

Se calcula que sólo en la década de 1870, y ante la paulatina escasez de grandes cetáceos, los balleneros norteamericanos completaron el cargamento de sus bodegas con grasa de morsa, llegando a matar unos 125.000 ejemplares. Alaska sólo pertenecía a los EEUU desde hacía diez años, pero en ese corto plazo su presencia estaba haciendo más daño a las poblaciones locales (inuits, chukchis, etc)  que durante toda su ancestral relación con el imperio ruso, debido fundamentalmente a que los métodos de explotación norteamericanos requerían la ayuda de mano de obra y por lo general el pago se hacía con un whisky que literalmente destruyó a poblaciones enteras porque si de un lado los extranjeros estaban esquilmando sus cazaderos tradicionales por otro el alcohol destruía las costumbres y los lazos sociales, se descuidaba la caza y cuando los extranjeros se iban no quedaban alimentos para pasar el invierno.

Impresiona consultar en un mapa lo recorrido por el Jeannette mientras estuvo atrapado en el hielo (una trayectoria aberrante y reiterativa a lo largo de un trayecto de poco más de 300 millas durante casi dos años). Pero más impresiona aún el relato de la suerte corrida por sus tripulantes cuando, al llegar a mar abierto hubieron de repartirse en las tres precarias embarcaciones que llevaban consigo. Hampton Sides es un narrador muy competente y si al principio ha sabido dosificar muy bien la presentación de los personajes y los preparativos de la expedición, el relato de las penalidades sufridas por los supervivientes es espeluznante. No es cuestión de restar emoción ofreciendo ahora datos precisos acerca de la suerte corrida por unos y otros, pero basta una muestra para dar idea de la expectación suscitada entonces por la expedición liderada por el capitán De Jong: años después, unos periodistas que buscaban huellas de los desaparecidos encontraron, gracias a los datos aportados por uno de los tripulantes rescatados, la tumba común de varios de los expedicionarios. Y la profanaron sólo para comprobar que los cadáveres, todavía bien conservados por las temperaturas muy por debajo del cero, no mostraban signos de  que los supervivientes hubiesen recurrido al canibalismo para salvarse. O sea: ni siquiera a más de 7.000 kilómetros de casa, y sepultados bajo toneladas de hielo, los tripulantes del Jeannette podían descansar en paz.

 

En el reino del Hielo. El terrible viaje polar del USS Jeannette

Hampton Sides

Tradución de Miguel Marqués

Capitán Swing      

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23 de diciembre de 2017
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Carmenismo y poesía

Poetas que huyen de la marginación romántica.Conducen, corren, hacen cola, tienen hijos, besan, toman cañas, escriben sin respiraciones lentas. Hubo un recital sabatino de puente aéreo en la Residencia de estudiantes de Madrid, ese lugar al que siempre hay que regresar para entender quienes fueron los primeros modernos. Joan Margarit y Luis García Montero leyeron sus versos en catalán y castellano. Luego lo replicarían en Barcelona. Hay que vivir para escribir: la suya es una poética de la experiencia. Los presentó el profesor y crítico Jordi Gracia: “Son poetas líricos que van más allá de sus desasosiegos privados e inquietudes íntimas; en ellos hay un intento de comprender la realidad pública, de solidaridad y reacción ante los cambios”. Y alertó acerca de la actual desubicación social y política de García Montero, y de la herida que no cierra, la de estar vivo, del gran Margarit. En uno de sus últimos poemas –perteneciente a “Un hivern fascinant” (Proa)/ “Un invierno asombroso” (Visor), curiosa traducción del adjetivo–,recuerda a su abuela meando de pie, abriendo las piernas bajo las faldas: “Fue ella quien me enseñó que el amor es/ claridad y dureza al mismo tiempo,/ que sin coraje nadie puede amar/ No era literatura: no sabia leer”. Entre el público, Juan Cruz, Ángel Gabilondo, Basilio Baltasar, Almudena Grandes, Julio Rodríguez –ex Jemad y ahora Secretario General de Podemos Madrid– o Alicia Gómez-Navaro, directora de la Residencia, aplaudieron el aforismo de Margarit: “la libertad es una librería”. Y en pleno clima electoral, se evocó el diálogo progresista español, y también al agitador Ángel González, del que su hijo literario, García Montero, recordó que “conviene aprender a perder para no darse nunca por vencido”.
 
Manuela Carmena debe de hacer suyo este mantra. En su gobierno totum revolutum la batalla es continua. Madrid está dividido entre los que están con la alcaldesa y se tronchan con la parodia que Joaquín Reyes hizo de ella esta semana en El Intermedio –“Soy Carmena, jueza importadora de la democracia, alcaldesa y abuela de todos los madrileños, incluida Esperanza Aguirre”–, y aquellos que no pueden ni verla pero fingen respetarla –“ella es una buena mujer, pero tiene a su alrededor a un equipo de radicales ineptos”, argumentan–. El pasado lunes, destituyó al responsable del Área de Economía y Hacienda, Carlos Sánchez Mato, después de que el edil, que lideró la bronca con el ministro Cristóbal Montoro a santo de la intervención de las cuentas del consistorio de la capital, anunciara que no apoyaría el plan de ajuste municipal. “No puedo permitir que el edil de Hacienda no apoye su propia propuesta”, razonó Carmena al comunicar uno de esos movimientos de ajedrez político que no dejan contentos ni a propios ni a extraños. En su lugar nombró a Jorge García Castaño, hoy en día errejonista y fiel servidor de la alcaldesa, pero vinculado desde su militancia universitaria a IU. Su designación consolida el ascendente de Podemos dentro del gobierno municipal, y, al mismo tiempo, refuerza su control sobre dicha concejalía, clave en el futuro del proyecto que encabeza, si es que por fin anuncia su candidatura a las elecciones municipales de 2019 y logra revalidar el cargo. Cierto es que la crisis que Carmena tiene sobre la mesa, con ocho ediles que se revuelven contra ella, parece sacada de un drama shakespeariano, pero no debemos olvidar que la ex jueza ha conseguido romper con aquella desencantada definición de Paul Valéry de la política: “el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que le atañe”. Es decir: de desactivar a jóvenes tan ambiciosos como amateurs.
 
Podríamos recomendarle el mantra del poeta a otra madrileña de pro afín al carmenismo, la reina de la Puerta del Sol: Cristina Pedroche. La celebrity vallecana encarna, junto a su marido, el cocinero David Muñoz, el populismo con chándal de táctel –“el traje regional de Vallecas”, como le dijo al Gran Wyoming ante la indignación de muchos de sus vecinos­–. Mimada por las marcas de medio pelo, e imagen del perfume Sex Symbol, ahora se prepara para dar de nuevo las campanadas “He construido un evento. Ahora no es sólo comerse las uvas, es criticarme para bien o para mal”, ha asegurado, añadiendo que se vestirá como le dé la gana.
En cambio, en los rastrillos benéficos propios estas fechas, el de Nuevo Futuro, con la infanta Pilar y su hija Simoneta Gómez-Acebo a la cabeza, o el de Carmen Lomana, las señoras visten a medio camino entre la burguesía vallisoletana de toda la vida y la chaqueta típica de Bavaria. Revolver, comparar, curiosear, enredar… un mercadillo, decía Dubravka Ugrešić, es la lección más breve y eficaz sobre la vida humana: “una sesión de psicoterapia, un encuentro delirante con uno mismo”. No le falta razón. En los mercadillos navideños, la cursilería es bienvenida en forma de delantales de dama solidaria, cachivaches dorados, zambomba y jarana almendrada, además de ese hilo musical navideño que se repite año tras año, y que a nadie le parece mal. 
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23 de diciembre de 2017
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25-06-2014

El último amor

es el más decisivo de todos

porque en él se dirime

-ya sin excusas ni aplazamientos-

nuestra capacidad de amar.

Ese último amor nos condena para siempre,

o bien, con generosidad, nos absuelve

de haber vivido una existencia inútil,

y nos concede, salvador,

si no lo eterno,

un retrato digno de nosotros mismos,

algo equiparable a una eternidad.

 

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22 de diciembre de 2017
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Palingenesia

 

Duchesne dice haber visto en Cracovia a un médico polaco que conservaba en botellitas la ceniza de muchas plantas y que cuando alguien quería ver, por ejemplo, una rosa en estas botellas, tomaba el médico aquella en que había cenizas de rosal, poníala sobre una vela encendida, y advertíase enseguida formarse una nubecilla oscura, que se dividía en muchas partes, viniendo al fin a representar una rosa tan hermosa, fresca y perfecta, que se la hubiera juzgado palpable y olorosa como acabada de coger de un rosal. Esta experiencia se llevó más lejos: primero se probó, en París, por el doctor Burdó, que redujo a cenizas a varios gorriones hasta lograr que el polvo tuviera el tono rosado que según parece es necesario para esta especie de pájaros; luego, en Ginebra, varios doctores hicieron lo mismo, también con éxito, con unas palomas, cuyas cenizas, en este caso, para que pudieran resucitarse, hubieron de tomar el color morado; y finalmente fue Vandervect, en Lovaina, quien probó con cadáveres humanos explicando que existen en la sangre ideas seminales, es decir corpúsculos que contienen en pequeño todo el ser completo, y de hecho, al destilar sangre recientemente sacada, se ha visto aparecer, en la misma habitación, un espectro humano que lanzaba gemidos.

EL BESTIARIO DE FERRER LERÍN 

 

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21 de diciembre de 2017
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21-06-2014

Fuimos capitanes,

comandando hermosos veleros

en amaneceres de oro.

Fuimos magos

que recorríamos incansablemente los bosques

para convocar a los espíritus benéficos.

Fuimos poetas,

cuya voz profunda

llegaba hasta los confines de la Tierra.

Ahora nos dicen

que todo era un sueño,

y que nunca hubo capitanes, magos o poetas.

Nosotros, obedientes, acatamos

los dictámenes de nuestra época.

Tenéis razón: todo fue un sueño.

Sin embargo, ciertos días,

a solas con nosotros mismos,

no podemos evitar una sospecha.

Aquello era, señores, cierto.

Lo fuimos, y lo seguimos siendo.

 

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21 de diciembre de 2017
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El Boomeran(g)
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