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Amor de contrabando

Por 9 de diciembre de 2005 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

El muro que separa México de los Estados Unidos está hecho de calaminas baratas y herrumbrosas. Con frecuencia, un sector se viene abajo y se queda así durante días hasta que vengan a repararlo. A la altura de la playa, las placas metálicas son reemplazadas por barrotes gigantescos clavados en la arena que se internan unos metros en el mar. Los ingenieros que colocaron los barrotes calcularon mal el espacio entre ellos. Como era demasiado fácil colarse, ahora han parcheado buena parte de ellos con calaminas.
Tijuana llega exactamente hasta el muro. Desde su playa, desde sus cerros, desde su plaza de toros, se ve EEUU. El aeropuerto está al lado de la frontera. La línea marrón de herrumbre atraviesa toda la ciudad. Como si la cortase por la mitad, sólo que no hay otra mitad. Del otro lado sólo hay desierto y patrulleros de la migra. A lo largo de la ciudad, el muro está decorado con las cruces y los nombres de las 3600 personas que han muerto tratando de cruzar. Por la noche, los potentes reflectores de la policía migratoria norteamericana te advierten que no importa a qué hora pases, no importa cómo te camufles, te van a descubrir.
Mi anfitrión aquí es el escritor tijuanense Luis Humberto Crosthwaite. Crosthwaite ha sido el guía de Joaquín Sabina. Ha sido el guía de Javier Cercas. Sé que estoy en las mejores manos. Por la tarde, me lleva a conocer burdeles.
Primero nos tomamos una cerveza en el Zacazonapan, cerca de la calle Coahuila. Afuera son las cuatro de la tarde, pero en el Zacazonapan ya es de noche. Está en un sótano sin ventanas. Un americano con una camiseta que dice Petrol aúlla canciones de Credence frente a una rockola. De vez en cuando se vuelve hacia una chica de la barra que de vez en cuando le hace caso. Un hombre da vueltas alrededor de la pista de baile. Lleva una mochila. Otros dos beben sendas cervezas en mesas separadas. Todo el mundo tiene cara de estar esperando que algo pase. En un momento dado, el hombre de la mochila se nos acerca.
-I’ve got drugs.
-No gracias. Y hablamos español.
-Que tengo drogas.
-Ya, pero de momento no, gracias.
-!Buena coca! –nos ofrece con gestos alusivos. Se pregunta qué hace aquí alguien que no quiere drogas. Y qué hace aquí un gringo que habla español. En EEUU, no importa lo que haga, soy Hispanic. Aquí soy gringo.
Después vamos al Adelita. Aunque es temprano, el lugar ya está muy animado. Cuesta mirar a cualquier sitio, porque de inmediato se te cruza la mirada de alguna chica. Hay una tarima para los números de baile, y si te sientas cerca de ella tienes que estar dispuesto a que te acosen. Se bajan un poco el calzón para que introduzcas un billete. Se sientan a tu lado. Si eres bueno con ellas te restriegan los pechos por la cara. Eso sí, no les puedes faltar al respeto. Nada de meter mano gratis ni en público. Para empezar, tienes que invitarles una cerveza que cuesta como ocho dólares. Pero aquí todo el mundo parece tener mucho dinero. En el baño, que está excepcionalmente limpio, te venden cigarillos sueltos, chicles de menta, viagra y condones.
El ambiente del Chicago Bar es un poco más sofisticado. Y más caro también. El público es más gringo y las chicas tienen personajes, como si fuesen actrices. Está la que tiene cara de virgen, la chica con que saldrías a cenar y al cine. Está la que parece menor de edad, la Lolita felina y experimentada. En una mesa hay dos parejas, que por un momento nos parecen dos matrimonios estables que han venido a ver el paisaje. Antropólogos o sociólogos, esa clase de gente. Sólo cuando los caballeros se van descubrimos que sus acompañantes también trabajan aquí. No todos los americanos vienen en busca de sexo. Sólo quieren conversar, acariciarse, tomar una copa con alguien. Y aquí es más barato que del otro lado del muro.
Terminamos la noche en el Miami Bar. Aquí las chicas están sentadas en fila, y puedes sacarlas a bailar por un dólar cada canción. Muchos mexicanos sólo vienen a bailar. Gastan todo su dinero en la pista de baile. Un gordito ha bailado toda la noche con la misma. Uno de camisa a cuadros ya sacó a todas las trabajadoras. En la mesa de al lado hay un hombre con una de las chicas. Ella lleva en sus brazos una muñeca del tamaño de un bebé. Juegan con ella. A veces le hablan. Le pregunto a Luis Humberto:
-Y qué más se puede visitar por aquí?
-Nada más. Esto es Tijuana. El resto es puro invento.
Nos vamos. Aprovechando que su acompañante está distraído mordiéndole el cuello, la mujer con la muñeca nos manda un beso volado.

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