

Gota a gota, lentamente,
el vaso se ha llenado hasta el borde.
Ahora hay un instante de silencio.
La siguiente gota todo lo alterará.
Palabra a palabra, imperceptiblemente,
el lenguaje ha preparado su revolución.
Ahora hay un instante de silencio.
Una palabra más y se trastornará la Historia.
Estrato a estrato, en el silencio de los siglos,
la orquesta geológica ultima su sinfonía.
Ahora hay un instante de silencio.
Bastará otro deslizamiento
para que sobrevenga el gran cambio.
La lentitud dirige al movimiento.
El silencio es el espectador del mundo.
Siento nostalgia del alquimista
que, atento a la retorta,
únicamente sueña con la piedra filosofal,
sin que otros anhelos
distraigan su atención y desgasten su fuerza.
Es verdad que su desafío es desmesurado,
y a casi todos les parece
la alucinación de un temerario
o la última locura de un iluso.
Es posible que tengan razón.
Pero yo envidio la fe del alquimista,
su perseverancia, su pasión,
su suprema indiferencia ante las burlas,
el pensamiento de fuego que le alienta:
quien nada busca nada obtiene.
El alquimista sueña con el Gran Todo.
Eso es lo que cuenta, al fin y al cabo.
Que exista o no la piedra filosofal, ya se verá.
Los romanos de los albores de la República lo llamaban iustitium: el momento en que, ante una grave amenaza pública, el derecho quedaba en suspenso. Era, en otras palabras, una institución que ponía entre paréntesis a las demás instituciones cuando era necesario tomar medidas urgentes sin pasar por el lento andamiaje de la ley. Conjurado el peligro, se regresaba a la normalidad. Desde aquellos lejanos tiempos, el poder constituido siempre ha querido valerse de este mecanismo para asegurar su permanencia. El estado de sitio como preludio de la dictadura.
Al menos desde principios del siglo XX, esta medida extrema se ha convertido, cada vez con más frecuencia, en cotidiana. Y no sólo en los totalitarismos, sino en nuestras democracias. "¿Qué significa vivir en un estado de excepción permanente?", se pregunta Giorgio Agamben, el filosofo que mejor ha estudiado esta propensión moderna. Su respuesta debería darnos escalofríos: la sujeción voluntaria a una violencia institucionalizada. En otras palabras: la instauración de una "guerra civil legal" disfrazada de "necesidad de preservar la seguridad pública".
El 28 de febrero de 1933, Hitler publicó su Decreto para la protección del pueblo y del estado: su objetivo, volver permanente el estado de excepción, otorgándose todos los poderes para hacer lo que le vino en gana con las instituciones. El resultado es de sobra conocido: la mayor guerra de la historia y millones de vidas perdidas. Aunque el ejemplo nos parezca lejano y acaso exagerado a los mexicanos de 2017, no deberíamos olvidarlo.
En diciembre de 2006, hace justo once años, el presidente Felipe Calderón ordenó el primero de los operativos conjuntos para combatir lo era que, según él, una terrible amenaza a la seguridad del estado. El lanzamiento de lo que él mismo llamó "guerra contra el narco" significó lanzar al ejército, de manera habitual, a labores de policía: búsqueda y persecución de criminales, trabajos de inteligencia y pacificación -o más bien militarización- de vastas zonas del país.
El resultado de esta estrategia ha sido lo que Agamben llama una "guerra civil legal": cientos de miles de muertos, desaparecidos y desplazados, además de un sinfín de violaciones a los derechos humanos perpetradas por los distintos cuerpos de seguridad involucrados en la lucha. Hasta ese 2006, nuestras fuerzas armadas gozaban de un prestigio inédito en América Latina debido a su involucramiento en catástrofes naturales; desde que Calderón las involucró en su guerra, esta percepción se desplomó en cuanto se hicieron evidentes sus abusos y la corrupción que se incrusta en todos los cuerpos que combaten al narcotráfico.
A nadie debería extrañar que sean los militares, cada vez más incómodos ante una tarea que nunca quisieron -y paradójicamente cada vez más poderosos debido a ello-, quienes ahora más presionen a las autoridades civiles para que voten la Ley de Seguridad Interior: un instrumento no destinado tanto a regular su actuación, como a protegerlas frente a un cúmulo de denuncias por violaciones a derechos humanos. En términos absolutos, el ordenamiento vuelve permanente y legal el estado de excepción instaurado en el sexenio anterior.
No es de extrañar que la ONU, la CNDH, decenas de universidades, cientos de académicos y todas las organizaciones no gubernamentales serias se opongan a ella. Más allá de que ninguno de los aparentes controles incluidos en el texto garantiza que el ejecutivo no se aprovechará de este ordenamiento, normaliza esa fracasada y torva guerra civil legal que, en términos del mismo Agamben, significa "la eliminación física no sólo de adversarios políticos, sino de categorías completas de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político".
Si el PRI y el PAN -o los sectores calderonistas del PAN- consiguen aprobarla, contribuirán a la consolidación del autoritarismo en nuestro país. Otra vez Agamben: "Cuando el estado de excepción se convierte en regla, se transforma en una máquina letal".
@jvolpi
En medio de una expectación a escala casi global, el 8 de julio de 1879 partía del puerto de San Francisco el Jeannette, una vieja cañonera de tres palos dotada de un motor auxiliar a vapor y cuyo casco había sido reforzado por los mejores ingenieros navales para hacer frente a los hielos árticos y permitir que su comandante, el capitán de navío George De Long y los 33 tripulantes bajo su mando, pudiesen ser los primeros seres humanos en hollar el Polo Norte. Aunque su objetivo principal era alcanzar el punto más septentrional del globo, la expedición tenía una importante vertiente científica e incluso económica, pues podría contribuir a trazar de una vez por todas el tan buscado Paso del Noroeste que permitiría poner en comunicación el Océano Pacífico con el Atlántico a través del estrecho de Bering.
Además de haber sido larga y cuidadosamente planificado, el ambicioso proyecto contaba con la muy generosa financiación de James Gordon Bennet, el excéntrico pero poderoso propietario del New York Herald que ya había patrocinado el rescate de Livingston en la selva africana. Y por si fuera poco el proyecto no solo estaba respaldado por el gobierno de Estados Unidos en lo relativo a apoyo logístico sino que contaba con el beneplácito de la comunidad científica internacional, muy interesada en comprobar una teoría entonces muy extendida pese a que no pasaba de ser una brillante conjetura sin pruebas fehacientes. Según dicha teoría, la cálida corriente marina conocida por los pescadores japoneses como kuroshio, y que tras nacer en los trópicos bordea las costas de Japón y Corea para luego dirigirse al norte a lo largo de la costa del Pacífico, pasaría por debajo del anillo de hielo que contornea el Ártico para unirse allí con otra corriente cálida procedente del Atlántico, la del Golfo, formando entre ambas en torno al Polo Norte el llamado Mar Abierto Polar, teóricamente tan cálido y favorable a la navegación como el Mediterráneo. El supuesto tenía un gran atractivo estético y moral, pues parecía poner de manifiesto una gran armonía y equilibrio en las fuerzas que gobernaban los mares.
El problema fue que pese al consenso de la comunidad científica internacional, así como el de los más prestigiosos geógrafos y cartógrafos, el Mar Abierto Polar resultó ser un fisco monumental y a los pocos meses de su brillante y multitudinaria despedida en el puerto de San Francisco, el Jeannte fue atrapado durante más de dos años por unos hielos árticos que finalmenteacabarían por triturarlo y engullirlo para siempre dejando a sus tripulantes abandonados sobre unos hielos que ya daban muestras de inestabilidad por la cercanía del verano ártico. Era el verano de 1881.
De Jong y su tripulación, que milagrosamente se salvó al completo, lograron salvar gran parte de las provisiones, la impedimenta y los documentos y muestras científicas recogidas hasta ese momento. Cargaron todo ello en los trineos disponibles y también los dos cúteres y una ballenera que necesitarían para salvar los canales que ya empezaban a abrirse en el hielo, pero sobre todo cuando llegasen a mar abierto. Pero si pensaban que con ello emprendían la “vuelta a casa” no podrían estar más equivocados. Se encontraban a más de 1.000 millas (1.850 km) de la costa de Siberia, y una vez en suelo firme no sabían cuándo ni a qué distancia encontrarían los primeros asentamientos indígenas, lo cual tampoco les serviría de gran ayuda porque la población autóctona estaba sufriendo a su vez una verdadera hecatombe provocada por los hombres blancos.
Se calcula que sólo en la década de 1870, y ante la paulatina escasez de grandes cetáceos, los balleneros norteamericanos completaron el cargamento de sus bodegas con grasa de morsa, llegando a matar unos 125.000 ejemplares. Alaska sólo pertenecía a los EEUU desde hacía diez años, pero en ese corto plazo su presencia estaba haciendo más daño a las poblaciones locales (inuits, chukchis, etc) que durante toda su ancestral relación con el imperio ruso, debido fundamentalmente a que los métodos de explotación norteamericanos requerían la ayuda de mano de obra y por lo general el pago se hacía con un whisky que literalmente destruyó a poblaciones enteras porque si de un lado los extranjeros estaban esquilmando sus cazaderos tradicionales por otro el alcohol destruía las costumbres y los lazos sociales, se descuidaba la caza y cuando los extranjeros se iban no quedaban alimentos para pasar el invierno.
Impresiona consultar en un mapa lo recorrido por el Jeannette mientras estuvo atrapado en el hielo (una trayectoria aberrante y reiterativa a lo largo de un trayecto de poco más de 300 millas durante casi dos años). Pero más impresiona aún el relato de la suerte corrida por sus tripulantes cuando, al llegar a mar abierto hubieron de repartirse en las tres precarias embarcaciones que llevaban consigo. Hampton Sides es un narrador muy competente y si al principio ha sabido dosificar muy bien la presentación de los personajes y los preparativos de la expedición, el relato de las penalidades sufridas por los supervivientes es espeluznante. No es cuestión de restar emoción ofreciendo ahora datos precisos acerca de la suerte corrida por unos y otros, pero basta una muestra para dar idea de la expectación suscitada entonces por la expedición liderada por el capitán De Jong: años después, unos periodistas que buscaban huellas de los desaparecidos encontraron, gracias a los datos aportados por uno de los tripulantes rescatados, la tumba común de varios de los expedicionarios. Y la profanaron sólo para comprobar que los cadáveres, todavía bien conservados por las temperaturas muy por debajo del cero, no mostraban signos de que los supervivientes hubiesen recurrido al canibalismo para salvarse. O sea: ni siquiera a más de 7.000 kilómetros de casa, y sepultados bajo toneladas de hielo, los tripulantes del Jeannette podían descansar en paz.
En el reino del Hielo. El terrible viaje polar del USS Jeannette
Hampton Sides
Tradución de Miguel Marqués
Capitán Swing
El último amor
es el más decisivo de todos
porque en él se dirime
-ya sin excusas ni aplazamientos-
nuestra capacidad de amar.
Ese último amor nos condena para siempre,
o bien, con generosidad, nos absuelve
de haber vivido una existencia inútil,
y nos concede, salvador,
si no lo eterno,
un retrato digno de nosotros mismos,
algo equiparable a una eternidad.
Duchesne dice haber visto en Cracovia a un médico polaco que conservaba en botellitas la ceniza de muchas plantas y que cuando alguien quería ver, por ejemplo, una rosa en estas botellas, tomaba el médico aquella en que había cenizas de rosal, poníala sobre una vela encendida, y advertíase enseguida formarse una nubecilla oscura, que se dividía en muchas partes, viniendo al fin a representar una rosa tan hermosa, fresca y perfecta, que se la hubiera juzgado palpable y olorosa como acabada de coger de un rosal. Esta experiencia se llevó más lejos: primero se probó, en París, por el doctor Burdó, que redujo a cenizas a varios gorriones hasta lograr que el polvo tuviera el tono rosado que según parece es necesario para esta especie de pájaros; luego, en Ginebra, varios doctores hicieron lo mismo, también con éxito, con unas palomas, cuyas cenizas, en este caso, para que pudieran resucitarse, hubieron de tomar el color morado; y finalmente fue Vandervect, en Lovaina, quien probó con cadáveres humanos explicando que existen en la sangre ideas seminales, es decir corpúsculos que contienen en pequeño todo el ser completo, y de hecho, al destilar sangre recientemente sacada, se ha visto aparecer, en la misma habitación, un espectro humano que lanzaba gemidos.
EL BESTIARIO DE FERRER LERÍN
Fuimos capitanes,
comandando hermosos veleros
en amaneceres de oro.
Fuimos magos
que recorríamos incansablemente los bosques
para convocar a los espíritus benéficos.
Fuimos poetas,
cuya voz profunda
llegaba hasta los confines de la Tierra.
Ahora nos dicen
que todo era un sueño,
y que nunca hubo capitanes, magos o poetas.
Nosotros, obedientes, acatamos
los dictámenes de nuestra época.
Tenéis razón: todo fue un sueño.
Sin embargo, ciertos días,
a solas con nosotros mismos,
no podemos evitar una sospecha.
Aquello era, señores, cierto.
Lo fuimos, y lo seguimos siendo.