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Todo lo que no necesitas

Vaya de tiendas por Nueva York sin salir de su casa. El Soho está lleno de lugares bonitos que puede visitar con su bolsa (o su ratón) de compras. El más pintoresco sin duda es The Evolution Store (120 Spring Street o www.TheEvolutionStore.com), donde podrá conseguir adornos, juguetes y souvenirs dignos de la familia Adams. Por ejemplo, una réplica de pelvis masculina esculpida en detalle con todos los órganos genitales y recto cuesta sólo $168, y se puede abrir por la mitad para apreciar los músculos abdominales. La pelvis femenina cuesta $188, pero nadie ha protestado aún por esa discriminación. La tienda no sólo vende figuras humanas. El stock incluye insectos y arácnidos clavados con alfileres, huesos de pene de coyote y murciélago, cráneos de cocodrilo e incluso partes de animales extintos como garras de camptosaurios y dientes de tiburones prehistóricos, para crear un ambiente más antediluviano en el salón de casa. A pocas calles de ahí, en el 126 de Spring Street (o en www.kidrobot.com) está Kid Robot, una tienda de juguetes artísticos. Son juguetes para adultos, pero no tienen nada que ver con el sexo. Simplemente, son muñecos concebidos por más de cien diseñadores de primera línea, o sea, demasiado caros para dárselos al niño y esperar que los rompa. Figuras de Bruce Lee, Lupin III en traje de carreras, Snoopy Dog el ex novio de Jennifer López y los chicos del grupo Gorillaz en trajes de astronauta. Ahora, si nada de esto le satisface, si lo que usted quiere es distinción de verdad, baje por Greene Street hasta el 146 (o pinche www.mossonline.com). Ahora sí. Bienvenido a Moss. En Moss, la tienda de diseño mejor diseñada, es posible conseguirle a su cámara fotográfica un estuche de vinilo con imitación de piel de conejo. Hay focos con alas ($605) y pantallas para lámparas hechas de plumas ($3990). Alguna vez se le ocurrió a usted que unas tijeras pudiesen ser decorativas? Pues en Moss las tienen. Y son caras. En Moss, de hecho, un florero en forma de pene cuesta $325. Un espejo de baño Fusili, $475. Las tiendas del Soho venden todo lo que no necesitas. No vienes acá porque te haga falta el espejo o el muñeco de Bruce Lee o la calavera del mesozoico. Vienes aquí porque quieres ser diferente. Lo que compras es un estilo característico, algo que nadie más tiene por el hecho de que nadie más lo tiene. Y porque se vende en esas tiendas. Eso sí, todos compran sus artículos para ser diferentes en los mismos sitios. Normalmente, uno necesita un objeto y busca una tienda donde comprarlo. En el Soho, sólo necesitas la tienda. Ya adentro decidirás qué compras. En el Soho, las tiendas son caras a la fuerza, porque si fueran baratas no comprarías ahí. La cultura en Nueva York también se distingue. En el South Street Seaport se ha abierto una exposición llamada “Bodies... the Exhibition”. Los objetos expuestos son cadáveres. 22 cuerpos humanos y otros 260 especímenes se reúnen ahí. A algunos les han dejado sólo el sistema nervioso suspendido sobre los huesos. Otros son una masa informe de ligamentos y músculos. Uno es una especie de pensador de Rodin al que le han arrancado la piel y le han dejado el cerebro expuesto. Los cuerpos provienen de China, pero el gobierno de ese país no ha certificado fehacientemente su origen. Algunos grupos de derechos humanos sospechan que en vida fueron prisioneros políticos. La entrada a la exposición cuesta $24.50. Los niños sólo pagan $18.50. En la ciudad en que todo ocurre, donde en cada calle se habla un idioma diferente, ser original sale realmente caro.

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12 de diciembre de 2005
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Bajofondo

¿Qué es lo que determina que un sonido se vuelva tan característico de un lugar como el caracol de la huella de los dedos respecto de una persona? No tengo forma de saberlo, pero sí sé que ocurra donde ocurra, el tango sigue sonando a Buenos Aires. Esto era indiscutible hace casi un siglo, en el tiempo en que su métrica quebrada animaba las veladas en los prostíbulos, pero también lo es hoy, cuando arrastrándose sobre un loop pregrabado es capaz de hacer bailar a chicos y a viejos por igual en una improvisada disco al aire libre. Yo fui parte del fenómeno anoche, bajo una luna que estaba casi llena a excepción de una franja que parecía haber sido tajeada y perdida en pelea callejera; uno más entre los miles de personas que acudieron a la convocatoria de Bajofondo Tango Club, un experimento musical liderado por el inquieto Gustavo Santaolalla. En los últimos tiempos, esta música propia del Río de la Plata ha protagonizado una resurrección anunciada. Existen al menos un centenar de clubes y academias donde jóvenes aprenden hoy a bailar las intrincadas coreografías del tango y de la milonga, aceptando el consejo de decanos en el arte del corte y la quebrada. El espectáculo de las chicas tatuadas trenzadas en abrazo con señores de zapatos charolados es uno recurrente en las noches de Buenos Aires. En el terreno de lo puramente musical el fenómeno fue impulsado por el éxito de Bajofondo, una iniciativa de Juan Campodónico y Gustavo Santaolalla (músico talentosísimo y sagaz productor, ganador del Grammy y responsable de éxitos de Café Tacuba y Juanes, entre tantos otros), que se animaron a cruzar los sonidos clásicos con bases rítmicas bailables y pulsos electrónicos. Bajofondo Tango Club suena hoy en los títulos de los noticiarios y en las películas de Hollywood. Su triunfo hizo posible que un público masivo prestase atención a la nueva movida del tango, donde se destacan tanto artistas como La Chilinga y Cristóbal Repetto, que apuestan a apropiarse de las viejas sonoridades, como aquellos que no temen releerlas desde el hip hop y la electrónica; el caso de Gotan Project, por ejemplo. Ayer fue el Día del Tango y Bajofondo lo cerró con una velada memorable. A pocos metros del Río de la Plata, en el Anfiteatro Puerto Madero, Santaolalla y su troupe demostraron que el tango goza de buena salud porque sigue teniendo lo que hay que tener: lirismo, energía y una capacidad intocada para expresar nuestra circunstancia. Esto que era cierto hace tanto, en la época de las primeras formaciones y de los primeros cantores, todavía lo es hoy. Hubo algo de presciente en el tango: porque contó su tiempo cada vez que le dieron pista, desde Gardel hasta Piazzolla, y le sobró resto para contar el presente. No encuentro música que resuma mejor los últimos treinta años. Muchas de las piezas de Bajofondo me describen en tres minutos la intensidad de lo vivido de los 70 hasta el 2000: la lucha sangrienta, las enormes derrotas y las victorias pírricas que animan a seguir andando. Por ejemplo Mi corazón, en que Campodónico se apropia de la voz de Roberto Goyeneche para hacerle repetir versos de La última curda: “Mi corazón te lleva hasta el hondo bajofondo”. La frase describe el credo del tango entero, pero Capodónico se atreve a despojarla aun más para quedarse tan sólo con Goyeneche diciendo mi corazón, mi corazón, mi corazón, un poema tan conciso pero expresivo como aquel yo, nosotros que Mohammad Alí se animó a recitar en presencia de un público universitario. Mi corazón, pronunciado por la vieja voz aguardentosa del Polaco, dice todo lo que hay que decir. Tanta vida, tanta pasión, carajo. Tanta sangre. Tanta muerte.

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Siempre supuse que la sonoridad del bandoneón, un instrumento originario de Europa Central, tenía mucho que ver con la tristeza esencial al tango. Hay algo en sus acordes asmáticos que expresa distancia, el desgarramiento de una separación que es física antes de ser amorosa. Expresa lo que sentían los inmigrantes que habían arrastrado consigo aquellos instrumentos durante su travesía atlántica: la tristeza insondable de quien ha perdido el barco de regreso. Una pena compacta y rotunda pero a la vez capaz de estirarse, interminable como el fuelle, hasta donde los brazos den, hasta donde resista el alma. Qué instrumento más entrañable. El bandoneón es un órgano portátil, poco más que un instrumento de bolsillo. (Aquel que bautizó órgano al instrumento lo hizo a sabiendas de que su sonido le resultaba imprescindible, y por eso le puso un nombre que lo definía vital.) Pero tiene la sabiduría de imponerle a su intérprete el precio de su magia: sólo suena cuando uno se lo carga encima.

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Bajofondo se hace fuerte en otra de las características del tango: el ritmo. Le debo aunque más no sea la alegría de transformarme momentáneamente en un bailarín de tango, a mí, que soy incapaz de danzar la danza más simple. Por supuesto, no soy el único agradecido: existe una generación entera que ahora entiende de qué le habla el tango por el sencillo hecho de que puede registrarlo con el cuerpo y bailarlo en una disco. Alguien dijo alguna vez que el tango era un sentimiento que se baila. Me permito afinar la definición para decir que en todo caso es una tristeza que se baila, una música que permite asumir el dolor y lo transforma en su perfecto opuesto, en la alegría y la energía y la pasión y la sensualidad del baile. En este sentido, el tango es una perfecta síntesis de la experiencia vital. Una canción exquisita que sólo puede ser cantada con los labios partidos.

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Mi corazón. Mi corazón. Mi corazón.

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12 de diciembre de 2005
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Flores y libros

Una edición del “Quijote” de Montanes y Simón, publicada en 1883, se cotiza en Caracas cinco millones de bolívares (2.380 $ al precio del mercado oficial de cambio; 1.850 $ en el animado mercado negro). Lo escribía el jueves “Tal Cual”, el diario vespertino de Teodoro Petkoff, el mayor opositor a Hugo Chávez, en un articulo dedicado a ”El buscón”, la librería que vende tanto libros usados como nuevos en el “trasnocho cultural”, extraño lugar que permite pasar directamente de un estacionamiento subterráneo a un centro cultural.

“El buscón” parece ser una librería que quiere encantar más que vender a sus clientes. Con una vieja máquina de escribir, maletas, libros agotados y un sillón chesterfield busca más atmósfera que eficiencia. O, mejor, busca eficiencia en el arte de la seducción. El jueves por la noche, el arte funcionó pues paseaba con la idea de “aquí tienen un viejo Quijote, quiero ver a qué se parece” y seguí encantado por el caos. Camus, Borges, Fuentes, Bradburry: el siglo veinte en sus clásicos. Pero también había libros de Jacques Maritain. ¿Quién lee todavía al historiador católico francés que tanta influencia tuvo en el mundo latino antes de la segunda guerra mundial? Como siempre resaltaba la abundancia de los libros de Washington Irving en el mundo hispanoamericano. ¿Basta dormir con limoneros y bandidos en la Alambra para mantenerse visible tanto tiempo?

Por fin hubo dos sorpresas. La primera: excelentes reediciones de los libros para niños que publicaba al final del siglo XIX en Madrid Ediciones Saturnino Callejas. Libritos como “El negrito y pastora” o “La reina de las hormigas”. Proponían una calidad irresistible en su subtítulo: “Con censura eclesiástica”.

La segunda sorpresa era un librito, una maravilla de objeto, un capricho: “Las flores de Cocuy”. Cocuy, entendí, es Carmen Heny, una jardinera y narradora venezolana que goza del afecto de sus amigos y vive en una vieja casa. Unas personas siguieron sus esfuerzos en producir flores y sobre todo la dibujante Tita Madriz. “El buscón” exponía sus dibujos/pinturas. Así fue: salí para un “Quijote” y me quedé mirando la textura fenomenal de obras sobre papel. Una web-revista venezolana puso unas muestras en línea http://www.analitica.com/va/arte/actualidad/8285099.asp. Vale más que un vistazo. Al ver estas flores, se piensa en la liebre de Dürer, en los pájaros de Audubon. En “El buscón” uno encuentra lo que no sabe que va buscando pero necesitaba de manera urgente: flores, libros y la idea de que, en un lugar de Venezuela, una Sackville-West latina cuida un jardín y escribe cuentos.

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12 de diciembre de 2005
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Génesis

Me gustaría recordar cómo empezó todo. Debe haber existido un inicio: algo que ocurrió en una hora precisa de aquel día equis, el momento puntual en que la mente del niño que uno era por entonces relacionó los prolijos garabatos dispuestos sobre la página con la historia que su madre o su padre le estaban refiriendo en voz alta. Me gustaría, insisto, recordar el instante en que reconocimos la magia de las letras, el código en que estaban cifrados los cuentos que tanto nos gustaban. Debemos haber comprendido que quien dominase ese código dominaría las historias; y por eso nos abalanzamos sobre las letras, A, B, C, Ana ama, Beto barre, Cora come, y aprendimos a leer más rápido que el resto y –¡a diferencia de la mayor parte de nuestros amigos!- a disfrutar de los regalos que venían en paquetes con forma de libro. El amor original fue el amor por las historias; al menos eso está claro. Nos contaron historias a todos y todos flipamos, no hay niño pequeño que se resista al ejercicio de la narración oral. Pero aunque todos crecimos adictos a las historias, somos pocos los que trasladamos la fascinación por lo oído y también por lo visto (al comienzo nos ayudan las ilustraciones, luego es todo TV) al dominio de lo escrito. Algunos de nosotros empezamos a amar las letras porque las historias estaban contadas con letras que conformaban palabras que se articulaban en frases. Debemos haber creído que el que dominaba las letras era capaz de dominar las historias, de contarlas también. (Algo que tan sólo hacían nuestros mayores, los grandes escritores son siempre viejos, o por lo menos lo es la imagen de ellos que uno ha fijado en su cabeza.) Y de soñar con dominar las historias a esperar dominar la vida hay tan sólo un paso. Por fortuna a esa edad uno no ha oído aún de las aporías, ni del infinito espacio que existe entre los puntos A y B. (Ana ama, Beto barre.)

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Escribir es una compulsión. Y todas las compulsiones tienen algo de enfermo. Siempre me gustó el cuento de Cortázar en que el protagonista empieza a vomitar conejitos. No sabe por qué le ocurre, ni puede parar. Vomita criaturitas primorosas pero incómodas, los conejitos mastican los muebles y cagan por doquier y reclaman comida, son lindos pero uno no sabe bien para qué sirven. Todos los escritores vomitamos conejitos.

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Pocos párrafos más frecuentemente citados que el inicial de David Copperfield, donde se supedita el sentido de la historia (determinar si David es o no el héroe de su propia vida, lo cual equivale a determinar si se ha adueñado de su historia al narrarla), a la lectura del libro completo. Pero en realidad las primeras palabras de la novela no son esas, sino las que constituyen el título del primer capítulo: Yo nazco. Puesto así, en tiempo presente, de tal forma que David, y también el lector, vuelvan a nacer cada vez que se lee la frase. La mayor parte de la gente nace una vez, pero los escritores nacemos dos veces. Una cuando salimos del vientre de nuestra madre, y la otra cuando descubrimos que estamos en condiciones de leer Yo nazco.

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Bob Dylan escribió alguna vez: aquel que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo.

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9 de diciembre de 2005
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En busca de un clásico

Donis Donoghue, profesor de la New York University, sacó antes del verano un libro que no para de atormentarme: “The American classics” (Yale University Press). Otra vez (no sé cuantas veces lo he hecho, de verdad) lo tomé conmigo para un largo viaje aéreo. Es un libro que empieza sin matices: en tres páginas afirma que la literatura norteamericana cuenta con cinco libros que se pueden considerar como “clásicos”. No son cuatro o seis: cinco si no cuatro, afirma Donoghue, que se conoce sobre todo por sus trabajos sobre la literatura inglesa e irlandesa.

Claro que la pregunta es automática cuando se sale de esta manera a un recorrido literario: ¿Qué es un clásico? Donoghue contesta utilizando el famoso texto con un título epónimo de T. S. Eliot. Un clásico, decía Eliot, satisface tres condiciones: expresa una civilización madura, utiliza un idioma maduro y es producto de un creador cuya imaginación es madura. Utilizando estos tres criterios, Eliot afirmaba, en 1944, que toda la literatura europea contaba con dos clásicos: ”La eneida” de Virgilio y “La divina comedia” de Dante. “No hay clásicos en inglés” decía Eliot y Donoghue no se atreve a contestar su afirmación. Aunque...

Aunque hay libros que sobreviven a las interpretaciones que cada generación le pone por encima, capa tras capa de supuesto análisis y visión de su contenido. Sobreviven, aguantan y, explica Donoghue, son clásicos que sobresalen entre los otros libros que obligan al uso de una interpretación específica para mantener su validez. Los críticos Frank Kermode y Lionel Trilling ayudan un poco en ese razonamiento que permite rescatar a cinco obras: los clásicos de Estados Unidos según el autor. Son “Moby-Dick” de Melville; “La letra escarlata” de Hawthorne; “Walden” de Thoreau; “Hojas de hierba” de Whitman; y “Las aventuras de Huckleberry Finn” de Twain. No hay que conocer en gran detalle las costumbres de las ballenas y de los hombres que las cazaban con barcos de vela para entender la locura cósmica del capitán Ahab, y podemos decir lo mismo de los otros cuatro clásicos.

La pregunta, tan enorme que un viaje transatlántico no basta para responder, la pregunta entonces es: ¿cuáles son las obras que corresponden a los criterios de Donoghue en otros idiomas? Hay una trampa, claro: pues el blando niño mal criado de Saint-Exupéry que finge ser un príncipe vive en una obra más fácil de entender para lectores a lo largo del mundo que toda la obra de Proust. La calidad tiene su papel en la selección. Hablamos de una competencia con Virgilio. Por el momento, voy cocinando mi lista tanto en francés como en español. Y, por el número de obras, me siento más cercano a Eliot que a Donoghue. El genio no es un producto de masa.

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9 de diciembre de 2005
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La realeza

Recuerdo algunas discusiones sobre el realismo (o la verosimilitud), a propósito de la novela de Cercas en la que figuraba como protagonista el padre de Sánchez Ferlosio. ¿Se pueden mezclar acontecimientos ficticios e históricos con la justificación del género novelero? ¿No es deshonesto? Bueno, ficción novelesca y acontecimiento histórico no parecen dos especies distintas. Seguramente pueden hibridarse. Son como el whisky y el hielo. Si el whisky es muy bueno, no le pongas hielo. O sí. Casualmente tropiezo con un pasaje de La orgía perpetua, el muy brillante ensayo de Mario Vargas Llosa sobre Flaubert, que me viene al dedillo. En la mitad justa del ensayo, Vargas comenta una carta de Flaubert a Louise Colet en la que dice no poder escribir “lo que ve” (la realidad), sin “transfigurarlo” (la ficción). Este “elemento añadido”, este imponderable, dice Vargas, es lo que da originalidad a la obra y autonomía a la “realidad ficticia”. Pero entonces se le cruza una intuición, no tiene tiempo de desarrollarla, y la deja como nota a pie de página: “1. El elemento añadido, o manipulación de lo real, no es gratuito: expresa siempre el conflicto que es origen de la vocación y puede ser poco o nada consciente por parte del escritor. Naturalmente, el elemento añadido es detectado por el lector en función de su propia experiencia de la realidad, y, como ésta es cambiante, el elemento añadido muda también, según los lectores, los lugares y las épocas”. ¡Menudo jardín derridiano! Nos encontramos con una experiencia A (un fact) que el escritor transfigura inconscientemente en experiencia B gracias al elemento añadido. El lector transforma inconscientemente la experiencia B en experiencia C, según su propio elemento añadido. La coincidencia entre los facts A y C es absolutamente indemostrable, pero ambos, autor y lector, están persuadidos de referirse a lo mismo. De modo que si alguien considera que esa novela es “realista”, lo que está diciendo es que él, el lector, es “real” porque se reconoce en ese texto al cual otorga estatuto de realidad. Dicho en plata: el realismo de las novelas de Flaubert consiste en crear un tipo de lectores realistas. La realidad a la que se refieren autor y lector, sin embargo, no está en ningún lugar, sólo entre las páginas de un libro cuyo contenido es distinto para cada lector. Simultáneamente, quien no considera “realista” o verosímil ese texto (por ejemplo, porque conoció personalmente a Sánchez Mazas) tiene su realidad en otro lugar. Quizás en Tolkien. ¿Qué habría sucedido si el protagonista se hubiera llamado Pérez Martillo? ¿Habría arrastrado al mismo número de lectores? ¿Habrían aceptado su verosimilitud?

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9 de diciembre de 2005
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Amor de contrabando

El muro que separa México de los Estados Unidos está hecho de calaminas baratas y herrumbrosas. Con frecuencia, un sector se viene abajo y se queda así durante días hasta que vengan a repararlo. A la altura de la playa, las placas metálicas son reemplazadas por barrotes gigantescos clavados en la arena que se internan unos metros en el mar. Los ingenieros que colocaron los barrotes calcularon mal el espacio entre ellos. Como era demasiado fácil colarse, ahora han parcheado buena parte de ellos con calaminas. Tijuana llega exactamente hasta el muro. Desde su playa, desde sus cerros, desde su plaza de toros, se ve EEUU. El aeropuerto está al lado de la frontera. La línea marrón de herrumbre atraviesa toda la ciudad. Como si la cortase por la mitad, sólo que no hay otra mitad. Del otro lado sólo hay desierto y patrulleros de la migra. A lo largo de la ciudad, el muro está decorado con las cruces y los nombres de las 3600 personas que han muerto tratando de cruzar. Por la noche, los potentes reflectores de la policía migratoria norteamericana te advierten que no importa a qué hora pases, no importa cómo te camufles, te van a descubrir. Mi anfitrión aquí es el escritor tijuanense Luis Humberto Crosthwaite. Crosthwaite ha sido el guía de Joaquín Sabina. Ha sido el guía de Javier Cercas. Sé que estoy en las mejores manos. Por la tarde, me lleva a conocer burdeles. Primero nos tomamos una cerveza en el Zacazonapan, cerca de la calle Coahuila. Afuera son las cuatro de la tarde, pero en el Zacazonapan ya es de noche. Está en un sótano sin ventanas. Un americano con una camiseta que dice Petrol aúlla canciones de Credence frente a una rockola. De vez en cuando se vuelve hacia una chica de la barra que de vez en cuando le hace caso. Un hombre da vueltas alrededor de la pista de baile. Lleva una mochila. Otros dos beben sendas cervezas en mesas separadas. Todo el mundo tiene cara de estar esperando que algo pase. En un momento dado, el hombre de la mochila se nos acerca. -I’ve got drugs. -No gracias. Y hablamos español. -Que tengo drogas. -Ya, pero de momento no, gracias. -!Buena coca! –nos ofrece con gestos alusivos. Se pregunta qué hace aquí alguien que no quiere drogas. Y qué hace aquí un gringo que habla español. En EEUU, no importa lo que haga, soy Hispanic. Aquí soy gringo. Después vamos al Adelita. Aunque es temprano, el lugar ya está muy animado. Cuesta mirar a cualquier sitio, porque de inmediato se te cruza la mirada de alguna chica. Hay una tarima para los números de baile, y si te sientas cerca de ella tienes que estar dispuesto a que te acosen. Se bajan un poco el calzón para que introduzcas un billete. Se sientan a tu lado. Si eres bueno con ellas te restriegan los pechos por la cara. Eso sí, no les puedes faltar al respeto. Nada de meter mano gratis ni en público. Para empezar, tienes que invitarles una cerveza que cuesta como ocho dólares. Pero aquí todo el mundo parece tener mucho dinero. En el baño, que está excepcionalmente limpio, te venden cigarillos sueltos, chicles de menta, viagra y condones. El ambiente del Chicago Bar es un poco más sofisticado. Y más caro también. El público es más gringo y las chicas tienen personajes, como si fuesen actrices. Está la que tiene cara de virgen, la chica con que saldrías a cenar y al cine. Está la que parece menor de edad, la Lolita felina y experimentada. En una mesa hay dos parejas, que por un momento nos parecen dos matrimonios estables que han venido a ver el paisaje. Antropólogos o sociólogos, esa clase de gente. Sólo cuando los caballeros se van descubrimos que sus acompañantes también trabajan aquí. No todos los americanos vienen en busca de sexo. Sólo quieren conversar, acariciarse, tomar una copa con alguien. Y aquí es más barato que del otro lado del muro. Terminamos la noche en el Miami Bar. Aquí las chicas están sentadas en fila, y puedes sacarlas a bailar por un dólar cada canción. Muchos mexicanos sólo vienen a bailar. Gastan todo su dinero en la pista de baile. Un gordito ha bailado toda la noche con la misma. Uno de camisa a cuadros ya sacó a todas las trabajadoras. En la mesa de al lado hay un hombre con una de las chicas. Ella lleva en sus brazos una muñeca del tamaño de un bebé. Juegan con ella. A veces le hablan. Le pregunto a Luis Humberto: -Y qué más se puede visitar por aquí? -Nada más. Esto es Tijuana. El resto es puro invento. Nos vamos. Aprovechando que su acompañante está distraído mordiéndole el cuello, la mujer con la muñeca nos manda un beso volado.

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9 de diciembre de 2005
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Palinuro

“Tengo una sola ambición: escribir un libro que se mantenga vigente durante diez años”. El audaz propósito de Cyril Connolly, escrito en 1938, se ha cumplido con creces. Setenta años más tarde sigue siendo reeditado. Su mérito es mayúsculo porque no es un novelista, sino un crítico literario. ¿Caso único? ¿Qué comentarista de las letras de los años treinta podemos leer en la actualidad? No ha aguantado ni siquiera Edmund Wilson. En realidad, con aquella frase Connolly señalaba hacia un agujero negro que no ha hecho sino crecer. “Digo diez años porque ése es el tiempo que llevo escribiendo sobre libros y porque puedo afirmar (...) que dentro de poco escribir libros que duren una década, especialmente los de ficción, será un arte extinto”. De Connolly a Juan Marsé ese temor no ha desaparecido sino que se ha intensificado. Hay matices. En tiempos de Connolly el problema afectaba a la rapidez con la que pasaban de moda los autores, a causa del estilo. En consecuencia dice: “Es preciso buscar una calidad que mejore con el tiempo”. Connolly creía que una radicalización del arte literario produciría libros más longevos. Sus modelos para la duración son irreprochables: Eliot, Yeats, Forster.. bueno, y Maugham, el único patinazo de época. Nosotros no podemos contar con ese remedio. Un libro aguanta en librería lo que tarda en venderse. Si no vende, desaparece. Ha de vender mucho el primer mes si quiere durar un año. Y muchísimo el primer año si quiere durar dos. Cuanto mayor sea la exigencia artística del texto, menos posibilidades tiene de durar. Para durar, en todo caso, ha de aplicar la fórmula opuesta y rebajar todo lo posible la calidad artística. Es cierto que algunos libros indudablemente artísticos han alcanzado grandes ventas y se han mantenido años en librerías, como ciertas novelas de Marías, pero hay una variante fundamental. Connolly citaba dos poetas y dos novelistas. Nosotros ya no podemos, honradamente, incluir a los poetas. Ha caído la reina. El rey es más vulnerable que nunca. También intuyó este proceso implacable de acabamiento de la poesía: “Poetas que discuten sobre poesía moderna. Chacales que gruñen en torno a un manantial seco”. Esto escribe en su más famoso libro, La tumba inquieta. Y por esas cosas raras de la vida, como dice la canción, ahora se publica en España una edición de Connolly como no la hay en ningún idioma europeo, incluido el inglés. Admirable trabajo de Miguel Aguilar, Mauricio Bach y Jordi Fibla para la editorial Lumen. Figuran dos artículos que no incluye la edición británica: “Los diplomáticos desaparecidos” (1951) y “Barcelona” (1945).

* Un tertuliano preguntaba por la historia de Piaget. Está en: Douwe Draaisma, Why life speeds up as you get older. How memory shapes our past, Cambridge UP.

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8 de diciembre de 2005
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Chávez, ausente y en todas partes

Estoy en Caracas. La República bolivariana de Venezuela ya no es una democracia según el criterio de Montesquieu. La ausencia total de la oposición en el cuerpo legislativo desde las elecciones del domingo pasado pone un punto final a la separación de los poderes. Los tres - ejecutivo, judicial, legislativo – actúan bajo la orientación de una fuerza política única, el chavismo, cuyo único líder es Hugo Chávez.

Me cuesta un poco de esfuerzo encontrar un cartel que se despegue de una pared: “democracia, participación, cristianismo es socialismo”. No hubo mucha propaganda, menos que en otras votaciones, me dicen amigos. Milagro del poder político cuando roza el absolutismo: ya no es necesario mantener la visión permanente de la autoridad. La intuición se confirma al entrar a la librería Alejandría 1, en el paseo de Las Mercedes. Antes, es decir aún a principios de 2005, había una mesa dedicada a Chávez. Revisando la oferta, veo que sólo hay un libro que sobresale, el “Chávez sin uniforme” de Cristina Marcano y Alberto Barrera Tyszka. Es un retrato excelente y poco común por su forma: se parece a una novela de aprendizaje. El lector no sigue tanto una cronología sino la historia de la formación de un ego de un tamaño descomunal. Al salir compro la revista Exceso que tiene un artículo sobre la blogosfera venezolana. Revisando el texto, veo que Montesquieu puede preocuparse: ya no hay separación de lo real y lo virtual, pues la fractura entre oficialismo y oposición existe también en el ciberespacio.

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8 de diciembre de 2005
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Nadie, nada, nunca

Se me escapó, el martes por la noche, un homenaje a Juan José Saer en la Maison de l’Amérique Latine. El evento me parecía inverosímil: el escritor argentino llevaba casi cuarenta años viviendo en Francia. Era más parisiense que muchos parisienses. Tanto, que consiguió la rarísima hazaña de publicar la traducción al francés de una novela suya con el título original en castellano: “Nadie, nada, nunca”. Al ver que no conseguía ir al evento me dediqué a recordar si otro escritor latino impuso así el español al francés. En los últimos años creo que no hubo nadie.

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7 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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